La historia del cine: un territorio mágico en constante expansión

Julia Tuñón*

 

Las preguntas que nos convocan para este coloquio son las que hacemos al pasado y al presente, los lugares de experiencia, las reflexiones y lecturas de las que nos nutrimos, las fuentes que utilizamos, escritas y no escritas, el análisis que intentamos, si acaso es de larga duración o de coyuntura y los posibles enfoques multidisciplinarios que nos ocupan. Quiero responder a la pregunta sobre  Cómo miramos lo que miramos, que es el nombre puesto a nuestra reunión anual en esta ocasión. Me parece una pregunta muy pertinente, refiere a metodologías  y métodos, o si se prefiere tácticas y estrategias, o técnicas y modelos. El andamiaje que sostiene nuestro trabajo. Son muchos los temas que pueden abrirse desde esta interrogante, por lo que se impone elegir. Elijo, entre todos los posibles, uno que refiere al terreno que más he fatigado últimamente, el de la historia del y desde el cine, y elijo plantear una serie de problemas y de posibilidades de este territorio de la vida humana, es decir, de su historia.

 

La mirada desde la historia

La primera distinción refiere a hacer historia del cine o desde el cine. Ambas requieren métodos y metodologías específicas, la atención a una disciplina y al objeto de estudio. El objeto determina, ciertamente, pero la disciplina también, y yo elijo para acceder a mis preguntas una mirada desde la historia. Algunos colegas prefieren poner como su primer interés el aspecto estético, o el del crítico, que dispara juicios, o el semiótico que analiza los cómos de la construcción de las imágenes para que hagan determinado sentido. Utilizando ineludiblemente estas, para mí, herramientas, mis preguntas están marcadas por la disciplina histórica, la búsqueda de lo humano en el tiempo y el respeto a una serie de principios.

 

Se trata de un concepto de historia forjado a través de los años, a partir de mi experiencia y mis elecciones y/o admiraciones sucesivas. Inicia desde la facultad, la de Filosofía y Letras de la UNAM, en la licenciatura, entre 1965 y 1969 en donde  cursé, entre otras importantes, una asignatura fundamental (Filosofía de la Historia) y un seminario (Actas de Cabildo de la Ciudad de México) con Edmundo O’Gorman. Yo lo admiraba, pero cada día entiendo mejor por qué: se lo merecía. Hablaba con pasión, y no regateaba al trabajo con la historia su carácter creativo. La invención de América campeaba en aquella sala y nos servía de ejemplo de que para hacer la historia de algo se requiere imaginación, erudición, disciplina, rigor y conocer muy bien el tema elegido, porque todo eso forma parte de un tejido vivo de relaciones de ida y vuelta, que luego he llamado fisiológico más que anatómico. También cursé  historia de Grecia y de Roma con Wenceslao Roces y me admiró su rigor. Él inscribía los hechos en una trama compleja, de manera que adquirían fragancia y sentido y marcaba con fiereza el respeto a los términos que se usaban. En una ocasión preguntó si al día existían los esclavos, y en aquellos años de marxismo atmosférico una compañera lo afirmó, con el ejemplo de los empleados bancarios, pero Roces nos dio una lección del debido respeto a los conceptos que nombran las cosas en cada momento, para no cometer anacronismos y dar cuenta del contexto. El marxismo como modelo unívoco y el marxismo de manual que siguió a esa época en la UNAM no me tocaron de lleno. Dominaba un positivismo rancio, pero O’Gorman esgrimía el historicismo mientras Roces hacía lo propio con el materialismo histórico, y ambos se saludaban y conversaban en el pasillo desde sus respectivos estilos: don Edmundo con sus gestos flexibles de dandi y sus atuendos elegantes y don Wenceslao desde la firmeza recia de su cuerpo pequeño y cuadrado, sus movimientos rápidos y contundentes, y su atuendo sobrio, que recuerdo siempre gris.

 

Las puertas que abre la historia oral y sus límites

Cuando más tarde, ya a finales de la década de 1970, hice los estudios de maestría, con un programa semiabierto propuesto por la flexibilidad de mis profesores, dado que yo no vivía en la ciudad de México, el marxismo era el modelo hegemónico en la facultad, pero yo sólo asistía a presentar los trabajos que realizaba en Guadalajara y para mí fueron años de docencia diversa y en los que comencé a hacer historia oral, con aquellas pesadas grabadoras marca Uher que me sacaron callos en las manos. Entrevisté a maestros, revolucionarios, cristeros, médicos, señoras amas de casa y gente de cine para el Programa de Historia Oral del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), desde 1977. De ahí salió mi tesis de maestría: Historia de un sueño. El Hollywood tapatío.[1] La experiencia fue estimulante en todos los órdenes.

De regreso a la ciudad de México, en 1979, seguí haciendo historia oral, en el ya llamado Archivo de la Palabra del INAH, pero ahí había que elegir un campo específico y elegí la historia del cine. Pronto me di cuenta de las muchas posibilidades de esta metodología, que se ligaban también con los territorios posibles en el cine, que se me aparecían más y más variados.

 

En el Archivo de la Palabra se suponía que entrevistaríamos a los sin-historia, a aquellos que en la sombra habían incidido en la factura de las películas de la industria nacional, pero nos devoraba la urgencia de hacerlo también con los famosos porque se estaban muriendo aceleradamente. Así entrevisté a figuras importantes, entre las que destaco a Emilio Indio Fernández, que en esos años estaba muy solo y se sentía, porque lo estaba, marginado de la industria. El Indio filmó cuarenta y un películas y marcó el estilo del que se consideró desde el primer premio, en 1946, cine de calidad. [2] Me di cuenta de que su testimonio era un tesoro, pero a mí me faltaban herramientas para entenderlo. Me faltaba distancia para precisar a cabalidad sus enfoques y entraba al circuito de sus obsesiones, de manera que decidí aplazar el trabajo que sabía imperativamente en algún momento debería de abordar. Para entonces ya cursaba el doctorado, pero decidí que mi tesis no sería sobre su cine. Todavía no. Sería hasta tener esa actitud de equilibrio entre creer y dudar de los testimonios, y lo que la historia oral nos daba eran eso, testimonios. Marc Bloch marca en su Introducción a la historia, libro esencial que no pierde actualidad, que “hasta los más ingenuos policías saben que no debe creerse sin más a los testigos”,[3] porque de lo contrario corremos el riesgo de hacer propaganda y no un análisis que, pese a las subjetividades del caso, debe de ser objetivo.

 

Desde 1979, paralelamente a mi incorporación al Archivo de la Palabra en la ciudad de México, daba clases en la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa y ahí me di cuenta de la importancia de la escuela de los Annales. Descubrimiento tardío. Desde ese lente cobré conciencia de la buenaventura que fue haber cursado materias con O’Gorman y Roces, de todo lo que me nutrieron y de que sus obsesiones eran imprescindibles, modélicas de un buen hacer historiográfico. En la UAM impartí entre otras materias “Metodología de la Historia Social”, y preparándola aprendí y me cuestioné muchísimo. Me puse a leer y a sorprenderme, y todavía Bloch, Lucien Febvre, Fernand Braudel me parecen autores medulares: una de las preguntas que nos convocan, la que atañe a los largos plazos y cuestiones multidisciplinarias o pluridisciplinarias, o interdisciplinarias o intradisciplinarias, o con el matiz que se quiera, entró a formar parte esencial de mis  inquietudes pero sobre todo la idea de que lo que a mí me interesa, lo que elijo, es siempre algo de lo humano, algo de lo que los humanos construyen. El problema de qué es ese “algo” se me impuso como fundamental, y me retaba a precisar cuál sería la parte que habría de trabajar, contextualizada en la totalidad social de la que formaría parte. Por supuesto, esta idea se montaba en esa historia más fisiológica que anatómica que había vislumbrado en los primeros estudios universitarios, esa en que los territorios se conforman interrelacionados, y me obligaba a preocuparme por las mediaciones entre ellas.

 

Lo que hacíamos en el Archivo de la Palabra me parecía más y más un proceso de recolección de maravillas, pero me dolía dejarlo en eso, cada vez creía más que era necesario profundizar de otra manera en los testimonios. En esas estaba cuando un pleito laboral, que nos enfrentó a un grupo de ocho investigadoras con la Directora, terminó con la incorporación de siete a la Dirección de Estudios Históricos (DEH) del propio INAH. Para ello fue necesario presentar un proyecto de investigación y di una vuelta de tuerca que me volvió a ampliar los temas a estudiar y a constatar lo amplio de un territorio que sigue creciendo como por arte de magia.

 

Para la cartografía de un territorio mágico

Hasta ese momento básicamente rescataba testimonios de la historia del cine, diferentes versiones de la manera en que se conformó esa “fábrica de sueños”, que a su vez construye una forma particular de pensar las cosas e incide en el imaginario colectivo. El tema abría una serie de posibilidades que apunto, sin intención de exhaustividad, en el orden con que se facturan las películas:

 

1) La producción, es decir, la fabricación de las películas, que implica las técnicas –y los técnicos-- al uso, los inventos y el desarrollo científico, el carácter de las empresas y su relación con el Estado, con las industrias extranjeras con las que compiten, no solo con Hollywood, y también la que tiene con sus trabajadores, los diferentes grupos de ellos y los problemas específicos, por ejemplo, de  maquillistas, escenógrafos, electricistas, etcétera,  sus sindicatos, sus pleitos, las huelgas, atravesados de temas legales y jurídicos. En este terreno es muy importante el tono mayor o menor de la intervención estatal, que implica temas como la censura, que me interesa crecientemente. La producción implica también los aspectos ideológicos y artísticos, pero estos caben preferentemente cuando se construye una historia desde el cine.

 

2) La distribución, o sea cómo circulan las películas una vez finalizadas. La organización de las distribuidoras a nivel nacional e internacional, su relación con el Estado, los aspectos legales, económicos. El tema es especialmente importante en el periodo elegido por mí, la llamada “edad de oro”, que yo sitúo entre 1931 y 1954[4] porque entonces se abrieron los mercados de América Latina, España y el sur de Estados Unidos, además de iniciarse el llamado “cine de calidad” para los festivales cinematográficos, que empezaron a tener importancia como avales de la calidad fílmica en todo el mundo, garantizando el acceso a mercados mundiales.

 

3) La exhibición demanda la atención a los públicos, a los empresarios de cine, el carácter legal de las salas, su arquitectura particular y por lo tanto la atención a las distintas clases sociales que acceden desde su particular manera a esa diversión cada vez más importante, así que se impone atender  los costos de los boletos, los usos en los cines de “piojito” y en cines elegantes, la situación legal. En el periodo de “oro” el proceso se pautó por el control del monopolio de William Jenkins, aquel poblano-estadounidense que se autosecuestró para cobrar un rescate y que aprovechó su amistad con Maximino Ávila Camacho para comerse a los pequeños espontáneos que habían entretenido en sus salas a los habitantes de pueblos y ciudades. La exhibición controlada por Jenkins pautó en mucho la producción y sus manejos tocan temas legales, y relativos a  los trabajadores y los sindicatos. También la exhibición apunta el aspecto mágico de la recepción, aunque éste debe verse con sus propias metodologías y cabe en otro tema, que es:

 

4) El consumo. Es un tema difícil para el cine del pasado, porque lo que las revistas explican no se apoya necesariamente en la dinámica de las audiencias, cuando el pago (chayote) por hablar bien de una producción era sistemático. Más significativa es la duración en pantalla de una película, sea en cines de primera, de segunda y/o de tercera. Existen públicos libres que asisten de acuerdo a su deseo al cine, pero ¿cómo acceder a las vivencias de mujeres, niños, señores, jovencitos? Hay también públicos cautivos que miran lo que se exhibe en escuelas, orfanatos, cárceles, pero tenemos los mismos límites. Ir al cine en esos años constituía todo un ritual y descifrarlo nos habla de cosas importantes. Un tema medular, que también se abre como en acto de magia, es el de la crítica, nacional o importada, y las posturas políticas y/o ideológicas que se expresan, la libertad o dependencia del “chayote”, la Iglesia y sus dictámenes, las relaciones con el exterior y la visión de otras culturas, o de ellas hacia el cine mexicano, la influencia de pensadores y críticos de otros lugares, la censura y autocensura de los críticos. En los archivos ingleses se conservan las cartas que el público envía a la BBC. ¡Qué envidia! En México no existen, no han aparecido o no nos han mostrado estos archivos. Últimamente he trabajado con los de la Cinèmathèque Francaise sobre el Festival de Cannes, y me siento pletórica ante el tema de las mediaciones.

 

Me dejo temas en el bolsillo, pero aun así empiezo a explicar por qué el del cine es un territorio al que llamo “mágico”, lo pienso así porque en cuanto se empieza a fatigar como tema de estudio no deja de crecer, se multiplican las preguntas, surgen los matices, las tensiones. Se convierte en un amplio campo de análisis para abordar desde la disciplina histórica.

 

La elección y sus provocaciones

En el año 1982 en la DEH reinaba todavía el ritual del marxismo, aunque su director, Enrique Florescano venía de la Ecole de Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) y trasminaba los principios de Annales para la historia de la economía. Bloch dice que los hijos se parecen más a su tiempo que a sus padres[5] y aunque Florescano hizo crecer la DEH hasta los límites actuales, a los jóvenes investigadores les costaba cuestionar los supuestos que marcaban la vida académica de entonces. Los seminarios se conformaron por inquietudes muy novedosas, preguntándose por la ciudad, la demografía, el movimiento obrero o agrario, entre otros, pero en la práctica poco circulaban las ideas de Annales. Nicole Giron hizo notar en alguna ocasión que los componentes de su Seminario (el de Mentalidades), muy cercano a la historiografía francesa, tuvieron casi casi que jurar que se mantendría el manejo de las ideas como superestructura, de acuerdo con el marxismo al uso. No encontré muchas posibilidades de hablar de los autores que descubría en la UAM. Siempre me ha gustado la DEH, la de aquellos años era muy fresca, comprometida social y políticamente, casi todos eran más jóvenes que yo, que también lo era. La media de edad no llegaba a los treinta años.

 

En la DEH las siete formamos, luego de una etapa de prueba y de bastantes burlas, el “Seminario Participación Social de las Mujeres en la Historia del México Contemporáneo” (nombrado Seminario de la Hembra por un colega). Fue el primero en estudiar a las mujeres en una instancia académica, pero como miraba al pasado, siglo XX pero pasado, no parecía acorde al feminismo que emergía con fuerza en la vida cultural mexicana. Yo elegí trabajar la imagen de las mujeres en el cine mexicano: se trataba de aprovechar la “acumulación originaria de capital” adquirido, nótese la herencia del vocabulario de la época. Sin embargo, para mí la cultura no fue nunca una simple superestructura y desde que inicié la licenciatura me atraía el análisis del arte inscrito en una sociedad, lo que no era lo dominante en las materias del tema en la facultad. Vislumbraba ya al arte como un territorio que expresaba e influía en las ideas, las de las mentalidades, las de las ideologías,[6] y veía los imaginarios[7] conformados por imágenes que abrían o reificaban la manera de concebir los sujetos y las situaciones sociales, porque sólo al enunciarse un contenido éste puede pensarse por un colectivo y quizás pasar a la acción. Estas ideas de diferente índole que están en tensión establecen en cada sociedad un sistema en el que algunas de ellas son hegemónicas y otras emergentes o residuales.

 

Hacer el proyecto para la DEH implicó un reto enorme: pasar de la historia del cine a la historia desde el cine. Trabajar con el objeto que salió de esa “fábrica de sueños”, que ya implicaba de por sí múltiples caminos, que apunté antes, a  las películas, llenas de contenidos fictivos.[8] Elegí la “edad de oro” porque hasta ese momento nadie más que los críticos de cine la habían abordado y me parecía, y me parece, fundamental entenderla desde la historia. Es un cine de los llamados “churros”, porque se hacen sin cuidado y no tienen forma definida, pero consideré, y sigo considerando, evidente, que atender estas cintas permite abordar las ideologías, las mentalidades, los imaginarios, las representaciones,[9] o sea, la manera cómo la sociedad se piensa y se construye a sí misma. Este propósito requiere de ver las películas para analizarlas, y significó encontrarme con nuevos retos, algunos de índole práctica y otros teóricos.

 

Entre los primeros destaca el de los archivos fílmicos. Cuando empecé era todavía más difícil, porque no existían ni los videocasetes ni los DVDs. Además yo era una principiante y los encargados de los acervos no querían gastar su tiempo y esfuerzo en ayudarme, cuando además mantenían con celo sus materiales para un posible o futuro uso que ellos podrían considerar más adecuado. Problemas derivados de estar al margen. Ahora encuentro más apoyos, aunque todavía me sorprende la actitud de quienes custodian el material fílmico, a menudo aquejados por el síndrome del coleccionista. Las películas son un producto que todavía tiene uso comercial y no se ha precisado su carácter cultural y de “fuente” para los analistas. El hecho  es que no hay en México (ni en muchos otros países) catálogos del material fílmico existente, y para consultarlo es necesario pedirle por favor a alguno de los amigos que laboran en esos centros que nos lo busque, lo que  implica una dependencia inadecuada.

 

La existencia masiva de DVDs en el mercado es una bendición, aunque a menudo implica el corte del material original para adecuarlo a los gustos actuales. También hace que estén cambiando los estilos de trabajar, al propiciar una pulsión descriptiva mayor que cuando la película sólo se podía ver en el cine o en la televisión y no se podía detener o retroceder: ahí se era en mucho un espectador que veía y no sólo un analista que visionaba, cabía más la sorpresa y los análisis eran más libres, pero seguramente menos afianzados.

 

Por otro lado, entrar a los géneros sexuales como constructos simbólicos requirió herramientas específicas. Efectivamente, si hasta entonces construía la fuente oral y buscaba la información en prensa,  libros, anuarios y archivos, ahora se trataba de analizar imágenes, conocer el “lenguaje” cinematográfico (entre comillas porque para algunos no lo es), la forma en que las secuencias se acomodan para producir un sentido determinado, la manera en que se esconden los dobles y triples mensajes en cada filme. Eran años de prestigio para la semiótica, con tan orgullosos y exclusivistas partidarios como había tenido el marxismo, que veían como superficiales a quienes no tenían entre sus postulados ese método como finalidad única de su trabajo, y otra vez elegí aprovechar lo que me servía sin perder mi propio propósito, que esa herramienta no alcanzaba a cubrir. Analizar películas como objetos en sí mismos, centrándose en su lenguaje particular y sus relaciones internas, no excluye para mí todo lo otro (prensa, anuarios, archivos, testimonios orales), pero sí implica reflexionar sobre otros temas: los géneros fílmicos, los estilos fílmicos, los autores y los film makers,[10] las estrellas (que nunca me han interesado en demasía), y los diversos temas representados, muchos, los que se quieran: cada tema que se ha tocado en este coloquio interno tiene su representación fílmica, menciono unos pocos: los estadounidenses o los japoneses en pantalla,[11] las cárceles y el sistema judicial mexicano,[12] los indios mexicanos,[13] y para analizar las imágenes fílmicas de cada uno me vería obligada a reflexionar sobre la historiografía que lo ha atendido y sobre su situación específica. Sí, el cine es un territorio mágico que crece, cruzado por aspectos legales, económicos, sociales, de mentalidades, de ideologías, de desarrollos técnicos y científicos.

 

Por supuesto, no puedo ser especialista en todo, así que me centro en la representación, pero atendiendo los problemas que he detectado del contexto, que incidirán en la imagen, muy probablemente en forma contradictoria. No comparto la idea de que se deben analizar las películas del cine sin atender su entorno, bastándose por sí mismas, como ha sido, aunque ya menos, una postura dominante entre ciertos analistas. Elijo construir determinado problema y gusto especialmente de hacerlo desde algún punto ciego que no entiendo, la pieza que le falta al rompecabezas que armo y por la que me pregunto, por  ejemplo, por qué la niña en la figura contigua se asusta, a pesar de que hay un río con puente de piedra, un pozo de agua, pajaritos y todos los elementos amables de los rompecabezas. Insisto en destacar la tensión entre representaciones contradictorias, estoy convencida de que vivimos un mundo atravesado por luchas y contradicciones (y ahí Gramsci y Bourdieu me importan).  Mi  “problema” se vincula siempre al olor de la carne humana,[14] como decía Bloch, y definir su situación y los problemas que implica.

 

Desde esta elección, escojo la bibliografía del caso, los archivos necesarios para mi búsqueda del momento. No tengo modelos fijos. Es más, una de mis críticas a los film studies y a los cultural studies es que a menudo ponen de entrada el modelo, sofisticado de preferencia, y si el corpus no se adecúa a lo que dicen sus santones, sea  Homi Bahbha o Derrida, Greimas  o  Lacan, se le corta el brazo al corpus y se le obliga a ilustrar la teoría. Se convierte a los filmes en ilustraciones de teorías, y se les adecúa a un axioma predefinido. Mi rechazo a esta situación la observo como un signo de que sigo siendo historiadora, a pesar de lo heterodoxo de mis búsquedas, y doy al documento que trabajo la obligación de marcar mi interpretación, de definir el problema a dilucidar. Es el corpus elegido el que me da la pauta. Carezco, pues, de un solo modelo de análisis, lo que hago es construir el que creo adecuado para cada pesquisa, de acuerdo a mis preguntas, los problemas construidos y mi corpus. No tengo el modelo-milusos, lo que debe de ser práctico y rendidor, pero no, y lo agradezco, porque así puedo incursionar en temas muy variados.

 

Eso sí, tengo obsesiones: del marxismo conservo la atención a los procesos, no a los hechos como pedradas sueltas, y la idea de la contradicción como algo sistémico y no como algo que sólo surge en momentos de crisis. De los diversos Annales muchísimas cosas, para sintetizar el interés por lo humano en el tiempo, y que el “problema” construido es lo que debe regir mi búsqueda. De la semiótica la conciencia de que estoy ante un constructo cultural, un producto humano que hay que desarmar porque no es algo dado, sino que alguien eligió construir así las cosas y cabe por ende deconstruirlas para entenderlas. De otros modelos de análisis,  teorías de la recepción o psicoanálisis, recupero la influencia de las imágenes fílmicas en las audiencias, pero no pensándola como si fuera automática o lineal, sino como un proceso de asimilación y rechazo, de resignificaciones y componendas, que nunca están establecidas de antemano, por lo que la investigación siempre depara sorpresas. Me importan mucho las mediaciones y las tensiones, también en este terreno. Observo el mundo de las ideas como una arena de lucha entre ideas de diferente orden, que se rechazan y se mezclan, ideas que se imponen mientras otras resisten o se adecúan parcialmente, como un gran animalote vivo.

 

Por años se consideró que un marco teórico sólido era requisito para un trabajo serio y era necesario explicitarlo para demostrar la calidad de nuestro trabajo, y se ventilaban grandes autores, generalmente extranjeros, las recetas consagradas o en vías de serlo. Después venía el resultado de la pesquisa empírica, que muchas veces poco o nada tenía que hacer con ese marco y se reducía a un recuento de situaciones: esquizofrenia pura. Por reacción, ahora se usa decir que los marcos teóricos son un fastidio y que hay que obviarlos. No lo creo, me parece que el tema a investigar no es la teoría que se tenga, pero sin ésta yo no diseño mi problema: como un traje en el que el buen corte es imprescindible para que siente bien, aunque sea mejor que las costuras no se vean demasiado. Probablemente influya el hecho de que mi territorio es tan vasto y atractivo que la golosina me hace irme por las ramas, y necesito tener elementos para contenerme. Ciertamente los marcos teóricos deben usarse más que contarse, y para mí la teoría es como una tela de araña que me sirve para capturar mi problema, tratar de responder a las preguntas que me he hecho. Esa es “mi mosca” y la tela para atraparla es una herramienta, pero que debo tener clara y mostrársela a mis potenciales lectores, para que sepan desde dónde construyo, aunque sea sin insistir, porque no hago análisis de la teoría. Si me interesa ver como se construyen determinadas imágenes porque sé que son constructos, me parece elemental tener esa cortesía con mi propio trabajo. No quiero limitarme a describir los ambientes o a divulgar los datos, a hacer “crónica” y no buscar explicaciones. Intento transmitir las atmósferas, como parte de los problemas, pero no me basta enunciarlas: quiero entender y explicar, lo que por supuesto a veces me sale bien y a veces no. Agradezco aquí a Carlos Pereyra, aunque ya no esté entre nosotros, que ante mi insistencia machacona en que mi concepto de ideología era muy débil, me atajó con un: “Tu tema es la imagen de las mujeres en el cine y no el concepto de ideología, necesitas un marco suficiente, no desbordado”.[15]

 

También creo que hay que citar, y soy muy citona, aunque empieza a parecer más “elegante” no hacerlo. Lo hago así  para darle honor a quien ya ha trabajado algo en lo que me apoyo y para permitir a otros avanzar en fuentes de primera mano y/o cuestionar lo que yo deduzco de esa información. Evitar las citas no facilita la lectura, la obliga a ser acrítica y hace que se impongan las ideas del autor sin permitir cuestionamientos.

 

Desde mi ya largo trabajo con el cine he experimentado muchas cosas, algunas difíciles: elegí mi propia mirada, pero siempre he estado cómoda en los márgenes y agradezco la sensación de libertad y creatividad que esto me procura, aunque muchas veces maldiga la soledad en que me coloca. Curiosamente (maravillosamente) me he ido haciendo un sitio, y al día de hoy no me faltan invitaciones y propuestas. Espero que esta situación sea durable. Estoy clara de que debo mucho a la DEH, que me permite mantener mi independencia académica y me asegura un salario. 

 

La facilidad que existe hoy para obtener los filmes, más la amplitud de objetos que abordan las ciencias sociales, en particular la importancia de la historia de la cultura y de los imaginarios, ha ampliado la demanda de estos estudios en los que me considero una pionera, porque los aprendí sobre la marcha. Es estimulante ver la cantidad de jóvenes que buscan dedicarse a ellos. Como todo, implica problemas, y uno muy ingrato es el prejuicio de que es un tema muy fácil, la creencia de que se trata nada más de ver películas y contarlas. Al análisis del tema se le contagia de la idea más superficial de su contenido: si el cine es algo frívolo y de entretenimiento se estudiará con frivolidad y para entretener, si se mira en ratos de ocio, se analizara en esos momentos y si es un espectáculo sólo vale para divertir. Todavía en muchos ámbitos académicos se juzga la calidad de un trabajo por el tema, como si solo fueran serios los análisis sobre ciertos aspectos de la vida, por ejemplo los políticos y todavía hay quien observa la cultura, y la cultura popular especialmente, como algo superfluo. Un ejemplo de esto es la idea de que nuestros trabajos deben carecer de notas, porque podrían aburrir al ¿espectador?

 

Para concluir y abrir temas

La disciplina de la historia no accede a algo dado, que es obvio. No se trata de llegar, como dicen que llegaba Miguel Ángel a las canteras, buscando un trozo de mármol donde adivinaba escondido su David o su Moisés o su Piedad,  quitándoles la piedra sobrante para rescatarlos. No, la historia construye un sentido a este desorden enorme que es la vida: nosotros construimos, interpretamos, a partir de documentos y testimonios. No podemos inventarlos ni significarlos de acuerdo a nuestro exclusivo sentir: estamos cooptados por la disciplina y el respeto a ciertos requerimientos. Si fuéramos objeto seríamos objetivos: somos sujetos, somos subjetivos, pero no podemos decir cualquier cosa, y el asunto implica otra vez un reto y un problema en el que la ética tiene un lugar importante.

 

Nunca tengo la angustia de la hoja en blanco, aunque me asalten muchas otras, por ejemplo el exceso de información. Carlo Ginzburg dice respecto a los límites de las percepciones de cada sociedad: “De la cultura de su época y de su propia clase nadie escapa, sino para entrar en el delirio y en la falta de comunicación. Como la lengua, la cultura ofrece al individuo un horizonte de posibilidades latentes, una jaula flexible e invisible para ejercer dentro de ella la propia libertad condicionada.”[16] Sí, de manera similar la libertad de los historiadores es condicionada, pero más que quejarnos debemos agradecer la cantidad de opciones que, con todo, ese territorio y esa disciplina nos ofrece, la manera en que crece como si fuera un espacio mágico que no acaba de expanderse y retarnos. Y quiero remarcar, para dejar otro tema de análisis abierto, que  la palabra “elección” fue la dominante en este recorrido.

 


Dirección de Estudios Históricos, INAH.

[1] Julia Tuñón, Historia de un sueño: el Hollywood tapatío, México, Instituto de Investigaciones Estéticas-UNAM / Centro de Investigaciones y Enseñanza Cinematográficas (CIEC)-Universidad de Guadalajara (El cine en Jalisco,1), 1987.

[2] Julia Tuñón, “Descubrimiento del ‘otro’ y reafirmación nacionalista con María Candelaria (Fernández, 1943) en Cannes”, en Historias, número 74, septiembre-diciembre de 2009, pp. 81-97.

[3] Marc Bloch, Introducción a la Historia, México, FCE (Breviarios, 64), 1975 [1949], p. 75.

[4] Algunos autores la sitúan entre 1940 y 1945 pero yo considero que desde 1931, con Santa, (Moreno) se impone un código de significación institucionalizado que se mantiene vigente hasta la Ley Garduño, y en algunos temas se mantiene aún durante más años.

[5] Marc Bloch, op. cit., pp. 152-153.

[6] Entiendo por mentalidades el conjunto de ideas no conscientes ni sistematizadas, emociones, afectos, temores y valores que se traducen en comportamientos, rituales, prácticas y actitudes, implican aceptaciones y rechazos muchas veces sin una consistencia aparente. Es colectiva pero no homogénea y se ejerce en la vida cotidiana. Las ideologías son también sistemas de ideas, imágenes, conceptos, valores que emergen de una sociedad dada pero cumplen en ella una función adecuada a los intereses de un grupo social y tratan de imponerse a la sociedad en su conjunto.

[7] Entiendo por imaginario las formas como una sociedad y sus miembros se imaginan a sí mismos.

[8] No digo “ficticios” porque se trata de historias que se asumen como tales, por lo que conforman una suerte de verdad que tienen un soporte real, la película, y que conviene analizar como tales, pero derivados de una sociedad existente.

[9] Los soportes en que se re-presentan las ideas para su aprehensión por los miembros sociales.

[10] Todos los que participan en la factura de un filme y que transmiten maneras de pensar en los relatos que se cuentan.

[11] Sergio Hernández, “¿Cómo vieron los emigrantes la rendición de Japón durante la II Guerra Mundial? Notas en torno al Sistema-Mundo de la Migración Japonesa”, en Mónica Palma, “Los estadounidenses según el Registro Nacional de Extranjeros, 1945-1980”.

[12] Diego Pulido, “Averiguaciones judiciales: el poder, sus límites y el rescate de la gente sin historia (Ciudad de México, primera mitad del siglo XX)”; José Mariano Leyva, “Morbo y justicia en 1908: ¡un crimen misterioso!”; María Eugenia Sánchez Calleja, “criminalidad de los menores" (México, primera mitad del siglo XX).

[13]  Ethelia Ruiz, “El Estado y los pueblos indígenas de la Mixteca Alta Oaxaqueña en el siglo XX”.

[14]  Marc Bloch, op. cit., p. 35.

[15] El libro que resultó fue Julia Tuñón, Mujeres de luz y sombra en el cine mexicano. La construcción de una imagen (1939-1952), México, El Colegio de México / Imcine, 1998.

[16] Carlo Ginzburg, El queso y los gusanos. El cosmos, según un molinero del siglo XVI, Barcelona, Muchnik Editores, 1981,  p. 22.

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