Reporte desde el corazón de los pueblos tlalpenses
Mario Camarena Ocampo*
Casi lugar común: enseñar también es aprender. Ese fue mi caso y debo reconocer lo mucho que como profesor debo a mis alumnas. Mi interés por el estudio de los pueblos de Tlalpan surgió cuando algunas de ellas, nativas de los pueblos de San Andrés, San Pedro Mártir y San Miguel Ajusco, quisieron estudiar sus lugares de origen en el siglo XX. La necesidad de acompañarlas y asesorarlas en sus investigaciones de tesis hizo que yo mismo me interesara en esos pueblos desde el punto de vista histórico.[1]
Los pueblos en la mira
Para iniciar la investigación, y dado que íbamos a utilizar los recursos y métodos de la historia oral, era imprescindible conocer el espacio y a sus habitantes, ganar la confianza de las personas para que nos dieran entrevistas y nos contaran sus vivencias. Hasta los años sesenta del siglo pasado en estos pueblos se pensaba que las mujeres debían estar en la vida doméstica y que las labores políticas y públicas les correspondían a los hombres. Pero hacia los años setenta las mujeres irrumpieron en el espacio público y hubo un cambio en la manera de verlas y en las expectativas acerca de su actividad. Las mujeres comenzaron a ocupar espacios cada vez más importantes en las instituciones de los pueblos, en los comisariados ejidales, las subdelegaciones y las mayordomías entre otras. Además, tienen una gran presencia en la pastoral de la parroquia, así como en las organizaciones de lucha política por diferentes reivindicaciones. De ahí que las mujeres son el principal agente político y cultural de los pueblos de Tlalpan y han devenido en el principal sujeto de estudio.[2] Mi interés se centra en observar la interacción entre hombres y mujeres dado el relevante papel que ellas juegan últimamente
Las jóvenes de los pueblos de Tlalpan no sólo accedieron a los estudios universitarios, también asumieron una participación más activa en el espacio público. Producto de este cambio son mis alumnas, quienes siendo muy jóvenes accedieron a estudios universitarios de posgrado y a labores de investigación científica. Esta circunstancia motivó su interés por el estudio del proceso histórico de sus pueblos de origen y su contexto. La combinación de esa doble condición: mujer joven e historiadora sumada a la curiosidad por conocer su mundo generó en ellas (y en mí) nuevos problemas de investigación, métodos, conceptos y categorías de análisis que contribuyeron a generar discusiones historiográficas que se están abriendo paso en el cerrado ámbito académico, donde se ha vuelto la norma que los historiadores sólo discutan entre ellos sin escuchar las inquietudes que se generan en la sociedad. En mi experiencia, los salones de clase y la interacción con las nuevas generaciones son los ámbitos donde con más frescura se proponen nuevos problemas de investigación. Así, el aula me ayudó a construir nuevas preguntas de investigación y me ha impulsado a reflexionar en el gran valor de la actividad docente.
La subjetividad sale del closet
En el ámbito académico es difícil, y hasta mal visto, que los estudiosos develemos nuestras motivaciones personales y vivenciales respecto de los temas que estudiamos.[3] Se argumenta que es poco serio y que hace prevalecer la subjetividad en los trabajos de investigación. Pero aunque los investigadores no externen estas inquietudes, lo cierto es que siempre están presentes. En lo personal creo que no hay que negarlas sino plantearlas y ubicarlas en sus justos términos dentro del proceso de investigación. Para romper este tabú quiero compartir dos vivencias personales que ayudan a explicar mi interés por los pueblos.
En mi infancia, entre los 6 y los 13 años, viví en Teziutlán, un pueblo de la sierra norte de Puebla, enclavado en una zona indígena, donde convivían los campesinos que labraban sus tierras, con los obreros de una fundidora de aleaciones y con los trabajadores de la mina de manganeso. Cada día veía el trato entre los campesinos totonacos que cultivaban su parcela y hablaban su lengua, con los obreros minero-metalúrgicos asalariados y que hablaban español. Mientras que los primeros parecían moverse solo en un ámbito local, los últimos circulaban por diversas partes de la región (Veracruz, Puebla, México) y del país según las necesidades de la industria. Los obreros tenían una larga tradición de lucha, desde 1914 habían creado la sucursal regional de la Casa del Obrero Mundial y participaron en diversas luchas sindicales a lo largo del siglo XX, pero al mismo tiempo eran parte de tradiciones cristianas con un fuerte ingrediente indígena y campesino. Este mundo pueblerino, con las características que he mencionado, me llevó años más tarde al estudio de la formación de la clase obrera: su origen social, sus formas de trabajo, su cultura sindical, sus formas de hacer política, además me interesé por observar la relación de los pueblos con la ciudad sobre todo en lo referente a la cultura como un componente de las relaciones sociales.
Mis años de vida en el pueblo me marcaron hasta la médula de los huesos. Me relacioné con personajes de la sociedad teziuteca, entre ellos el obispo Alfonso Tinoco, impulsor de la teología indígena, y el padre Luis Lizardi, entre muchos otros que me permitieron, al trasladarme de nuevo a la ciudad de México, construir una red con una gran cantidad de tezuitecos que me han acompañado toda mi vida. Aquellas vivencias casi infantiles con los padres Tinoco y Lizardi han influido en el estudio que actualmente llevo a cabo acerca de la influencia de la teología de la liberación en un pueblo tlalpense.
Cuando tenía 17 años (1973) entré en contacto con las Comunidades Eclesiales de Base a través del Centro de Reflexión Universitaria Católica. El trabajo que en aquellos años se hacía consistía en acompañar a las comunidades en sus luchas. En el pueblo de San Juan de las Huertas, en el Estado de México, los habitantes habían sido despojados de las minas de arena que se encontraban en la zona ejidal y que ciertos empresarios explotaban para su exclusivo beneficio, dejando fuera a los ejidatarios. Los pueblerinos emprendieron un pleito legal y al mismo tiempo, estaban organizados para llevar a cabo acciones que presionaran tanto a los empresarios como a las autoridades para recuperar el dominio de las minas. La lucha fue empujada desde la comunidad por los padres jesuitas en medio de un conflicto con el cura párroco y con el obispo de Toluca. Hay que decir que las Comunidades Eclesiales de Base estaban en pleno funcionamiento en la región, esta iglesia de los pobres ayudaba a que se emprendieran acciones legales y de presión.
El objetivo de los jóvenes universitarios que participábamos en ese movimiento era acompañar al pueblo en su lucha y reflexionar junto con ellos desde el punto de vista teológico. En estas acciones de acompañamiento tuvimos que hacernos de herramientas teóricas, tanto desde el punto de vista teológico como desde las ciencias sociales, entre ellas de la antropología, de tal manera que aquel grupo de jovencitos hacíamos lecturas de filosofía, sociología, antropología y teología a fin de orientarnos en realidades complejas. Confieso abiertamente que de ahí surgió mi vocación por la Antropología y que estas vivencias han influido en mi manera de acercarme a los problemas que estudio.
Otra fuerza emotiva y conceptual que reforzó mi vocación por el estudio de los pueblos fue el surgimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en 1994. Esta coyuntura político-social desató en mí un gran interés por saber más acerca de las condiciones de vida y de lucha de los pueblos indígenas y de los llamados pueblos originarios de la ciudad de México. A partir de los trabajos de mis alumnas, observé que las luchas de los pueblos en la ciudad de México son por conservar o recuperar su carácter de pueblo y su resistencia a ser considerados como colonia.
La importancia de la experiencia
El balance historiográfico que he realizado conjuntamente con ellas, indica que en el estudio de este tema se ha privilegiado lo factual, lo estadístico, lo legislativo, lo judicial, a través de fuentes escritas. En cambio, en las investigaciones acerca de los pueblos tlalpeños planteamos un novedoso punto de partida, consideramos como algo fundamental la experiencia de las personas en el proceso histórico de los pueblos en el siglo XX.[4] Pretendo asomarme a la vida de las personas para, desde ahí, entender el carácter de los pueblos, sus luchas, su relación con la ciudad y los cambios que se han dado a lo largo del siglo XX. Como ya dije, es muy importante para mí poner el acento en la visión que aportan las mujeres de diferentes generaciones, entre ellas, mis propias estudiantes que son parte de las nuevas generaciones de mujeres de los pueblos.[5]
El punto de partida de quienes han realizado estudios acerca de los pueblos del Distrito Federal es un concepto de pueblo proveniente de una definición geopolítica; es decir, un territorio cuyas fronteras fueron marcadas desde el Estado, con una delimitación muy precisa. Esa caracterización espacial sobre el pueblo se traslada a las personas que lo habitan, como si ellas la utilizaran de igual forma. Pero si bien hay una definición de pueblo en términos de división territorial, ésta sufre modificaciones de acuerdo con los sujetos, ya que los habitantes de los pueblos tiene otra manera de concebirlo, al margen de cómo lo conciben el Estado y los estudiosos.
Todo acontecimiento se puede percibir desde diferentes puntos de vista, ya sea de manera individual o colectiva. La historia oral mexicana privilegia la visión de los hechos históricos desde el punto de vista de los que vivieron la experiencia narrada; toda versión es valiosa, cualquier testimonio contribuye al conocimiento de nuestro objeto de estudio. Y los que cultivamos la Historia Oral nos interesamos en cómo y con qué supuestos culturales definen el pueblo sus propios habitantes. Unos lo definen como el espacio donde habitan, otros, en torno a sus creencias, algunos más con base en el tipo de autoridades (por ejemplo, el hecho de tener subdelegados); otros, por la posesión de un terreno para cultivar, y muchas más. Es sorprendente que la concepción de pueblo, que puede creerse obvia, es en realidad sumamente compleja cuando se traslada a la experiencia de muchos.
En el curso de mi investigación acerca de los pueblos de Tlalpan veo que de acuerdo al grupo social que se está estudiando y a la temática que se aborda surge una multiplicidad de maneras de entender el espacio del pueblo: la parroquia tiene su propia territorialidad marcada por sus feligreses, a despecho de la geografía eclesiástica; los subdelegados marcan su concepción de pueblo con base en su zona de influencia política; los “avecindados” aunque viven dentro del pueblo se ubican como si estuviesen fuera de él. De tal manera que vemos con claridad que ese pueblo es concebido de formas diversas que en muchas ocasiones se expresan de manera conflictiva. Tal es el caso de los “avecindados” y los “originarios”; de quienes tienen tierras y quienes no las tienen; de quienes tienen el derecho de nombrar a sus autoridades y quienes no pueden hacerlo.
Aunque pareciera que el territorio del pueblo está dado de una vez y para siempre y que todas las personas que lo habitan son iguales, esta imagen no es del todo exacta. El pueblo es un espacio dinámico y en constante trasformación a lo largo de su historia. La historia oral coloca al sujeto social en el centro de la investigación, al recurrir a la memoria de éste, se puede notar cómo el territorio que se había concebido como inamovible, cambia continuamente de acuerdo con las formas de apropiación y los usos del mismo; es decir, los sujetos construyen su propia noción de territorio y, por ende, de pueblo.
Relaciones secretas: pueblo y ciudad
Tradicionalmente, la historiografía correspondiente a los pueblos del Distrito Federal los había considerado como espacios aislados de la ciudad de México. En cambio, los estudios a partir de la historia oral nos dan una clara idea de la fuerte relación que los habitantes de los pueblos han tenido con la ciudad pues sus relaciones económicas, culturales y religiosas tenían, y tienen, un fuerte nexo con la capital, lo cual nos lleva a afirmar que no se puede entender a los hombres y mujeres que habitan los pueblos sin su relación con la ciudad, pero también me atrevería a decir que no se puede entender a la ciudad sin los pueblos: ciudad y pueblos tienen una relación tan conflictiva como entrañable.
El concepto de pueblo ha estado ligado, según los estudiosos, a la ruralidad. La historia oral nos ha permitido observar el proceso de desruralización en la experiencia de los pueblos del Distrito Federal. Es decir, podemos ver, a través de la memoria de las personas, cómo las formas y los valores de la ciudad lograron imponerse, ya sea por la llegada de citadinos a los pueblos, o por la salida de los pueblerinos hacia la ciudad para trabajar o estudiar, lo cual hemos constatado que es muy importante.
El avance de los valores de la vida urbana entre los habitantes de los pueblos ha llevado a que éstos luchen por conservar, sobre todo, sus formas de decisión comunitaria, con base en asambleas de pueblo, donde sólo tienen voz y voto los “originarios”, que se resisten a la plena ciudadanización de sus formas de participación; es decir, a que todos los ciudadanos, sean originarios o no, participen en la toma de decisiones. Lo contradictorio en apariencia es que quieren conservar las asambleas tal como están, pero quieren ser parte de la ciudad y de sus formas de gobierno democrático, donde no hay exclusión de ciudadanos. Quieren la ciudadanía “universal” de pertenencia a la ciudad y la ciudadanía pueblerina que les permite controlar sus territorios.
Las aportaciones de la Historia Oral no sólo nos han llevado a los planteamientos que hemos expuesto, sino a formular nuevas preguntas centradas en el sujeto y en sus referentes culturales, lo que confirma que las historias de vida obtenidas a través de la entrevista de historia oral generan nuevas fuentes para la investigación histórica.
* Dirección de Estudios Históricos, INAH.
[1] Véase María Berenice Morales Aguilar, "Control estratégico de los recursos ambientales. Los piperos de Magdalena Petlacalco y la distribución de agua potable en Tlalpan, Distrito Federal, México", tesis de licenciatura en Antropología Social, México, ENAH-INAH, 2004. Atenea Xocohuetzin Domínguez Cuevas, "Pobres campesinos y de origen tepaneca: la disputa por la tierra en San Andrés Totoltepec, un pueblo urbano", tesis de licenciatura en Antropología Social, México, ENAH-INAH, 2005. Claudia Álvarez Pérez, "La participación de las mujeres en la organización social, en el pueblo de San Miguel Xicalco, en el periodo de 1950-2008", tesis de maestría en Historia y Etnohistoria, México, ENAH-INAH, 2008. Cinthya Luarte Magdaleno, "De pueblo a colonia. Un proceso de transformación de Chimalcoyótl, México D.F.", tesis de maestría en Historia y Etnohistoria, México, ENAH-INAH, 2010.
[2] Mis alumnas forman parte de este sujeto de estudio y además son representantes de la primera generación de mujeres con estudios universitarios de posgrado. Consúltese Claudia Álvarez Pérez, op. cit.
[3] Véase William Raymond, El campo y la ciudad, Buenos Aires, Paidós, 2001. En particular el primer capítulo, el cual trata sobre la importancia de la vida personal en la delimitación de los temas de investigación.
[4] Iván Gómez César, “La palabra de los antiguos. Territorio y memoria histórica en Milpa Alta”, en María Ana Portal Ariosa (coord.), Vivir la diversidad, identidades y cultura en dos contextos urbanos de México, México, Conacyt, 2001.
[5] Gerardo Necoechea, “ ’Mi mamá me platicó’. Un punto de vista, clase y género en los relatos de mujeres", en Taller. Revista de sociedad, cultura y política, Buenos Aires, mayo, 2006, pp. 27-60. Philippe Joutard, “Memoria e historia”, en Historia, Antropología y Fuentes Orales, núm. 38, 2007.