Articulando historias: Hiroshima y Nagasaki en el escenario latinoamericano

ENVIADO POR EL EDITOR EL Jueves, 31/10/2024 - 17:11:00 PM

Sergio Hernández Galindo*

 

Resumen
Articulando historias: Hiroshima y Nagasaki en el escenario latinoamericano aborda al siglo XX como el más violento de la historia. En el marco del enfrentamiento entre Estados Unidos y Japón y del lanzamiento de las bombas atómicas a las ciudades japonesas, el ensayo mostrará algunas de las consecuencias que la bomba representó para la población japonesa y para ciudadanos mexicanos (hijos de inmigrantes japoneses en México) que fueron testigos de la guerra en Japón. Por otro lado, el ensayo mostrará las circunstancias en que las comunidades de inmigrantes japoneses radicados en el continente enfrentaron las consecuencias de la guerra.

Palabras clave: inmigrantes japoneses, bomba atómica, Latinoamérica, Japón, Estados Unidos.

 

Abstract
States Articulating Stories: Hiroshima and Nagasaki on the Latin American stage addresses the twentieth century as the most violent in history. In the context of the confrontation between the United States and Japan and the dropping of atomic bombs on Japanese cities, the essay will show some of the consequences that the bomb represented for the Japanese population and for Mexican citizens, (children of Japanese immigrants in Mexico) who witnessed the war in Japan. On the other hand, the essay will show the circumstances in which Japanese immigrant communities based on the mainland faced the consequences of the war.

Keywords: Japanese immigrants, atomic bomb, Latin America, Japan, United States.

 

El siglo XX: el más violento de la Historia

Un grupo de historiadores se dieron a la tarea de contabilizar el número de muertos durante las distintas guerras que se produjeron a lo largo del siglo XX. Sus conclusiones fueron devastadoras, al considerarlo como el más sangriento en la historia de la humanidad. Las guerras y los conflictos han sido tan extensos y han involucrado a tan amplios sectores de la población civil que resulta difícil saber con exactitud el número de víctimas, pero se estima que más de 187 000 000 de personas murieron por esta causa a lo largo de esa centuria.[1]

 

El historiador más acucioso que nos ha brindado una visión general de ese periodo, Eric Hobsbawm, calificó al siglo XX como una centuria corta en términos temporales, pues tomaba en cuenta las fechas que marcan y cierran sus grandes transformaciones; bajo esta consideración, el historiador dio inicio al siglo XX en 1914, con el estallido de la Gran Guerra, y lo concluyó en 1989, al desintegrarse la Unión Soviética y su zona de influencia.[2]

 

Sin embargo, si usamos otro criterio que ponga en el centro de los acontecimientos las guerras, podemos afirmar que el siglo XX aún no termina, dado que continúan diversos conflictos que han enfrentado a muchos países después del fin del mundo bipolar en 1989. Uno de ellos se desató en 2001, cuando el entonces presidente estadounidense, George Bush, ordenó la ocupación militar de Afganistán. La “guerra contra el terrorismo” —como la llamó— ha durado ya 20 años, por lo que, atenidos a aquella clasificación, el siglo largo de las guerras apenas concluyó en 2021.

 

Para algunos estudiosos, el fin de la Guerra fría en 1989 auguraba el “fin de la historia”, según Francis Fukuyama. Desde otra perspectiva, Samuel Hontington sostenía que la causa principal de los conflictos mundiales ya no obedecería más a razones ideológicas o políticas debido a que “el núcleo de la política global será la interacción entre el Occidente y las culturas no occidentales”[3] y a lo que denominó el “choque entre las civilizaciones”. Resultó entonces que se consideró a las diferencias étnicas o raciales como sustanciales de la lucha contra los “terroristas”, dando paso a la biopolítica y el racismo de Estado en el ámbito global como el eje de la preocupación y acción de los centros hegemónicos mundiales.[4]

 

El siglo XX también resultó particular por el hecho de que logró potenciar, a niveles nunca vistos, los añejos y nuevos avances de la ciencia en infinidad de desarrollos tecnológicos. Particularmente, en el campo militar el uso de la energía nuclear permitió la creación de una potente arma con capacidad de desaparecer a toda la especie humana en un instante. De este modo, el desmedido intento por transformar la condición humana mediante la tecnología y la apropiación brutal y sin límite de la naturaleza hizo a nuestra cultura “la envidia de los dioses” como señaló el pensador Iván Ilich. El hombre del siglo XX logró hacer realidad la mitología griega de Prometeo robando el fuego a los dioses. Nos hemos convertido en “rehenes de un estilo de vida que nos predestina a la destrucción”.[5]

 

En ese largo siglo de las guerras y de la biopolítica como centro del poder mundial, podemos destacar tres grandes etapas: la primera parte abarca, justamente, del inicio de la Gran Guerra en 1914 y se prolonga hasta 1945, cuando finaliza la Segunda Guerra Mundial.

 

La segunda etapa inicia con el lanzamiento de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, en agosto de 1945. El uso de estas terribles armas no fue sino la advertencia hacia el otro vencedor de la guerra: la Unión Soviética. El enfrentamiento entre los dos grandes poderes hegemónicos mundiales y la creación de sendas zonas de influencia y dominio será la expresión de lo que se denomina la Guerra fría, que no terminará sino hasta 1989, con la implosión de la Unión Soviética.

 

Por último, la tercera etapa en ese largo siglo de guerras se extiende hasta 2021, con el fin de la ocupación estadounidense en Afganistán, guerra que perduró a lo largo de dos décadas luego de iniciada por Estados Unidos y sus aliados en 2001, con la llamada “guerra contra el terrorismo”, de escala mundial.

 

En agosto de 2021 se cumplieron 76 años del lanzamiento de las bombas atómicas a las ciudades japonesas, las personas que siguen muriendo como consecuencia de la radiación que dejaron serán la muestra de la larga duración del siglo XX.

 

Los hechos de Hiroshima y Nagasaki forman parte de la historia global por la magnitud del poder destructivo que mostraron las armas nucleares y porque son el espejo en el que se refleja el rostro de la desaparición latente del ser humano. Pero, si las explosiones nucleares de agosto de 1945 en Japón nos parecen lejanas para la historia de Latinoamérica —pues consideramos que sólo resultaron afectados habitantes de ese archipiélago al otro lado Pacifico—, el objetivo de este ensayo es mostrar que la Guerra del Pacífico y su fin trágico tienen que ver con nuestro entorno inmediato, atraviesan nuestras historias nacionales.

 

La guerra entre Estados Unidos y Japón se tradujo en efectos inmediatos en nuestro entorno, como mostraré, al afectar a cientos de miles de inmigrantes que radicaban en diversos países de América. Las decenas de miles de trabajadores japoneses que empezaron a llegar por oleadas a nuestros países desde finales del siglo XIX lograron insertarse de manera profunda en las comunidades locales, al grado que la mayoría de japoneses en el continente ya tenían hijos y hasta nietos que eran ciudadanos americanos en el momento en que la Guerra del Pacífico se desató en 1941. Abordaré, por tanto, estos acontecimientos como un proceso único que integra a Latinoamérica con la dinámica de guerra y horror que dejó la misma.

 

Mencionaré, ahora algunos elementos que muestran la magnitud del desastre que dejó la guerra en Japón. El 15 de agosto de 1945 Japón capituló de manera incondicional ante las demandas de los países aliados. La paz llegó, sin embargo, con enormes pérdidas: a fines de ese año, más de 250 000 civiles habían fallecido sólo en las ciudades de Hiroshima y Nagasaki como consecuencia de las bombas atómicas. El total de muertos japoneses a lo largo de toda la guerra ascendió a cerca de tres millones de personas, de los cuales un millón pertenecían a la población civil.[6]

 

Tanto en Hiroshima como en Nagasaki radicaban hijos de inmigrantes que habían nacido en Latinoamérica. Era el caso de Fernando, Clara y Conchita Hiramuro, procedentes de la ciudad de Guadalajara, México, quienes fueron testigos del estallamiento de la bomba atómica en Hiroshima. Al momento en que estalla la guerra, los Hiramuro ya no pudieron regresar al país en que habían nacido, donde se encontraba su padre. En agosto de 1945 Fernando cursaba el último año de su educación básica. Ante el peligro de bombardeo, los alumnos de tercer a sexto grado de primaria fueron trasladados a un templo budista, a 20 kilómetros de la ciudad, donde vivían y tomaban sus clases. En la mañana del día 6 de agosto, cuando fue lanzada la bomba a las 8:15 horas, recuerda Fernando, se encontraban formados en el patio del templo, cuando una intensa luz los cegó momentáneamente; fue el primer impacto de la bomba, seguido de una enorme columna de humo y la explosión posterior. Las noticias empezaron a llegar un poco más tarde a la escuela, mediante campesinos quemados que relataban la enorme destrucción de que había sido objeto la ciudad. La escuela no permitió que los alumnos regresaran a sus hogares sino hasta días después, cuando Fernando se encontró con sus hermanas y su madre. Ellas habían salido ilesas, pero su casa quedó con daños significativos, que tuvo que reparar para tener un lugar donde vivir.[7]

  
Figura 1. Escuela de Fernando Hiramuro, un año después del estallido de la bomba.

 

Al comenzar la ocupación estadounidense, la escuela de Fernando se abrió, graduándose un año después. Lo que más recuerda de esos años es la tremenda pobreza en que vivía la mayoría de población. Sus compañeros asistían a la escuela descalzos o con sandalias de paja de arroz. La hambruna se agudizó. Fue hasta 1946 cuando los Hiramuro pudieron recibir una carta de su padre, desde Guadalajara, y la familia pudo reunirse en México cuatro años después, cuando las autoridades de ocupación estadounidense autorizaron su traslado al país de origen.

 

La destrucción de Hiroshima y Nagasaki no fue la excepción. Más de 60 ciudades japonesas fueron prácticamente “borradas del mapa”, como afirmó un alto oficial estadounidense.[8] La paz llegó para los sobrevivientes no sólo con el hambre, sino sin un lugar en donde vivir debido a la destrucción masiva de los hogares como consecuencia de los intensos bombardeos.

 

El 9 de marzo de 1945, la ciudad de Tokio sufrió el ataque más intenso registrado a lo largo de la guerra mundial. En esa noche de terror, cubrieron el cielo de la capital 334 modernos bombarderos B-29, que lanzaron toneladas de bombas convencionales, de napalm y de gasolina en gel. Los aviones estadunidenses volaban en “cielo abierto”, ante la imposibilidad de que los alcanzaran las defensas antiaéreas niponas, por lo que dejaron cerca de 100 000 muertos y en cenizas humeantes a más del 60 % de la capital. Los estrategas militares estadounidenses habían dejado meses atrás los llamados “bombardeos estratégicos”, que se concentraban en ataques de precisión a instalaciones militares y de infraestructura. La estrategia de guerra buscó, más que nada, aterrorizar a la población con el propósito de que no siguiera sosteniendo la guerra.[9]

 

  
Figura 2. Tokio después de los bombardeos de marzo de 1945 (Colección Wikipedia), recuperado de: https://es.wikipedia.org/wiki/Bombardeo_de_Tokio

 

Ese tipo de estrategias fueron usadas por todos los países durante la guerra y afectaron principalmente a las poblaciones civiles. Un estudioso del tema, Mark Selden, afirma que las consecuencias representan “holocaustos olvidados”, entendida tal expresión como la matanzas de miles de un gran número de personas a lo largo de todas las guerras de ese siglo.[10]

 

Sumi Ogawa, sobreviviente de aquella noche de terror a la que fue sometida la capital nipona, describe su experiencia de la siguiente manera:

La ciudad era un infierno resplandeciente, iluminada por densas y arremolinadas llamas. Al amanecer, Asakusa estaba cubierta con tal cantidad de humo que era difícil mantener los ojos abiertos. Todos nos encontrábamos aturdidos y sólo nos mirábamos mudos unos a otros.[11]

 

El responsable de planear el ataque, el general estadounidense Thomas Power, atestiguó que la aviación había conseguido con éxito su objetivo de destruir la capital. Sin embargo, no dejó de sorprenderse cuando el ejército de ocupación ingresó a la capital en septiembre de 1945: “Es cierto que no hay lugar para las emociones en la guerra —recordó— pero la destrucción fue tan abrumadora que me dejó una impresión tremenda y duradera”.[12]

 

Un niño mexicano de origen japonés fue testigo de ese bombardeo masivo a Tokio. Jesús Akachi había nacido en Sonora, pero sus padres lo enviaron a Tokio poco antes de la guerra. En la capital japonesa, Jesús ingresó a la escuela primaria. Al igual que miles de niños de las ciudades, había sido trasladado a la periferia como parte de la política oficial del gobierno destinada a protegerlos; sin embargo, Jesús recuerda el resplandor y el humo de los incendios que se podían apreciar con toda claridad a más de 100 kilómetros de distancia, desde la prefectura de Nagano, lugar donde se había refugiado.[13]

 

  
Figura 3. Jesús Akachi con su familia en Japón.

 

Jesús y sus compañeros fueron también obligados a colaborar en las tareas que el gobierno militarista impuso a los estudiantes. Las jornadas escolares se compaginaban con visitas a los sembradíos de daikon (rábano blanco) para tomar parte en la cosecha. También participaron en la construcción de una gran instalación secreta bajo las montañas de Nagano, refugio del emperador y sede de los altos mandos militares desde la cual dirigirían la resistencia a la invasión de las fuerzas estadounidenses.

 

Al final de la guerra, su padre decidió que él y su hermano menor, Francisco, regresaran a México, donde vivía su tío. La familia Akachi en Japón era numerosa y no había posibilidades de alimentar tantas bocas. Además, Jesús había contraído tuberculosis y sus padres consideraron que el clima de México facilitaría su recuperación. Los hermanos Jesús y Francisco llegaron a México en 1951, donde Jesús moriría seis décadas después.[14]

 

Otro testigo mexicano, hijo de inmigrantes, vivió en Tokio durante la guerra. Jorge Ito, detalla la organización de la población en general y de los estudiantes en particular para hacer frente a las dificultades que la guerra generó. El joven estudiaba en Japón y describe las enormes carencias que sufrió la población y cómo los estudiantes se preparaban en caso de los bombardeos:

 

Sabíamos que la bomba cuando explota crea una presión tremenda. Entonces debíamos de abrir todas las ventanas; si la ventana está cerrada, se revienta; pero si está abierta, pasa el chiflón. También sabíamos que, durante la noche, hasta la lumbre de un cigarro se puede ver desde un avión enemigo. Entonces teníamos que vivir en la oscuridad.[15]

 

Al igual que Jesús Akachi como estudiante, Ito se vio obligado a colaborar en las tareas del gobierno, sobre todo al final de la guerra:

 

En las escuelas, ¿qué hacíamos? En lugar de tener clase, ayudábamos a la gente mayor a cosechar el arroz. Los jóvenes se habían marchado a la guerra. Al principio era muy pesado cosechar el arroz, la espalda nos dolía. Me daba risa porque el campesino viejito agarraba su hoz y hacía todo rápido. En lo que él venía nosotros todavía íbamos, pero aprendimos.[16]

 

Al finalizar la guerra, el 30 % de todos los hogares de Japón quedaron destruidos, pero en las grandes ciudades, como Tokio, el porcentaje llegó al 65 % del total.[17]

 

Los sacrificios que la población tuvo que sobrellevar durante la guerra se prolongaron muchos años después de que terminó. La vida cotidiana se restableció entre grandes carencias y una enorme escasez de alimentos. Las privaciones se reflejaron incluso en la dificultad para preparar los escasos alimentos que era posible conseguir. La industria metálica durante la guerra se había orientado a la producción de armamentos, por lo que uno de los primeros mercados negros que aparecieron fue el de la venta de utensilios para cocinar.

 

Millones de viviendas habían sido arrasadas, sobre todo en las grandes ciudades. Las familias se refugiaban por las noches en los túneles y corredores del tren. A dos años del fin de la guerra, en diciembre de 1947, el desalojo de cerca de mil personas que dormían en la importante estación de Ueno, en Tokio, muestra la magnitud de este problema.

 

Los niños fueron la parte más vulnerable en esta catástrofe humanitaria, sin duda. Muchos de ellos no sólo sufrieron las carencias que les trajo la guerra, sino que tuvieron que resguardar los restos de su familia. Tal vez el caso más connotado fue el de Chizuko Watanabe, una niña de tan sólo siete años de edad que arribó procedente de Manchuria junto con un grupo de 36 niños huérfanos repatriados. La pequeña cargaba sobre su cuello una bolsa blanca que contenía las cenizas de sus padres y de su hermana menor.

 

Del total de los 123 510 huérfanos y “niños de la calle” que se logró registrar, 81 000 no sabían cómo se habían perdido o separado de sus padres. Esta cifra nos puede dar idea de la gran confusión y desasosiego con que terminó la guerra. Muchos de esos niños se las tuvieron que arreglar por sí mismos para conseguir un lugar donde dormir. Los “niños de la calle” sobrevivían limpiando zapatos, reciclando cigarros, vendiendo periódicos o incluso robando.[18]

 

El Kurai Tanima en Latinoamérica

La población japonesa denomina kurai tanima (valle lúgubre) a ese largo periodo entre 1931 y 1945, por los enormes sacrificios que se llevaron a cabo para sostener la guerra; sin embargo, el valle lúgubre extendió su manto de desgracia sobre el conjunto de inmigrantes japoneses que habían llegado por oleadas a América desde finales del siglo XIX.

 

Al desatarse la guerra, una de las más graves consecuencias que sufrieron los inmigrantes en diversos países fue el arresto masivo y el traslado de cientos de miles de ellos y de sus hijos a campos de concentración.

 

Diez grandes campos de concentración y otras tantas instalaciones se dispersaron a lo largo del territorio de Estados Unidos, donde fueron concentradas más de 120 000 personas, entre ellos niños y ancianos; dos terceras partes, descendientes de inmigrantes japoneses, tenían la nacionalidad estadounidense por nacimiento. A esas instalaciones fueron enviadas, además, cerca de 2 300 personas procedentes de diez países latinoamericanos, la gran mayoría de Perú, muchos de ellos con la ciudadanía de los lugares donde radicaban.[19]

 

La historia oficial estadounidense ha pretendido ocultar la existencia o minimizar el significado de esos campos, a los que sutilmente llamaron “campos de reubicación” o “campos de internamiento”. En realidad, la guerra desató el encarcelamiento y persecución masiva de los inmigrantes y de sus familias. Pero esta persecución y vigilancia por parte de los órganos de inteligencia de Estados Unidos había dado inicio cuatro décadas antes de la Guerra del Pacífico. La creación de campos de concentración en Estados Unidos, Canadá, Panamá y Cuba en 1942 no ocurrió en el vacío, sino que se sustentó en una historia de cerca de 100 años de prejuicios contra los trabajadores inmigrantes orientales que dio paso al llamado “peligro amarillo” en América.[20] La xenofobia contra los trabajadores orientales se fue arraigando de manera muy profunda no sólo en amplios sectores de la sociedad blanca estadounidense, sino en diversos países latinoamericanos, particularmente y de manera muy severa, en Perú.[21]

 

El ambiente hostil, xenófobo y racista contra los japoneses que se generó desde su llegada a distintos países de América a principios del siglo XX afectó en diversas formas a los inmigrantes. Sin embargo, la conformación de Estados Unidos y Japón como potencias imperiales y su enfrenamiento paulatino avivó los prejuicios raciales, que terminaron por involucrar a los japoneses y sus descendientes en esa confrontación. El gobierno estadounidense elaboró una amplia y bien planeada política de escala continental contra ese país y contra los inmigrantes que de él procedían.[22]

 

Al acercarse la Guerra del Pacífico, a finales de la década de 1930, Estados Unidos puso en marcha una política de propaganda que se centró en la supuesta existencia de una “quinta columna”, conformando por los propios inmigrantes al servicio del Imperio Japonés. Mediante la radio y la prensa, con el auspicio de los propios gobiernos, se comenzó a divulgar ampliamente este “peligro” que acechaba a todo el continente.

 

Puentes de comunicación mediante los inmigrantes después de la guerra

Las condiciones en Japón después de la guerra alentaron nuevas oleadas de inmigrantes a Latinoamérica que siguieron enriqueciendo y conectando culturas diversas.

 

Tenemos muchos ejemplos de esos puentes y de historias cercanas y más íntimas que para bien han impactado a la formación de especialistas sobre Japón en El Colegio de México. Una de sus fundadoras y más activas participantes desde su creación en 1976 es la profesora Michiko Tanaka. Ella ha formado a cientos de estudiantes como especialistas en el área de Japón. El que escribe es fruto de sus enseñanzas y dedicación.

 

Además de profundizar mi formación sobre Japón, la profesora Tanaka me ha ayudado a enriquecer los relatos a propósito de los inmigrantes japoneses en Latinoamérica, los cuales he ido recopilando desde hace casi dos décadas; ella me ha dado a conocer la historia de su propia familia durante la guerra: era una bebé de dos años al terminar la Guerra del Pacífico, por lo que no tiene recuerdos vivos del traslado con su madre y hermana a la isla de Kyushu como consecuencia de los intensos bombardeos a Tokio. Afortunadamente, gracias al diario que ilustró Mako, la hermana mayor de Michiko, tenemos imágenes e información de la vida de una niña durante la guerra.

 

  

Figura 4. Michiko Tanaka, profesora de El Colegio de México.

 

  
Figura 5. Diario de Mako Tanaka durante la guerra.

 

En él podemos ver los primeros años de vida de la profesora Tanaka y, gracias a las notas que escribió Sumiko, la madre de ambas, nos enteramos de las patéticas condiciones que prevalecieron en los últimos años de la guerra. En el diario, Sumiko describe un pasaje que nos ilustra sobre ello:

 

Esta mañana recibí la ración de cinco brazadas de leña y 750 gramos de almejas. También un cubo de tofu. Es lamentable [concluye con tristeza Sumiko] que nos den sólo cinco brazadas de leña para todo el mes de mayo. No dura ni para diez días. Como no hay carbón, necesitamos más leña para la cocina.[23]

 

Mako escribe sobre su hermana: “Hoy también llovió todo el día. De regreso a la escuela pasé por la fosa. Estaban jugando muchas ranitas. Capturé dos o tres para llevar a la casa y se las regalé a Michiko. Ella se espantó y se fue hacia atrás”.[24] Y agrega algo más: “A Michiko le aplicaron la vacuna y esa parte está poniéndose amarilla y le da comezón. En la noche al acostarse chillaba y se quería rascar”.[25]

 

En 1946, la familia Tanaka regresó a Tokio. Michiko tiene recuerdos más frescos sobre esa etapa de su vida. La profesora describe ese retorno con estas palabras:

 

Viajamos en tren de Yatsushiro a Hakata, donde descansamos unos días, y seguimos a Tokio, una larga trayectoria en tren que iba parando en cada estación, Era el tiempo de hambre y en el vagón, repleto de pasajeros, hacía mucho calor. Me acuerdo hasta ahora de un gran racimo de uvas verdes que un hombre sentado en frente de mí saboreaba una por una.[26]

 

  
Figura 6. Michiko Tanaka acostada al lado de su madre.

 

Tanaka también se acuerda de sus primeros días en la escuela:

 

Yo asistí a un jardín de niños dentro de un templo budista por un año y pasé otro año junto con mi abuela Oto antes de ingresar a la primaria, ello, en parte, para acompañar a la anciana, pero también para aliviar el problema de la alimentación... Mi abuela no cultivaba arroz, pero tenía una buena huerta de cocina y sabía procesar alimentos tradicionales y remedios caseros muy efectivos.[27]

 

Otro relato de un inmigrante nos da cuenta de la situación de guerra en la prefectura de Okinawa, escenario de una de las batallas más sangrientas y crueles. Estas historias permiten entender la relación y las ligas estrechas entre Japón y Latinoamérica durante aquella etapa.

 

Vicente Onaha nació en Argentina. Su padre, Zentsu Onaha era originario de Okinawa y arribó a Argentina siendo un joven de 18 años. Poco después llegó su compañera, Umito, con quien procreó cinco hijos. El matrimonio Onaha tuvo luego la oportunidad excepcional de regresar a su lugar de origen. Los cinco niños rápidamente se adaptaron a la vida en Okinawa y cambiaron sus nombres en español por otros japoneses. Vicente pasó a llamarse Zempo; sin embargo, la muerte repentina de su madre hizo que dos de los hijos, junto con su padre, regresaran a Argentina antes de iniciarse la guerra en 1940. No me extenderé aquí sobre las dificultades de una familia separada ni sobre la muerte de algunos de ellos en plena guerra. Lo importante es que entendamos que historias de familia como ésta no distinguen fronteras nacionales y que para comprenderlas y explicarlas plenamente tenemos que considerar diversos elementos transnacionales.

 

Uno de ellos se refiere a los problemas identitarios y étnicos en contextos de trasnacionalidad, amplios, globales y siempre en constante transformación. Vicente y la comunidad de inmigrantes japoneses en Argentina tomaron una clara posición frente al conflicto de las Islas Malvinas en 1982 al afirmar: “Nuestro agradecimiento eterno al pueblo argentino que nos ha acogido, y por la bondad y cariño que nos brindó siempre. En este momento tan especial del país, somos tan argentinos como si hubiéramos nacido en esta tierra. ¡Viva la patria!”.[28]

 

¿Quién habla? ¿Vicente o Zempo? ¿Habla el ciudadano japonés que hasta su muerte no se naturalizó argentino, o habla el argentino que murió en ese país y ya no regresó jamás a Japón?

 

Formas de olvidar y recordar: el sentido de la historia

En agosto de 2022 se cumplen 77 años del lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. ¿Para los sobrevivientes de las bombas, los hibakusha, vale la pena recordar esos acontecimientos? En 1963 el escritor Kenzaburo Oe se hizo esa pregunta cuando empezó a redactar su libro Cartas de Hiroshima, en el que se reprodujo algunos testimonios. Oe concluyó que tienen derecho a callar si así lo prefieren, y que nosotros debemos dejar que sean ellos mismos los que decidan hablar.

 

Uno de esos sobrevivientes de Nagasaki, Yasuaki Yamashita, quien vive en el pueblo de San Miguel de Allende, en México, desde hace más de 50 años, se hacía esa pregunta cuando era muy joven. Su respuesta fue callar durante muchos años. Pero hace más de 30, decidió asumirse como hibakusha y caminó por el sendero de empezar a contar lo que él vivió. Hoy es uno de los más activos promotores de los sobrevivientes que impulsan la agrupación de Hibakusha Stories con sede en Estados Unidos.

 

El camino que ha llevado a Yamashita a tomar esa decisión no ha sido sencillo. Pasaron muchas décadas en que el recuerdo de esos días en Nagasaki no lo dejaba dormir y aún ahora a veces lo despiertan. Una de las razones principales para olvidar el 9 de agosto, además del enorme dolor que le causaba recordarlo, fue la discriminación a la que todos los sobrevivientes de la bomba se enfrentaron en la década de 1950.

 

  

Figura 7. Yasuaki Yamashita en conferencia, Ciudad Universitaria, Ciudad de México.

 

Cuando era muy joven y empezó a trabajar en el hospital de la bomba atómica, Yamashita decidió que lo mejor era ocultar esa parte de su vida. La población de aquella ciudad se empezó a percatar de los efectos que la radioactividad de la bomba había dejado en los que estuvieron cerca del epicentro nuclear. Los tumores cancerígenos, la leucemia, las deformaciones genéticas en los bebés que nacían de madres que radicaban en Nagasaki fueron las primeras manifestaciones que se empezaron a conocer y a documentar, y que la población en general creía contagiosas.

 

  
Figura 8. Yasuaki Yamashita en el Hospital de la Bomba Atómica en Nagasaki.

 

Desde esos años, Yamashita decidió no sólo guardar silencio, sino mantenerse lo más lejos posible de la ciudad en la que había nacido. Fue así que llegó a México en 1968. En nuestro país encontró un lugar donde no sería reconocido como sobreviviente de la bomba atómica y podría olvidar.[29]

 

Con el tiempo, algunos jóvenes universitarios se enteraron que él había nacido en Nagasaki y le pidieron que les diera una charla para que les explicarles lo que había sucedido en su ciudad natal durante la guerra. En un principio Yamashita se negó, pero finalmente aceptó y descubrió que hablar públicamente del tema le servía como una terapia para desterrar los fantasmas que lo desvelaban. En la actualidad, no deja de asistir a cuanto foro lo invitan para narrar su experiencia como hibakusha. Confía sobre todo en que los jóvenes la transmitan y sumen sus voces para demandar que nadie más tenga que vivirla.

 

Las formas de olvidar o recordar la historia —frase con la que el historiador John Dower[30] titula su libro sobre la historia moderna de Japón— no son casuales, obedecen y son usadas para preservar espacios de dominación, como señalé al abordar el caso de los campos de concentración estadounidenses.

 

  
Figura 9. Yasuaki Yamashita y sus compañeros de Hibakusha Stories

 

Sin embargo, no sólo desde Estados Unidos existen resistencias para rememorar las consecuencias de la guerra. En Japón se ha tratado de olvidar ciertos hechos en los que participó el ejército japonés y se omite mencionarlos en los libros de texto que se utilizan en las escuelas públicas.

 

La reticencia para enfrentar lo que dejó la guerra ha llevado incluso a que el premio nobel de literatura, Kenzaburo Oe, profesor visitante de El Colegio de México, fuera demandado por oficiales del ejército nipón en 2005. En su libro Notas de Okinawa, Oe demuestra que el Ejército Imperial estuvo implicado en la muerte de cientos de ancianos, mujeres y niños, a quienes ordenó y alentó que se suicidaran antes que rendirse, cuando era inminente el desembarco del ejército estadounidense en marzo de 1945.

 

Después de un largo juicio, las autoridades judiciales japonesas dieron la razón al escritor, admitiendo que los militares contribuyeron a inducir los suicidios masivos. La propia población de Okinawa tuvo un papel central en tal decisión al manifestarse masivamente por que los libros de texto señalaran la responsabilidad del ejército en al menos 500 casos de civiles que se quitaron la vida.

 

Las formas de olvidar y recordar siguen siendo un punto de conflicto al momento de abordar la historia de esos años tanto en Japón como en Latinoamérica. En Estados Unidos, gracias al movimiento de los japoneses americanos de los campos de concentración en ese país, lograron que el Estado se disculpara de manera oficial por la violación de los derechos de miles de ciudadanos que fueron concentrados de manera ilegal; sin embargo, los ciudadanos que fueron llevados desde países latinoamericanos a esos mismos campos no han recibido tal trato, ni los gobiernos latinoamericanos han reconocido plenamente su responsabilidad y los daños que les causaron.

 

* Dirección de Estudios Históricos-INAH
[1] E. J. Hobsbawm, Historia del siglo XX, Buenos Aires, Crítica, 1994, p. 21.
[2] Ibidem, p. 15.
[3] S. Huntington, “Las civilizaciones en desacuerdo”, en Fin de siglo. Grandes pensadores hacen reflexiones sobre nuestro tiempo, prólogo por Bill Moyers, México, McGraw-Hill, 1996, p. 59.
[4] Foucault destacará a la vida como parte del poder, “un ejercicio del poder sobre el hombre en cuanto ser viviente”. En cuanto a la raza se tornó en algo totalmente distinto que es el “racismo de Estado”, “ejercer el derecho de matar”. Véase M. Foucault Defender la sociedad. Curso en el College de France (1975-1979). México, FCE, 2006, pp. 217-237.
[5] Iván Illich, “La sombra que arroja nuestro futuro”, en Fin de siglo. Grandes pensadores hacen reflexiones sobre nuestro tiempo, prólogo por Bill Moyers, México, McGraw-Hill, 1996, p. 71.
[6] Los datos sobre los daños materiales y en vidas puede verse en John Dower, Embracing Defeat. Japan in the Wake of World War II, Nueva York, W. W. Norton & Company, 1999, pp. 33-64.
[7] La historia de los Hiramuro se detalla en Hernández Galindo, “Migración japonesa y guerra: Fernando Hiramuro, un hibakusha mexicano”, en Journal de Ciencias Sociales, año 3, núm. 4, Buenos Aires, 2015, pp. 61-73.
[8] Mark Selden, “A forgotten Holocaust: US bombing strategy, the destruction of Japanese cities & the American way of war from World War II to Iraq”, The Asia-Pacific Journal, vol. 5, núm. 5, mayo 2 de 2007, p. 85.
[9] Consultar Yuki Tanaka, “Indiscriminate bombing and the Enola Gay legacy”, The Asia-Pacific Journal, vol. 1, núm. 5, mayo 23 de 2003.
[10] Mark Selden, op. cit.
[11] Frank Gibney, The Japanese Remember the Pacific War: Letters to the Editor of Asahi Shimbun, Nueva York, Routledge, 2006, p. 204.
[12] Ronald Schaffer, Wings of Judgment: American Bombing in World War II, Nueva York, Oxford University Press, 1985, p. 131.
[13] La vida de la familia Akachi y los recuerdos del niño Jesús pueden leerse en Jesús Akachi, “Testimonio de Jesús Akachi”, Antropología. Revista Interdisciplinaria del INAH, año 1, núm. 2, 2017, pp. 18-21.
[14] Estas circunstancias de los hermanos Akachi se detallan en Hernández Galindo, “Jesús Akachi: la vida y los aportes de un nisei a México”, Discover Nikkei Journal, 4 de octubre de 2016.
[15] Jorge Ito, “Testimonio de Jorge Ito”, Antropología. Revista Interdisciplinaria del INAH, año 1, núm. 2, 2017, p. 22.
[16] Idem.
[17] John Dower, op. cit., pp. 45-46.
[18] Jonh Dower, op. cit., pp. 61-64.
[19] Un análisis amplio, desde diversos ángulos, sobre la concentración generalizada de las comunidades de japoneses estadounidenses lo edita Roger Daniels, Japanese Americans. From Relocation to Redress, Seattle, University of Washington Press, 1991. La situación y “secuestro” de los inmigrantes japoneses y sus descendientes con nacionalidad peruana puede consultarse en Harvey Gardiner, Japanese and Peru 1873-1973, Albuquerque, University of New Mexico Press, 1975.
[20] Roger Daniels, The Politics of Prejudice. The Anti-Japanese Movement in California and the Struggle for Japanese Exclusion, Berkeley, California University Press, 1977, pp. 65-78.
[21] Harvey Gardiner, Pawns in a Triangle of Hate, Seattle, University of Washington Press, 1981, pp. 61-80.
[22] Sergio Hernández Galindo, La guerra contra los japoneses en México durante la II Guerra Mundial. Tsuru y Masao Imuro inmigrantes vigilados, México, Itaca, 2011, pp. 40-42.
[23] Michiko Tanaka, “De la evacuación en las montañas de Kyushu al retorno a Tokio bajo la ocupación estadounidense”, Antropología. Revista Interdisciplinaria del INAH, año 1, núm. 2, 2017, p. 60.
[24] Ibidem, p. 61
[25] Ibidem, p. 62
[26] Idem.
[27] Idem.
[28] Declaración de inmigrantes japoneses en el diario El Día de La Plata, en “Kirai Nisei”, Cecilia Onaha, inédito.
[29] La historia de Yasuaki es narrada por Sergio Hernández Galindo, en Hibakusha Testomonio de Yasuaki Yamashita, México, FCE (Vientos del Pueblo), 2021.
[30] John Dower, Ways of Forgetting, Ways of Remembering. Japan in The Modern World, Nueva York, The New Press, 2012.