Las ofrendas contadas en los rituales del Iztaccíhuatl

Margarita Loera Chávez y Peniche*
Mauricio Ramsés Hernández Lucas*

 

Objetivos

El propósito de estas páginas es estudiar las “ofrendas contadas” en los rituales de alta montaña en el Iztaccíhuatl. Para ello tomamos el caso de una ceremonia llevada a cabo en noviembre de 2016 en la zona arqueológica de Nahualac, situada en territorio del municipio de Amecameca, Estado de México, a 3 900 metros sobre el nivel del mar, en la ladera oeste de ese volcán. El evento se celebró en tiempos de recolección de las cosechas en la región y tuvo además el propósito de iniciar un periodo de excavación arqueológica en la zona, por lo que los habitantes de la región determinaron subir para resguardo de su patrimonio cultural y con ello reiniciaron el culto en el lugar.

 

Debido a que durante los preparativos notamos que todos los elementos con los que se iba a montar la ofrenda estaban contados, y que la investigación en el rubro jamás había considerado las cuentas en los rituales de la zona, determinamos realizar un trabajo etnográfico. Éste es, por tanto, un ejercicio de investigación pionero en este sentido.

 

Sobre el concepto de ritual, Pedro Sergio Urquijo Torres nos dice:

 

Es un esfuerzo colectivo o estrategia social de referendo o actualización de los convenios sagrados de reciprocidad entre las fuerzas de la naturaleza y los seres humanos. Para ello, el ritual apela a la memoria de la comunidad (campesina), que finca a la colectividad en el contexto cíclico de los pactos primordiales.[1]

 

Nahualac fue excavado por primera vez en 1880 por Désiré Charnay,[2] quien extrajo alrededor de ochocientas piezas de cerámica que se encuentran guardadas en el Musée de l´Homme en París, y en el National Museum of the American Indian en Washington. En 1957, el sitio fue trabajado por José Luis Lorenzo,[3] quien lo dató hacia el Periodo tolteca (900-1350 d. C.). En 1987 Arturo Montero y Stanislaw Iwaniszewski exhumaron una importante colección arqueológica de tradición mazapa (1000-1500 d. C.) que hoy se exhibe en el Museo Nacional de Antropología de la Ciudad de México. Finalmente, desde 2016 un grupo multidisciplinario, cuya sección etnohistórica dirigimos los autores, está trabajando bajo la coordinación de los arqueólogos Roberto Junco e Iris Hernández de la Subdirección de Arqueología Subacuática del INAH.

 


Figura 1. Estanque de Nahualac. Fuente: tomado de Désiré Charnay, “Tenenepanco and Nahualac cemeteries”, en The Ancient Cities of the New World, being Voyages and Explorations in Mexico and Central America from 1857 to 1882, Nueva York, Harper & Brothers, 1888, p. 182.


Figura 2. Ollas con la efigie de Tláloc exhumandas en la zona arqueológica de Nahualac. Fuente: tomado de Désiré Charnay, op. cit., p. 177.

 

Dos son los espacios significativos de la zona arqueológica: un estanque donde se encuentra un adoratorio y una planicie que Arturo Montero llama el Valle de las Ofrendas, que se localiza a unos cuatrocientos metros del vaso de agua con dirección al flanco oriental del Iztaccíhuatl.[4] En el centro del estanque hay un adoratorio llamado tetzacualco, de nueve por seis metros, que en la temporada de lluvias queda parcialmente sumergido. En los cortes oeste-este y norte-sur está el nivel máximo del vaso acuático, con una profundidad de ochenta centímetros. Este último se abastece por un canal en el extremo noreste que data de la época prehispánica, el cual a su vez es alimentado por unos manantiales a doscientos metros del valle de Nahualac. Durante la temporada de estiaje el agua se evapora y la zona arqueológica queda al descubierto. Alrededor del estanque hay muros de altura irregular de construcción burda.

 


Figura 3. Estanque de Nahualac. En el centro se halla la estructura rectangular denominada tetzacualco; en los extremos, mojoneras; y al fondo, el bosque alpino de alta montaña. Fuente: fotografía de Fernando Ramos, 2015.

 

Este estudio se divide en dos apartados. En el primero se analizan los números que el especialista ritual que montó la ofrenda de Nahualac utiliza regularmente en otros depósitos ceremoniales del Iztaccíhuatl. El objetivo es utilizar esta información para explicar los números que aparecen en la ofrenda de la zona arqueológica, que se analiza en el segundo apartado. Nuestra propuesta es que las cantidades utilizadas en la ofrenda y la forma en que se colocaron dan cuenta del simbolismo de las orientaciones de la zona arqueológica y su relación con el cosmos. En esto seguimos la propuesta de Stanislaw Iwaniszewski, quien al respecto dice:

 

Nahualac es un espacio donde emergen las dimensiones cuádruple y quíntuple. La primera se explica con la división del cosmos en cuatro rumbos o cuadrantes y la segunda si se considera el centro como un quinto elemento que figura el axis mundi. Por lo tanto, Nahualac es un eje horizontal y vertical que sostiene el mundo celestial, terrenal y del inframundo.[5]

 

Para este autor, Nahualac es un espacio donde las dimensiones cuádruple y quíntuple se asocian con las concepciones mesoamericanas de Ayauhcalli,[6] Tlalocan[7] y Tonacatepec:[8]

 

Nahualac en su longitud cuádruple o la cuatripartición del espacio-tiempo, se remonta al periodo Clásico con los teotihuacanos y se extendió hasta el Postclásico con los mexicas, donde se entendió que el tiempo y el espacio eran una unidad totalizadora. Ejemplos de esta unidad los podemos visualizar en el paisaje de los volcanes con los marcadores astronómicos como son la “Piedra Semilla o Piedra Conejo”, en Amecameca, el “marcador solar” de Cocotitlán, y en algunos artefactos de culto como son la caja de Tizapa y la representación de Napatecuhtli o el Señor del Cuatro en algunos códices.[9]

 

Danièle Dehouve explica que un depósito ritual contado consiste en colocar en el suelo conjuntos de objetos vegetales en números concretos, siguiendo configuraciones orientadas en el plano horizontal y en niveles verticales sobrepuestos;[10] es decir, se trata de una figuración en miniatura del universo, tendida sobre el paisaje sagrado, el cual se representa con la figura de un cuadrilátero dentro del que se tienden los objetos ceremoniales contados.

 

Ofrendas contadas en el Iztaccíhuatl. El caso de Amecameca

La práctica de hacer ofrendas contadas es muy ancestral. El caso más antiguo y mejor documentado lo tenemos en Teotihuacán. Entre 1998 y 2004, los investigadores Saburo Sugiyama y Leonardo López Luján descubrieron en esa zona arqueológica una serie de depósitos rituales asociados con las diferentes etapas constructivas de la Pirámide de la Luna.[11] A lo largo de grandes túneles abiertos en la estructura hallaron depósitos contados, puestos allí para celebrar y consagrar cada nueva fase de ampliación hasta el Clásico temprano (ca. 600 d. C.).

 

Ahora bien, las ofrendas contadas, desde el punto de vista etnográfico, fueron estudiadas por primera vez en la década de los treinta por Leonhard Schultze-Jena, quien observó entre los tlapanecos de la Montaña de Guerrero un ritual de petición de lluvias en el que se depositaba sobre la tierra, formando un rectángulo, series de manojos o amarres de hojas de pino, zacate, cañas delgadas u hojas de árbol, ante un ídolo de piedra del dios Aku.[12] En la década de los sesenta, las ofrendas fueron trabajadas por Karl A. Nowotny,[13] quien descubrió una correlación numérica entre los códices prehispánicos del grupo Borgia (Cospi, Fejérváry-Mayer y Laud) y los depósitos rituales contados de los tlapanecos y los mixtecos del siglo XX de la Montaña de Guerrero. Finalmente, en la actualidad se formó un grupo multidisciplinario para investigar a profundidad la sabiduría numerológica mesoamericana en Puebla, Guerrero, Oaxaca y el área maya. Entre los trabajos más representativos podemos mencionar los de Alain Ichon,[14] Peter van der Loo,[15] Danièle Dehouve,[16] Catharine Good,[17] Johanna Broda,[18] Frank J. Lipp[19] y Dídac Santos Fita.[20]

 

Amecameca en el volcán Iztaccíhuatl

En Amecameca, hemos observado cómo don Jerónimo, el especialista que dirigió el ritual de Nahualac aquí estudiado, monta algunas ofrendas contadas, con el fin de abrir o cerrar el ciclo agrícola, agradecer la bonanza de alimentos, proteger los campos de cultivo, curar el cuerpo humano y expulsar aires, granizos, plagas y enfermedades. Algunos de los números sagrados que se utilizan en las ofrendas y que explican de alguna manera el ritual de Nahualac son el uno, el cuatro y el veinte. A continuación vamos a explicar cada uno.

 

Ofrendas contadas con el número uno

Las ofrendas contadas con el número uno fueron montadas durante el tiempo de secas, periodo conocido en Amecameca como “primer viento”, asociado a las festividades de cuaresma y al culto y veneración de los cristos ubicados al sureste del Estado de México y noreste de Morelos.

 

Durante un periodo de cuarenta días, desde el Miércoles de Ceniza hasta la víspera del Domingo de Resurrección, don Jerónimo entró en una fase de abstinencia sexual, ayuno y vigilia para poder confeccionar y montar cinco ofrendas, en distintos sitios, con el número uno, denominado ocontle. Una vez que regresó del monte, enfrente del altar doméstico, confeccionó las rajas de ocote con los manojos de las hierbas medicinales y las cubrió con una tira de algodón. Estas pequeñas ofrendas se quemaron a media noche y se depositaron en la parte trasera de los templos de Amecameca, Totolapan, Atlatlaucan, Cuautla y Tepalcingo, para solicitar a los cristos la fuerza ígnea.[21]

 

Esta ofrenda contada con el número uno tiene un significado cultural ligado con el tiempo primigenio, el inicio de la agricultura, la renovación de la tierra y la naturaleza, la fertilidad, la honorabilidad y la creatividad. Además, el número uno es la entidad que ordena todos los elementos por jerarquías. Por ejemplo, los calendarios rituales, agrícolas y adivinatorios; o los rangos de la estructura social y cósmica. Por lo tanto, pensamos que las plantas medicinales como el ocote, el pirul, la santamaría y la ruda simbolizan el fuego y, por lo tanto, se puede considerar que el número uno está unido al concepto de inicio y a las acciones de purificación, transformación y regeneración.[22] El algodón en este contexto simboliza las nubes, el viento y las fuerzas de naturaleza fría. Al combinarse ambas fuerzas, se produce la lluvia de los temporales.

 


Figura 4. Ocontle u ofrenda contada para el fuego. Fuente: fotografía de Ramsés Hernández, 2016.

 

Ofrendas contadas con el número cuatro

Las escenificaciones de ofrendas contadas con el número cuatro se colocaron al inicio y al final del calendario agrícola. Los primeros dos depósitos se realizaron durante el tiempo de secas, asociado al primer viento, proveniente del rumbo del oriente, y a las fechas calendáricas que marcan el tiempo de la agricultura (enero y febrero) y de solicitar los permisos para el trabajo del temporal.

 

La primera ofrenda contada, que utilizó el número cuatro, se celebró a principio del año, estuvo dedicada a las potencias o espíritus del viento y se ejecutó en el cerro del Sacromonte junto a la iglesia de Guadalupita. Allí se tendió un petate que se dividió en cuatro cuadrados y sobre éste se colocaron cuatro montones de objetos ceremoniales. Cada montón contenía frutas aromáticas, como naranja, guayaba y lima, granos de café y barras de chocolate. El orden en que se depositaron fue el siguiente: el primer montón se ofreció al viento del oriente, el segundo al del sur, el tercero al del poniente y el cuarto al del norte.

 

La segunda ofrenda, contada con el número cuatro, se colocó el 2 de febrero, en la cueva del templo del agua en el cerro del Sacromonte. Esta encomienda se dedicó a los guardianes de cada uno de los cuatro rumbos cardinales, a quienes primero se les ofreció comida, y posteriormente les fueron presentados los seis tipos de semillas de maíz para que les otorgaran las fuerzas del crecimiento, y dos ceras para defender los campos de cultivo de las tempestades.

 

La ofrenda de alimentos y la presentación de semillas y ceras se desarrollaron de la siguiente manera. Don Jacinto, asistente de don Jerónimo, con sus manos sostuvo las semillas y las ceras para presentarlas a los cuatro rumbos. Mientras, don Jerónimo depositó al pie de la cruz cuatro conjuntos de comida y bebida, y, postrado, convocó a los cuatro rumbos de esta forma:

 

Al rumbo del oriente, cuyo guardián es el Señor del Sacromonte: “Pedimos a nuestro Santo Padre, el Señor del Sacromonte, el guardián del oriente y toda esta tierra y esta comarca para que bendiga estas semillas y estas ceras para usarlas, para nuestro provecho, para nuestras familias y, nuestros pueblos, y estas ceras para liberarnos de todos los peligros que acechan a nuestras sementeras”. Al rumbo del norte, guardado por la Virgen de Guadalupe: “Le pedimos a nuestra Santa Madre, a la Virgen de Guadalupe, guardiana del norte, proteja estas semillas y que todas crezcan bien”; al del sur, cuyo guardián es el Señor de Chalma: “A nuestro Padre, el Señor de Chalma, guardián del sur, también le pedimos que bendiga estas semillas para todas nuestras familias”; y al del poniente, bajo la guarda de la Virgen de los Remedios: “A nuestra madre Virgen de los Remedios, que es la patrona de los campos de cultivo, le pedimos que florezcan estas semillas”. Estos santos y vírgenes católicas se asemejan a los cuatro dioses patrones de los cuatro rumbos mesoamericanos: “Para el Oriente: el dios del Sol; para el Norte: el dios rayado, con boca roja y nariguera redonda, de cuya cabeza sube el humo; en el Poniente: Tlazolteotl; y en el Sur: Tlaloc”.[23]

 

La tercera ofrenda, del número cuatro, se colocó durante el cuarto viento, derivado del punto cardinal del norte y con la posición calendárica de las cosechas y el final del calendario agrícola de temporal, es decir, el 2 de noviembre, Día de Todos los Santos. Esta ofrenda de comida y bebida se colocó sobre una mesa cubierta con un petate, símbolo de muerte y vida, donde se dice que llegan a sentarse a comer los antepasados. Allí se depositaron cuatro unidades compuestas por fruta, pan, verdura, flores, dulces, tamales, mole, arroz, bebidas alcohólicas, refresco y atole, hasta formar pequeños montones que se asemejan a los cerros, guardianes de los alimentos. Para terminar de confeccionar metafóricamente cada pequeño cerro, se montaron cuatro ceras, las cuales simbolizan los cuatro árboles que sostienen el universo.

 

El significado cultural del número cuatro dentro de estos rituales se asocia con el macrocosmos y al microcosmos. Es un dígito que guarda la memoria biocultural sobre el control atmosférico y los ritmos de la naturaleza y del ser humano, y personifica el espacio horizontal, la tierra. Ésta, según el simbolismo heredado de tiempos prehispánicos, tiene la forma de un cuadrilátero y está dividida en cuatro espacios, cada uno representado por una dirección cardinal e incluso por distintos colores y elementos: el norte, blanco-viento; el oeste, rojo-fuego; el sur, azul-agua; y el este, amarillo-tierra. Todas se asocian con el tiempo cíclico de la naturaleza, de la agricultura, y de las fiestas católicas. Un elemento clave en esta asociación es el tzacul o petate cuadrado, sobre el que se tienden los objetos ceremoniales y cumple la función de asiento y de mesa por donde la potencia o espíritu desciende y toma los aromas de las ofrendas, el vehículo por donde se contacta con el cielo y con el inframundo. Es decir, simula el umbral por donde nacemos, el portal por donde morimos y metafóricamente, el espejo del cielo.

 


Figura 5. Ofrenda de cuatro manojos. Fuente: fotografía de Ramsés Hernández, 2017.

 

Ofrendas contadas con el número veinte

Estas ofrendas se construyen a petición de los rituales agrícolas para propiciar la lluvia, cuando corre el segundo viento, el del sur, en el templo de Alcalica, llamado también “la gobernación” por ser el más importante; y consisten en confeccionar manojos de flores blancas y rojas. Cada conjunto de veinte manojos se utiliza para adornar dos bastones de cinco metros que custodian la cruz principal de la cueva. Ya adornados, los bastones sirven para expulsar las enfermedades que atacan el cuerpo humano. Estas limpias se ejecutan después del ritual de petición de lluvias y las comanda don Jerónimo al pie de la cruz.

 

El número veinte, los manojos de flores y los bastones de mando nos permiten interpretar que estas ofrendas están asociadas al tiempo de secas y de lluvias, así como a la salud y enfermedad del cuerpo humano. Es decir, la ofrenda de manojos de flores rojas se asocia a la fuerza del sol, ígnea y caliente; mientras que el otro conjunto, de flores blancas, se relaciona con la energía de la luna, gélida y fría. El bastón funciona como un intermediario y nos recuerda al tronco o árbol florido Tamoanchan de la cosmovisión indígena mesoamericana, por donde subían y bajaban las fuerzas ígneas y húmedas, creadoras de la vida, el tiempo y el espacio del ser humano.

 

El número veinte expresa una cantidad alta, indefinida y que expresa totalidad. Por ejemplo, en la zona de los Altos de Morelos hay un cerro de nombre Cempualtépec (cempualli tépetl, “veinte-cerro”). La asociación entre el veinte y el cerro se explica porque en la cima del cerro, que es considerado un eje rector del paisaje circundante, hay “muchas” cruces, y durante las plegarias de los especialistas rituales o “misioneros del temporal” se convoca a “muchos espíritus”. Otro ejemplo lo hallamos en la flor de muerto o cempasúchil (cempualli xochitl, “veinte-flor”), que se utiliza para confeccionar las ofrendas de Día de Muertos. Por sus abundantes pétalos amarillos, esta flor resulta idónea para los altares domésticos de “todos” los difuntos. En la cosmovisión mesoamericana, el veinte era el último signo calendárico, representado por una flor, y, por lo tanto, este número es la base de los veinte signos que constituyen el tonalpohualli, o calendario adivinatorio.

 

La dinámica de las ofrendas contadas se entrecruza con las fiestas católicas, las labores del campo, los rituales agrícolas y los ciclos de la naturaleza. En su conjunto, los números forman la aritmética sagrada del ciclo agrícola del volcán Iztaccíhuatl o el álgebra del cosmos. Son, en un sentido global, la eficacia cósmica. Pertenecen al ámbito sagrado de la montaña y funcionan para proteger al maíz y al cuerpo humano de las peripecias y peligros que pueden dañar el paisaje y el clima, si no se atienden anualmente con los rituales y ofrendas correspondientes. Toda esta parafernalia ritual y calendárica es la que pone en movimiento las fuerzas de la naturaleza.

 


Figura 6. Ofrenda contada con el número veinte. En esta escena observamos, al fondo, una Santa Cruz constituida por veinte bastones revestidos con trece manojos de flores cada uno. Fuente: fotografía de Ramsés Hernández, 2017.

 

Nahualac: un relato sobre ofrendas contadas en el Iztaccíhuatl

La ceremonia, que se celebró el 3 de noviembre de 2016 en el sitio arqueológico de Nahualac, estuvo a cargo de don Jerónimo, como las que se mencionaron en el apartado anterior, pero fue dirigida por doña Flora, la “mayora” de los volcanes, pues era particularmente importante. En cierta forma, al realizarla se estaba reactivando el culto en este sitio abandonado por los graniceros de la región no se sabe desde cuándo. También se pretendía atender el patrimonio cultural y el paisaje sagrado de la región, pues ese día iniciaba una temporada de excavación arqueológica del INAH y los campesinos sintieron la necesidad de estar alertas a lo que se llevaba a cabo en sus tierras.

 

El mundo onírico, sus guardianes y sus demandas: las ofrendas

Como todos los especialistas rituales de la región, don Jerónimo y doña Flora mantienen una estrecha relación con los sitios sagrados de los volcanes y las potencias o espíritus que los resguardan, por medio de las plegarias, las peregrinaciones, los rituales, la experiencia onírica y la ingesta ceremonial de plantas y hongos. Los espíritus se encargan de custodiar el paisaje sagrado y a sus habitantes, a cambio de lo cual suelen solicitar a los especialistas rituales, mediante sueños, ofrendas de comida y bebida acompañadas de adornos de papel y flores, con indicaciones precisas respecto a cómo practicarlas.

 

Así, antes de que se llevara a efecto el ritual de Nahualac, don Jerónimo recibió órdenes de su maestra doña Flora, quien dio a don Jerónimo instrucciones precisas (que los “Señores del Monte” le hicieron llegar durante un trance onírico) de llevar a cabo una ofrenda en que predominaba el número cuatro. La instrucción dependió del guardián del cerro de Nahualac, que es una potencia masculina encargada de brindar el agua de lluvia. Ésta pidió una lista de objetos para montar la ofrenda, la cual debería colocarse haciendo un corte en la tierra y después enterrarse. Es decir, a diferencia de otros rituales, debería dejarse la ofrenda para consumo exclusivo de los “Señores”. Solamente se debería compartir entre ellos y los asistentes al ritual un poco de chacualole, la calabaza en dulce propia del Día de Muertos. Los objetos que se solicitaron fueron los siguientes, en riguroso orden:

 

Cinco tarros de barro, cuatro platos de barro, cuatro silbatos de barro, un sahumador mediano de colores, un jarro de barro de dos litros, veinte platos miniatura, cuatro veladoras, cuatro ceras, cuatro metros de mecate, un kilogramo de copal, veinte pesos de ocote, dos kilogramos de carbón, cuatro pliegos de papel china blanco, una caja de cigarros, dos botellas de tequila blanco, una botella de jerez, cuatro paquetes de barras de amaranto, una caja de cerillos, cuatro cajas con cuatro paquetes de galletas arcoíris, veinte piezas de pan de muerto, cuatro kilogramos de guayabas, cuatro kilogramos de naranjas, cuatro kilogramos de ciruelas rojas, una penca de plátanos machos, cuatro camotes enteros en miel, cuatro kilogramos de tortillas azules, veinte tamales de frijol y haba, mole, cuatro guajolotes, cuatro litros de pulque, cinco litros de miel de abeja, dos calabazas preparadas en miel, dos gruesas de flor de cempasúchil, una gruesa de flores blancas, un ramillete de flores de terciopelo, cuatro pescados, medio kilo de granos enteros de cacao, dos banderines y un petate. Como podemos observar, entre las cosas que se usarían en la preparación del ritual predominó el número cuatro, aunque también aparecen el uno y el veinte.

 

Después del sueño de doña Flora, don Jerónimo también recibió una instrucción onírica de los “Señores del Monte” a propósito del lugar exacto donde debía enterrar la ofrenda. Durante el trance, se le revelaron algunos elementos naturales del paisaje como piedras gigantes y pequeñas, un estanque lleno de agua, flores de color amarillo y árboles de alta montaña. Una vez que se entrecruzaron los sueños de la “mayora” y de don Jerónimo, ella encomendó una última misión al especialista ritual, en quien depositó la responsabilidad de montar la ofrenda: que ejecutara en la alta montaña una alabanza especial dedicada a los “Señores de Nahualac”, compuesta por ella misma, para adorar y despertar a todas las potencias o espíritus de esa orografía sagrada.[24]

 

Además, la “mayora” le recalcó que después de realizado el ritual, aunque los arqueólogos se quedaran en la zona, él no podía continuar trabajando en Nahualac por la complejidad de las ofrendas, la lejanía y el peligro que representa trabajar en la alta montaña. Después de recibir todas las instrucciones rituales, don Jerónimo, se encomendó al Señor del Sacromonte, a la Virgen de la Asunción, patrona de Amecameca, y partió al monte con sus ayudantes la madrugada del 3 de noviembre de 2016.

 

El recorrido ritual por el bosque de niebla

Don Jerónimo y sus ayudantes comenzaron su travesía desde su poblado natal, Amecameca, y una vez que llegaron a San Rafael Tlalmanalco, se adentraron en el verdor de los bosques al oriente, por donde nace sol y se yergue el Iztaccíhuatl. Es decir, esta incursión implicó recorrer el territorio sagrado que comparten Amecameca y Tlalmanalco, el cual consta de veredas interminables y parajes de ancestrales pinos. Una vez que don Jerónimo y su sequito llegaron al pie de la montaña, se dedicaron a buscar las señales del paisaje para sembrar la ofrenda.

 

 


Figuras 7 y 8. Viaje por los bosques del Iztaccíhuatl. Fuente: fotografías de Ramsés Hernández, 2016.

 

Encender fuego

Todo ritual se inaugura encendiendo fuego, porque ello remite al tiempo primordial y al origen de los antepasados, y se relaciona con el número uno, el inicio de una nueva cuenta, un nuevo ciclo y una nueva temporada. En este caso, simbolizó también la reactivación del ritual en Nahualac. Hay que mantener vivo el fuego, encender todas las velas y sahumar para expulsar los malos aires que se posan en las piedras y los árboles. La luz del fuego también sirve para marcar el camino a las potencias o espíritus que descienden de lo alto de la montaña.

 


Figura 9. Fuego ceremonial. Fuente: fotografía de Ramsés Hernández, 2016.

 

La petición del permiso

Inmediatamente después de iniciar el fuego, se depositaron todos los objetos rituales sobre un petate que se tendió sobre la tierra, dividido en cuatro partes con dirección al norte del estanque de Nahualac. Después, se confeccionó un collar con un mecate de cuatro metros y se adornó con flores amarillas y rojas. El resto de los pétalos de cempasúchil se depositó sobre un ayate. Después, don Jerónimo ejecutó el ritual oral de la invitación. Según Danièle Dehouve, para convidar a un personaje se edifica un asiento y una mesa sobre la cual se coloca un mantel; luego se convoca al huésped y para honrarlo se le ofrece un collar de flores y se le regala comida y bebida.[25] Don Jerónimo inició la invocación sahumando el espacio a los cuatro rumbos del universo. Esta metáfora material permitió abrir el umbral del cielo, el inframundo y la misma tierra, para invitar a pasar a todas las potencias o espíritus, entre los cuales hay santos y vírgenes católicas, meteoros, cerros y cuerpos de agua, ancestros y difuntos.

 

Durante el ritual se conjuró con el número dos, que simboliza completitud y dualidad, a los espíritus de los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl. También se invocó con el número cuatro, que puede significar el axis mundi, a la representación cósmica del círculo mágico de la vida y de la muerte. Don Jerónimo entonó un Padre Nuestro y un Ave María, y finalmente solicitó el permiso:

 

A nuestra Santa Madre Tierra. Venimos a poner esta puerta para que [cuide] el trabajo de estas personas [los arqueólogos]; para el bien de todas las comunidades campesinas, les pedimos por favor que bajen con nosotros en este santo lugar de Nahualac. Que venga con nosotros nuestra Santa Madre, la Iztaccíhuatl. ¡Que pase por acá! Y también el Señor Popocatépetl, ¡que venga de este lado! El Señor del cerro del Sacromonte, ¡que venga con nosotros en este día! También le pedimos al cerro de la Coronilla, ¡que venga con nosotros! A todos nuestros hermanos ahuaques.

 

Para englobar a todos los seres del cielo y la tierra se convocó a los “meteoros del inframundo”: las nubes, los vientos, los granizos, los relámpagos y los huracanes. Pero también a la orografía y la hidrografía del paisaje mexicano, es decir, a los cerros, lagunas, ríos y mares de los cuatro puntos cardinales. Para que este conjuro tuviera eficacia cósmica, se dedicó una oración que se utiliza durante el ritual de petición de lluvias:

 

¡Que pasen con nosotros! ¡Que pasen a tomar un sustento, una agüita! Nosotros no tenemos más. No podemos darles más. Es lo que tenemos. ¡Le pedimos a la Santa Tierra que reciba estas ofrendas! Porque nos convidaste de tu flor, de tu cansancio, y como nos dijo tu hijo: Tú me das, yo te doy. Aquí entregamos la parte que nos toca, cumpliendo con el compromiso que hicieron nuestros antepasados desde el año uno hasta este día.

 

Estas expresiones permiten asociar el carisma y el comportamiento del especialista ritual para invocar a las potencias o espíritus del paisaje ritual con el mito tolteca del hombre-dios que conjuró a Tláloc en el inframundo de la siguiente manera: “Quetzalcóatl entrega una copa a Tláloc, el dios del agua, para crear la lluvia. De aquí surgen los relámpagos, nacen las nubes. Quien ha tocado esto se vuelve hecho de piedra verde preciosa o de plumas verdes de un perico joven y debe comportarse con humildad, triste, modestamente llamando al dios”.[26]

 

La colocación de flores o penitencia

El acto que precedió al ritual oral fue “montar” o “sembrar” la ofrenda. Primero se purificó con el sahumador a la Madre Tierra, invocando de nueva cuenta el cosmograma de la cruz, el cual materializó a los cuatro señores de la lluvia, del viento y los cerros. Posteriormente, se barrió con una escoba de hierbas de popotillo o jarilla para expulsar la maleza de la piel de la tierra y se sahumó otra vez. Luego se vertió alcohol sobre el suelo, primero en las cuatro esquinas para formar un cuadrado, después al centro y de ahí se esparció un hilo de alcohol de norte a sur y de este a oeste, para formar una cruz. Una vez purificado el espacio sagrado, se tendió el petate, la mesa-asiento a donde las potencias o espíritus descienden para descansar y tomar las ofrendas.[27]

 

El petate se adornó con el collar de flores rojas y amarillas, como protección de la ofrenda, según don Jerónimo. El cuadrado que forman el collar y el petate, en la concepción del mundo de los graniceros, se asocia con la seguridad y la protección de los alimentos. Por ejemplo, en su imaginario, cada templo de montaña simboliza un corral, una troje, una hacienda o un rancho, y todas estas estructuras se representan con un cuadrado, el cual simboliza el espacio terrestre y resguarda la riqueza de la tierra, flora y fauna. Pero collar y petate también fungen como atavío ceremonial, porque durante las fiestas a los huéspedes se les recibe con collares de flores aromáticas como símbolo de alegría, amistad y embriaguez.[28] Toda esta abundancia está representada con el número veinte, que es el de la abundancia.

 

Sobre el collar de flores se colocaron dos bastones o banderines confeccionados con papel de china blanco, símbolos que guiaban y anunciaban la guerra, la muerte y el sacrificio.[29] En el centro del petate se depositó un jarro de barro con dos litros de miel, que representa el agua de la temporada de recolección de las cosechas en el mes de noviembre y es acorde con la abundancia, pero el jarro simulaba la montaña cósmica, contenedor de agua y centro del universo-cuadrante formado por el petate.

 


Figura 10. Ofrenda contada. Fuente: fotografía de Ramsés Hernández, 2016.

 


Figura 11. Microcosmos cuádruple y quíntuple. Fuente: fotografía de Ramsés Hernández, 2016.

 

De dicho “centro del universo” se desprendieron cuatro hilos de pétalos de cempasúchil hacia cada uno de los cuatro puntos cardinales hasta formar una pequeña representación o “maqueta” del macrocosmos tendido sobre la tierra. En cada cuadrante se colocó una parte de la ofrenda comestible: un tarro de barro con un litro de miel, un plato y unos silbatos de barro, cinco platos miniatura, una veladora, cuatro pliegos de papel china blanco, cinco cigarros, cuatro paquetes de barras de amaranto y otros tantos de galletas arcoíris, cuatro piezas de pan de muerto, un kilo de guayabas, uno de naranjas y uno de ciruelas rojas, otro de tortillas azules y cinco tamales de frijol y haba.

 

El resto de los elementos se utilizó durante el ritual. Por ejemplo, la sahumadora utilizó un kilo de copal, veinte pesos de ocote, dos kilos de carbón y una caja de cerillos; el especialista ritual vertió sobre la tierra dos botellas de tequila blanco, y sus ayudantes manipularon dos gruesas de flor de cempasúchil, una de flores blancas, un ramillete de flores de terciopelo y cuatro metros de mecate para confeccionar un collar con el cual adornar la mesa.

 

La ofrenda se coronó con los elementos principales. En el centro se colocó el jarro de miel y en cada cuadrante un litro, cuatro camotes enteros en miel, cuatro guajolotes con mole, cuatro calabazas en miel, cuatro pescados y medio kilo de granos enteros de cacao. La botella de jerez y los cuatro litros de pulque fueron depositados fuera del petate con dirección al estanque.

 

En las cuatro esquinas del petate se sembraron cuatro ceras, cada una dedicada a un rumbo cardinal.[30] Este acto ritual nos recordó el sistema ideológico mesoamericano del que habla Stanislaw Iwaniszewski cuando dice que Nahualac es un espacio donde emergen las dimensiones cuádruple y quíntuple. La primera se explica con la división del cosmos en cuatro rumbos o cuadrantes, y la segunda, si se considera el centro como un quinto elemento que funge como axis mundi. Por lo tanto, Nahualac es un eje horizontal y vertical que sostiene el mundo celestial, el terrenal y el inframundo.[31] Para Iwaniszewski, Nahualac es un espacio donde las dimensiones cuádruple y quíntuple se asocian con las concepciones mesoamericanas de Ayauhcalli, Tlalocan y Tonacatepec.

 

Todo esto habla sobre la distribución cósmica vertical y horizontal, la cual constaba de nueve peldaños celestiales, nueve pisos del inframundo y un sector central compuesto por cuatro pisos. Este último plano, el terrestre, se dividía en cuadrantes delimitados por cinco árboles:

 

El árbol central, el axis mundi, estaba enraizado en el mundo de los muertos y se elevaba hasta los cielos más altos. Las columnas eran las proyecciones del árbol central en los cuatro extremos del mundo. Los cinco árboles tenían como base un monte. Por el interior hueco de sus troncos fluían las fuerzas del Topan y del Mictlan, permitiendo el movimiento cíclico del tiempo, la vida, la muerte, las fuerzas, los astros, los meteoros y el sustento. Rotos los árboles o derrocada la pared de sus bases pétreas, los flujos manaban sobre el Tlaltícpac (la superficie de la tierra) para regresar en el siguiente ciclo. Los seres del Tlaltícpac (incluidos los objetos creados por el hombre) participaban de la naturaleza divina, constituyendo un ámbito animado en el cual el hombre podía entablar comunicación y reciprocidades generalizadas.[32]

 

Esta hierofanía o manifestación de lo sagrado fue construida para fundamentar el orden del cosmos y, por ende, del cuerpo humano. Al causar una contemplación interna se vuelve un instrumento de transformación. Es algo que ocurre afuera y adentro, en el cosmos y en el microcosmos.

 

Marcando el camino

Una vez construido el altar mayor, el especialista ritual continuó trabajando en el área designada y pasó a entablar el conjuro de los diversos ojos de agua que provienen de lo más alto de la montaña sagrada Iztaccíhuatl. Con este fin, depositó una pequeña ofrenda a la vena de agua que se desvía hacia el estanque de Nahualac. Según don Jerónimo, lo que hizo fue marcarles el camino a las potencias o espíritus de mayor altura del paisaje, con una ofrenda miniatura que incluía estos elementos: un mantel de pétalos de cempasúchil que figuró como mesa, una veladora, alcohol (el cual se vertió a las cuatro esquinas del mantel), una penca de cuatro plátanos machos, dos conjuntos de cuatro naranjas, cuatro manzanas y cuatro mandarinas, así como dos tabletas de chocolate.

 

A continuación, se oró un Padre Nuestro y un Ave María y se conjuró la “vena principal” de Nahualac, que transporta y distribuye agua a todos los ríos en cada ciclo hidrológico. Esta invocación fue la siguiente:

 

Hoy en día te venimos a pedir un favor. Nuestros hermanos que van a trabajar en este lugar, para que ustedes los ayuden, para que ustedes los cuiden, que su trabajo sea recompensado, que todo salga bien, que alejen todas las cosas malas que no vemos, que se alejen de este santo lugar. Aquí les dejamos más ofrendas. A mi madre, le pedimos, cuides a todos los que no pudieron venir, que tuvieron la intención y que con oración nos ayuden para que este trabajo salga bien.

 

Bendición o iluminación

Después del ritual oral dedicado a la vena de agua que alimenta el estanque de Nahualac y a toda la red hidrológica de la región, don Jerónimo y su séquito entonaron un canto llamado “Paloma Blanca”. Al ritmo de la alabanza, el especialista ritual esparció los pétalos amarillos del cempasúchil sobre la ofrenda y caminó hacia la ofrenda mayor mientras trazaba un hilo de pétalos para llamar la atención de los espíritus que moran en las oscuras barrancas, en los montes y los bosques de niebla.

 

Este hilo de flores se extendió hasta el altar mayor con la intención de dirigir a las potencias al banquete especial y solicitar su autorización para trabajar en el sitio que custodian. Don Jerónimo esparció pequeños montones de pétalos al pie del altar y sobre el estanque. Este ritual de la lluvia de flores se asocia con la amistad y el compadrazgo ritual.

 

Despedida

Don Jerónimo terminó su misión a las cinco de la tarde con cuatro minutos y encomendó a quienes se quedaban en el sitio el cuidado del fuego, que debía mantenerse vivo hasta que se fueran, y de la ofrenda, cuyos restos debían ser enterrados para que se los “tragara la tierra”. Las últimas palabras que dedicó el especialista ritual fueron:

 

Aquí nuestro trabajo termina y ustedes se quedan a cargo de esto. Los días que van a estar aquí tienen que vigilar que todo se vaya secando, que se vayan apagando las velas y cuando ustedes ya se retiren, pues ustedes deciden un lugar a donde van a enterrar todo lo que haya sobrado. La comida, todos los dulces, las veladoras, el petate, todo que se quede empotrado.

Yo les agradezco a mis compañeros que acudieron a este llamado [...] a todos los compañeros que nos dedicamos a esta labor [del temporal] que vinieron a ayudarnos y a todos por su buena voluntad y por tomar en cuenta a lo que vive aquí en estos lugares.

 

Análisis de una alabanza especial para Nahualac

Don Jerónimo nos comentó que una de las instrucciones que recibió de la “mayora” de los volcanes fue cantar la alabanza dedicada a las potencias del estanque de Nahualac. Este conjuro del agua, la lluvia, las nubes, los huracanes, el granizo y el arcoíris se debía realizar, según el especialista ritual, bajo una serie de pasos estrictamente marcados:

 

Cuando tú haces un ritual, hay un momento específico que es bien importante, rezar una oración, la petición del permiso, el enciendo del fuego. Esto es hacer un conjuro del agua. Y estás pidiendo permiso para que los espíritus del agua bajen con nosotros. Es importante en el conjunto que nombras, a quiénes nombras, porque tienes que llamar a toda la naturaleza: cerros, volcanes, ríos, mares y santos. Todos son importantes porque conforman un círculo de vida.

 

Después de hacer el conjuro viene la penitencia o colocación de la ofrenda, la bendición que dan las potencias o espíritus y, al final, la convivencia y agradecimiento. Conocer las oraciones es muy importante porque con la ayuda de la cruz se hace bajar el agua. Cuando se sahúma y se invoca a los cuatro puntos, se le está marcando el camino al espíritu del agua, y lo preceden el sahumador y el copal.

 

Con la ayuda de don Jerónimo hemos interpretado para nuestro análisis la alabanza que se entonó. Esta información es valiosa porque nos indica que las oraciones, las alabanzas y las plegarias son parte de toda una memoria ritual que reconstruye y rescata el tejido mitológico de la tradición oral de los antiguos rituales dedicados a las potencias o espíritus del agua y de la montaña. Veremos cómo entre líneas se revela un lenguaje ritual oculto manejado por una clase de sacerdotes dedicados a Tláloc y Chalchiuhtlicue.

 


Figura 12. Cuadro explicativo elaborado por Ramsés Hernández y vectorizado por Juan Manuel Cruz Inostrosa. 

 

A manera de conclusión

Como pudo observarse, muchas de las oraciones y evocaciones se hicieron a los santos católicos, pero el trasfondo y la interpretación remiten a la cosmovisión mesoamericana, especialmente en aquellas ofrendas hechas bajo una cuenta concreta donde resalta el número cuatro. No fueron fortuitas las indicaciones que los especialistas rituales, doña Flora y don Jerónimo, aseguran haber recibido, pues Nahualac es un axis mundi, un eje horizontal y vertical que sostiene el mundo celestial, el terrenal y el inframundo, como ya hemos insistido. Esto es lo que dibujó don Jerónimo en el montaje de la ofrenda ritual, donde dividió el cosmos en cuádruple y quíntuple (contando también el centro), o sea, en el punto que remite al culto de la montaña sagrada, a Tamoanchan y Tlalocan.

 

Estamos frente a lo que podríamos definir como un sincretismo, es decir, la creación de un sistema religioso a partir de otros dos, cuyas creencias, ritos, organización y regulaciones éticas son el resultado de una interacción dialéctica de ambos. El resultado será cuatro posibles situaciones: la persistencia de ciertos elementos con su misma forma y significado, la pérdida total de los mismos, la síntesis de otros elementos con sus similares de la otra religión, o la reinterpretación de otros componentes.[34]

 

Sin embargo, desde un punto de vista teórico, la persistencia de estos elementos prehispánicos en los rituales de las ofrendas contadas más bien podría clasificarse como una “memoria diversificada”, pues:

 

Las sociedades tradicionales albergan un repertorio de conocimiento ecológico que generalmente es local, colectivo, diacrónico y holístico. De hecho, como los pueblos indígenas (y campesinos) poseen una muy larga historia de práctica en el uso de sus recursos, éstos han generado sistemas cognitivos sobre sus propios recursos naturales circundantes que son transmitidos de generación en generación. El conocimiento indígena (y campesino) es holístico porque está intrínsecamente ligado a las necesidades prácticas de uso y manejo de los ecosistemas locales. Aunque el conocimiento indígena (y campesino) está basado en observaciones a una escala geográfica más bien restringida, debe proveer información detallada de todo el escenario representado por los paisajes concretos donde se usan y manejan los recursos naturales.[35]

 


Figura 13. Nahualac, espejo del cielo. Fuente: fotografía de Ramsés Hernández, 2016.

 


* Dirección de Estudios Históricos, INAH.

[1] Pedro Sergio Urquijo Torres, “El paisaje en su connotación ritual. Un caso en la Huasteca potosina, México”, GeoTrópico, nueva serie, 2, México, 2010, p. 3.

[2] Désiré Charnay, “Mis descubrimientos en México y en la América Central”, en vv. aa., América pintoresca. Descripción de viajes al nuevo continente por los más modernos exploradores Carlos Wiener, Doctor Crevaux, D. Charnay, etc. etc., Barcelona, Montaner y Simón Editores, 1884, pp. 265-340.

[3] José Luis Lorenzo, Las zonas arqueológicas de los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl, México, INAH, 1957, pp. 20-25.

[4] Ismael Arturo Montero García, Atlas Arqueológico de la Alta Montaña Mexicana, México, Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales / Comisión Nacional Forestal, 2002, p. 94.

[5] Stanislaw Iwaniszewski, “Nahualac: Del mundo vivencial al mundo razonado”, ponencia presentada en el Seminario Permanente de Antropología de la Montaña y del Clima, en la Dirección de Estudios Históricos, Instituto Nacional de Antropología e Historia, México, el 19 de abril de 2016.

[6] Sobre el término Ayauhcalli, “Casa de Niebla”, véase Elena Mazzetto, “Los ayauhcalli en el ciclo de las veintenas del año solar. Funciones y ubicación de las casas de niebla y sus relaciones con la liturgia del maíz”, Estudios de Cultura Náhuatl, núm. 48 (julio-diciembre), México, 2014, p. 136.

[7] Sobre Tlalocan, “Cerro hecho de tierra, morada de Tláloc”, véase José Contel, “Los dioses de la lluvia en Mesoamérica”, Arqueología mexicana, vol. XVI, núm. 95, México, 2009, p. 20.

[8] Sobre Tonacatépetl, “Monte de nuestro sustento”, véase Alfredo López Austin y Leonardo López Luján, “El templo mayor de Tenochtitlan, el Tonacatépetl y el mito del robo del maíz”, en María Teresa Uriarte y Leticia Staines Cicero (coords.), Acercarse y mirar. Homenaje a Beatriz de la Fuente, México, UNAM, 2004, p. 407.

[9] Stanislaw Iwaniszewski, op. cit.

[10] Danièle Dehouve, La ofrenda sacrificial entre los tlapanecos de Guerrero, México, Universidad Autónoma de Guerrero / CEMCA / Plaza y Valdés, 2007, pp. 35-65.

[11] Saburo Sugiyama y Leonardo López Luján, “Simbolismo y función de los entierros dedicatorios de la Pirámide de la Luna en Teotihuacán”, en Leonardo López Luján, David Carrasco y Lourdes Cué (coords.), Arqueología e Historia de México. Homenaje a Eduardo Matos Moctezuma, México, INAH, 2006, pp. 131-151.

[12] Leonhard Shultze-Jena, Indiana, vol. III, Bei den Azteken, Mixteken und Tlapaneken der Sierra Madre del Sur von Mexiko, Jena, Gustav Fischer, 1938.

[13] Karl A. Nowotny, Tlacuilolli. Die mexikanischen Bilderhandschriften. Stil und Inhalt. Mit einem Katalog der Codex-Borgia-Gruppe, Berlín, Gebr. Mann (Monumenta Americana,III), 1961.

[14] Alain Ichon, La religión de los totonacas de la sierra, México, Conaculta / INI, 1973.

[15] Peter van der Loo, “Rituales con manojos contados en el Grupo Borgia y entre los tlapanecos de hoy en día”, en Marcos Matías Alonso (comp.), Rituales agrícolas y otras costumbres guerrerenses (siglo XVI-XX), México, Ediciones de la Casa Chata-CIESAS, 1994, pp. 53-64.

[16] Danièle Dehouve, El imaginario de los números entre los antiguos mexicanos, México, Publicaciones de la Casa Chata-CIESAS / Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, 2014.

[17] Catharine Good, “La circulación de la fuerza en el ritual: las ofrendas nahuas y sus implicaciones para analizar las prácticas religiosas mesoamericanas”, en Johanna Broda (coord.), “Convocar a los dioses”: ofrendas mesoamericanas. Estudios antropológicos, históricos y comparativos, México, Instituto Veracruzano de Cultura, 2013, pp. 45-125.

[18] Johanna Broda, “Ofrendas mesoamericanas y el estudio de la ritualidad”, en Johanna Broda y Alejandra Gámez (coords.), Cosmovisión mesoamericana y ritualidad agrícola, México, BUAP, 2009, pp. 45-66.

[19] Frank Lipp, The Mixe of Oaxaca. Religion, Ritual and Healing, Austin, University of Texas Press, 1991.

[20] Dídac Santos Fita, Eduardo J. Naranjo, Erin I. J. Estrada, Ramón Mariaca y Eduardo Bello, “Symbolism and Ritual Practices Related to Hunting in Maya Communities from Central Quintana Roo, Mexico”, Journal of Ethnobiology and Ethnomedicine, vol. XI, núm. 71, Reino Unido, 2015, pp. 2-13.

[21] Muchos rituales en Mesoamérica se conmemoraban con fuego. Por ejemplo, la celebración del rito de Fuego Nuevo o “atadura de años” (xiuhmolpilli), celebrado cada 52 años, marcaba el inicio de un ciclo nuevo y su ejecución se realizaba en la cima del monte.

[22] Silvia Limón Olvera, “El Dios del fuego y la regeneración del mundo”, Estudios de Cultura Náhuatl, núm. 32 (enero-junio), México, 2001, p. 51.

[23] Ferdinand Anders, Maarten Jansen y Luis Reyes García, Códice borbónico. El libro del Ciuacóatl: homenaje para el año del Fuego Nuevo, Viena / Madrid / México, Akademische Druck-und Verlagsanstalt / Sociedad Estatal Quinto Centenario / FCE, 1994, p. 209.

[24] El análisis de la alabanza se puede ver más adelante.

[25] Danièle Dehouve, op. cit., 2007, p. 61.

[26] Alberto Davidoff Misrachi (dir.), Tula. Espejo del cielo. La zona arqueológica de Tula leída a través del Códice Borgia y de la evangelización franciscana, México, Gobierno del Estado de Hidalgo / Pro Tula / Habanero Films / Canal 22 / Calabazitaz Tiernaz, 2005, 47: 52.

[27] Las deidades del panteón mesoamericano, y en específico las del Tlalocan, como Chalchiuhtlicue y Tlaloc, poseían un teoicpalli o “asiento divino”, cuya forma era la de un cerro y una cueva por donde emerge una corriente de agua. El lector puede ver las láminas 5 y 7 del Códice borbónico en Ferdinand Anders, Maarten Jansen y Luis Reyes García, op. cit.

[28] Por ejemplo, en la poesía náhuatl, las flores representan amistad, alegría y embriaguez. Aún más, estaban asociadas con la celebración en la famosa metáfora in xochitl in cuicatl (“flor y canto”), y con la región del Tlalocan. Por ejemplo: “Múltiples flores tremolo: vengo a dar mis cantos. Las flores embriagan yo caritravieso vengo de donde salen del agua, vengo a dar mis cantos. Las flores embriagan” Ángel Garibay, Historia de la literatura náhuatl, primera parte, México, Porrúa, (Biblioteca Porrúa 1), 1953.

[29] Por ejemplo, durante la cuarta veintena de Huey Tozoztli o “Gran fiesta de nuestro autosacrificio”, a honra de Tláloc, los sacerdotes se vestían con ornamentos de papel rociados de hule. Véase el extremo superior izquierdo de la lámina 25 del Códice borbónico.

[30] La primera lámina del códice Fejérváry-Mayer nos narra cómo era concebido el universo por los antiguos mexicanos. El espacio, hábitat del ser humano y de la vida vegetal y animal, se interpretaba de la siguiente manera: “Los cuatro rumbos y el centro. Síntesis de sus diferentes aspectos mánticos y cosmológicos, en relación con los cuatro bloques de las trecenas. Cada dirección tiene su árbol y ave preciosa, con su augurio correspondiente”. Además, “la aplicación de los colores transforma la cruz en una especie de cosmograma que contiene las cuatro direcciones y el centro. Los cuatro puntos cardinales son de suma importancia en la filosofía mesoamericana y funcionan como un principio organizativo básico para el culto y la estatificación social”. Ferdinand Anders, Maarten Jansen y Luis Reyes García, Códice Fejérváry-Meyer. El libro de Tezcatlipoca, señor del tiempo, Viena / Madrid / México, Akademische Druck-und Verlagsanstalt / Sociedad Estatal Quinto Centenario / FCE, 1994, pp. 149 y 158.

[31] Stanislaw Iwaniszewski, op. cit.

[32] Alfredo López Austin, “Cosmovisión, religión y calendario de los aztecas”, en Eduardo Matos Moctezuma y Felipe Solís Olguín (coords.), Aztecas, Londres / Madrid / México, Royal Academy of Arts / Turner Publicaciones / Conaculta / INAH, 2002, p. 32.

[33] Ferdinand Anders, Jansen Maarten y Luis Reyes García, Códice Fejérváry-Meyer..., op. cit., p. 169.

[34] Manuel Marzal, “Análisis etnológico del sincretismo iberoamericano”, en Karl Kohut y Albert Meyers (eds.), Religiosidad popular en América Latina, Fráncfort, Centro de Estudios Latinoamericanos de la Universidad Católica de Eichstätt (Actas, 4), 1988, pp. 162-163.

[35] Víctor M. Toledo y Narciso Barrera-Bassols, La memoria biocultural. La importancia de las sabidurías tradicionales, Barcelona, Icaria, 2008, p. 71.