Sergio Hernández Galindo, "La guerra contra los japoneses en México durante la Segunda Guerra Mundial. Kiso Tsuru y Masao Imuro, migrantes vigilados", México, Itaca, 2011.

 

por Mónica Palma Mora*

 

 

 

El ataque japonés a la base naval estadounidense de Pearl Harbor en diciembre de 1941 decidió la participación definitiva de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Pero la guerra no sólo tuvo lugar en el plano externo y militar, también ocurrió al interior de las fronteras del vecino país del norte. De acuerdo con Sergio Hernández Galindo, 120 mil japoneses fueron recluidos en diez campos de concentración. Estos inmigrantes,  muchos de ellos con hijos nacidos en Estados Unidos, fueron catalogados, sin distinción alguna, de enemigos, de espías al servicio del gobierno imperial japonés. La mayoría de los países del continente, aliados del gobierno estadounidense durante la guerra, entre ellos México, se hicieron eco de la postura anti-japonesa desplegada por el gobierno estadounidense a través de diversos medios, en particular de la prensa. La actitud gubernamental se tradujo no sólo en una política policiaca, de vigilancia, hostigamiento y reclusión, sino también de xenofobia con claros tintes raciales. Este es el tema central del presente libro, el cual sirve además al autor, para narrar a detalle, con pleno conocimiento de la historia del Japón y con claridad, los acontecimientos políticos y militares que enfrentaron a  Estados Unidos y Japón mucho antes del conflicto armado.

 

Las características que presentó la guerra entre ambos países en el contexto mexicano de los años 1930 y 1940, son revisadas en los tres capítulos que conforman el libro. De este modo, el primero de ellos contiene una breve historia de la emigración japonesa a América durante el periodo Meiji (1868-1912). Durante este lapso y hasta antes del inicio de la guerra, más de 700 mil japoneses se establecieron en Estados Unidos. La movilidad socioeconómica que habían registrado al convertirse de agricultores, pescadores y obreros pobres, en exitosos comerciantes asentados a lo largo de la costa de California, tanto en su parte estadounidense como mexicana, y el distinguirse como una  comunidad cohesionada en torno a lazos familiares, de paisanaje y a diversas asociaciones locales y regionales, originaron la animadversión de ciertos sectores de estadounidenses, los cuales empezaron a identificarlos como un ejército de espías, de invasores al servicio del gobierno japonés.

 

Sin embargo, destaca el autor, la actitud de los inmigrantes ante la participación de su país en la guerra fue muy diversa, dependió de su nivel de arraigo o desarraigo ante su país de destino y de origen, de su clase social y de su posición política. Por ello, nada más alejado que se tratara de un ejército generalizado de espías. Esta consideración escondía más bien la antipatía que muchos estadounidenses wasp manifestaban hacia estos inmigrantes por sus características raciales y sus diferentes códigos socioculturales.

 

Las sospechas que hacia ellos mantenía el gobierno estadounidense se combinaron y fortalecieron debido a los cambios sociopolíticos ocurridos durante el periodo Meiji, los cuales desembocaron en un proceso de modernización de la economía al servicio de la expansión militar. En el transcurso de las tres primeras décadas del siglo XX, Japón, plantea el autor, dejó de ser un país “sojuzgado y humillado” por las potencias occidentales para convertirse en una potencia capaz de desafiarlas. Al iniciarse la década de 1930, el predominio de los militares japoneses en el gobierno civil, su alianza con los sectores civiles ultranacionalistas, la invasión de Manchuria en 1933 y su hegemonía en Asia, atizaron aún más las ya de por si tensas relaciones con Estados Unidos y condujeron a un estricta vigilancia de los inmigrantes japoneses.

 

En los siguientes dos capítulos, Sergio Hernández hilvana la aplicación de la política anti-japonesa en México a través de las experiencias de dos inmigrantes de muy distinta posición socioeconómica: los señores Kiso Tsuru y Masao Imuro. El gobierno cardenista, subraya el autor, en un principio, poco caso hizo de la propaganda negativa en contra de Japón y los inmigrantes japoneses, algunos de ellos radicados en la península de Baja California. Incluso la nacionalización del petróleo en 1938 favoreció las relaciones comerciales con Japón, en especial la venta de petróleo. En las negociaciones que hubo entre los gobiernos japonés y mexicano por la compra-venta de esta materia prima, el empresario Kiso Tsuru tuvo un papel protagónico.

 

El doctor Tsuru llegó a México por primera vez en 1918, a la edad de 24 años como diplomático. Dos años más tarde regresó con la intención de formar una empresa de importación y exportación de productos japoneses y mexicanos. Al parecer tuvo éxito, porque para los años 30 estaba  convertido en un destacado empresario interesado en invertir en negocios que surtieran de materias primas (petróleo y minerales) a la economía de guerra de su país. El autor no abunda en el camino que lo llevó a convertirse en un destacado hombre de negocios, pero reconstruye con fundamento en diversos acervos su activa participación en las negociaciones que el gobierno cardenista entabló con el japonés para la venta de petróleo previo a la guerra y para la posible explotación de minerales y construcción de carreteras. La actuación del doctor Tsuru en estos acuerdos lo llevó a estar estrictamente vigilado por los servicios de inteligencia estadounidenses y mexicanos, estos últimos al servicio de los primeros, en particular del FBI, principal inquisidor de Tsuru y de todos los inmigrantes japoneses en México. Las relaciones que el doctor Tsuru mantenía con altos funcionarios mexicanos lo libraron de correr la misma suerte que muchos otros de sus compatriotas: el traslado forzoso al centro del país que el gobierno de Ávila Camacho ordenó en enero de 1942 y su “ingreso” en alguno de los tres campos organizados para concentrar a los inmigrantes japoneses en México. Tsuru se salvó también de ser encarcelado. Sus empresas, en cambio, pasaron a formar parte de la “lista negra” del Departamento de Estado de Estados Unidos y  sus bienes fueron incautados por la Junta de Confiscación de Bienes del Enemigo que el gobierno mexicano administró por varios años.

 

Muy distinta fue la experiencia del joven Masao Imuro, llegado en enero de 1941 a la edad de 21 años,  para trabajar como empleado en un negocio de importación y exportación de porcelanas y azulejos de un compatriota suyo instalado en la capital mexicana. A diferencia del capítulo dedicado al doctor Tsuru, cuya experiencia le permite a Sergio Hernández extenderse en la descripción del contexto mexicano, en este capítulo, el autor es mucho más generoso en detallar la vida de un inmigrante joven y pobre. El autor narra de manera cálida y sencilla las impresiones de Imuro en su nuevo país de destino al que consideró rico, llamativo y al que intentó adaptarse lo más pronto posible. Había crecido durante el periodo en el cual Japón se convirtió en una potencia hegemónica en Asia y, como el resto de sus compatriotas, había sido educado dentro de un ambiente de economía de guerra, de efervescencia nacionalista y de obediencia al emperador (Tenno). Imuro, como muchos otros japoneses, se sentía orgulloso de los logros alcanzados por su país en el campo económico y militar y de su gobierno por defender la soberanía de su país de las potencias colonialistas.

 

El joven seguía con atención los sucesos de la guerra. Por ello, en la correspondencia que mantenía con sus amistades en Japón, exponía con entusiasmo su apoyo a su país natal y a las acciones de su gobierno. Pero el joven no previó que sus cartas fueran a ser interceptadas por las autoridades mexicanas y los servicios de inteligencia estadounidenses. La autenticidad de sus sentimientos hacia su país de origen le costaría ser apresado en enero de 1942 y que su vida transcurriera los siguientes siete años en diversos centros de reclusión: Perote, Veracruz, el Centro Penitenciario de Lecumberri, las Islas Marías y el Centro de Detención para Menores en Tlalpan. Fue puesto en libertad en marzo de 1949, al considerar el gobierno de Miguel Alemán que las causas de su detención habían desaparecido.

 

La amarga experiencia vivida por Imuro  y la incierta de Tsuru a raíz del ataque a Pearl Harbor, son dos ejemplos de otros más, que es muy probable ocurrieron en esos años de animadversión y confinamiento para los inmigrantes japoneses, pero que a la fecha están insuficientemente investigados. Sergio Hernández comienza a dibujar esas historias personales vinculadas al tiempo que les tocó vivir. De manera armoniosa el autor entrelaza el proceso histórico con la vida de los sujetos que estudia. Por ello, este libro es tanto un trabajo de historia política y diplomática, como un breve, claro y cálido relato sobre los japoneses en México durante los años de la Segunda Guerra Mundial.

 



* Dirección de Estudios Históricos, INAH.

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