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Carta a Diana

ENVIADO POR EL EDITOR EL Lunes, 07/04/2025 - 19:10:00 PM

Carlos San Juan Victoria*

 

 

La última vez que nos vimos, un sábado de diciembre del año pasado, había tantos amigos mutuos que no pudimos conversar y te quería decir algo. Se hablaba sobre la cultura popular, y recordé que nos conocimos en 1979 cuando se discutía, entre otras cosas, si los sindicatos podían promover una cultura propia de los asalariados, como había ocurrido en el Turín revolucionario de los años veinte.

 

Nos reencontramos, tal vez te acuerdes, en 1981, cuando estallaba la lucha de los profesores democráticos en Pachuca, Hidalgo. Nos hospedaste a Paco Pérez Arce y a mí en tu casita donde conocimos a Josefina Ramírez, antropóloga física como tú, y más tarde, a Aída Castilleja y a Susana Vidal, presencias de toda la vida, y nos presentaste a los líderes del movimiento. Algunos veíamos la posibilidad de que los profesores, aparte de sus demandas salariales, retomaran su papel histórico de ser la voz de las comunidades donde trabajaban.

 

Por fortuna nos prosperaron los amigos comunes y el gusto compartido por el baile, con nuestra maestra Josefina Ramírez, también el canto y tocar la guitarra, donde tu voz era de una belleza impresionante.

 

 

Enfilaste tus pasos cada vez de manera más clara hacia la gran tarea de difundir el patrimonio histórico y a explorar públicos poco atendidos, recuperar voces ignoradas que alimentaran a nuevos museos y a aprender y promover pedagogías que convirtieran al INAH en una gigantesca red territorial de la memoria de pueblos, barrios y niños, en diálogo con la historia que nos hace nación.

 

Recuerdo pláticas en tu casa de un famoso barrio de Xochimilco donde me contaste de filósofos que influyeron en la pedagogía como Dilthey, también de un novedoso enfoque para enseñarle filosofía a los niños, y de cómo mejorar las cédulas que proporcionan la información básica de los museos, así como de imaginar una fuerte área educativa en esa red que ya existía.

 

Hubo varias ocasiones en que, como personas inquietas, nos dejábamos de ver años enteros y en el reencuentro volvía a brotar ese tejido común de las historias vividas. Recuerdo las pláticas en cualquier café donde me comentabas sobre tus aventuras haciendo guiones y museos sobre los monjes agustinos, el general Felipe Ángeles, las historias de los pueblos desde la mirada de los niños o para difundir la cultura popular.

 

También de una experiencia de varias amigas creando en el exconvento de Culhuacán, a cargo del INAH, un espacio en manos de los vecinos y de la comunidad. Ahí nos invitaste a varios amigos en diversas ocasiones para dar pláticas a las señoras, jóvenes y niños que abarrotaban una sala del exconvento.

 

Y pasaban los años como un suspiro. Nos reencontramos en el rescate de los retablitos que el mercado negro vendió a coleccionistas italianos y que los Carabineros pusieron a disposición del gobierno de México. De ahí surgió la Memoria de Milagros y nuestra primera y única experiencia de desacuerdos que nos hizo alejarnos. Tu bondad volvió al rescate cuando caí enfermo y restablecimos nuestra vieja amistad.

 

Y finalmente pasamos un buen rato en una serie de reuniones para discutir el futuro del INAH donde varios colegas insistimos en profundizar el compromiso con el patrimonio cultural y su incidencia en las culturas de un país plural.

 

 

Hubo un tema que de seguro recuerdas y que nos distrajo durante sesiones enteras. Fue el intercambio sobre tu amor al budismo y en mi caso al Tao y al Tai Chi. La gran sorpresa de existir apenas un instante y de sumergirnos en algo muy grande que nos contiene y sobrepasa, una curiosa disolución del ego para fundirse en otros estados de conciencia o navegar como partícula en las grandes corrientes de la energía universal.

 

Por eso creo, querida Diana, alias Ana Bedolla Giles, que comprenderás el buen ánimo de esta carta. Y es que en ese último diciembre que nos vimos te quería decir que te agradecía mucho esa oportunidad del reencuentro, y que tuvimos la suerte de recorrer, nosotros y muchos de nuestros amigos, partes sustantivas de dos siglos temporales, en asuntos ligados de algún modo a la sensibilidad popular, a fomentar su rescate y valoración, a la importancia de una educación y de una memoria que la recupere y proyecte.

 

En algún momento de nuestras pláticas recuerdo que te dije: uno escribe como algún náufrago que toma el último retazo de papel que le queda, se toma el mínimo residuo de vino de una pequeña botella, aloja ahí ese recado y lo avienta al mar, sabiendo que lo más probable es que nadie lo lea. Escribir es un acto de fe.

 

Y no me sería nada extraño que, de algún modo, en algún momento, en ese mar de las energías infinitas, llegues a leer esta carta. Y me respondas.

 

* Editor de Con-temporánea, investigador  de la Dirección de Estudios Históricos-INAH.