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Fotografías de Ivan Alechine intervenidas por Francisco Toledo: la dimensión cultural y estética de los pueblos negros

ENVIADO POR EL EDITOR EL Miércoles, 23/10/2024 - 19:02:00 PM

Abraham Nahón*

 

Resumen
A partir del proyecto fotográfico de Ivan Alechine desarrollado en 1971 durante su estancia en territorio de la entonces República Democrática del Congo, el autor diserta críticamente sobre la colaboración entre el fotógrafo y el artista oaxaqueño Francisco Toledo en 2012. Plantea que la creación fotográfica y la posterior ficcionalización de las imágenes, al ser intervenidas gráficamente, funde en un solo tiempo las creaciones de ambos artistas entrelazando realidades, lenguajes e imaginarios; conectando distintas dimensiones técnicas, culturales y temporales. De esta manera  la nueva obra opera como puente entre subjetividades, potencia la experiencia sensible y sus significados.

Palabras clave: acto fotográfico, fotografía documental, gráfica contemporánea, intersubjetividad, imaginarios  culturales, referencialidades.

 

Abstract
Based on Ivan Alechine's photographic project developed in 1971 during his stay in the territory of the then Democratic Republic of the Congo, the author speaks critically about the collaboration between the photographer and the Oaxacan artist Francisco Toledo in 2012. It states that the photographic creation and the subsequent ficiconalization of the images, when they are intervened graphically, merges in a single time the creations of both artists intertwining realities, languages and imaginaries; connecting different technical, cultural and temporal dimensions. In this way the new work operates as a bridge between subjectivities, enhances the sensitive experience and its meanings.

Keywords: Photographic act, documentary photography, contemporary graphics, intersubjectivity, cultural imaginaries, referentialities.

 

La historia social y cultural puede rastrearse en las fotografías, al poder investigar los contextos, intenciones, formas de circulación y preservación de esos documentos visuales. Como bien escribió el investigador John Mraz: “la relación de la fotografía —como imagen técnica y como índice— con la realidad es, pese a todas sus limitaciones, distinta a la de otros medios visuales”.[1] Si bien las expresiones fotográficas emergen de una temporalidad histórica y una técnica determinada, la importancia política de la fotografía, tal como indicó Gisèle Freund, también radica en que logró formar parte de la vida cotidiana (documentando múltiples realidades), impulsando la democratización.[2] Este uso social de la fotografía[3] —y su inevitable masificación— implicó su dominio técnico por una sociedad receptiva a aquellas tecnologías visuales de mediación que han representado una racionalidad, un conocimiento y una sensibilidad fraguadas en una época determinada.

 

Para algunos autores, explicar de manera general el desarrollo industrial como determinante para el desarrollo de la fotografía no comprende con exactitud la producción de imágenes “como un fenómeno parcialmente autónomo”.[4] Esas diversas fases con sus transformaciones —como la fragmentación, la aceleración, la masividad, la fugacidad— frente a la imagen analógica, para Solin, implican no sólo —siguiendo a Kracauer— algunos acontecimientos que pasan inadvertidos, siendo difíciles de fechar de manera específica, sino que tal como sostuvo Stephen Bann, la novedad técnica de la fotografía también se insertó “en una toma de conciencia del fluir del tiempo como hecho social y en un esfuerzo general para salvar un pasado en riesgo de desaparición”.[5] Los medios sociales y la dimensión cultural, con sus singularidades, también influyeron en la recepción y transformación de la concepción de la imagen analógica.

 

Siegfried Kracauer sugería que cada imagen tiene varias vidas, y que la manera en que unos u otros la comprenden depende en última instancia del momento en que le prestan atención. Para él, una fotografía no era un objeto bien definido sino una suerte de desafío, una invitación a reflexionar atravesada por todos los detalles a los que remitía, de manera que al mirarla se encontraban las huellas de lo que se conocía desde otro punto de vista. La imagen no era otra cosa que el lugar de encuentro de un haz de ideas familiares, y las referencias, los indicios que convocaba no dejaban de modificarse con el tiempo.[6]

 

Esta reflexión se refiere a lo que contiene la fotografía, pero también desafía su uso e interpretación lineal —única— al paso de los años. Abre la posibilidad a pensar las imágenes, no sólo a través de sus distintas formas de producción sino de la lectura e interpretación que se le ha dado en diversas épocas, resaltando su sentido ambiguo, polisémico; por ello, su potencialidad de desplegar diversos significados. Además, la fotografía ha podido consolidar imágenes heterogéneas, que revelan la potencialidad política de su construcción —cuestionando la visión lineal— y su montaje. Sobre todo al referirnos a fotografías construidas/intervenidas, donde el montaje o la construcción de una visión a contrapelo,[7] nos muestra que una imagen no sólo puede describir una realidad o acontecimiento en un presente, sino que en ella se incuban historias, culturas y una memoria viva para ser interpretada —o intervenida— desde una temporalidad distinta que la fecunda. Por ello, “resulta sorprendente que Walter Benjamin haya exigido del artista exactamente lo que él exigía de sí mismo como historiador: el arte es esbozar la realidad hacia atrás”, a contrapelo.[8]

 

Entonces, el montaje —como construcción creativa, a través de la aplicación técnica— nos ofrece la posibilidad de generar una imagen del tiempo, mediante una recomposición de las fuerzas y de los elementos del relato, rompiendo con un orden temporal-espacial. Ofrece “la posibilidad de desmontar la historia, liberándonos de su repetibilidad —así como al arte de su homogeneidad— y del dominio aparente del presente dado, al desenterrar historias que desde el pasado pueden hacer fulgurar el umbral del aquí-y-ahora de las imágenes que construimos, para narrar nuestras historias presentes”.[9]

 

Pensar en la fotografía es también reflexionar sobre los modos de ver[10] que técnica e históricamente produjeron determinadas imágenes de una sociedad, así como de otras culturas y comunidades. Por ejemplo, el afán expedicionario de la época colonial, vinculado al positivismo cientificista, vio en la fotografía el instrumento ideal para representar su expansión de horizontes y de conocimiento a través de un registro “neutral” y “objetivo”. La creación y desarrollo de una industria fotográfica, impulsada por los avances tecno-científicos, aparentemente multiplicó y facilitó las posibilidades de representar distintas culturas. Sumándose a esta condición, la expansión de la industria fotográfica y el incremento en la demanda de imágenes —en tarjetas postales— de sitios y personajes “exóticos” o pertenecientes a diversas partes del mundo ocasionó que se enviara a fotógrafos a documentar comunidades humanas lejanas.

 

La ampliación de ese mercado visual, ávido por identificar otros modos culturales de vida, intensificó las representaciones visuales que, en su mayoría, construyeron fantasías, estereotipos o imágenes idealizadas para complacer a un público europeo. Finalmente, los expedicionistas, viajeros y fotógrafos del siglo XIX, para realizar su labor a través de ásperas orografías, cargaban no sólo con enormes cámaras fotográficas sino también con sus prejuicios, subjetividades y una percepción sensorial perteneciente a una época y a una sociedad de la que provenían.

 

La “veracidad” y “objetividad” con que supuestamente el aparato fotográfico registraba diversas colectividades humanas, fue utilizado por la ciencia, la arqueología, la etnografía y la antropología para aproximarse, desde el siglo XIX, a pueblos y culturas no occidentales. Los modos de ver se entrecruzaban con las formas de la colonialidad del saber y del conocer que su época también les filtraba. Así, se le daba una utilización “científica” a la fotografía, reforzando una visión colonial y racializada que reprodujo la mirada de Occidente sobre las otras culturas, generando la fotografía antropométrica, de “tipos raciales” para facilitar su estudio —y “aproximarse”, desde la lejanía—.

 

Al combinar la fotografía con la antropometría pudieron obtenerse medidas estandarizadas sobre el cuerpo humano, lo que permitió la comparación y, al mismo tiempo, reunir de forma económica una gran cantidad de información [...] Las recreaciones del entorno en el que vivían y las formas de vida de las poblaciones tomadas como inferiores fueron algo bastante habitual tanto en exposiciones universales, etnográficas o coloniales como en otros espacios. Este tipo de exposiciones que estaban a caballo entre el espectáculo y la divulgación, sirvieron para que la comunidad científica pudiese estudiar y documentar las tribus más lejanas sin tener que hacer grandes desplazamientos.[11]

 

Las formas históricas en que se han mirado y representado las diversas culturas nos hablan no sólo de las comunidades aparentemente representadas, sino de la idealización, dominio e intereses de aquellos que las representaron desde los inicios de la fotografía. De igual manera, hay que reconocer que la fotografía también ha mostrado una crítica a la sociedad, influyendo en su comprensión, lectura y visibilización. Diversos proyectos fotográficos a lo largo del siglo XX fueron abriendo interpretaciones al sumergirse en otros modos de vida y, desde las visualidades, registraron parte de la complejidad o diversidad largamente subexpuestas. Entre la sobreexposición/subexposición de los pueblos,[12] hay una diversidad de matices en torno a su representación, la cual hoy en día debe considerarse críticamente para que reaparezcan los sujetos e historias enterradas, reafirmando la heterogeneidad.

 

Para analizar esta perspectiva, uno de los proyectos que puede revelar esta condición, por el cruce de la dimensión cultural con las técnicas y temporalidades que conlleva, es el realizado en 1971 —hace más de 50 años—, por Ivan Alechine, en la República Democrática del Congo.[13] La imbricación de técnicas, al ser intervenidas las fotografías por la gráfica contemporánea, alude a la confluencia de significaciones históricas, temporales y culturales, potenciando nuevas relaciones conceptuales en las imágenes. Precisamente, esas encrucijadas de la técnica (fotográfica) con la dimensión cultural y estética sobre los pueblos negros implica también reflexionar en los montajes o intervenciones que pueden politizar el sentido de las imágenes al incluir sujetos, paisajes e imaginarios invisibilizados por una hegemonía visual. El sentido ritual o tradicional de las escarificaciones, centradas en el cuerpo, es actualizado por la técnica de la gráfica, activando en otra “epidermis” su sentido y significación. La construcción de historicidad, implica también la genealogía de una creación que desde los autores —Ivan Alechine y Francisco Toledo—, ha conformado y construido sus singulares modos de ver. Desde una mirada contemporánea podemos señalar que con esta propuesta se logra, además de imbricar disciplinas, referencialidades y temporalidades, ficcionalizar las imágenes para potenciar la experiencia sensible. Como bien decía Kracauer, a lo largo del tiempo —en este caso, después de varias décadas—, las fotografías asumen múltiples vidas, interpretaciones y, en su intervención, significados.

 

Así sucede con estas imágenes de Ivan Alechine que fueron tomadas en 1971, durante la estancia —que duró casi tres meses— dirigida por el jazzista y etnomusicólogo Benoît Quersin, en las tierras de los ekondas y los pigmeos “batwas” en Mongo, en la República Democrática del Congo. Las imágenes a color y en blanco y negro narran las festividades correspondientes a la salida de la Walekele, de la representación el Bobongo y en las danzas de las mujeres Butela.[14]

 

  
Fotografía 1. En el país Mongo, 1971. Ivan Alechine.

 

Con estas imágenes de Alechine se evade la idea del paraíso perdido o el sentimiento melancólico e idealizado para quienes la mirada “objetiva” y “neutra” tomaba a los sujetos en escenas exóticas, apacibles o lastimeras, que visibilizaban la supuesta “pasividad” o “intemporalidad” de pueblos mostrados de manera racializada, como ajenos a una historia viva y una cultura propia. O de quienes solamente han registrado y difundido a los congoleños en escenas de violencia, victimización o conflicto. Esta expedición etnográfica, cuya finalidad inicial era recabar un registro visual y musical de aquellas culturas africanas, permitió a Alechine la creación de imágenes documentales, privilegiando posturas o escenas que revelan las rupturas que implica la festividad o la transfiguración de sus participantes a través de sus rituales y danzas. Para Gadamer, la fiesta es discontinuidad, rompe el tiempo de la cotidianeidad gestándose en un tiempo propio, a través de una experiencia vital, por ello, “la fiesta es la presentación de la comunidad misma en su forma más completa”.[15]

 

La movilidad y vitalidad que Alechine impregna en las fotografías rompe con los estereotipos de la indiferencia y la apatía de los actores en su propia representación. En sus imágenes, expresivas, es evidente la complicidad lograda con el fotógrafo, al detonarse actitudes o miradas que se inscriben en una realidad donde interactúan la subjetividad e intencionalidad del fotógrafo con las de sus retratados; tal interacción puede verse en la fotografía 1 y, especialmente, en la fotografía 2, donde un danzante que se encuentra en un segundo plano, pierde la concentración y mira fijamente al fotógrafo como si se encontrara fuera de la escena fotografiada. Incluso, en la fotografía 3, que no se incluye en la serie de escarificaciones, se puede notar esa curiosidad y extrañeza que los retratados muestran por quien los fotografía, conviniendo visualmente lo que Alechine me señala en una de las charlas: “Yo tenía 18 y no 50 años, así que caminaba, bailaba, me movía, como un venadito. Para ellos era la primera vez que veían un joven blanco, siempre iban antropólogos más grandes. Yo era parte de la danza de alguna manera, me acercaba sin prohibición, me acercaba sin ninguna barrera. Para ellos yo era el espectáculo también.”

 

  
Fotografía 2. Zaire, 1971. Ivan Alechine.

 

  
Fotografía 3. Zaire, 1971. Ivan Alechine.

 

Más allá de una visión de registro adjudicada a ciertas fotografías tradicionales, se considera, desde una visión contemporánea, que hay imágenes en donde “el encuentro es intersubjetivo: ante el hecho de ser retratada, la persona fotografiada puede responder con una reacción subjetiva que quedará inscrita semánticamente en la imagen”.[16] Bajo esa misma línea argumentativa de la resonancia del acto fotográfico, dice Barthes: “Cuando me siento observado por el objetivo, todo cambia: me constituyo en el acto de posar, me fabrico instantáneamente otro cuerpo, me transformo por adelantado en imagen. Dicha transformación es activa: siento que la Fotografía crea mi cuerpo o lo mortifica, según su capricho”.[17]

 

Así, hay una construcción de la fotografía que modifica o altera el comportamiento asumido por los sujetos. No sólo se inscribe según el estilo y la subjetividad del autor, sino que también puede provocar diversas reacciones en las personas retratadas que los sitúa también como actores de su propia imagen. Quizá la fuerza principal de las imágenes que dan pie a estas dos citas reflexivas donde se resalta la interconexión subjetiva entre el fotógrafo y el retratado también se deba a la familiaridad lograda por el autor después de radicar en la comunidad y, con su intuición estética, elegir imágenes precisas a partir de actos dancísticos y rituales. Lo cual en cierto modo implica la construcción de escenas que facilitan esta complicidad en la representación. Algunas son fotografías de algún modo concertadas, que reconocen la participación activa de los sujetos y la interacción motivada en el acto fotográfico, el cual puede ser el puente entre distintas subjetividades: hay miradas/latidos delante y detrás de la cámara.

 

El fotógrafo Ivan Alechine, quien nació en una familia de artistas, desde temprana edad quedó fascinado por la fotografía al aprender con una tía el proceso de revelado en el cuarto oscuro que tenían en su casa. Su padre, Pierre Alechinsky, reconocido pintor y grabador,[18] también ha realizado fotografía; en México trabajó una serie en blanco y negro, aún inédita (véanse fotografías 4 y 5), resguardando además una película sobre caligrafía japonesa que filmó cuando viajó en 1955 a Japón.[19] Diversas imágenes artísticas poblaron el imaginario de Alechine desde temprana edad, dentro de un universo en el que destacan las fotografías y el arte de México, lo cual influyó en su pasión por el oficio y, sobre todo, en su decisión por vivir largas temporadas en nuestro país, recorriendo pueblos y ciudades.

 


Fotografía 4. México, 1966. Pierre Alechinsky.

 


Fotografía 5. México, 1966. Pierre Alechinsky.

 

Sin duda, el privilegio de haber crecido bajo un ethos cultural pleno de gestos artísticos y poéticos influyó de manera determinante en la formación visual y estética de Alechine, así como en sus inquietudes creativas. Ante la pregunta directa que le hago sobre la posible influencia de las imágenes que tomó su padre en su visión y decisión de ser fotógrafo, me contesta: “Hay un ojo común con mi padre, no una influencia directa”.

 

Las fotos que Alechinsky haría en México coincidirían con el año (1966) en que Alechine tomó por primera vez una cámara fotográfica para explorar y registrar Belleville —su barrio de la infancia en París—, de 1966 a 1973, en película de blanco y negro de formato 24 × 36. En ese barrio vivió su familia de 1955 a 1964. Y es allí, donde captura sus primeras fotografías sobre la arquitectura, las fachadas de comercios y tiendas familiares, los carteles sobrepuestos en sus marquesinas y, en general, de su vida cotidiana en ese ambiente provincial. Del mismo modo, influenciado por el film Terrain vague (1960), de Marcel Carné, fotografía una zona de terrenos baldíos en donde las ruinas y el abandono le otorgan una escenografía de desesperanza a la ciudad parisina. Roturas y asombros en los escenarios de una modernidad quebrada, que mucho tiempo después también abordaría en ciudades de México, publicando algunas de sus fotos en su libro Poca luz, en 2010.[20] También haría extensos trabajos fotográficos en comunidades de Oaxaca y México.[21] La fuerza de sus imágenes nos deja ver un trabajo fotográfico que expresaba ya una formación visual autodidacta muy bien lograda (fotografías 6 y 7).

 

Tomó la decisión de integrarse a la expedición que se estaba preparando para ir a África motivado por la necesidad de modificar su visión de la vida y superar los pensamientos pesimistas y de muerte que lo acosaban en esos días de melancólica juventud. Me señala que, impregnado del romanticismo francés y, sobre todo, contagiado por Artaud, Breton y Rimbaud, nació ese potente deseo del viaje exploratorio; aunque también conocía algunos libros sobre el continente, como la obra El África fantasmal de Michel Leiris. Todo ello se reveló en la crónica zigzagueante, la espontaneidad y la fuerza creativa que buscó de algún modo forjar en su fotografía y poesía.

 


Fotografía 6. Terrain vague de La Montagne, 1969. Ivan Alechine.

 

  
Fotografía 7. Hôtel de l´Avenir, rue du Transvaal, 1973. Ivan Alechine.

 

Alechine me revela esta sentencia: “Desafortunadamente, la mayoría de las personas que vienen en estas fotos ya deben estar muertos”. Esta declaración de inmediato nos remite al debate de la referencialidad en la fotografía, evocando siempre un pasado y una presencia efímera que sólo en la fotografía emerge, y nos sitúa en la “emanación del referente” que se condensa en el texto de La cámara lúcida, en el “esto fue” de Barthes.

 

Yo llamo referente fotográfico no a la cosa facultativamente real a lo que remite una imagen o un signo sino a la cosa necesariamente real que fue colocada ante el objetivo, y a falta de la cual no habría fotografía. La pintura, por su parte, puede fingir la realidad sin haberla visto [...] Por el contrario, en la fotografía, jamás puedo negar que la cosa estuvo ahí, hay una doble posición conjunta: de realidad y de pasado.[22]

 

Es decir, más allá de la similitud y veracidad asignadas a la fotografía documental, esta visión nos permite replantearnos la pregnancia de lo real en la fotografía, tal como señala en su análisis Philippe Dubois, y “volver a la cuestión del realismo referencial sin la obsesión de ser atrapado por el analogismo mimético”.[23] Las imágenes de Alechine nos llevan definitivamente a esta enunciación, al quedar la huella luminosa del andar y del danzar de los personajes en su comunidad inscritos en las fotografías, lo que nos permite certificar el sentido de la imagen plena de posibles historias, sin poder asumir de manera totalizante que también abarcamos esa realidad que “ya fue”, que sin duda existió hace más de 50 años.[24] Para Dubois, el riesgo que se corre con esta perspectiva referencial es absolutizar en algunos momentos, tal como Barthes lo hizo, el principio de transferencia de realidad. Para rebasar esa dificultad, Dubois enriquece y amplía esta visión al acentuar el antes y el después —que entrecruza la técnica y la dimensión cultural— de la huella luminosa en que se da “la inscripción natural del mundo sobre la superficie sensible”, hay un antes y un después:

 

Con gestos totalmente culturales, codificados, que dependen por completo de opciones y decisiones humanas (antes: elección del tema, del tipo de cámara, de la película, del tiempo de exposición, el ángulo de visión, etc., todo cuanto prepara y culmina en la decisión última del disparo; después: todas las elecciones se repiten durante el revelado y el copiado, luego la foto entra en los circuitos de difusión, siempre codificados y culturales: prensa, arte, moda...).[25]

 

En esa serie fotográfica de Alechine hay una anécdota curiosa que nos remite a la técnica y sus posibilidades para este “antes”. Las fotografías se tomaron con una cámara Leica que pertenecía a su familia, pero las fotos de color se hicieron con una película de baja intensidad, tipo 400 ASA. “Llevaba esas películas por la intensidad del color que imaginaba que existía, pues todos pensaban que en África habría mucho sol, por eso no era necesaria tanta sensibilidad. Al llegar, fue sorprendente conocer que la región formaba parte del África ecuatorial, en un bosque húmedo, espeso y cerrado donde habría que forzar la película porque no había tanta luz”, me señala Alechine. Este hecho contingente influyó, sin duda, en la construcción de las imágenes. En la década de 1970, el prestigio de la fotografía en blanco y negro para realizar trabajos documentales era dominante. Por ello Alechine decidió llevar consigo 25 películas en blanco y negro, de 400 ASA, en las que registró las danzas y el movimiento. Sólo en situaciones especiales pudo utilizar o forzar las películas a color, una vez concluidas las tomas en blanco y negro. El “después”, más bien, devino al proponer intervenir estas imágenes décadas más adelante.

 

La relación amistosa entre el artista Francisco Toledo (1940-2019) e Ivan Alechine también influyó en la decisión de participar en la construcción de una obra conjunta. La estancia intermitente de Alechine en Oaxaca, desde el año 2010, fortaleció la relación y los proyectos comunes. El espíritu creativo y abierto que Toledo mostró en su propio proceso artístico al integrar en sus representaciones estéticas un juego de ambivalencia, paradoja o transfiguración, es lo que nos lleva a imaginar la inquietud y el reto que le provocó la intervención gráfica de estas fotografías documentales que le abrían múltiples posibilidades para su intervención. Además, él realizó una serie de autorretratos fotográficos y ha sido un apasionado del universo de la fotografía, así como editor y coleccionista.[26]

 

Fue determinante, sin duda, la lectura que Toledo le asignó a la obra (visual y poética) de Alechine. La dimensión cultural implícita en ella, así como las escenas que representó y seleccionó fueron esenciales. Seguramente un elemento inquietante para llevar a cabo su intervención fue la indicialidad de las fotos y su referente en una cultura africana específica, al estar inscritas en una temporalidad determinada, al representar una cultura no occidental y revelar una temática que a este artista le interesó por mucho tiempo.

 

Las resonancias de las culturas africanas son relevantes en la obra de Francisco Toledo. Su interés no sólo radicó en conocer sus elementos estéticos e identitarios, sino la historia de esclavitud y explotación que han experimentado; así como su travesía e inserción cultural en América, surgiendo múltiples pueblos afrodescendientes/afromexicanos. El artista también reflexionó sobre el racismo que dificulta la comprensión de las culturas originarias y los procesos de mestizaje que en torno a ellas se han desarrollado, gestando una gran diversidad y despliegue creativo. En el libro que reúne gráfica, fotografía y ensayos: AFRO. África-Cuba-México (Ediciones Marabú-CFMAB, 2011),[27] es donde por primera vez se publican algunas fotografías a color de Ivan Alechine sobre su expedición a África; imágenes que habían permanecido inéditas por cuatro décadas. Para concretar esta edición, nos reunimos en diversas ocasiones con Toledo, quien aceptó coeditar la publicación al conocer las características del proyecto que elaboramos y coordinamos, además de aportar colaboraciones gráficas ex professo para la publicación.

 

El mestizaje sociocultural y artístico provocado por la imbricación de técnicas/subjetividades se concreta en esta obra que valora la indicialidad de la fotografía, la cual no es borrada sino potenciada con la intervención gráfica de Toledo al practicar sus escarificaciones en el 2012. Son imágenes que integran características de ambos medios en donde no se impone ninguna técnica, como sucede en algunas de las fotografías que los artistas intervienen. En ellas se revela la posibilidad de rebasar la disyuntiva foto versus pintura que había privado en el medio y que las vanguardias artísticas demolieron con la construcción de algunas obras transgenéricas.

 

Una de las herencias más importantes de las vanguardias fue precisamente la evolución del concepto de Arte hacia una identificación de éste con lo transgenérico y con la acción del artista. Los artistas de las vanguardias probaron su creatividad en distintos géneros artísticos y produjeron obra mezclándolos. Surgen así “obras de Arte” con lenguajes híbridos —fotografía y pintura, fotografía y tipografía, etc.— [...][28]

 

Bajo tal visión argumentativa, podemos reflexionar que la falta de un medio dominante o amenaza de un género hacia el otro se vio superado por algunas vanguardias artísticas que abrieron las posibilidades para entrecruzar, no sólo técnicas sino lenguajes, otorgándole el peso mayor a la significación y a la ficcionalización; sin embargo, hay que considerar que estos juegos y ejercicios transgenéricos tampoco son una carta abierta para que todo intento de mezcolanza se sintetice venturosamente.

 

La concreción de una obra también puede evidenciar que fue un ejercicio forzado o que formó solamente un lenguaje balbuceante. Aunque ya no prive el dominio de una técnica sobre la otra, sí puede ejercerse un aplastamiento categórico de un lenguaje que anula al otro. El proceso de mestizaje/imbricación implica una interacción, una concertación, un diálogo —por mínimo que sea—, un puente que vincule los dos códigos o lenguajes aunque aparentemente sean opuestos. La posibilidad del mestizaje/imbricación de la obra implica, de algún modo, resolver las contradicciones técnicas originales en una imagen potente que derive en una invención, intervención o ficcionalización. Ese aspecto creativo basado en la técnica, en la imaginación y en la significación cultural (y política), le otorga a la obra su singularidad y unicidad.

 

En el despliegue de Alechine y Toledo existe un trazo de originalidad que desde la fotografía es continuada y expandida por la gráfica. Se da la combinación de lenguajes, no como un espacio discontinuo, sino donde logra potenciarse la significación. Lo curioso es que las imágenes aparentemente no pertenecen al mismo sistema de referencia en lo espacial y temporal; sin embargo, Toledo comprende en sus diferentes estratos y referencialidades el lenguaje de la fotografía —como objeto cultural densamente codificado— y su intención estética, aunada a su destreza en el grabado, lo llevan a generar una imagen de ficción que opera como un nuevo imaginario que arremolina los dos afluentes codificados.

 

En este caso, la aportación de Toledo no resalta las diferencias y contradicciones de técnicas y lenguajes, como puede pasar en otras propuestas. Al contrario, las referencialidades y el trabajo del artista en torno al tema lo conducen a resolver el dilema de una manera más ingeniosa: usó una punta metálica para grabar el cobre o el zinc —herramienta utilizada para el grabado a punta seca— y poco a poco escarificó las fotografías reproducidas y seleccionadas con el autor; inventó seres, animales u objetos que transfiguraron la imagen; hizo emerger espíritus simbolizados en las danzas para confrontar nuestra racionalidad, aunque difiera de la cosmovisión animada en esas danzas africanas con el imaginario (sobre los pueblos negros) propuesto por el artista, ya que su intención estética no fue demostrar una correspondencia —basada en conocimientos antropológicos— sino ficcionalizar el acto ritual escénico (fotografías 2 y 8).[29]

 

  
Fotografía 8. De la serie Escarificaciones, 2012. Ivan Alechine y Francisco Toledo.

 

Intentó representar esas huellas imaginarias que vinculan el universo de lo animal y lo humano, para lo cual intervino una misma fotografía logrando resultados distintos que evidenciaron las múltiples posibilidades implícitas en la intervención —y montaje— de una toma. En una imagen, el ser (en su danza) puede ser controlado por un animal que lo subyuga y asume sus cadenciosos pasos (fotografía 10); en la otra imagen, la decisión es dejarse seducir y conducir por la animalidad que impregna los pasos dancísticos (fotografía 11). En ambas imágenes, la representación de las danzas evoca y hace emerger, de algún modo, esa animalidad reprimida por el malestar de la cultura.

 

  
Fotografía 9. Zaire, 1971. Ivan Alechine.

 

  
Fotografía 10. De la serie Escarificaciones, 2012. Ivan Alechine y Francisco Toledo.

 

  
Fotografía 11. De la serie Escarificaciones, 2012. Ivan Alechine y Francisco Toledo.

 


Fotografía 12. De la serie Escarificaciones, 2012. Ivan Alechine y Francisco Toledo.

 

En un sentido similar, los flujos y energías surgidos en las danzas rituales en una imagen tomaron la forma de un follaje visible que el artista realza al esparcir polvos de color que avivan nuestro asombro. Y sin perder el humor y la ironía que Toledo ha inscrito en diversas obras, al integrar elementos contemporáneos transfigura seres y trastoca sentidos (fotografía 12).

 

La decisión de intervenir las fotografías, funde en un solo tiempo la creación que conecta distintas dimensiones técnicas, culturales y temporales. El juego de la resignificación es avivado por la intervención gráfica y la escarificación simbólica (de identidad tribal), al convertir la fotografía en una ficcionalización que potencia la imagen. Los rasgos toledianos no imponen una técnica sobre otra, hay más bien la intención de dejar fluir lo que emana del sentido de la imagen, de su estética —al actualizar su imaginario sobre los pueblos negros—, considerando a la par la poética de Alechine en torno a esa experiencia. La intencionalidad y subjetividad impregnadas en la imagen, a pesar de estar construida en una temporalidad distinta, sirven para encauzar el sentido gráfico que Toledo logra evocar al crear seres e imaginarios que vinculan distintas culturas y (cosmo)visiones.

 

La conexión de su lenguaje con las subjetividades y referencialidades inscritas en estas fotografías de los pueblos negros es portentosa. La piel de las imágenes es escarificada, siguiendo la técnica ancestral de escarificación que los africanos imprimen hace miles de años sobre su piel en un ritual de iniciación o identitario. Con ese acto, no sólo se conectan los lenguajes estéticos, sino se densifican los culturales.

 

Toledo fecunda el cuerpo de la imagen al asignarle un sentido distinto. Y de ella brotan nuevos seres y formas que enriquecen su sentido original. Con este acto, se advierte lo inconclusa que puede ser toda imagen, y en una de sus bifurcaciones Toledo hace punzante el sentido de su plasticidad. La nueva obra tiene como eje gravitacional el cuerpo humano y su contigua animalidad. Los relieves y honduras de la ficción no les quitan densidad a los estratos y “huellas luminosas” que constituyen la imagen; por el contrario, reivindica la idea de que toda ficción, para lograr su fuerza, debe ser creíble. Los gestos artísticos que Toledo marca en la obra fotográfica nos remiten a las escarificaciones que se practican en los cuerpos, pero también a las huellas de los animales reales o imaginarios. Y creemos en sus imágenes como creemos en la fuerza de los mitos y sueños de los cuerpos retocados e intervenidos cuando ejecutan sus danzas. Es precisamente en el cuerpo donde se concentra la fuerza creadora y transformadora de esta obra. Las escarificaciones de Toledo emulsionan en el cuerpo colores, formas y cosmovisiones al intensificar, dramatizar y actualizar, lo que sucede dentro de la imagen (fotografías 8, 13 y 14).

 

  
Fotografía 13. Zaire, 1971. Ivan Alechine.

 


Fotografía 14, De la serie Escarificaciones, 2012. Ivan Alechine y Francisco Toledo.

 

Pero estas imágenes, resultado de un mestizaje, imbricación y entrelazamiento de realidades e imaginarios culturales, son también deudoras de sus predecesoras; la formación, la subjetividad política e intuición estética de cada autor también intervinieron en su concreción. La construcción de una visión —o de una historicidad— está intervenida por un pasado latente, que puede potenciarse al alterar, desde una nueva sensibilidad y creatividad, nuestra visión presente.

 

Al final, me confiesa Alechine:

 

Cuando realicé estas imágenes yo era alumno de Marcel Marceau y me gustaba el teatro como una forma de psicoanalizarme. Por eso siempre me ha gustado Artaud, que habla del cuerpo como un lenguaje. El cuerpo grita y hasta puede ser una cárcel. El cuerpo era para mí el único lugar que nos permite escaparnos de nosotros mismos, la mente no basta. En ese entonces, había que escuchar al cuerpo. En África aprendo que el cuerpo no es una cárcel, sino que te puedes liberar desde el propio cuerpo.[30]

 

La poesía de Artaud, los ballets rusos y la poética de Marceau, persuadieron a Alechine para poder vincular esas potencialidades del cuerpo, desde su ancestralidad ya manifiestas y palpitantes en un presente en las culturas negras. El cuerpo fue en realidad su referente, su fuerza de gravedad, su gran enigma. Todo también gira en torno al cuerpo. Arte y vida se funden en los rituales del cuerpo que en África vive, explora y documenta. La sintaxis de la creación y técnica de la fotografía se enriqueció con el lenguaje punzado y coloreado signado sobre los cuerpos. El cuerpo como el territorio del trance y de la escritura, de la ficcionalización de cosmovisiones e imaginarios. El cuerpo como la vinculación de técnicas tradicionales y modernas —escarificaciones, fotografía y gráfica—, de música polifónica y escritura, de poesía y teatralidad. Como bien sentencia Alechine —en una poética emergida de ese mismo viaje —, “Bajo el árbol cola la danzante roja. / El brujo del poblado le hace una limpia. / La limpia puede tardar un año. / La mujer, cuando está enferma, se pinta de rojo, como el hombre, y baila para exorcizar el mal absorbiendo plantas...”, “los batwas poseen el soplo del fuego”.[31] Un fuego que la documentación y la ficción siguen atizando para entregarnos estas imágenes logradas por Alechine y Toledo, en donde la verdad y la belleza refulgen en un presente avivado por los destellos de su pasado.

 

* Instituto de Investigaciones en Humanidades de la Universidad Autónoma Benito Juárez de Oaxaca (IIH-UABJO).
[1] John Mraz, Historiar fotografías, Oaxaca, IIH-UABJO (Edén Subvertido), 2018, p. 26.
[2] Gisèle Freund, La fotografía como documento social, Barcelona, Gustavo Gili, 2008, p. 8.
[3] Pierre Bourdieu et al., Un arte medio. Ensayo sobre usos sociales de la fotografía, Barcelona, Paidós, 1985.
[4] Pierre Sorlin, El siglo de la imagen analógica, Buenos Aires, La Marca Editora, 2004, p. 178.
[5]Ibidem, pp. 171-172.
[6]Ibidem, p. 173.
[7] Walter Benjamin, Obras, Libro I / vol. 2, Madrid, Abada, 2008. p. 309.
[8] Georges Didi-Huberman, Arde la imagen, México, Ve-Fundación Televisa, 2012, p. 25.
[9] Abraham Nahón, Imágenes en Oaxaca. Arte, política y memoria, Guadalajara, Universidad de Guadalajara / CIESAS-Cátedra Jorge Alonso, 2017, p. 76.
[10] John Berger, Modos de ver, Barcelona, Gustavo Gili, 2010.
[11] Juan Naranjo, Fotografía, antropología y colonialismo (1845-2006), Barcelona, Gustavo Gili, 2006, pp. 15-16.
[12] Georges Didi-Huberman, Pueblos expuestos, pueblos figurantes, Buenos Aires, Manantial, 2014.
[13] Que, en ese año de 1971, a partir del 27 de octubre, sería nombrada República de Zaire (de 1971 a 1997) por el entonces presidente y dictador Mobutu Sese Seko.
[14] Las ediciones musicales Ocora/Harmonia Mundi editaron Las Polifonías Mongo, en 1993.
[15] Hans-Georg Gadamer, La actualidad de lo bello, Buenos Aires, Paidós, 2003.
[16] Laura, González Flores, “La fotografía como memoria: reflexiones en/desde el siglo XXI”, Textos de Historia, vol. 16, núm. 1, 2008, p. 19.
[17] Roland Barthes, La cámara lúcida, Barcelona, Paidós(colección Comunicación), 1989, pp. 40-41.
[18] Formó parte del movimiento artístico y grupo CoBrA, surgido en París en 1948 y cuyo acrónimo se formó por las ciudades de origen de los fundadores: Copenhague, Bruselas, Ámsterdam.
[19] La información vertida sobre su vida, su oficio y este proyecto fotográfico fue proporcionada por Ivan Alechine en algunas entrevistas que le realicé en Oaxaca en julio de 2013, agosto de 2014 y mayo de 2015. Además de múltiples conversaciones informales que hemos tenido a lo largo de 10 años. De igual manera, agradezco a Alechine la confianza y el proporcionarme sus imágenes sobre la serie Escarificaciones, así como algunas fotos inéditas y de la etapa de Pierre Alechinsky en México.
[20] Ver: Ivan Alechine, Poca luz, Toluca, RM, 2010.
[21] En la revista Cuadernos del Sur (CIESAS / INAH / UABJO), donde fui editor por 5 años, a partir del 2010 publiqué una sección sobre las narrativas visuales en Oaxaca, incluyendo en interiores la obra de fotógrafo(a)s invitado(a)s. El núm. 33, de julio-diciembre de 2012, integró fotografías de Ivan Alechine sobre comunidades de Oaxaca.
[22] Barthes, op. cit., p. 119.
[23] Phillipe Dubois, El acto fotográfico y otros ensayos, Buenos Aires, La Marca, 1983, p. 44.
[24] El carácter indicial, aunque no problematizado en una teorización sobre la fotografía, también se filtró en algunas reflexiones de Lévi-Strauss, quien señaló: “Mis imágenes no son una parte, conservada físicamente y como por milagro, de experiencias en las que todos los sentidos, los músculos, el cerebro se hallan implicados: no son más que indicios. Huellas de seres, de paisajes y de acontecimientos que sé que viví y conocí; pero después de tanto tiempo, no siempre recuerdo dónde ni cuándo”. Naranjo, op. cit., p. 190. [25] Dubois, op. cit., p. 50.
[26] Un capítulo sobre la historia de la fotografía en Oaxaca y un análisis detallado sobre los aportes y proyectos de Francisco Toledo se incluyen en mi libro: Imágenes en Oaxaca. Arte, política y memoria, publicado en 2017 y reeditado en 2022.
[27] Libro desarrollado entre 2010 y 2011, a partir de diversos viajes que hicimos a las comunidades afromexicanas de la Costa Chica de Oaxaca y Guerrero, así como de un extenso recorrido a través de la isla (La Habana, Central México, Matanzas, Camagüey, Holguín, Santiago, Guantánamo). Ver: Abraham Nahón y Rubén Leyva (coords.), AFRO. África-Cuba-México, Oaxaca, Marabú, 2011.
[28] Laura González Flores, Fotografía y pintura: ¿dos medios diferentes?, Barcelona, Gustavo Gili, 2005, pp. 201-202.
[29] Con esta serie de fotografías de Alechine (intervenidas por Toledo), se publicaría Escarificaciones (FCE-Aldus, 2012), junto a su texto poético “Tapices y caries”, que ya se había editado en Francia en 2006, acompañado con ilustraciones de Pierre Alechinsky.
[30] Entrevistas realizadas a Ivan Alechine por el autor de este ensayo, en julio de 2011 y 2013.
[31] Véase Ivan Alechine, Tapis et caries, Montpellier, Fata Morgana, 2006. En versión bilingüe, en el libro mencionado: Ivan Alechine y Francisco Toledo, Escarificaciones, México, FCE / Aldus, 2012, pp. 37 y 51.