Florescano (1937-2023) o la historia como sismógrafo

Carlos San Juan Victoria*


                                         Enrique Florescano. INAH.

 

En el año de 1975 conocí al doctor Enrique Florescano entonces de 38 años, fue en su oficina situada en las antiguas caballerizas, un poco abajo del Castillo de Chapultepec. Una presencia escrupulosa en su arreglo personal, de bigote y piocha y un gesto característico, la ceja alzada, en señal no de presunción sino de atención. Desde el primer momento me quedó claro que estaba ante un conductor de hombres, de carácter decidido, pero no exento de gentileza.

 

Me habían avisado mis maestros de la UNAM, José Ayala, José Blanco y Rolando Cordera, que había una oportunidad de trabajo, mandé un texto sobre el desarrollo de México en los años 1940 -1970 y me aceptó. Mas tarde comprendí que ahí había una red de sociabilidad anterior al 68, que había surgido a inicios de los años sesenta del siglo pasado, cuando, entre otros episodios, Carlos Monsiváis y Rolando Cordera, muy jóvenes, habían creado la revista Nueva Izquierda de muy corta duración.  

 

Mi aún no estrenada vida como economista, pues terminé ese año mis estudios, se bifurcaba hacia la historia bajo el enfoque, entonces en boga, de la escuela francesa de los Annales. Florescano estaba concluyendo al momento de conocerlo una ambiciosa revisión de la historiografía mexicana y me entregó los resultados de lo que fue un seminario dedicado al siglo XX y que llegaba hasta los años setenta, una herejía para una historia mexicana que se detenía con el cardenismo, aunque en el Colegio de México ya se cocinaba la obra colectiva Historia de la Revolución Mexicana dirigida por Luis González y González.  

 

Había que escribir un ensayo que agrupara corrientes de interpretación de mexicanos, norteamericanos, el positivismo y el marxismo entonces expandido. Y como rasgo decisivo de su noción de una historia que produjera y publicara para públicos amplios y no sólo el circuito académico; a inicios de 1977 el ensayo encargado, “Corrientes de interpretación para la historia contemporánea de México”, fue publicado en el suplemento de la Cultura en México dirigido por Carlos Monsiváis.

 

Una concepción de la historia

A partir de entonces pude conocer y ser testigo de lo que ahora escribo.  Florescano encabezó una rigurosa revisión historiográfica del periodo colonial, el siglo XIX y XX desde 1971, en el entonces Departamento de Investigaciones Históricas del INAH, antes en manos de don Wigberto Jiménez Moreno, arqueólogo e historiador, uno de los creadores de la noción de Mesoamérica. Revisar cinco siglos de historia sonaba desmesurado en su ambición, que se realizaba mediante formas de trabajo colectivo a través de los seminarios, y de acuerdo con temáticas consideradas entonces relevantes.

 

Su libro, Precios del maíz y crisis agrícolas en México (1969) trataba de anudar las nuevas preguntas y métodos de la Escuela de los Annales con una historia mexicana creada en el siglo XIX y XX alimentada por acontecimientos de ruptura como motor de los cambios, fuesen guerras civiles o intervenciones extranjeras. Revisaba así las causas profundas que alteraron el subsuelo de la producción del alimento básico: el maíz, y que agrietó la estabilidad virreinal con la inconformidad y la fermentación de los estallidos campesinos e indígenas. La historia era entonces un sismógrafo, atenta al enlace de los lentos movimientos tectónicos y las erupciones inesperadas, consideradas como motor del cambio.

 

Con una fuerza de carácter y un vigor intelectual poco usual, al paso de los años la obra de Florescano abarcó no sólo los cinco siglos de la revisión historiográfica, sino que abrazó y resignificó el pasado más profundo, el mesoamericano.  Su obra crea un gran relato donde todas las épocas conviven, pelean y se hacen habitantes de este tiempo nuestro, se hacen contemporáneas, no como el relato de una nación homogénea sino plural, no en un tiempo lineal sino de quiebres y conflictos, no en paz sino en combates de memorias locales y nacionales, étnicas y estatales, urbanas y de provincias rurales.


Florescano Mayet Enrique, imagen recuperada el 8 de marzo de 2023, en: http://www.economia.unam.mx/amhe/socios/info/socios_florescano.html

 

Vida pública y vida académica

La historia como sismógrafo tenía que ver también con un tiempo donde la vida pública y la vida académica estaba entrelazada, uno de los efectos cultuales que legó el movimiento estudiantil del 68. Y a partir de 1971 con el nuevo sexenio de Echeverría ese tiempo de vida pública agitada se intensificó como cauces dispersos a lo largo y lo ancho del país. Las movilizaciones campesinas contra el nuevo rostro de un latifundismo renovado, agronegocios e inmobiliarias; las insurgencias sindicales contra el autoritarismo patronal y sus aliados, los charros; la irrupción de movimientos urbanos donde miles reconquistaban su derecho a la ciudad. Lo que ocurría en la vida política se conocía y se discutía, a la vez que se innovaba en la historia como disciplina con amplios recursos de método y de temáticas sensibles a los temblores de aquel presente. Años más tarde, Florescano escribió:

 

Otro hecho que tiene una influencia notable en el rescate e interpretación del pasado, son las presiones que ejerce la realidad política y social contemporánea sobre el historiador. Desde que hay historia entre nosotros, los temas y épocas que suscitan el interés del historiador están en gran medida determinadas por los conflictos que conmueven el presente desde donde se mira el pasado.[1]

 

El estratega cultural

Enrique Florescano (1937) era un año menor que Carlos Monsiváis (1938), esa generación había vivido una experiencia excepcional donde coincidieron generaciones diversas, ocupaciones distintas, sensibilidades renovadas a fines de los años cincuenta e inicios de los sesenta. Una conjunción de literatos, artistas, los nuevos científicos sociales surgidos de las universidades públicas, que produjeron no sólo una sociabilidad que formaba grupos, se asentaba en cafés y restaurantes para la charla, la invención de iniciativas e intercambio de ideas, sino, sobre todo, el ánimo de intervenir en la vida pública.

 

La siesta del llamado Milagro Mexicano, tuvo su primera sacudida con los movimientos sociales del 1957-1960 que protestaban por el desmantelamiento de sus conquistas y el despojo de sus organizaciones. A su fulgor se formaban grupos, surgían revistas, se incursionaba en la prensa cerrada de entonces, realizaban difusión en radio UNAM y en la Casa del Lago, surgían editoriales como ERA. Ese espíritu desdoblaba vocaciones estéticas y exploraciones en ciencias sociales, con el ánimo común de estar atentos a las sacudidas del momento, a los dilemas políticos y a tomar partido. Luego del 68 ese impulso se multiplicó y se alimentó con miles de jóvenes que muchas veces iniciaron sus propios caminos.

 

Florescano quería un saber histórico en la vida pública, creía en la función social de la historia, de joven fundó revistas y participó a lo largo de su vida en muchas iniciativas para esparcir el saber histórico en lugares públicos como, por ejemplo, el Metro de la ciudad de México, donde se podían adquirir a bajo precio unas joyas publicadas bajo el sello de SepSetentas que él dirigió en el área de historia. La creación de la revista Nexos en 1978, bajo su dirección e iniciativa, era la consecuencia de una larga tradición que recorrió la segunda mitad del siglo XX: colocar al pensamiento en el ágora pública.  

 


Enrique Florescano Mayet, historiador. COLECCIÓN MEDIATECA del INAH, Ciudad de México, fecha: 1990; 1994. https://mediateca.inah.gob.mx/islandora_74/islandora/object/fotografia%3...

 

Pluralidad, nación y Estado

La gran obra de Florescano recorre y da cuenta de dos momentos historiográficos en la producción histórica mexicana y que él contribuyó a formar, tal y como se puede advertir en sus dos obras que recopilan su quehacer en esta materia: Memoria Mexicana y El nuevo pasado mexicano. Uno, el de la crítica y el desmantelamiento de la historia oficial homogénea, que plantea no romper un relato nacional, sino proponer otro encadenamiento donde acontecimientos fundadores y procesos civilizatorios se articulan.

 

Mesoamérica deja de ser el espacio exclusivo de cosmogonías, elites militares, sacerdotes y plazas; para convertirse en complejas civilizaciones con poblaciones densas, sistemas de cultivo y de riego avanzados, modos de vida urbanos y rurales, ritos y mitos que regulan su vida social y el trato con la naturaleza. La Nueva España apunta ya como la génesis de la nación de antiguo régimen que en el siglo XIX será el asiento polémico del nuevo Estado y de la Nación que se quiere moderna, asentada en la soberanía del pueblo, que surge de un movimiento revolucionario y de los acuerdos entre las elites.  Y la Revolución, reducida por cierto revisionismo a acuerdos y rencillas de las clases políticas emergentes, o peor aún, a simple continuidad del porfiriato, revalora sus profundas raíces populares que alimentan las grandes transformaciones ocurridas en sus primeras décadas.

 

La revolución no es una ilusión ideológica de cambio, es un cambio real que revoluciona el Estado, desplaza violentamente a la antigua oligarquía gobernante, promueve el acenso de nuevos actores políticos e instaura un tiempo nuevo, el tiempo de la revolución, la era de la anarquía, del desorden, el choque de intereses y la guerra, el momento en que nuevos actores sociales ocupan el espacio liberado por la revolución y definen un proyecto político sustentado en las fuerzas que crearon ese momento de libertad y definición colectiva lanzado hacia el futuro.[2]

 

El otro momento es de celebración de la enorme pluralidad de poblaciones y lugares del vasto territorio nacional, donde se abre paso otro modo de función de sus ficciones unitarias, el Estado y la Nación, que en lugar de negarla debe asentarse en ellas. La historia se hace cartografía en búsqueda de la especificidad de lo local como surtidero de memorias, sentidos de pertenencia, identidades, que retan a las nociones de Estado y Nación, que pugnan por ser reconocidas y aceptadas, que dibujan, a futuro, naciones y estados multiculturales.

 

¿Fases de una suave evolución ya sin conflictos y sin rupturas, o la ruta de las nuevas luchas culturales como pensaba Monsiváis? ¿un Estado mínimo en la cultura y en la historia o bien otra responsabilidad donde se reconozcan esos dos momentos en sus tensiones, conflictos y cohabitaciones, el relato nacional y la riqueza local? Unas de tantas preguntas que como fértil huella deja la obra monumental de Enrique Florescano.

 


* Dirección de Estudios Históricos, INAH.
[1] Enrique Florescano, El nuevo pasado mexicano, México, Cal y Arena, 1991, p. 12.
[2] Ibidem, p. 151.

 

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