Azul casi morado, cuidado y porvenir
ENVIADO POR EL EDITOR EL Martes, 30/11/-0001 - 00:00:00 AMHelena Chávez Mac Gregor*
Resumen
Este ensayo reflexiona sobre los límites del futuro. Desde las aperturas de temporalidades no humanas explora condiciones de incertidumbre y crisis para pensar lo vivo. Es un texto que mezcla la teoría crítica con el relato testimonial, lo cual permite pensar en el cuidado —en específico, el cuidado materno— como una invitación a relaciones éticas y políticas más amorosas en una época de extinción masiva.
Palabras clave: futuro, porvenir, cuidado, maternidad, crianza, cambio climático, ecosocial, carabelas portuguesas, calamares vampiro.
Abstract
This essay reflects on the limits of the future. From the openings of non-human temporalities, he explores conditions of uncertainty and crisis in order to think about the living. It is a text that mixes critical theory with testimonial accounting, which allows us to think of care—and specifically maternal care—as an invitation to more loving ethical and political relationships in a time of mass extinction.
Keywords: future, to come, care, maternity, nurturing, climate change, ecosocial, Portuguese man-of-war, vampire squid.
I
Cuando Rita cumplió cinco años comenzó a enumerar, y con ello, a tener otra relación con el tiempo. Se daba cuenta de que éste pasaba, contaba los días que faltaban para su cumpleaños; contaba y calculaba que yo tenía más años que ella y su abuela más que yo. También comenzó a tener vagas ideas sobre lo que ya había pasado, se preguntaba incesantemente dónde había estado ella cuando yo era niña. La respuesta de que en ningún lado la irritaba. Comencé a decirle que antes de nacer había estado en la materia que venía de las estrellas. Ahora ella cree que cayó del cielo y que yo la agarré al caer. Ella siempre ha sido ella.
Por otra parte, comenzó a manifestar expectativas y desesperación sobre lo que estaba, o ella quería que estuviera, por venir. Contaba y marcaba los días para la visita prometida de su tía; para una salida, planeada por semanas, con alguna de sus primas. Descubrió la frustración de que los planes no salieran bien, y muchos, por mucho tiempo, se cancelaban una y otra vez.
Supongo que el contar y el transcurrir del tiempo, tanto del pasado como del futuro, están entrelazados. Un día me dijo: en un año voy a tener seis, al otro siete, al otro ocho, al otro nueve, al otro diez, al otro once, al otro doce, al otro trece, al otro catorce, al otro quince..., ¡¿Cómo vamos a ser entonces?!
No pude ver nada. La angustia de no poder imaginarme a mi hija en diez años la contuve con una lánguida sonrisa y un genérico “no lo sé, mi amor”. Respuesta que se está volviendo cada vez más constante en nuestras conversaciones.
El cuestionamiento pasó, pero la sensación se quedó ahí, acechando. En las noches intentaba imaginarnos y no podía vernos, me quedaba en vela sin poder dormir. No podía hacerme una idea de qué estaría pasando, de cuál sería el estado del mundo y nuestra situación con él. Me atormentaba que fuera un presagio. ¿Sería el fin del mundo lo que no me dejaba ver nada? Quería verla a ella, ver su rostro de adolescente. Intuir en lo que le gusta ahora lo que le gustará mañana. Me esforzaba por nombrar una sucesión lógica de eventos que me permitiera tener la certeza del futuro; saber que todo iría bien, que iría. Pero no llegaba a mucho. Lo más que podía pensar era “hoy tiene escuela, mañana ya veremos”.
II
No es que el tiempo haya colapsado, ha seguido pasando, pasa. Lo veo en mis uñas que no paran de crecer, en las arrugas que se hacen más profundas, en el cuerpo de mi hija que ya no cabe en el mío cuando se acurruca sobre mí. Está en mis plantas que se hacen robustas, se alargan, reflorecen o mueren.
El tiempo pasa, pero su dirección y continuidad, lo que en algún momento fue un proyecto, se han ido desvanecido en el encierro, en la pérdida, en el aislamiento. En realidad, la incertidumbre en la que vivimos no es resultado, o no sólo, de la pandemia y de su administración. Más bien ésta es parte de una crisis más grande, más intensa, más profunda que ha modificado los ritmos y las condiciones de la vida misma. Sin duda, los ritmos y contrarritmos, el tiempo de la vida y los tiempos de la producción se exacerbaron y tensaron con la pandemia, pero la crisis en la que estamos tiene que ver con una compleja dislocación del tiempo. Un tiempo que comenzó en el pasado y aceleradamente se mueve hacia el futuro bajo el horizonte del colapso civilizatorio. Como describe el historiador Jaime Vindel en su libro Estética fósil. Imaginarios de la energía y crisis ecosocial:
En el aire se condensan algo más que metáforas de humo: respiramos el resultado de una modernidad que para acelerar su ritmo hacia la rampa final de la Historia consumió en apenas dos siglos los recursos fósiles que se habían depositado en las entrañas de la Tierra durante millones de años. La estética fósil ya no remite a aquella impronta objetual que facilita el retorno de una temporalidad anterior o el acceso a las huellas del trabajo humano. La espiral geológica se gasifica en la superficie del planeta como una nube tóxica que amenaza la supervivencia misma de la idea de futuro.[1]
En la incertidumbre fue creciendo la angustia. A la par que leía tratados sobre ecomarxismo, especulaciones acerca de la sexta extinción e investigaciones biológicas a propósito de las bacterias que están acabando con las ranas en el planeta, necesitaba saber cómo sería el futuro. Traté de cubrir con magia el vacío de mi imaginación y la angustia que me generaba. Fui con chamanes, con adivinas; pedí que me leyeran el tarot, la palma de la mano, el I Ching. Necesitaba que alguien me dijera que todo iba a estar bien. Lo hicieron. Pero en el fondo, sabía que predecir el futuro es algo que nadie puede hacer.
III
El último día de 2021, en mi primer viaje en más de dos años, encontré un ser fascinante sobre la playa. Estaba con mi hija caminando una mañana al borde del mar Atlántico cuando ella vio algo que brillaba en la arena. Era tornasolado con destellos de rosado, en los bordes era azul casi morado. Rita me preguntó que qué era, yo contesté que seguramente una botella, ella dijo que no. Me acerqué y con una rama que encontré entre el sargazo comencé a tocarlo. Se movía, no solo tenía un cuerpo, como un globo que se expandía y contraía, sino que se cerraba en una especie de pico azul cobalto. Era una masa gelatinosa, entre púrpura y gris, que conectaba con unos tentáculos largos y azules.
No tenía idea de qué era; de pronto me di cuenta de que la playa estaba cubierta de ellas. Una amable señora que me vio observándolas me dijo que se llamaban carabelas portuguesas (Portuguese man-o’-war fue el nombre que me dio en inglés) y que eran altamente tóxicas para los humanos. Rita ya no quiso jugar, pero yo me quedé mirando.
Su nombre científico es Physalia physalis. Lo que logré saber es que estos seres no son un único animal, sino que son una comunidad de organismos que viven en interfase, entre el agua y el aire. Una especie de colmena de individuos que no pueden vivir separados. Unos hacen que flote, otros consiguen su alimento, otros, que digiera, y otros más, que se reproduzca. Estar juntos hace que sobrevivan.
Era diciembre y no debían estar ahí, pues suelen vivir en aguas cálidas en mar abierto, pero una repentina subida de temperatura y una posterior tormenta había cubierto la playa de carabelas. Parece que ante las altas temperaturas estas criaturas encuentran condiciones más propicias para multiplicarse y moverse hacia las costas. Se especulaba en los diarios, ante la molestia de las personas que no podían meterse a nadar, que la acidificación del agua del océano por el cambio climático podría hacer que las Physalia physalis y otros seres similares como las medusas tomen control de la vida allí. Aunque también, apuntan análisis de investigación científica más serios, podría ser que la transformación de las condiciones del agua afecte a los organismos de los que éstas se alimentan y ellas tampoco puedan sobrevivir. Se conjetura que los cambios en el planeta afectarán a todos los seres vivos, se imaginan escenarios, pero no se puede saber a ciencia cierta qué va a pasar, cuándo y cómo.
Mientras las veía pensaba en todo lo que tuvo que suceder para que estos extraordinarios seres existan, imaginaba las interminables conexiones entre células, bacterias, enzimas y proteínas. Las diferentes temporalidades entrelazadas para su existencia, la mía, la nuestra. Las conexiones entre las llamadas carabelas portuguesas y los seres con los que habitan en los mares, entre los diferentes seres que son ellas mismas. Y, de pronto, el tiempo se volvió elástico y largo como sus tentáculos y el sentido de la vida impenetrable y bello como su azul tornasolado. Pero, sobre todo, la idea de la vida se fue pareciendo más a ellas.
Figura 1. Physalia physalis. Fotografía: Helena Chávez Mac Gregor, 2022.
IV
¿Qué tipo de tiempo abren las carabelas portuguesas?, ¿cómo se entrecruza con el tiempo de Rita?, ¿cómo sobrellevar la dislocación que genera la angustia de su futuro, o lo que se vislumbra de éste, y la sensación que ha sido ella la verdadera gran disruptora?
Durante muchos años trabajé sobre la crítica de la modernidad en el pensamiento de Walter Benjamin. Él alertaba de las amenazas del progreso, el avance del fascismo y el uso que éste hacía no sólo de la técnica sino también de la estética —las condiciones de la sensibilidad, como tiempo y espacio— y del arte para la alienación de las masas. La fuerza de la modernidad se basó, podemos decir ahora, en la extracción y explotación sin límites bajo la promesa del fin de la historia. Un fin de la historia como teleología de la humanidad. En ella la historia —es decir, el movimiento continuo del colonialismo, capitalismo e imperialismo— era una flecha con dirección única, arrasando con lo que tuviera que arrasar.
Para el filósofo alemán, la única manera de despertar de esta catástrofe en permanencia sería a través de las iluminaciones profanas. Despertares que provenían del encuentro de ciertas obras artísticas, de las ruinas, de los objetos en desuso. Esos objetos provocaban relámpagos que impulsaban revoluciones copernicanas; rupturas en el entendimiento y la percepción que fomentaba otro flujo sensible. En estas experiencias el tiempo se trastornaba. Aparecía ya no en el progreso sino en sus fallos, en sus fragmentos, en sus continuidades y discontinuidades no lineales.
Lo curioso es que, por más que yo hablaba y escribía sobre estas emancipaciones estéticas, no logré vivir esta experiencia del tiempo hasta la primera carcajada de mi hija.
Con ella se abrió un hoyo, o un gusano, o algo que agujera el tiempo. Sobre todo en los primeros años, era contundente la sensación de que con cada risa suya el tiempo volvía a empezar. Como si todo se condensara en esa explosión. Se rompía la cronología y la vida empezaba —empezará, empieza, empezó— una y otra vez.
Por muchos años pensé con vergüenza estas ideas. ¿La gran experiencia de emancipación la encontraba yo en mi hija?, ¿las revoluciones políticas que tanto esperaba estaban contenidas en ella? No es Rita la que contiene la ruptura —aunque también—, sino que es el cuidado, en este caso el de ella, el que requiere, el que reclama, pero también el que ella da, lo que abre a otras configuraciones, a otras temporalidades.
En esta gran crisis ecosocial, uno de los conceptos que se tensan y vuelven cada vez más ambivalentes es el del futuro. Insistir en él es acercarse a lo que a estas alturas parece inevitable y que se explora bajo la idea, imagen o proyección del “fin de la vida”. El fin siempre tiene un tono apocalíptico que impide ver la multiplicidad de finales, los muchos finales que ya han sucedido —cuántos seres vivos no han desaparecido ya, cuántas formas de vida humana y no humanas—, pero lo cierto es que en la aceleración del cambio climático la extinción de vida es algo que ya está sucediendo de modo continuo y precipitado. Los escenarios son escalofriantes. Renunciar al proyecto de futuro quizá apunte a salirse del arco de la historia, de la teleología de lo humano. Pero, ¿renunciar al futuro será negarle a los que están y los que vienen un porvenir?, ¿cómo pensar en un futuro sin futuro?, ¿cómo abrir el tiempo de, para, en Rita?
Pienso en ello y escucho a Maggie Nelson:
¿Es lo que mi hijo y yo estamos haciendo parte de ese final, incluso si se siente como un comienzo para los dos? ¿Hay algún nuevo comienzo que no contenga ya las semillas de su final? “Cuando das a luz a un niño, si realmente quieres aferrarte a la vida, no debes cortar el cordón umbilical cuando nace”, escribe Trungpa. “O eres testigo de la muerte de tu hijo o el niño será testigo de tu muerte. Quizás esta sea una forma muy sombría de ver la vida, pero sigue siendo cierta”. Absolutamente insoportable, absolutamente ordinario.[2]
Nelson, en su libro On freedom: Four songs of care and constrain, donde expone, entre otras reflexiones, sus ansiedades relativas a la inminente extinción de la vida planetaria, hace una crítica a ese futurismo reproductivo que insiste en otorgar a las generaciones por venir la fuerza para perseverar en la vida. Hay algo muy humano, quizá demasiado, en ello.
Para la autora no se trata de insistir en el futuro desde la promesa que otorgamos a la infancia y a aquellos todavía por nacer, sino de un compromiso con lo existente. Quizá de lo que se trata es de que esta crisis no crezca en la indiferencia, que busquemos formas de estar y comprometernos, más allá de la promesa de futuro como continuación de un proyecto civilizatorio. Para Nelson dos estrategias clave son adaptarse y mitigar; quizá también se trate de explorar otras temporalidades que permitan una experiencia diferente de la vida. El cuidado —quizá— nos permite situarnos en una temporalidad amorfa, discontinua, que abarca al pasado, pero se dispara en el porvenir:
Todo cuidado —quizás salvo el hospicio, aunque incluso ése a su manera— tiene una táctica, aunque abierta, de relación con el futuro: alimentas a alguien para que no se desnutra; tratas una herida para que no se infecte; riegas las semillas con la esperanza de que crezcan. No es que no haya presente en el cuidado, o que el cuidado en el presente se invalide si el resultado deseado no da frutos. Es más bien que, en el cuidado, el tiempo se pliega: uno está atendiendo a los efectos de las acciones pasadas, tratando de mitigar los sufrimientos presentes y haciendo lo que puede para reducir u obviar el sufrimiento futuro, todo al mismo tiempo.[3]
Mientras veía a estos seres tentaculares y flotantes pensaba que la vida persevera en formas que van más allá de nosotras. Quizá la voluntad de vida y su tiempo no está en el rostro de mi hija, ni el de mi hija viendo a la carabela portuguesa, ni siquiera en la propia carabela sintiendo a mi hija, sino de intuir que la vida va más allá de nosotras, con formas y colores que desconocemos.
Quizá no tenga en mis posibilidades conocer el futuro, pero lidiar con el tiempo, con los diferentes tiempos y temporalidades, es algo que he aprendido en estos años de cuidarla, en los que ella me cuida también a mí.
V
No encuentro forma de figurar el futuro, en ese sentido tan moderno de una sucesión continua de eventos, en su proyección como instancia política para un habitar común. En el fracaso del futuro como programa me pregunto por el tiempo. Más que futuro, pienso en lo por venir. En la inyunción, las inyunciones, entre tiempos, entre espacios, entre seres. Entre seres que ya no existen y seres que existirán. ¿La disyunción del tiempo, sus diversas temporalidades, serían una manera de vivir más éticamente con otros seres? Es decir, más suave, más amable, más amorosamente.
Contemplando a las carabelas recordé un libro que leí hace tiempo y que de alguna manera se quedó en mi cabeza, el Vampyroteuthis infernalis de Vilém Flusser y Louis Bec. En su ensayo biológico-especulativo, el filósofo checo-brasileño Flusser y el biólogo francés Bec hacen una fábula entre dos entidades, el humano y el calamar vampiro. Este último es un cefalópodo de aguas profundas, una reliquia filogenética que, aunque presenta similitudes con otros calamares y pulpos, es el único superviviente conocido de su orden. Además de su manto peculiar, que lo asemejó a un vampiro según los humanos que lo nombraron, tiene unos órganos productores de luz. El calamar vampiro ilumina y hace distintos juegos de luces cada vez que se reproduce, tiene orgasmos multicolor. Flusser y Bec analizan ambas criaturas y las colocan en un espejo con la intención de desmontar cualquier ontología antropológica.
Para nosotros, la vida —el diluvio viscoso que envuelve la Tierra (la “biosfera”)— es una corriente que conduce a nosotros: somos su meta. Racionalizamos este sentimiento y basamos en él categorías que nos permiten esclarecer a seres vivientes, es decir, aquellos que se nos aproximan (“humanos incompletos”). Nuestros criterios biológicos son antropomórficos, se basan en una actitud hueca y anti-analítica ante la vida [...] Haríamos bien en seguir su ejemplo, es decir, para superar el antropocentrismo y para examinar las constricciones de nuestra vida desde la perspectiva del Vampyroteuthis. Por lo que resta de esta fábula, entonces, la corriente de la vida no fluirá en nuestra dirección sino en la suya.[4]
Ambas entidades en esta fábula proclaman su ser y la exploración desmonta los indicios de cualquier superioridad, biológica, sensible o política por parte del humano. El ser del Vampyroteuthis se muestra como el lugar donde se proclama una vida más amplia, más compleja. Para Flusser y Bec, la organización de ambos seres se distingue en su memoria. Los humanos, por un lado, para poder establecer la cultura han producido una memoria material, que está en el lenguaje, las artes, las construcciones. La transmisión de lo que “somos” se confía a objetos culturales. En cambio, los calamares vampiro contienen esa memoria en sí mismos, la transmiten genéticamente, no necesitan transmitir cultura para cumplir una función, simplemente replican su información genética en sus crías:
El problema central de la evolución histórica es el de la memoria. Los animales perpetúan la información transmitida en los gametos. Estos últimos son prácticos recuerdos eternos que se conservarán mientras haya en la Tierra. Sin embargo, para transmitir la información adquirida, los humanos hacen uso de memorias artificiales como libros, edificios, e imágenes.[5]
En esta fábula los calamares vampiro “miran” con asombro a los humanos: ¿por qué confían su información acumulada en objetos que necesariamente decaen y se olvidan?, pues para los calamares, el conocimiento acumulado fluye en ellos mismos por milenios.
Pese a las diferencias radicales tanto biológicas como sociales, lo que compartimos como entidades es que ambos estamos en necesidad mutua, no en un sentido de perfección de tipo platónico, sino “para reflejarnos el uno al otro”.[6]
El extraño pero maravilloso libro de Flusser y Bec mira al calamar vampiro como operación crítica para pensar al hombre más allá de la primacía de la lógica antropocentrista y el pensamiento humanista. El Dasein del Vampyroteuthis nos muestra el ser en el amor, al contrario del hombre que lo encuentra en el odio. La superación de ambos estados y realización está en lo que los autores llaman “el espíritu” y que supone en el hombre la posibilidad misma de darse a sí mismo en el amor.
Esta fábula es un espejo en que, como en el cuento de Julio Cortázar, “Axolotl”, por pensar en estos seres se termina uno trasformando: “Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardin des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl”.[7]
Quizá lo que quieren Flusser y Bec es eso, que de tanto pensar en el Vampyroteuthis nos convirtamos en éste. Quizá eso es lo que quiero, pensar en las carabelas portuguesas para ser una de ellas, o al menos parecerme, o al menos, vivir un poco como viven ellas. En un tiempo largo, sin futuro, con puro porvenir.
VI
Imagino porvenires que se arrastran en el viento. En los fantasmas. Huellas de lo que ha estado antes, de lo que ha hecho posible, aún en su destrucción y en su falta, que hoy estemos aquí. Pasados extintos que se abren al futuro, sin programa ni proyecto; porvenires que se dan en la simbiosis que destruye cualquier fantasía de ontología; ¿la microbioma que habita en mí es parte de mi ser?, ¿soy yo con ellos y ellos conmigo?, ¿somos lo mismo, o simplemente vivimos en simultaneidad? Me imagino como monstruos y descanso de mí misma, de mi angustia de saber qué vendrá y cómo.
En su libro All art is ecological, el filósofo Timothy Morton explora el ser ecológico de los humanos abriendo las temporalidades de la vida. Una temporalidad que se expande más allá del tiempo humano y que, como también Flusser y Bec sugieren, al abrirnos a otros seres nos hace ser en ellos. La apuesta está en dejar las lógicas antropocéntricas, sus parámetros, mediciones, escalas; abrir la vida a otras temporalidades y espacialidades, a otras experiencias.
Quizá es muy tarde para detener la sexta extinción, ésa que lleva siglos maquinándose con la aceleración de los procesos de producción humanos —trabajo— que han explotado la Tierra a una velocidad vertiginosa, transformando y liberando lo que ahora se acumula como calor en la atmósfera. Pero quizá, algo que sí podemos hacer todavía es asumir nuestro ser, con otros seres humanos y no humanos. Bajo las lógicas del cuidado lo que se expande es la noción misma de la vida. Un cuidado des-cuidado. Cuidado que, al menos para Morton, no necesita de un halo de heroísmo, sino que implica entender la vida que nos rodea, que nos forma, que nos rebaza y nos supera.
Quizá algunos de nosotros cuidamos en las formas equivocadas; demasiado agresivamente, demasiado melancólicamente, demasiado violentamente. Heidegger argumenta que incluso la indiferencia es una forma de cuidado. Quizá la indiferencia en sí misma apunta a una manera de cuidar a humanos y no humanos en una forma menos violenta, simplemente permitiendo su existencia, como pedazos de papel en tu mano, como un relato que puedes apreciar —o no— sin ninguna razón.[8]
Hace unos meses Rita estudió en su escuela el cambio climático. Hicieron jornadas dedicadas a la contaminación, desastres y catástrofes que la escuela catalogó como “naturales”. Rita me preguntó si nuestro auto era eléctrico, le dije que no y me dijo que debíamos cambiarlo. Que en la escuela le enseñaron que esas acciones salvarían al planeta. Los ojos se me cubrieron de lágrimas, pensé en decirle que lo que ella y yo hiciéramos no cambiará la vida en el planeta. Que quizá estemos viviendo en una época de extinción masiva. Opté por abrazarla y por quedarnos quietas un rato. Le conté de los calamares vampiros y pasamos horas leyendo libros sobre los océanos y el espacio. Le encanta oír tanto de narvales como de nebulosas cósmicas. Quizá eso es lo que tengo a la mano, mostrarle y aprender, yo misma —si es que un día eso se puede— a vivir. A vivir con, en, entre.
Pienso en el futuro y pienso en el cuidado de Rita, uno que me hace estar atenta, que me hace actuar en respeto. En una cercanía que mantiene su distancia, que acompaña, pero deja crecer. Que, en pro de la autonomía, es puro gasto. Quizá la única herramienta que tengo a la mano es la ética que aprendo con ella. Un ser y estar que no son una serie de valores, sino más bien una política, una política del tiempo y un tiempo de la política.
Es lo que tiene la incertidumbre, que del futuro no se puede saber. Lo que sí se puede es intuir que la vida persevera, que toma formas y alianzas que conforman otras temporalidades. Veo a mi hija y pienso en las carabelas portuguesas. Ahora por las noches nos contamos historias sobre ellas.
Figura 2. Carabelas portuguesas en nebulosas cósmicas, Rita García Chávez, 2022.
* Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM.
Este artículo fue escrito gracias al apoyo del Programa de Apoyos para la Superación del Personal Académico (PASPA) de la Dirección General de Asuntos del Personal Académico (DGAPA) de la Universidad Nacional Autónoma de México.
[1] Jaime Vindel, Estética fósil. Imaginarios de la energía y crisis ecosocial, Barcelona, Macba, 2020, p. 188.
[2] Maggie Nelson, On freedom. Four songs of care and constraint, Mineápolis, Graywolf Press, 2021, p. 173.
[3] Ibidem, p. 210.
[4] Vilém Flusser y Louis Bec, Vampyroteuthis Infernalis. A Treatise, Mineápolis, University of Minnesota Press, 2012, p. 12 (la traducción es mía).
[5] Ibidem, p. 61.
[6] Ibidem, p. 25.
[7] Julio Cortázar, “Axolotl”, Cuentos completos, vol. 1, Madrid, Alfaguara, 1996, p. 381.
[8] Timothy Morton, All art is ecological, Londres, Penguin Books, 2018, p. 101.