El maíz y el pulque: sobrevivir en Tepepan, Xochimilco y la península de Yucatán, en temporadas de la pandemia, año 2020
Claudio de Jesús Vadillo López*
Amenazado de muerte, salgo a la calle. Me decido a ir a Xochimilco, y me sorprende, frente a mi casa, un hecho de vida milenaria: tras una línea de piedras, arbolitos y arbustos, ha surgido en sólo cuatro meses, los de la pandemia —mayo, junio, julio y agosto—, un denso y robusto sembradío de maíz, en plena zona urbana, entre casas familiares y zonas residenciales, oculto tras las paredes, arrinconado en un cuadrángulo de bardas. Lo que fue un pastizal yerboso, que cubría el suelo como un espeso y grueso vello, se ha transformado en un altivo sembradío de maíz, de intenso color verde, que quiere llegar al cielo, pues las plantas rebasan ya mi 1.77cm. de altura.
La civilización del maíz
Por curiosidad, lo comencé a registrar fotográficamente y consulté el libro Botánica agrícola mexicana,[1] donde se afirma que “existe un número grandísimo de variedades de maíz, que se distinguen, por su altura, por la duración de su periodo vegetativo, (unas son tardías y necesitan de cuatro a cinco meses para madurar sus frutos, mientras otras, llamadas tempranas, cuarentenas, cincuentenas, necesitan sólo tres o cuatro) por el tamaño de las espigas, por el grosor de los frutos, por el color, etcétera.
El maíz “la carne del hombre”, con una antigüedad de siete mil años, es el insumo de los tamales, que se venden a tres calles de mi casa, en un lugar que nunca cerró al igual que los puestos de elotes y esquites aderezados con crema, queso y chile piquín, en la acera norte del mercado central de Xochimilco.
Tampoco cerraron, y menos aún, la zona de venta de tlacoyos; de frijol, haba, huitlacoche, requesón, y las gorditas de chicharrón prensado, de las tortillas blancas y azules; ni tampoco dejaron de abrir, a unos metros, los puestos de ensalada de nopales con jitomate y cebolla, aderezados con limón, junto a las cazuelas de patas de cerdo envinagradas y las grandes ollas de salsa verde y roja, a un lado de las quesadillas de sesos y otros manjares de la naturaleza regional.
Esto es México.
Recuerdo que alguna vez hice el comentario de que en Paris, Estambul, Moscú y Cádiz, hace años, todo me asombró; pero extrañé no ver en cada esquina un puesto de tamales, que mal no les haría. Cuanta razón tiene Braudel[2] al afirmar que de este lado del Atlántico somos la civilización del maíz, en cualquier parte de esta tierra, en este gran país; nuestros productos alimenticios preferidos son los tamales, después de las tortillas; y son, tal vez, los más característicos.
El reino del tamal
He tenido la oportunidad de comer, desde niño, los tamales chiapanecos, deliciosos, con su gran ciruela pasa, entre la carne, que hacía mi madrina la tía Chata, y también los de chipilín y hierba santa; ya adulto conocí los de hierba de chipiles, envueltos en hoja de plátano de Huitzuco, Guerrero, con la familia materna de mis hijos; de adolescente, en Ciudad del Carmen, Campeche, le tomé gusto a los tamalitos torteados y colados, acompañados de un Milo helado, en la llamada “Calzada”, donde nos llevaba mi padre a merendar en las vacaciones de diciembre; placer que ratifico cada vez que voy a la Ciudad de Campeche; y ahí mismo conocí el super tamal llamado pibipollo, propio de la península de Yucatán, en días de muertos; también el clásico oaxaqueño que vende la señora de los tamales en Tepepan; los tamalitos de frijol de Milpa Alta, en el terruño de mi amigo René, que con ese señuelo y el de un mezcal mañanero, me llevaba a desayunar a la Feria del Nopal de Atocpan, después de comentarle sus avances de tesis.
Un subsuelo que resiste
Por debajo de la economía de mercado y la capitalista, devastada por el COVID-19 y la contracción económica mundial, está lo que Braudel llama la civilización material, a ras de suelo, la economía de subsistencia. En mi recuento no puede faltar otro producto de consumo masivo: el pulque.
El aguamiel, extraído del mayahuel del maguey, y descubierto en el siglo XI en Tula, Hidalgo, es una bebida de consumo socialmente muy extendido en Xochimilco. Y sí, varias personas me platicaron de la apertura, en la pandemia, de tienditas familiares de venta de pulque, en botellas de refresco de medio, de a litro y en tambos de plástico de hasta cinco litros, sin curar, esto es, fresco y agridulce, semiácido, como sabe recién extraído. Fenómeno de venta propiciada por el cierre de las grandes pulquerías conocidas como La Botijona, el Templo de Diana o la de Doña Cata y otras en el centro de Xochimilco. En los cuartos de casas de familia, en las vecindades más empobrecidas, del centro de Xochimilco, y también, en casas de los pueblos circundantes, aparecieron puntualmente, las pulcatas clandestinas, con pulque de Hidalgo, la principal zona productora de México, traído por camiones de redilas al amanecer, en tambos de plástico gigantescos, eludiendo o coludiéndose con las patrullas, por artilugios de “la maldita corrupción”, con lo que emergió la sagrada bebida como la única fuente de ingresos de algunas familias que, con poco dinero, hicieron mucho.
Los habitantes de México somos hijos de la civilización del maíz. Se trata de una estructura “de larga duración, que perdura prolongadamente en el tiempo para toda la población, de regiones tan distantes como Xochimilco y la península de Yucatán, independientemente de su condición social, la lengua y las costumbres locales de sus habitantes.
Es también, en lugares tan diferentes como Xochimilco y la península de Yucatán, alrededor de los mercados de la ciudad de Campeche y de Ciudad del Carmen, donde he visto a personas al nivel de sobrevivencia extrema, los más pobres entre los pobres. Su actividad informal, de alguna manera, es una frontera del empobrecimiento mayor, de llegar a la condición de hambruna, de familias enteras que viven del comercio de muchas mercancías; pero en particular, de frutas y verduras que llegan de la región, o que les abastecen grandes comerciantes que traen de lugares distantes productos como el plátano, y se los dan para su venta a esas personas en condición de pobreza límite, a las 6 de la mañana, y vigilan la venta hasta que recogen los dineros de lo vendido al final del día. Lo que no se distribuye en el mercado se vende en decenas de aceras de las calles y avenidas de Xochimilco y las zonas circundantes a los mercados de Campeche y Ciudad del Carmen.
Este nivel de civilización material ya está intuido y registrado en estadísticas del siglo XIX. Por ejemplo, en la Estadística del Estado de Campeche, de 1859, se registra que a los trabajadores de las haciendas, ranchos y sitios del Partido del Carmen (vaquero, asalariado, jornalero, alambiquero, yuntero, sirviente); se les entrega como parte de su salario en especie: “una cuartilla de maíz, una libra de viandas, la cal y sal necesaria, con la finalidad de que elaboren sus propias tortillas”. En el caso del capataz, se le entrega una carga de maíz, ocho libras de arroz, veinte libras de carne, ocho libras de frijol. Al vaquero, un cargamento de sal, ocho libras de arroz, ocho libras de carne, sal y cal.
En enero de 1853, cuando nadie imaginaba siquiera la separación de Campeche de Yucatán, en Estadística de Yucatán, José del Rosario Gil, escribe:
Numerosas son en consecuencia nuestras producciones, pero ninguna tan importante como la del maíz, que provee con su harina de alimento al hombre, y con sus hojas de pasto a los animales: crece y prospera en todos los terrenos, en los arenosos y ligeros que prefiere, como en los arcillosos y compactos, en el valle como en las laderas. Planta indígena de esta tierra escasa de agua [...] el trabajo que exige al hombre es: primero la quema por preparación y abono; segundo, la de yerba por cultivo, y ya en sazón el doblar la caña, trayendo el tallo desde su mitad hacia abajo, para que el agua no se filtre en la mazorca y pudra el grano. Rinde con abundancia, puesto que en cosecha de roza que es la primera siembra que se hace sobre un terreno, produce por mecate o una medida superficial de 576 varas, una carga de doce almudes con peso de 87 libras.
De los placeres
“Este precioso grano es el único pan de las clases pobres”.[3] Quizá, sugiere José Enrique Ortiz Lanz:
Una de las aplicaciones que mas llama la atención sobre el uso del maíz en la Península son los llamados panes, que más bien son “pasteles” elaborados a partir de capas de tortillas sobrepuestas y separadas con otros ingredientes, generalmente pepita de calabaza o frijoles. El antiguo uso de estos “panes” se conserva muy arraigado en el medio rural, pues los mayas aún lo ofrendan en los ritos agrícolas. Así el kan lahu tah wah, un pastel ceremonial hecho con grandes tortillas de maíz, se ofrece al final de la estación de secas, justo antes de la llegada de las esperadas lluvias; el llamado ch achaak es parte fundamental del culto milpero para hacer llegar el agua. Una palabra muy parecida, kanlahun tas wah, designa a otro pastel hecho con catorce capas de tortillas, separadas por delgadas capas de pepita de calabaza molida y humedecida, frijol y otros elementos vegetales que se cuecen bajo tierra.[4]
Otro alimento en la esfera de la versátil tortilla es el panucho, “que es el rey de la popularidad en las meriendas campechanas, compañero afortunado del caldo o consomé de pavo. A las tortillas calientes se les levanta una parte del ollejo, es frito en aceite caliente para cubrirlo finalmente, con lechuga, carne de pavo —o pollo— , cebollas, tomate y repollo curtido”.[5]
Labores del tiempo largo
En 1944, del análisis de la obra del padre Landa[6] sobre los mayas al momento de la conquista y la observación directa del comportamiento de los mayas vivos, el antropólogo Franz Blom, describe el ethos —forma de vida de un grupo—, que proviene de una antigüedad lejana, pero que es en el que viven los mayas vivos que trabajan en los hatos chicleros a lo largo y ancho del estado de Campeche.
Muy temprano cada mañana, cuando aún no han desaparecido todas las estrellas se levantan las mujeres a su tarea diaria de moler el maíz para hacer la fina masa con la que hacen las tortillas [...] Los granos de maíz han estado remojados en lejía toda la noche, sancochándose. Este procedimiento hace que los granos se hinchen y suavicen. Los enjuagan y amontonan sobre la piedra de moler y entonces, apoyadas sobre el brazo del metate lo ruedan de un extremo a otro con un movimiento rítmico del cuerpo [...] Hora tras hora se oye el monótono sonido. De vez en cuando se interrumpe por el ruido de las manos al hacer las redondas tortillas que cuecen en comales de barro sobre el fuego.
Los hombres parten a las milpas, a las minas de sal [a los cortes de palo de tinte, a los bosques de chicozapote] a los trabajos públicos, y en la alforja tejida de hoja de palma, llevan su bollo de masa que deshecho en agua se llama pozol y que constituye su almuerzo.
El maíz era y es tan importante al indio de América Media, como el arroz al chino. Pasa un día y otro. Se siembra el maíz. Crece el maíz. Se cosecha el maíz. A las lluvias sigue la sequía; a un cacique otro cacique; y al final de todo esta el Cimi, la muerte. La vida y la muerte, el bien y el mal, fueron los factores dominantes del pensamiento maya.
El maíz, ante todo, era el mantenimiento principal. Cuando llega el tiempo hacia el final de la sequía, todos los hombres van al monte y escogen un trozo de tierra propia para cultivar. Derriban los árboles, siempre trabajando en grupos, ayudándose los unos a los otros en las sementeras de cada uno, y siempre preparan una sementera cuya cosecha será para los caciques y sacerdotes: se puede comparar con el quinto del Rey. Antes de comenzar la tarea hay que rezar a los dioses: a los dioses de la tierra, de los montes, de las cosechas [...]
Cuando se ha rozado el monte, se deja para que el sol lo seque, esto tarda algunas semanas, y entretanto el labrador vigila el viento y las nubes con ansia, pues la roza tiene que quemarse antes de que lleguen las lluvias.
El chubasco suaviza la tierra; los mayas salen a los campos con un taleguillo al hombro lleno de semillas para sembrar y en la mano una estaca tostada a fuego. Con ella agujerean la tierra y arrojan los granos. Con los dedos de los pies los cubren de tierra. Comienza la temporada de lluvias. Un chaparrón tras otro empapa la tierra y el maíz empieza a crecer; crece alto, verde, exuberante. La lluvia lo alimenta. Por consiguiente la lluvia es un dios: les da la vida.[7]
El calendario de la agricultura del maíz es constante e invariable: agosto y enero, desbrozar el campo; mayo, la siembra; julio y agosto, las lluvias; septiembre, la primera cosecha; noviembre, la segunda cosecha, la más importante. Con estos periodos del cultivo se alternan ciclos de la silvicultura: el corte de palo de tinte, caobas y otros árboles, se hace en los las lluvias de agosto a septiembre; en tanto que los chicleros desarrollan su labor en plena temporada de lluvias, desde julio y a veces hasta noviembre, porque es cuando la humedad estimula la producción de la sabia blanca del chicozapote, que es recolectada por los chicleros montados en los árboles.
En Tepepan, Xochimilco y en la península de Yucatán, el tiempo largo de la civilización del maíz se ensambla en los ciclos imparables de cultivo. Las epidemias y pandemias no los interrumpen, la fuerza de la tierra, las lluvias, la urgencia humana de la sobrevivencia hacen el milagro: que los cultivos surjan por doquier en tierra fértil, la civilización material permanece. Sin embargo, qué terrible, qué injusto, qué convocatoria a la rebelión, que han pasado los siglos y los mexicanos más pobres viven todavía inmersos en esa historia, para sobrevivir igual que hace dos mil años, ajenos a una vida digna y de bienestar. La pandemia vino a develar, una vez más, lo desigual e inequitativa que es nuestra sociedad.
* Escuela Nacional de Antropología e Historia.
[1] México, SEP (Biblioteca Enciclopédica Popular), 1945
[2] Fernan Braudel, Civilización material, economía y capitalismo. Siglos XV-XVIII, tomo I, Las estructuras de lo cotidiano, Madrid, Alianza, 1984, p. 125.
[3] José del Rosario Gil, Estadística de Yucatán, México, Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, 1853, p. 272.
[4] Enrique Ortiz Lanz, “Placeres olvidados: la cocina del mundo maya”, Artes de México, núm. 46, Campecehe, 1999, p. 64
[5] Ibidem, p. 66
[6] Diego de Landa, Relación de las cosas de Yucatán [s. l.], Monclean, enero 2012.
[7] Franz Blom, La vida de los mayas, México, SEP (Biblioteca Enciclopédica Popular, 25),1944, p 11-15.