Las literaturas indígenas mexicanas (discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua, como miembro correspondiente en Juchitán, Oaxaca)
ENVIADO POR EL EDITOR EL Martes, 29/10/2024 - 18:35:00 PMVíctor de la Cruz*
Cuando niño, pocos creyeron que alcanzaría el sexto grado de educación primaria; pero gracias a que después seguí el consejo del dicho popular mexicano que reza: “El que a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija”, miren ahora en dónde estoy y en qué compañía, debido a la benevolencia de los miembros de esta ilustre corporación, con quienes mi gratitud queda en deuda por aceptar la propuesta de mis maestros: don Miguel León-Portilla, a cuya sombra protectora me acogí al iniciar mis estudios de posgrado en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, y de don Patrick Johanson. Gracias, maestro León-Portilla, por proporcionarme tu “clara sombra” hasta este espacio que se ha hecho tiempo. El tiempo de expresarles a todos ustedes mis agradecimientos por esta distinción.
Si es cierto que “Toda clasificación es superior al caos —como escribiera Lévi-Strauss en El pensamiento salvaje—; y que “aun una clasificación al nivel de las propiedades sensibles es una etapa hacia un orden racional”. Permítaseme, entonces, desde el fondo de mis sentimientos, elevarme a la altura de la esfera del ser racional y empezar mi discurso con una clasificación, siguiendo a Ludwig Wittgenstein, en el uso de las siguientes palabras: “cuando se observa la vida y el comportamiento de los hombres sobre la tierra se ve que aparte de las actividades que podrían llamarse animales, como la ingestión de alimentos, etcétera, llevan también a cabo actividades tales que tienen un carácter muy particular y que podrían llamarse rituales”. Esta ceremonia que hoy nos congrega es, precisamente, un ejemplo de una actividad ritual.
El mundo ritual o cultural, el mundo de los seres humanos, se volvió rico en lenguas cuando el dios bíblico decidió confundir a los seres humanos en Babel, al multiplicar sus lenguas a partir del habla primigenia con la que los había creado; no obstante esta disposición divina, los sacerdotes que debían seguir a la Biblia como texto sagrado, contradiciendo a su dios, han marchado en sentido contrario: pretendiendo regresar a los seres humanos a la uniformidad lingüística, imponiéndoles la lengua del conquistador, el monoteísmo religioso y el centralismo político. Ante tal diversidad de lenguas, ¿podremos los mesoamericanos tener también tantas literaturas como idiomas tenemos? Don Quijote de la Mancha, a pesar de que en su locura confundió molinos de viento con gigantes, fue menos loco que cualquiera de los reyes y sacerdotes que han gobernado al mundo desde entonces, quienes han buscado reducirlo lingüísticamente; pues aquel loco singular supo apreciar la pluralidad cultural y lingüística del mundo, según nos cuenta su biógrafo Miguel de Cervantes Saavedra:
El grande Homero no escribió en latín porque era griego, ni Virgilio no escribió en griego, porque era latino; en resolución, todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar las extranjeras para declarar la alteza de sus conceptos; y siendo esto así, razón sería se extendiese esta costumbre por todas las naciones, y que no se desestimase el poeta alemán porque escribe en su lengua, ni el castellano, ni aun el vizcaíno que escribe en la suya.
Desde luego que literatura, strictu sensu como ustedes mejor lo saben que este aprendiz de orador, se refiere a las palabras registradas con las letras, el cultivo de las letras; por eso Walter Ong afirmó airado que: “Considerar la tradición oral o una herencia de representación, géneros y estilos orales como ‘literatura oral’ es algo parecido a pensar en los caballos como automóviles sin ruedas.” Sin embargo entre nosotros, un amigo que fue miembro de esta ilustre academia, Carlos Montemayor, defendió la dignidad de las literaturas indígenas mexicanas, al proponer la idea de “literatura oral” como un concepto amplio, como “arte de la lengua”.
Un hecho parece indiscutible: la creación artística en lenguas ágrafas, o de tradición oral, y en lenguas con escritura tiene sus diferencias; porque en las primeras se usan fórmulas que favorecen la memorización, mientras que en las segundas se tiene mayor libertad de pensamiento al no estar atada la memoria a determinadas fórmulas; pero el costo que paga el ser humano por esta liberación del pensamiento es la pérdida de la facultad de memorización.
La Ilíada y la Odisea fueron creadas y memorizadas antes de ser trasvasadas a la “luminosa prisión del alfabeto”, como dijera Ángel María Garibay, según oí a mi maestro León-Portilla; es decir, provienen de formas de composición propias de la tradición oral. Nosotros, los escritores en lenguas indígenas mexicanas, también venimos de la tradición oral, por lo que aprovechamos la carga memoriosa de la cual somos herederos; pero igualmente aprovechamos la ventaja de la escritura que libera el pensamiento y nos permite anotar lo que pensamos, mientras nuestra imaginación vuela en busca de las imágenes que vienen de esa tradición y aquellas nuevas, propias de nuestro tiempo. Estamos, pues, a medio camino entre el pasado y el futuro, en el presente; pero en el pasado en buena compañía, nada más que la de Homero y la de los poetas mayas y nahuas que nos antecedieron en la civilización mesoamericana; aunque nuestro futuro esté aparentemente cancelada por la modernidad.
Uno de los problemas más serios que han enfrentado los historiadores de la literatura mexicana es: cómo crear un solo árbol a partir de las raíces de árboles distintos: los mesoamericanos y el europeo. Algunos autores lo han intentado injertando la rama de la literatura mexicana, hecha en castellano, en los troncos decapitados de las literaturas prehispánicas; ignorando que de un tronco tan grueso como el mesoamericano —parecido al ahuehuete que en Oaxaca llaman el árbol del Tule— o varios troncos cercenados, como los que conformaron las literaturas mesoamericanas, podrían retoñar a partir de sus raíces originales y dar sus propios frutos, sin mostrar las flores del injerto.
El primer estudioso de la historia de la literatura mexicana que incluyó en su trabajo dos ramas de la literatura indígena prehispánica, traducidas al castellano, fue el ensayista de la generación de los contemporáneos, Bernardo Ortiz de Montellano, hasta donde tengo noticias. Del tronco de las lenguas mayenses incluyó un fragmento del Popol Vuh; del tronco náhuatl: algunas oraciones y algunos discursos y cantos traducidos por Ángel María Garibay. En un fragmento de su prólogo a la obra, Ortiz de Montellano afirma que: “Ha de tenerse muy en cuenta, al estudiar la literatura mexicana, el proceso histórico de la vida nacional y la organización de la cultura, sobre todo a partir de la Conquista que trajo a nuestro país otra lengua, otra religión y distintas costumbres”.
Si en el siglo XIX hicieron su aparición pública las literaturas prehispánicas en maya y en náhuatl, obra de los indios conquistados y muertos; a principios del siglo XX fue el indio vivo y remiso quien se hizo visible, gracias a las movilizaciones campesinas desatadas por la Revolución mexicana. Algunos de nuestros literatos decidieron, entonces, tomar los mitos indígenas o al mismo indio con su problemática social y cultural, como tema de creación literaria en la lengua de los colonizadores y de esta manera nace la literatura indigenista mexicana.
Los iniciadores de esa corriente, llamada por José Luis Martínez “literatura indígena moderna”, fueron: el yucateco Antonio Médiz Bolio, quien en 1922 publicó su libro La tierra del faisán y del venado; seguido en 1929 por Andrés Henestrosa, que recogió “de labios de su pueblo, de su propia memoria y de alusiones de cronistas e historiadores, pequeños índices que luego ha reorganizado y devuelto a su supuesta original forma”, según palabras de José Luis Martínez, a quien cito enseguida: “Es decir, las leyendas de este libro no corren —algunas— en la forma en que las expresa Henestrosa por los labios de la tradición, sino que existen como fragmentarias explicaciones del porqué de los fenómenos terrestres y de los hechos de los hombres”.
A partir de entonces la veta de la literatura indigenista comenzó a ser explotada, con más o menos fortuna, por escritores como Gregorio López y Fuentes con la novela El indio, Premio Nacional de Literatura en 1935; Mauricio Magdaleno con la novela El resplandor, en 1937; Ermilo Abreu Gómez con Canek, en 1940; Francisco Rojas González con una colección de cuentos llamada El diosero, en 1952; Rosario Castellanos con la novela Balún Canán, en 1957; etcétera. De todos ellos, los únicos que hablaban la lengua indígena en la cual enraizaban sus relatos fueron Antonio Médiz Bolio, quien sin ser maya hablaba dicha lengua, y Andrés Henestrosa, quien asumiéndose a veces como zapoteco o huave hablaba la lengua de los binnigula’sa’, el diidxazá o zapoteco; gracias a lo cual esos relatos tienen un auténtico sabor a mito indígena aun sin serlo en muchos casos.
La distinción entre “literatura indígena” y “literatura indigenista” fue sugerida por el mismo José Luis Martínez, hasta donde estoy informado, al escribir su “Introducción” a la selección de las obras de los autores mencionados, incluidos en el libro llamado Literatura indígena moderna, donde escribió que para que los libros antes mencionados fueran considerados con plenitud “literatura indígena” sería preciso:
que estuvieran escritos en su propia lengua, con sus propios medios de expresión y que su meollo más substancial fuera el de las propias culturas de donde parten. Ahora bien, su creación se realiza desde la cultura occidental que poseen sus autores, y desde su personal perspectiva literaria del pensamiento indígena arcaico. Son pues recreaciones modernas de antigüedades indígenas realizadas por hombres que guardan aún un sentimiento y un acerbo de tradiciones autóctonas, pero cuyos medios de expresión literaria son occidentales.
Aunque José Luis Martínez era sabio como pocos, ignoraba que en ese momento un poeta binnizá de Juchitán, llamado Pancho Nácar, ya había compuesto gran parte de sus poemas en una lengua indígena; y otro, Jeremías López Chiñas, ya había escrito en una espléndida prosa zapoteca su relato Lexu ne Gueu’; quienes, por esos caprichos del destino o la voluntad de los dioses, no verían publicadas en vida sus libros. No obstante, el crítico acertó al predecir en cuál de las lenguas indígenas depositaba su esperanza para el surgimiento de una literatura auténticamente indígena en nuestro país:
Son, pues, leyendas formadas lentamente cuyos orígenes quizá sobrepasen a la gran epopeya, pero que han ido enriqueciéndose paulatinamente con acarreos cristianos durante la época colonial. No manifiestan casi huellas violentas de la dominación española —los zapotecas fueron de los pueblos mejor librados en la conquista—, y no son un pueblo destruído. Viven aún con gran frescura como un pueblo joven. Son quizá, los únicos indígenas mexicanos de quienes se pueden esperar una aportación capital.
En esta ceremonia me referiré brevemente a la literatura indígena en diidxazá o zapoteco del Istmo, porque su desarrollo es anterior al de las otras literaturas indígenas contemporáneas, incluyendo la maya y la náhuatl, según palabras del finado Carlos Monsiváis, durante la presentación de la antología de la literatura zapoteca contemporánea, La flor de la palabra, en 1983 en la ciudad de Oaxaca:
En lo que se difiere es en la zona de la creación contemporánea. Los mayas y los nahuas son en gran medida gloria pretérita, las columnas del mundo prehispánico, que en la poesía el padre Ángel María Garibay, y después Miguel León Portilla, traducen fijándolos como el escudo resplandeciente del pasado. Pero los zapotecas quieren ser presente y, así no lo sepan, esos jóvenes de la Sociedad Nueva de Estudiantes Juchitecos en los años veinte preparan las condiciones de una labor cultural que será decisión política.
Afortunadamente las condiciones a las que aludió nuestro difunto amigo ya cambiaron: los mayas y los nahuas ya no son sólo gloria pretérita, columnas del mundo prehispánico; ahora también son gloria presente y columnas que sostienen a la literatura indígena mexicana actual. Pero el surgimiento y florecimiento de la literatura contemporánea de los binnizá o zapotecas en el sur del Istmo, principalmente en Juchitán, tuvo su antecedente en un antiguo barrio de Tehuantepec, hoy municipio de San Blas Atempa, a fines del siglo XIX en la obra de Arcadio G. Molina; hasta ahora casi totalmente desconocido y a veces confundido con otro.
De las obras de Molina, con las que inicia el renacimiento de la literatura contemporánea de los binnizá, tenemos hasta ahora localizadas dos: La rosa del amor que contiene ocho lecciones de frases amorosas, en español y zapoteco, para los enamorados; y El jazmín del Istmo. Principios generales para aprender a leer, escribir y hablar la lengua zapoteca, acompañados de un vocabulario español-zapoteco y zapoteco-español. Si comparamos estas obras que nos dejó Arcadio G. Molina, llenos de préstamos léxicos y gramaticales en castellano, con la obra de Pancho Nácar y Jeremías López Chiñas, escritas posteriormente, encontraremos un alto grado de depuración del lenguaje por estos últimos, mediante la eliminación de préstamos castellanos por medio de tres procedimientos, esfuerzo que continúa en la obra de los jóvenes escritores binnizá: 1) recuperando los arcaísmos de la lengua Za, es decir usando las palabras que habían caído en desuso, actualizando su fonética y dándoles un valor dentro del lenguaje literario; 2) creando neologismos para nombrar objetos nuevos ajenos a su cultura originaria; y 3) recuperando la sintaxis original del diidxazáo mediante el uso de circunloquios para evitar preposiciones innecesarias, por ejemplo: guetaguu beelaza (tamal de carne de res con grasa), en vez de guetaguu de beelazá o dxiña biadxi (dulce de ciruela) en vez de dxiña de biadxi.
Cuando terminó la fase más violenta de la Revolución mexicana, dos militares juchitecos, que habían peleado en los campos de batalla, dejaron las armas y tomaron las plumas para luchar en el terreno de la cultura por la reivindicación de su identidad de binnizá y su lengua diidxazá. El primero de ellos fue el capitán Jeremías López Chiñas, cofundador de la Sociedad Nueva de Estudiantes Juchitecos y el periódico Neza (Camino) con Andrés Henestrosa; además de mecenas de su hermano menor Gabriel. El otro fue el coronel Enrique Liekens Cerqueda, fundador de la Liga Defensora de la Cultura Mexicana, vicepresidente de la Academia de la Lengua Zapoteca, además de colaborar en y apoyar económicamente la publicación de Neza y haber sido mecenas del poeta Pancho Nácar.
Gabriel López Chiñas, en su ensayo El zapoteco y la literatura zapoteca del Istmo de Tehuantepec, contó que: “En vida del poeta [se refiere a Pancho Nácar] preparamos una edición de su obra que no se pudo publicar por la inesperada muerte de mi hermano Jeremías, que puso fin a la Sociedad Nueva de Estudiantes Juchitecos”. Como el capitán Jeremías López Chiñas murió en 1941, podemos decir que ése fue el año en que se hizo el primer intento por publicar la obra reunida de ese poeta binnizá; pero al morir el alma de la Sociedad y la revista Neza, murió también la generosidad que pudo salvar a Pancho Nácar del olvido en que casi cayó. Finalmente, en 1973, con la ayuda de Macario Matus, traduje seis de sus poemas, que se publicaron en la Revista de Bellas Artes; el mismo año en que apareció la primera edición de su obra que edité y publicó el Patronato de la Casa de la Cultura de Juchitán.
Llegué a la ciudad de Oaxaca en 1980, después de un periplo que empezó en mi Juchitán, de donde fui echado por un general hecho gobernador, a ciencia y paciencia de las autoridades civiles y so pena de muerte o desaparición de este mundo si no me iba; después de haber participado en las luchas políticas del pueblo juchiteco y haber fundado, en 1974, la revista Guchachi’ Reza (Iguana Rajada), que jugó un papel invaluable en el renacimiento de las letras en el diidxazá actual. Posiblemente fue en 1981, a mi regreso a Oaxaca después de mi exilio en Chiapas —donde fui acogido por mis amigos Eraclio Zepeda Elva Macías y Oscar Oliva—, cuando el antropólogo Stéfano Varese me propuso realizar una antología de la literatura zapoteca, con la promesa de su publicación en una editorial comercial, lo que consideré una ganancia ante la falta de recursos económicos que siempre han sufrido en México la investigación, la promoción y la difusión de las culturas indígenas. Así nació Guie’ sti’ diidxazá. La flor de la palabra, la primera antología de una literatura indígena mexicana. Alrededor de ese mismo año nacía en Mérida, Yucatán, también gracias a la Dirección de Culturas Populares de la SEP, el proyecto para la creación de talleres literarios en lengua maya, con la asesoría del escritor Carlos Montemayor.
Mi antología de la literatura zapoteca contemporánea, Guie’ sti’ diidxazá, se publicó en un mal momento político. En el año de su publicación, 1983, el Congreso del Estado de Oaxaca desconoció al Ayuntamiento Popular de Juchitán, el primer ayuntamiento municipal que la izquierda tenía en sus manos. Así que su presentación, programada para realizarse en el Museo de Culturas Populares en Coyoacán, fue cancelada “por órdenes superiores”; expresión cuyo significado conocemos bien en México. Afortunadamente los amigos fotógrafos, agrupados en el Consejo Mexicano de Fotografía, mostraron su solidaridad con la causa juchiteca, ofreciendo la sede de su agrupación en este Distrito Federal para la presentación de la perniciosa antología. El escándalo periodístico fue enorme, pero el silencio de la crítica literaria no fue menos grande; y, así, la primera antología de la literatura indígena en México fue ninguneada por el stablishment literario mexicano, con la excepción de dos poetas; uno mexicano, Carlos Montemayor; y el otro, un guatemalteco radicado en México, Otto Raúl González, quienes en 1985 publicaron sendas notas sobre la obra en la sección cultural del periódico Excelsior.
Si me he detenido un poco en la literatura de los binnizá o zapotecos de la planicie costera del Istmo de Tehuantepec, es porque en este caso no sólo he sido investigador; sino de alguna manera también participante activo; pero en el caso de las otras literaturas indígenas en el territorio del Estado mexicano y ante la variedad y riqueza lingüística —que tantos dolores de cabeza le causó al proyecto homogeneizador instrumentado por José Vasconcelos, Rafael Ramírez y Moisés Sáenz durante el gobierno del general Obregón— obviamente sólo será posible mostrar este panorama a través de la lengua española.
Hasta entonces la castellanización de los indígenas y su alfabetización en esta lengua habían sido directas, sin contemplaciones: “la letra con sangre entra” —se decía—. La decadencia del método de castellanización directo empezó cuando el subsecretario de Educación, Moisés Sáenz, hizo un viaje de inspección a la Sierra de Puebla en 1927 y descubrió “que ni los adultos ni los niños entendían el español”. A partir de ese momento se decidió cambiar de estrategia en materia de educación indígena y se abrió el camino para la alfabetización en lengua materna.
Gracias a un zapoteco de la Sierra Norte de Oaxaca, llamado Benito Juárez García, quien desde el puerto de Veracruz promulgó una serie de leyes, conocidas como Leyes de Reforma, para crear el Estado laico en México: el 12 de julio de 1859, la Ley de Nacionalización de Bienes Eclesiásticos; el 23 de julio, la Ley del Matrimonio Civil; el 29 de julio, la Ley Orgánica del Registro Civil; y el 4 de diciembre de 1860, la Ley sobre Libertad de Cultos. Digo que gracias a la obra de este zapoteco, que introdujo la libertad de cultos en nuestro país, Arcadio G. Molina pudo, siendo protestante, terminar la traducción del Evangelio según San Juan, el 24 de agosto de 1910, en San Mateo del Mar, publicada por la Sociedad Bíblica Americana en Nueva York en 1912. Gracias también a estos cambios creadores del Estado laico, a partir de 1935 se abrió el camino para el método la alfabetización en lenguas indígenas de William C. Townsend; de esa manera, a partir de ese año, se estableció el Instituto Lingüístico de Verano en el país, sin convenio por escrito previo, el cual se firmaría oficialmente hasta 1951.
A mediados de la década de los setentas, el gobierno mexicano tomó cartas en el asunto de los indígenas través de la CNC, por el conducto de la cual se organizó el I Congreso Nacional de Pueblos Indígenas del 7 al 9 de octubre de 1975, otra vez en Pátzcuaro, Michoacán, para rescatar el valor simbólico del espacio y el tiempo cardenistas en la nueva etapa de manipulación de los indígenas a través de consejos supremos de cada grupo etnolingüístico, haciendo caso omiso a las diferencias lingüísticas internas. A nivel nacional, los consejos supremos de cada etnia fueron integrados como parte de la estructura del Consejo Nacional de Pueblos Indígenas, creado en ese mismo año de 1975. En el terreno de la educación indígena el régimen echeverrista impulsó, en 1977, la creación de la Alianza Nacional de Profesionales Indígenas Bilingües, en forma de asociación civil (ANPIBAC).
Estos fueron los antecedentes inmediatos del resurgimiento de las antiguas literaturas originarias de Mesoamérica, como la maya y la náhuatl, y el surgimiento de nuevas en lenguas que no tenían escritura en la época prehispánica, pero con una bien fundada tradición oral en el “arte de la lengua”.
Emitir un juicio sobre el estado actual de las literaturas indígenas contemporáneas en México equivaldría a la posibilidad de emitir un juicio sobre el estado actual de las literaturas en el mundo, para lo cual enfrentamos dos obstáculos: 1. El gran número de idiomas indígenas que han dados sus flores en el arte de la lengua; y 2. La gran variedad lingüística y de obras en algunas lenguas como las mayenses, en las lenguas nahuas y en las lenguas zapotecas; lo cual hace imposible la existencia de la figura de “especialista en literaturas indígenas” mexicanas, así como no existe una persona que sea especialista en todas las literaturas actuales en el mundo. Debemos, pues, proceder como suponemos que procede la Academia Sueca para conocer el estado del arte literario en el mundo, antes de elegir al Premio Nóbel del año: a través del trabajo de los especialitas en la literatura en cada lengua, mediante traducciones y a través de las antologías literarias.
Después de Guie’ sti’ diidxazá. La flor de la palabra, cuya primera edición es de 1983 —la segunda edición, corregida y aumentada, la realizó en 1999 quien hoy me honrará con su respuesta, don Miguel León-Portilla, en la colección Nueva Biblioteca Mexicana de la UNAM—, obra dedicada a los binnizá o zapotecos del Istmo y a las flores que han elaborado en su lengua; la siguiente antología dedicada a una familia lingüística, el náhuatl, fue la elaborada por la misma persona mencionada, don Miguel León-Portilla, publicada en los volúmenes 18, 19 y 20 del anuario Estudios de Cultura Náhuatl, correspondientes a los años de 1988, 1989 y 1990.
1992, año del Quinto Centenario del Encuentro entre Dos Mundos o del Descubrimiento de América, digamos que fue un año afortunado para los escritores en lenguas indígenas, porque Carlos Montemayor finalmente empezó a cosechar los productos de lo que sembró entre los mayas de Yucatán y los hablantes de lenguas mayenses de Chiapas, publicando los dos tomos de su antología Escritores en lenguas indígenas actuales; el primero dedicado a la poesía, la narrativa y el teatro; y el segundo al ensayo, los dos volúmenes en su mayor parte bilingües. Pero no sólo incluyó a los escritores mayas que había preparado, sino también a un mazateco, a cinco nahuas, a un tzotzil, a tres tzeltales, a tres niños chinantecos, a cuatro zapotecos del Istmo y a un ñahñu. Lo interesante del primer tomo es que sólo un maya peninsular escribía en verso, es decir poesía, otro teatro y todos los demás eran narradores. En el segundo volumen de dicha obra aparece un chol, un zapoteco de la Sierra Norte de Oaxaca, un binnizá del Istmo, un tzotzil, un ñahñú, dos mayas yucatecos, un náhuatl, una mixteca y un mixteco, y un tzeltal. En esa variedad lingüística está la importancia y riqueza de esa antología.
Por su parte, el maestro León-Portilla, en su libro Literaturas indígenas de México, alejándose un poco de su oficio de historiador, dedicó las 20 páginas finales de la obra a comentar el “Renacer de la nueva palabra” e hizo referencias sobre otros autores que no hablan lenguas de la familia lingüística náhuatl. Es decir, en ese año también demostró una apertura hacia otras lenguas mesoamericanas, que comentaremos cuando nos ocupemos de la monumental obra de la cual es coautor, La antigua y nueva palabra.
Como resultado de la Cátedra Miguel León-Portilla que el Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM otorgó durante un año académico a Pilar Máynez, de julio de 2001 a junio de 2002, esta profesora-investigadora de la ENEP Acatlán de la UNAM, publicó al año siguiente un estudio sobre las Lenguas y literaturas indígenas en el México contemporáneo. En la “Introducción” de la obra establece las bases teóricas sobre las cuales fundamentó su investigación: la antropología lingüística, desarrollada por los lingüistas norteamericanos Eduard Sapir y Benjamín Lee Whorf; discute el número de lenguas indígenas habladas actualmente en México y estudia la literatura en lenguas indígenas y su relación con la tradición oral y escrita. Sin embargo, lo interesante de esta antología es que la autora decide ocuparse solamente de los poetas de tres lenguas mayoritarias: el maya, el náhuatl y el zapoteco. De las lenguas mayenses escoge a un escritor tzotzil y cuatro hablantes del maya peninsular; del náhuatl elige a siete escritores; y del diidxazá o zapoteco del Istmo también siete, más uno de la Sierra, en total ocho escritores de las lenguas zapotecas. Es decir: un total de veinte poetas, de los cuales cuatro son mujeres: dos mayas, una náhuatl y una zapoteca.
En el año 2004, Montemayor publicó una edición corregida y aumentada, en base a los dos tomos de 1992, ahora en uno solo y bajo el título de La voz profunda, título que sugiere un homenaje al antropólogo Guillermo Bonfil Batalla de El México profundo; y con el subtítulo Antología de la literatura mexicana en lenguas indígenas. Esta nueva edición la preparó paralelamente al trabajo que realizaba con Donald Frishmann en la elaboración de Words of the True Peoples/ Palabras de los seres verdaderos en lenguas indígenas, inglés y español, volúmenes publicados por la Universidad de Texas, cuyo tomo I apareció en el mercado simultáneamente con La voz profunda, publicada en México por Montemayor.
En el mismo año de 2004 aparece una obra monumental: Antigua y nueva palabra. Antología de la literatura mesoamericana, desde los tiempos precolombinos hasta el presente, cuyos autores son Miguel León-Portilla y Earl Shorris con la colaboración de Silvia S. Shoris y Ascensión Hernández de León Portilla. Ante sus casi mil páginas, desde el “Prólogo” hasta el índice analítico, lo primero que se me ocurrió fue buscar una beca para dedicarme a leerlo de tiempo completo durante un año o que en el reglamento de año sabático de las instituciones donde laboramos se agregara como causa para gozar de dicho beneficio la lectura de una obra de esta magnitud.
Empieza con un “Prólogo sobre los placeres de un aficionado” (Earl Shorris), sigue después una “Introducción general” en donde se instruye al lector sobre “Cómo usar este libro”; después un ensayo de don Miguel León-Portilla sobre “El mundo mesoamericano”, continúa con otro ensayo del mismo autor sobre “La nueva geografía de Mesoamérica”. Aquí finalmente llegamos a la primera parte de la obra dedicada a la “Literatura nahua”, que empieza en la página 113 y termina en la página 468 con un autor contemporáneo, Alfredo Ramírez. En la página 471 empieza la segunda parte dedicada a la “Literatura mayense”, la cual se extiende hasta la página 760, donde termina con el poeta maya prematuramente muerto, Gerardo Can Pat. Después de aquí empieza la tercera y última parte del libro, a partir de la página 763, dedicada a “Otras literaturas mesoamericanas”, parte que se extiende hasta la página 897, donde caben: mixtecos, mazatecos, zapotecos, chinantecos, mixes, otomís, mazahuas, purépechas y tlapanecos. La desproporción entre la parte histórica y contemporánea y la dedicada a nahuas y mayas y las otras literaturas mesoamericanas es evidente; lo cual demuestra, por un lado, las tres especialidades del maestro León-Portilla: historiador, nahuatlato y mayista; pero también demuestra, por otro, la abundancia de fuentes escritas nahuas y mayas frente a la pobreza de las fuentes escritas en otras lenguas indígenas mesoamericanas.
Finalmente las dos últimas antologías dedicadas a las literaturas indígenas mexicanas han sido publicadas por Escritores en Lenguas Indígenas, A. C., con el apoyo de la Fundación Cultural de la ciudad de México, bajo el título preventivo de un oculto temor al proceso de balcanización: México: diversas lenguas, una sola nación. Tomo I: Antología de poesía en lenguas mexicanas; aunque no se dé el crédito respectivo del responsable de la selección, la antología lleva una “Introducción” de don Miguel León-Portilla. El libro es interesante, porque muestra la pluralidad y vitalidad de las lenguas indígenas en México; pues registra 20 idiomas y 49 escritores en esas lenguas, a pesar de que ya no todos estén vivos, como los casos de los zapotecos: Gabriel López Chiñas, del Istmo; y Mario Molina Cruz, de la Sierra Norte; pero siete de ellos siguen escribiendo todavía en el diidxazá del Istmo y uno en el zapoteco de la Sierra. Por su parte los cuicapiques nahuas son siete, entre ellos el mismo León-Portilla; lo cual da una idea de la importancia que tiene la literatura en algunas lenguas indígenas.
En el tomo II de esta última antología, dedicado a la narrativa, que también empieza con dicha “Introducción” de don Miguel León-Portilla, reúne a catorce autores en once lenguas indígenas, mencionados aquí según su orden de aparición en el libro: chinanteco, huichol, maya, yoreme o mayo, ayuuk o mixe, ñuu savi o mixteco, náhuatl o mexicano, purépecha o tarasco, tzeltal, tsotsil, y diidxazá o zapoteco del Istmo. Como podemos notar, en el género literario de la narrativa el número de lenguas y el número de escritores antologados es menor, lo cual nos indica la preferencia de la mayoría de los escritores en lenguas indígenas por el género poético, al contrario de lo que había pasado con la primera publicación de los mayas.
A manera de conclusión
No obstante la optimista opinión de Carlos Fuentes que se transcribió en la cuarta de forros de la Antigua y Nueva Palabra, de que “esta obra es parte de la literatura mexicana en su sentido más plano. Y es también rescatado capítulo de una literatura en verdad universal”, las literaturas indígenas no son aceptadas todavía como parte de la literatura y la cultura mexicanas; pues a excepción de los Carlos: Fuentes, Monsiváis y Montemayor, la mayoría de los escritores hispanohablantes mexicanos y avecindados en este país, no toman en cuenta a los escritores en lenguas indígenas, menos se ocupan de sus obras en sus publicaciones. Una visita a las páginas de publicaciones periódicas, de izquierda o de derecha, como Nexos y Letras Libres probarían mi afirmación; sólo revistas independientes como Blanco Móvil, Ojarasca o regionales como Tierra Adentro y la Revista de la Universidad Veracruzana esporádicamente se han ocupado de las literaturas indígenas.
¿Cómo, entonces, insertar las literaturas indígenas dentro de la historia hegemónica de la literatura mexicana en español? ¿Cómo injertar estos brotes de los troncos mesoamericanos, cercenados por la colonización, en el tronco de la literatura mexicana contemporánea? Georges Baudot, en la Historia de la literatura mexicana, afirmaba:
Tiempo es de entender a carta cabal que la unidad cultural mesoamericana de los tiempos prehispánicos, unidad de inigualable fuerza y autenticidad que traspasa fronteras y límites entre Teotihuacan y Tikal, que va más allá de la distancia que media entre Palenque, Chichén Itzá y Tula, encontró su eco y su espejo al arribar la lengua castellana a dicha zona geográfica.
En otras palabras: es la colonización española la que unifica a conquistadores y conquistados en el terreno lingüístico y literario. Entonces, si la colonización es la causa para que las culturas y las lenguas indígenas estén en el estado de abandono en que se encuentran, los colonizados tenemos derecho a que nuestras literaturas aparezcan, no sólo como eran en el pasado sino tal y como son en la actualidad, al lado de los logros de la cultura occidental; y los indígenas también tienen derecho a gozar de las ventajas de la civilización actual, porque ésta se construyó sobre la espalda de nuestros antepasados y sobre los escombros de nuestras culturas; y de esa manera se nos privó del derecho de construir un futuro propio. Terminaré este discurso con un poema mío en mi lengua, cuya traducción se les ha entregado, que puede tomarse como la conclusión de todo lo que he dicho antes.
Tu laanu, tu lanu
Guinié', gabe' ya huaxhinni;
gabe' ya lu gueela'.
Tu guinie'nia', xi guinié'
pa guiruti' guinni ndaani' yoo
ne nisi berendxinga ribidxiaa riuaadia'ga'.
Pa guinié' ya, pa guinié' co'
tu cayabe' ya, tu cayabe' co';
paraa biree co' ne ya di ya'
ne tu canienia' lu gueela'.
Tu gudixhe ca diidxa' di' lu gui'chi'.
Xiñee rucaa binni lu gui'chi'
ne cadi lu guidxilayú:
laa naro'ba',
nalaga, naziuula'.
Xiñee qué ruca'nu' xa guibá'
guirá' ni rini'í'quenu
ne riale ladxido'no.
Xiñee qué ruca'nu' lu bandaga yaa,
lu za, lu nisa,
ndaani' batananu.
Xiñee gui'chi',
paraa biree gui'chi',
gasti' cá lu,
gutaguna' diidxa' riree ruaanu,
diidxa' biruba ca bixhozególanu lu guie,
ni bí'ndacabe lu gueela'
ra biyaacabe,
ni bitieecabe guriá lídxicabe,
ndaani' xhiu'du'cabe, ra yoo la'hui' stícabe.
Ni bedané diidxa' biropa,
bedaguuti stiidxanu ne laanu,
bedaguxhatañee binni xquídxinu,
sícasi ñácanu bicuti'
biaba lu yaga, nexhe' layú.
Tu laanu, ¿tu lanu?
Muchas gracias, Víctor de la Cruz.
¿Quiénes somos?, ¿cuál es nuestro nombre?
Hablar, decir sí a la noche;
decir sí a la obscuridad.
¿Con quién hablar, qué decir
si no hay nadie en esta casa
y tan sólo oigo el gemir del grillo?
Si digo sí, si digo no,
¿a quién digo sí, a quien digo no?
¿De dónde salió este no y este sí
y con quién hablo en medio de esta obscuridad?
¿Quién puso estas palabras sobre el papel?
¿Por qué se escribe sobre el papel
en vez de escribir sobre la tierra?
Ella es grande, es ancha, es larga.
¿Por qué no escribimos bajo la superficie del cielo
todo lo que dicen nuestras mentes,
lo que nace en nuestros corazones?
¿Por qué no escribimos sobre las verdes hojas,
sobre las nubes, sobre el agua,
en la palma de la mano?
¿Por qué sobre el papel?
¿Dónde nació el papel
que nació blanco
y aprisiona la palabra nuestra?
La palabra que esculpieron nuestros abuelos
sobre las piedras,
la que cantaron en la noche,
cuando hicieron su danza,
la que usaron para decorar sus casas,
dentro de sus santuarios,
en sus palacios reales.
Quien trajo la segunda lengua
vino a matarnos y también nuestra palabra,
vino a pisotear a la gente del pueblo
como si fuéramos gusanos
caídos del árbol, tirados en la tierra.
¿Quiénes somos, cuál es nuestro nombre?
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