La amenaza de las epidemias. Tema fundamental en el discurso de la ciencia mexicana desde finales del siglo XIX e inicios del XX

ENVIADO POR EL EDITOR EL Jueves, 31/10/2024 - 13:13:00 PM

Gloria Villegas Moreno*

 

Resumen
El objetivo del artículo es mostrar las modificaciones que se introdujeron en la Constitución de 1917, tendientes a establecer las obligaciones y estrategias gubernamentales para enfrentar las epidemias, mismas que no sólo les otorgaron relevancia a las autoridades sanitarias, sino que también sirvió de sustento para la conformación del sistema de salud mexicano. La reforma constitucional respondía a la experiencia inmediata: las epidemias suscitadas entre los años de 1910 y 1917, y se encontraba sustentada en el pensamiento higienista de la época, el cual buscaba evitar que se produjera la degeneración del individuo y, por consiguiente, del “organismo social”. Tanto el discurso médico como la experiencia inmediata serían fundamentales para entender la atención prestada a la salud, que se convirtió en una pieza clave en la reconfiguración de las instituciones planteada por el Congreso Constituyente. 

Palabras clave: influenza de 1918, higienismo, Constitución de 1917, salubridad.

 

Abstract
The objective of the article is to show the modifications that were made in the Constitution of 1917 tending to establish the governmental obligations and strategies to face the epidemics, which not only gave relevance to the health authorities, but also served as support for the conformation of the Mexican health system. The constitutional reform responded to the immediate experience, the epidemics that occurred between the years of 1910 and 1917, and was supported by the hygienist thought of the time, which sought to prevent the degeneration of the individual from occurring and therefore, of the "social organism". Both the medical discourse and the immediate experience would be essential to understand the care provided to health, which became a key piece in the reconfiguration of the institutions proposed by the Constituent Congress.

Keywords: influenza of 1918, hygienism, Constitution of 1917, health.

 

Introducción

No deja de causar asombro el hecho de que, apenas concluida la fase más violenta del torbellino revolucionario y en un escenario mundial plagado de incertidumbre, los diputados constituyentes de 1917 hayan aprobado una adición al artículo relativo a las materias en las que el Congreso quedaría facultado para legislar. Quedaron así establecidas las obligaciones y estrategias gubernamentales para enfrentar las epidemias, que otorgaban gran relevancia a las autoridades sanitarias y que servirían de sustento al sistema mexicano de salud. Lo anterior resulta muy significativo si se toma en cuenta que al año siguiente comenzó a propagarse una de las pandemias con mayores repercusiones para la humanidad, incluido nuestro país.

 

Aproximarnos, aunque sea a grandes rasgos, al análisis del proceso a través del cual se configuró la tesis planteada en el Constituyente es el objetivo de la presente exposición, por lo demás íntimamente relacionada con el tema que hoy nos congrega, gracias a la acertada iniciativa de la doctora Beatriz Lucía Cano Sánchez, reconocida especialista en el tema, para celebrar el conversatorio intitulado “Interpretaciones acerca de la pandemia de la influenza de 1918 en México”, con la diligente colaboración de la doctorante Nadia Menéndez di Pardo.

 

El doloroso acontecimiento que hoy rememoramos costó la vida “a más de 20 millones de personas, entre 1918 y 1919”, número superior a todas las víctimas que dejó la primera Guerra Mundial;[1] si bien, al considerar registros posteriores, la cifra puede incrementarse de manera impresionante: entre 40 y 50 millones de seres humanos fallecidos, según el doctor Oldstone, profesor en el área de virología del Scripps Research Institute.[2]

 

Por ello, con independencia del enfoque que propongan los diversos estudios sobre pandemias, la iniciada en 1918 ocupa un lugar preeminente, más allá de las variantes acerca de su denominación.[3] Le da un significado aún mayor la presunción de que fatalmente retornaría: “entre las pestes que visitan a los seres humanos, la influenza es una de las que requiere constante vigilancia, porque podemos estar seguros de que alguna forma de influenza volverá”.[4]

 

Otra obra de estremecedor título, La epidemia inminente. Influenza A H5-N1. Escenarios e intervenciones posibles,[5] se remite también a la de 1918-1919, pues “las pandemias debidas a estos virus [...] aparecen cíclicamente”,[6] además de sugerir la magnitud que podría tener la que estaba en puerta y las previsiones indispensables para afrontarla, las cuales lamentablemente no se atendieron como hubiese sido deseable.

 

Pero, si en 1998 se vislumbraba la posibilidad de que dicha pandemia volviera y ocho años después la presunción de que era inminente es categórica, cuando finalmente ocurrió (2009) y durante los años subsecuentes, los estudios alrededor de la salud y las enfermedades cobraron relevancia en México, habiéndose visto favorecidos por la presencia y diversificación de nuevos horizontes explicativos propuestos por la historiografía desde tiempo atrás. Éstos, por cierto, muestran con gran claridad que para nuestro país el bienio de la influenza constituye una compleja encrucijada con múltiples afluentes: cuando aparecieron aquí los primeros brotes, la etapa más violenta del proceso revolucionario iniciado en 1910 apenas empezaba a remontarse y la reconfiguración de las instituciones era incipiente. En otro orden, si —como es bien sabido— la Guerra Mundial fue producto de tensiones económicas y políticas gestadas con anterioridad, dada su cercanía temporal con la pandemia de influenza es evidente que ambas interactuaron, aun cuando en varias regiones del mundo no se ha precisado —o no se encuentra suficientemente difundida la manera en la que ello ocurrió— pese a los notables avances en los estudios con perspectiva “global”. Por todo ello, con independencia de las variables en sus niveles de profundización, es conveniente tener en cuenta diversas escalas explicativas.

 

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La presente exposición se divide en tres apartados. El primero, bajo el título “De asunto colateral a eje explicativo”, contiene una breve recapitulación que se propone esbozar la forma como han ido adquiriendo relevancia en nuestro país los estudios de las enfermedades, incluidas las de carácter pandémico.

 

El segundo, “La ‘modernidady el desciframiento de sus paradigmas”, pone el acento en las distintas connotaciones que tuvo este concepto entre diversos grupos sociales, desde finales del siglo XIX y hasta inicios del XX. Ahí se incluye tanto un ejemplo del considerado entonces “higienismo de vanguardia” (1895), como la continuidad y fortalecimiento de los razonamientos que llevaron a consagrar la atención de la salud —pese a las situaciones adversas inherentes al “torbellino” revolucionario— como pieza clave en la reconfiguración de las instituciones dentro del Constituyente de 1916-1917.

 

En varios momentos se destaca la conjunción que puede observarse entre la medicina y el derecho en torno a los temas de la salud, claramente consolidada en México durante la última década del siglo XIX y que adquiere nuevas modulaciones en el curso del proceso revolucionario. Todo ello para esbozar los escenarios en la víspera de la pandemia de influenza.

 

El texto concluye con algunas reflexiones sobre los estudios acerca de la salud y las enfermedades, en el marco de los promisorios horizontes historiográficos vigentes en la actualidad.

 

De asunto colateral a eje explicativo

La investigación de las enfermedades y, en particular, las epidemias y pandemias es, de algún modo, una temática “emergente” y relativamente novedosa en el ámbito académico nacional, si bien aquéllas se conocen a través de relatos contenidos en crónicas, obras literarias, artísticas y tradiciones orales. Ése es el caso, por ejemplo, de la viruela que acompañó el arribo de los “conquistadores” a nuestro continente o la epidemia de cólera de 1833, considerada en su momento “castigo divino” por las acciones “reformistas” contra el poder de la Iglesia católica. A su vez, tratándose de los estudios sobre los años del México revolucionario, más allá de sus diversos enfoques es común que la pandemia de influenza iniciada en 1918 o sus efectos se hagan presentes. Sin embargo, como lo ha expresado la doctora Beatriz Cano, la mayoría de las veces no pasaban de ser asuntos colaterales respecto a la centralidad atribuida a los aspectos políticos, económicos, militares o internacionales. Pero, al ampliarse el ángulo de observación hacia aquellos años, en buena medida merced a las nuevas tendencias historiográficas, como las propuestas hechas por las diversas generaciones de la llamada Escuela de los Annales, bajo cuya influencia se formaron varios historiadores mexicanos, como Enrique Florescano y Luis González y González, o la historia cultural, cultivada por un importante número de académicos en nuestro país, las epidemias pasaron a ser elementos nodales para comprender diversas facetas del pasado, y preservarlas en la memoria colectiva, a fin de aprovechar las enseñanzas que dejaban, empezó a considerarse, sin hipérbole, asunto “de vida o muerte”. Cabe señalar que obras como la intitulada Historia de la vida cotidiana en México, dirigida por Pilar Gonzalbo Aizpuru,[7] han sido decisivas para trascender en términos teóricos y metodológicos las fronteras convencionales de los estudios del pasado.

 

Contribuyeron a desbrozar este camino las obras dedicadas a estudiar la historia de la ciencia en México, generadas durante la segunda mitad del siglo XX e inicios del XXI, al abrir nuevos horizontes de investigación a partir de los temas contenidos en ellas sobre instituciones médicas, establecimientos hospitalarios, practicantes de distintas estrategias curativas, variados padecimientos, etcétera, en diversas épocas y regiones. Entre tales, destacan los espléndidos trabajos de Eli de Gortari (1963), Elías Trabulse (1989) y Ruy Pérez Tamayo (2005).[8] A su vez, el notable texto intitulado Ensayos sobre la historia de las epidemias en México (1982), con valiosas colaboraciones y cuya coordinación estuvo a cargo de Enrique Florescano y Elsa Malvido, es una obra pionera en la materia. Por ése y otros trabajos, es un merecido reconocimiento dedicar el presente a la memoria de nuestra inolvidable Elsa.[9]

 

Dentro del breve recuento que nos ocupa, es conveniente mencionar otras publicaciones anteriores, como el capítulo del doctor Porfirio Parra incluido en México. Su evolución social —cuyo “director literario” fue Justo Sierra—, donde se propuso desarrollar los siguientes temas: “La ciencia en México. Los sabios. Elementos del trabajo científico. Proyección del Estado y de los particulares. Contribuciones de México al progreso científico. Academias, Institutos, Revistas. Concursos científicos”.[10] También deben tenerse presentes los volúmenes dedicados a la Vida social, tanto durante la República Restaurada como en el porfiriato,[11] que forman parte de la magna obra coordinada y, en parte, escrita por Daniel Cosío Villegas, Historia moderna de México, pues contienen una rica y rigurosa información sobre salud y enfermedades en esos tiempos, de los cuales, hasta hace poco, sólo se había beneficiado parcialmente la investigación especializada. Ello quizá porque, como lo expresa con elocuencia la doctora Ana María Carrillo Farga, no era frecuente acercarse al porfiriato con “simpatía”, en el sentido que da a este término Pierre Vilar.[12]

 

Tal apreciación se fue matizando con la producción académica de los últimos lustros, conformada por diversas publicaciones dedicadas a estudios económicos, sociales, políticos, culturales, etcétera. En el caso del tema de la salud y las enfermedades, así como asuntos concomitantes, empezaron a generarse diversas investigaciones colectivas con enfoques de “larga duración”, algunas de las cuales se refieren enseguida.

 

En 2003 fue publicado un texto que elaboraron varios especialistas —Guillermo Fajardo, Ana María Carrillo y Rolando Neri Vela— en el cual se aborda, en perspectiva histórica (1902-2002), la atención de la salud en México.[13] Posteriormente (2008), apareció la obra intitulada Protagonistas de la medicina científica mexicana, 1800-2006,[14] útil diccionario biográfico. Más tarde, en el marco de las conmemoraciones del centenario del inicio de la Revolución mexicana, fue publicado un original estudio iconográfico, coordinado por Ricardo Pérez Montfort: Cien años de prevención y promoción de la salud pública en México, 1910-2010. Historia en imágenes.[15] Cabe señalar la pertinencia de las reflexiones ofrecidas por el coordinador de esa obra acerca del vigor que poseen nuestros nuevos horizontes historiográficos:

 

En los últimos años la historiografía mexicana se ha enriquecido enormemente por la ampliación de sus temáticas, sus metodologías, sus fuentes y sus formas de difundir contenidos e interpretaciones. La gran variedad de estilos de hacer historia que desde hace varios lustros está presente tanto en el mundo académico como en los medios de comunicación masiva contradice la peregrina idea, que alguna vez pareció reinar en las conciencias nacionales, de que sólo existía un pueblo, un territorio y una historia de México.[16]

 

Tiempo después, en 2014, se publicó el estudio intitulado La Academia Nacional de Medicina de México. El pensamiento médico y su proyección en 150 años,[17] coordinado por Carlos Viesca Treviño y cuyo objetivo es recuperar la relevante trayectoria de este noble organismo, desde que fue fundado, y consignar sus notables contribuciones a lo largo de siglo y medio. Tres años después vio la luz otra obra sobre el tema de la salud, dentro de una serie dedicada a la Memoria y Prospectiva de las Secretarías de Estado, integrada por diversas colaboraciones que configuran un excelente estudio de larga duración pues, según el tema, se remontan a distintas épocas y llegan hasta el presente.[18] En este sucinto recuento es oportuno incluir la espléndida tesis doctoral de Ana María Carrillo Farga,[19] ya citada, quien, desde años atrás, había llevado a cabo incursiones en el tema con gran solvencia académica.[20]

 

Aun cuando la presente recapitulación es sólo indicativa, las obras aquí referidas constituyen un notable conjunto que ha venido forjando secuencias explicativas, fundamentales para redimensionar de manera integral diversas facetas del pasado. Así, parece haberse ubicado en su justa dimensión el discurso político que, por décadas, confirió a la Revolución un vigoroso sentido simbólico y fundacional en todos los órdenes, negando cualquier relevancia al porfiriato.

 

Con una tendencia inversa, la investigación generada por historiadores extranjeros y mexicanos en las últimas décadas del siglo XX fue mostrando que la tajante diferenciación entre ambas épocas era insostenible. Además, al reconocerse que uno de los ejes centrales del régimen porfirista fue el propósito de alcanzar la “modernización” del país en diversos aspectos, incluidos los de educación, salud y ciencia, para dichos estudios el tema empezó a resultar insoslayable. Por ejemplo, Carlos Viesca comenta:

 

El periodo que en términos generales corresponde al porfiriato fue una época de gran riqueza para la medicina mexicana en todos sus campos. Mirando hacia la propia realidad definió sus principales líneas de interés y buscó su conocimiento y la solución de los problemas identificados en un diálogo constante con la comunidad científica internacional, importando conocimientos y sus aplicaciones aunque sin nunca dejar de lado la tradición nacional y el estudio de los propios recursos.[21]

 

Algo semejante ocurre en el campo de la jurisprudencia, donde los estudios de larga duración han rescatado propuestas de vanguardia que se dieron durante nuestro siglo XIX, hasta hace pocos años escasamente conocidas fuera de los espacios académicos. Y es que a esa disciplina también se le atribuye gran importancia durante el porfiriato, lo mismo que en épocas anteriores. Al respecto, resulta ilustrativo el libro intitulado Porfirio Díaz y el derecho. Balance crítico,[22] en el cual se reúnen ensayos de especialistas reconocidos y en cuyo estudio inicial Héctor Fix-Fierro expresa: “Con independencia de cómo se juzgue el papel histórico de don Porfirio, cada vez se reconocen con más claridad las líneas de continuidad y evolución entre el México de la dictadura porfirista, el nacido de la Revolución mexicana y el México moderno de hoy día”.[23]

 

Desde luego, todo lo anterior no significa omitir los severos fenómenos de desigualdad, pobreza, “control social”, no pocas veces ejercido con violencia, que imperaron antes, durante y después del régimen porfirista.

 

La aproximación, tanto a varias de las obras antes mencionadas, como al importante conjunto de artículos acerca de la salud, enfermedad, pandemias o epidemias a lo largo de distintos momentos de nuestra historia y en sus diversas regiones, cuyo número va en ascenso, permite afirmar que se ha generado un “hito historiográfico”.[24] Este concepto pretende describir el resultado del acercamiento colectivo y constante a una temática o periodo —como ha ocurrido con los estudios regionales o los de género— pues, además de enriquecer el conocimiento acerca de un objeto de investigación, impacta las dimensiones teóricas y metodológicas del quehacer histórico. Incluso, con frecuencia, pone en entredicho las periodizaciones tradicionales o la percepción de una época.

 

Resulta por demás sugerente, y fue de algún modo inesperado, que los estudios dedicados a esclarecer las diversas facetas del binomio salud-enfermedad hayan contribuido a fortalecer la continuidad explicativa entre el porfiriato y el proceso revolucionario mexicano, al advertir la importancia otorgada por el “antiguo régimen” a esos asuntos, las instituciones creadas entonces y la relevancia de médicos y abogados que las forjaron y formaron parte de ellas. Por cierto, esto último se explica en razón de que, no obstante sus comprensibles modificaciones, los estudios orientados a la formación de médicos y abogados constituyen tradiciones educativas de orígenes remotos en nuestro país, al igual que las academias y asociaciones científicas, bajo el principio de las bondades del trabajo que ahora llamamos colegiado, como lo ha estudiado Luz Fernanda Azuela.[25]

 

Una vez trazadas, de manera muy general, las tendencias historiográficas que facultaron la resignificación de los temas sobre la salud, desde la prevención hasta la cura de las enfermedades, nos ocuparemos de dos momentos que, no obstante la distancia temporal y el carácter diverso de los escenarios donde se producen, resultan particularmente interesantes para ilustrar las formas como se concebían las medidas preventivas en materia de salud pública y los mecanismos institucionales para afrontar las epidemias y pandemias: por una parte, el discurso pronunciado por el doctor Domingo Orvañanos en el marco del Primer Concurso Científico Mexicano (1895), titulado “Algo sobre la legislación sanitaria relativa a las habitaciones en México”, y, por otra, las argumentaciones en torno a la “adición” al artículo 73, fracción XVI de la Constitución, presentadas por el doctor José María Rodríguez, diputado por el tercer distrito electoral de Coahuila, en el Congreso Constituyente (1916-1917), suscrita también por otros legisladores, acerca de la responsabilidad de las instituciones para prevenir y atender la salud, cuyo significado expresó con elocuencia dicho legislador luego de que fue promulgada la reforma al documento constitucional de 1857: “La higiene es la base de la salud y está en razón directa de la civilización de los pueblos; por eso el Congreso Constituyente de 1917 dio una atención especial a este ramo de la ciencia”.[26] En ambos casos, se puede advertir una justificada preocupación e insistencia en el tema de la higiene, pues la falta de tal, por lo regular asociada a la pobreza, era visualizada certeramente como “caldo de cultivo” para los contagios.

 

La “modernidad y el desciframiento de sus paradigmas[27]

Estimar necesaria e impostergable la transformación de la vida del país fue una posición presente en las últimas décadas del siglo XIX, tanto entre quienes tenían responsabilidades públicas, incluido el propio general Díaz,[28] lo mismo que en aquellos autodenominados “elementos centrífugos de la sociedad” o los líderes de las posiciones más radicales, como Ricardo Flores Magón. Al efecto, conviene recordar los siguientes artículos del Programa del Partido Liberal (1906), incluidos en el “capítulo” que se titula “Capital y Trabajo”, sostenido por el grupo que él encabezaba, relacionados con el tema de la higiene:

 

25.- Obligar á los dueños de minas, fábricas, talleres, etc., á mantener las mejores condiciones de higiene en sus propiedades y á guardar los lugares de peligro en un estado que preste seguridad á la vida de los operarios. 

26.- Obligar á los patronos ó propietarios rurales á dar alojamiento higiénico á los trabajadores, cuando la naturaleza del trabajo de éstos exija que reciban albergue de dichos patronos ó propietarios. 

 

Para lograr los cambios requeridos por el país, será pieza clave un robusto proyecto educativo,[29] forjado tiempo atrás, que se consideró crucial para el logro del anhelado progreso, conforme al lenguaje positivista que estuvo en boga, sin renunciar a las ideas liberales que habían sido crisol de su organización política.

 

Entre las condiciones requeridas para que México formara parte del “concierto de las naciones civilizadas”, según expresión de quienes pertenecían a las “clases directoras”, se encontraba la de que el país tuviese una “clase media”. Según el fraseo de Díaz en la afamada entrevista concedida al periodista estadounidense James Creelman (1908), “México tiene hoy una clase media que nunca había tenido antes, y la clase media, es bien sabido que aquí, como en todas partes, forma los elementos activos de la sociedad”. Consecuentemente, consideraba que el pueblo mexicano estaba apto para la democracia, era deseable la formación de partidos políticos para ejercerla e innecesario ya el gobierno “patriarcal”.

 

A su vez, el fortalecimiento del capitalismo a nivel internacional, como lo señalan varios autores, propició que en las últimas décadas del siglo XIX inversionistas de diversas naciones empezaran a mostrar gran interés por las riquezas mineras y petrolíferas de nuestro país, percibido como una región promisoria, con abundante mano de obra barata, exenciones y subvenciones. Al efecto, fue emblemática la construcción de vías férreas.[30] Éstas, al igual que las instituciones financieras, se volvieron indispensables para lograr la modernización económica de México, que vio surgir aceleradamente una “clase obrera”, pronto imbuida de los idearios socialistas y anarquistas, que empezaron a disputar espacios al liberalismo en la prensa y las instituciones educativas.

 

Una de las consecuencias del acelerado proceso de industrialización fue que quienes desarrollaban labores agrícolas en las comunidades campesinas o se encontraban insertos en el esquema de las haciendas, “atados por las deudas”, dentro de la llamada “economía moral” —que incluía instituciones de beneficencia auspiciadas por la Iglesia— se incorporaran a trabajar en las fábricas, si bien hubo expresiones de descontento. El rechazo violento a la construcción de vías férreas bajo la consigna de “muera la ley de fierros”, o las protestas contra el uso abusivo del agua que hicieron las industrias, provocando escasez del vital líquido en los pueblos de Tlalpan, así como las afamadas huelgas de Cananea y Río Blanco, motivaron que se considerara a los trabajadores fabriles “refractarios al progreso”. A ello se sumaban los inveterados reclamos de las comunidades por el despojo de sus tierras; problema ancestral que se había venido recrudeciendo y, a la postre, sería demanda primordial en los planes revolucionarios.

 

Debe recordarse que, entonces, empezaron a proliferar artículos periodísticos y folletos escritos por abogados y profesionistas de otros campos, quienes señalaban la necesidad de que el país diera pasos firmes hacia nuevas formas de vida política y —teniendo como paradigma el caso de Estados Unidos—, avanzara hacia la democracia, al tiempo que, en correspondencia privada, numerosos funcionarios de alto nivel se ocupaban con inquietud del asunto.

 

Pero si la permanencia de Díaz en el poder fue posible —dice Cosío Villegas— por el hartazgo de las guerras que había padecido continuamente el país, cuando mediante diversos mecanismos se logró la gobernabilidad, algunos sectores sociales fueron extremadamente escépticos ante la llamada “reelección indefinida” e incluso llegaron a considerarla públicamente un “sacrificio” para nuestra democracia naciente. Así lo expresó un destacado grupo de figuras políticas de alto nivel en el Manifiesto de 1892, argumentando que sólo era aceptable una última reelección para consolidar los avances del país y transitar paulatinamente hacia nuevas formas de organización política y social.

 

Vale la pena detenernos en este asunto, por sus diversas implicaciones. El propio general Díaz expresó, en el ámbito privado, el deseo de que su reelección de ese año tuviese un cariz democrático. Así, sus “parciales” formaron la Unión Liberal, con la idea de congregar representantes de distintos puntos del país para llevar a cabo la postulación correspondiente mediante una Convención. El manifiesto en el que se llamaba a ésta, “magistralmente escrito por Justo Sierra”, según testimonio de José Yves Limantour, otro de los firmantes, instaba a gobernar “con la ciencia”, al tiempo que planteaba lo que, a su juicio, eran cambios impostergables, como la pertinencia de que los integrantes del Poder Judicial fuesen inamovibles para garantizar su independencia.

 

De esta manera, sin escatimar elogios al presidente y con la certeza de que triunfaría en los comicios, el mencionado manifiesto planteaba varios aspectos de gran relevancia. Entre otros, se refería al fenómeno descollante en los últimos tres lustros:

 

El inesperado desarrollo de nuestras comunicaciones, que poniéndonos en contacto con nosotros mismos y con el mundo, ha centuplicado nuestra cohesión nacional, nos ha permitido alcanzar a nuestro siglo que nos llevaba una delantera enorme y nos ha dado la importancia de un factor en la civilización humana: la Nación sabe a qué circunstancias debe tamaño bien y qué hombres, y a cuál de ellos, en primer término, debe la resolución salvadora de aprovechar esas circunstancias; pero anhela por el advenimiento de un período, ya que los grandes senderos del progreso material están abiertos, en que suba al mismo nivel el progreso intelectual y moral, por la difusión, ya valientemente iniciada, de la educación popular; por la apropiación continua de nuestros sistemas educativos a nuestras necesidades; por la demostración con hechos cada día más notorios, de que se conoce el valor de esa fuerza mental que se trasforma en inmensurable fuerza física y que se llama “la Ciencia.

 

Y, de no ser así, “se deprimiría el alma de la democracia mexicana hasta un bajo utilitarismo carente de ideales, capaz de atrofiar las virtudes cívicas, sin las que las repúblicas se disuelven en grupos de presa, refractarios a la justicia y al derecho”.

 

En el manifiesto se reiteraba que, para lograr la meta de la “transmisión de la paz civil, es preciso asegurar en su base la paz social, para que sus raíces penetren tan hondamente que el árbol sea inconmovible”. A su desacuerdo con la reelección indefinida, contraponían la tesis de que ésta podría ser considerada de manera excepcional, como era el caso de la de 1892, pues:

 

[...] se trata de conducir al fin de su periodo más delicado, una obra por extremo compleja en que se compenetran profundamente la cuestión de nuestro crédito, factor de nuestra prosperidad, la de nuestra organización fiscal, garantía de ese crédito; la de nuestro progreso material, fuente de la fortuna pública y de nuestra potencia financiera, y sobre todo, la de la trasmisión de la paz, base de toda solución de estos problemas que, en realidad, son uno solo.

 

Y proseguía afirmando lo siguiente:

 

El gobierno no puede crear hábitos electorales; no puede improvisar una democracia política, precisamente cuando tratamos de organizar sus centros de creación; el gobierno no posee el filtro mágico que puede precipitar y anular en el tiempo los periodos normales de la evolución de un pueblo que, nacido ayer, no es demócrata en su mayoría, hija de la mezcla de dos razas, sino por instinto igualitario y que hoy apenas despierta a la conciencia racional de su derecho.

 

La terminología utilizada en el documento fue la base para denominar “científicos” a los promotores de la que supuestamente sería la última reelección del presidente y, por extensión, a los incondicionales del régimen.

 

Si bien el general Díaz aceptó la postulación a la presidencia de la república, nada dijo de los puntos propuestos en el manifiesto; sin embargo, la tesis de que la ciencia era indispensable para gobernar, acorde con los postulados del positivismo, se mantuvo por diversas vías. Una de ellas fue la organización del Primer Concurso Científico Mexicano en 1895.

 

Convocado por la Academia Mexicana de Legislación y Jurisprudencia, correspondiente de la de Madrid, presidida por Luis Méndez —tío y tutor de Justo Sierra—, con el beneplácito de Joaquín Baranda, secretario de Justicia e Instrucción Pública, el Primer Concurso Científico Mexicano tuvo el plausible propósito de auspiciar la concurrencia de todas las sociedades científicas de la capital del país, a fin de que, a través de sus representantes, se conocieran las propuestas para modificar la legislación, de tal manera que favoreciera el progreso nacional. Así, entre el 7 de julio y el 18 de agosto de 1895, fueron presentados treinta trabajos de muy diversos temas, desde las preocupaciones acerca de las enfermedades mentales, la situación del riego, hasta los remedios indispensables para evitar la deforestación de los bosques. A las sesiones inaugurales y de clausura, congregadas en la Cámara de Diputados, asistió el presidente Porfirio Díaz. Ese importante evento es una muestra elocuente de la forma como el afán de lograr la modernización del país se irradiaba hacia diversos espacios y, muy señaladamente, al de la ciencia.[31]

 

Entre el rico conjunto de participaciones en el concurso se encuentra la alocución del doctor Rafael Lavista,[32] intitulada “Relaciones entre la Medicina y la Jurisprudencia”, en la que se corrobora el fructífero vínculo entre ambas, aludido en estas páginas. En efecto, el distinguido miembro de la Academia Mexicana de Medicina expresó: “La imperiosa necesidad de remediar las dolencias sociales ha motivado las leyes y códigos que sirven a los pueblos cultos de la tierra como la farmacopea a que recurrir se debe para combatir los males sociales”. Estimando que aun cuando en múltiples casos ésta “se hace suficiente para llenar su objeto, numerosísimos son aquellos en que por sí sola no podría llenar debidamente su cometido”; entonces, agrega, “es cuando necesita del concurso de otros ramos del saber humano que la ilustran y resuelven las arduas cuestiones que se ofrecen a cada paso en la vida social. A la medicina toca ciertamente una participación muy directa en esta importantísima labor, y de ahí la estrecha relación que existe entre el derecho y el arte de curar”.

 

El doctor Lavista se mostraba profundamente convencido de que ambas ciencias “son complementarias” y no pueden vivir “independientes sin menoscabo de la vida individual y de la comunidad social”, ya que “de su común acuerdo resulta su perfeccionamiento y desarrollo”.[33]

 

Un ejemplo del higienismo de vanguardia, 1895

En el último tercio del siglo XIX se había incrementado, en el ámbito internacional, el interés por la higiene. Una muestra de ello fue el Congreso Higiénico Pedagógico de 1882.

 

Un ejemplo, por demás interesante para este tema, íntimamente relacionado con la prevención de la salud en México, se encuentra en el discurso que pronunció en el Primer Concurso Científico Mexicano, ya referido, el doctor Domingo Orvañanos,[34] miembro de la Sociedad Médica “Pedro Escobedo”, intitulado “Algo sobre la legislación sanitaria relativa a las habitaciones en México”,[35] que vale la pena recuperar en sus dimensiones argumental e informativa. Así inició su alocución el doctor Orvañanos:

 

Cuatro años hace que, comisionado por el Consejo Superior de Salubridad del Distrito Federal, tuve la honra de leer una memoria en Kansas City, sobre nuestra legislación sanitaria, ante la Asociación Americana de Salubridad Pública. En esa memoria bosquejaba á grandes rasgos las bases que habían servido de fundamento á dicha legislación, el contenido substancial de sus principales capítulos y los procedimientos que se iban á poner en práctica para dar cumplimiento á las disposiciones sanitarias. Concluida mi lectura, pidió la palabra el Dr. Baker, ex-Presidente de la Asociación y uno de los hombres más prominentes en higiene pública en los Estados Unidos, y dijo: “Si alguno de los delegados de la Unión Americana puede decir que tiene en su Estado disposiciones sanitarias mejores que las de la República de México, que se levante y lo diga, porque yo creo que no tenemos hasta ahora cosa mejor”.

 

Y prosigue, recordando que nuestra legislación sanitaria había sido “meditada durante varios años; para su formación se estudiaron los códigos sanitarios extranjeros; se han tenido presentes, al formarla, nuestro modo de ser, nuestras necesidades, los resultados que había enseñado la experiencia y hasta la fácil ejecución de las leyes”.

 

Orvañanos se refirió al Código Sanitario,[36] recién reformado, mencionando que el capítulo dedicado a las “habitaciones” no sólo le parecía uno de los “mejor acabados”, sino había sido muy alabado en Francia, Italia y Canadá:

 

Sin embargo, el avance de la ciencia por una parte, y por la otra las enseñanzas que vienen de la práctica, ha hecho ver que en dicho capítulo hay, entre algunos vacíos, uno que es necesario llenar urgentemente. Me refiero al asunto de las aglomeraciones humanas, pues lo preceptuado en los arts. 59, 60 y 62, no es suficiente para garantizar del todo la salubridad pública. Por lo tanto, en el presente discurso me propongo tratar de los inconvenientes de esa aglomeración, para deducir de allí qué reformas sea conveniente hacer al Código Sanitario, en lo que se refiere á esta materia.

 

Por lo anterior, su exposición se centraría en lo perjudicial que resultaban las aglomeraciones de muchas casas en un espacio “relativamente corto”, pasando a considerar las diversas causas generadoras del “enviciamiento” del aire: “principalmente por nuestra respiración y por los productos que se desprenden de las diversas substancias que se usan para el alumbrado y el combustible”. Aludió enseguida al artículo 62 del Código Sanitario, ya mencionado, donde se establecía que en los “hoteles, mesones, casas de huéspedes y dormitorios públicos, no se permitirá el alojamiento de un número mayor de personas que el que permita la capacidad de los cuartos, de manera que cada individuo disponga, cuando menos, de un espacio de veinte metros cúbicos”, preguntándose por qué la ley no se ocupaba “de las casas de vecindad y de los cuartos que sirven de alojamiento a una sola familia en varias casas particulares”, donde casi siempre:

 

[...] la atmósfera misma es sensual. ¿Qué maravilla, por lo tanto, el que los adolescentes y aun los niños de nuestra clase pobre, sean unos verdaderos maestros en la inmoralidad y el crimen? Lo notable es que nuestro pueblo bajo no haya llegado á un grado de desmoralización todavía mayor, dado el medio en que ha vivido.

 

La permanencia de los individuos de nuestro pueblo en esos lugares de aire corrompido, enerva sus facultades y origina en su cuerpo una resistencia menor á los agentes morbíficos.[37]

 

También tocó el tema de la iluminación en las habitaciones, pues:

 

La naturaleza nos suministra en la luz uno de los medios más poderosos de desinfección. Bajo su influencia perecen pronto un gran número de gérmenes morbíficos, pues es bien sabido que los gérmenes del cólera, del tifo y del enemigo más terrible de la especie humana, la tuberculosis, mueren en poco tiempo cuando están expuestos á la acción de la luz, y sobre todo, á la dirección directa de los rayos del sol.

 

Y para sustentar su tesis, aludió a ejemplos concretos: el cólera de 1850, el tifo de 1872 y la forma como se propagaron, con base en su propia experiencia, cuando desempeñó “una de las Comisiones de Habitaciones en el Consejo de Salubridad”, en diversos lugares, incluida la casa de “un rico capitalista” de la Ciudad de México, donde se hicieron varias inspecciones, ordenadas por la mencionada Comisión del cuartel respectivo, así como “todo lo conveniente para sanear las casas, en lo que se refería á caños y conductos desaguadores”. No obstante, pasados algunos meses y efectuadas varias visitas por el Inspector, éste no encontró alguna cosa a la que

 

[...] pudiera atribuir el origen del tifo. Repetida la visita por la Comisión de Habitaciones y hecha extensiva á las casas inmediatas, se pudo saber que en varios de los cajones de ropa del Portal de las Flores, en donde viven un gran número de dependientes, había habido varios casos de tifo y uno de ellos en la casa que se encuentra atrás de la que tratamos y que tiene una ventana, que es una servidumbre, como se llama ordinariamente, que cae para una pieza de la calle de San Bernardo [...] ¿De qué sirve que el Consejo de Salubridad practique constantemente y con el mayor empeño, la desinfección de las piezas y de las ropas, si no se quita la causa principal del tifo, que no es otra que la aglomeración?

 

A partir de todo lo anterior, el orador planteaba la necesidad de que no se permitieran las construcciones:

 

formando grandes manzanas, como se ha hecho hasta ahora [...] Debemos por lo tanto, adicionar el cap. I, Tít. 1o, Lib. II del Código Sanitario, prescribiendo para las casas nuevas, como se hace actualmente en Inglaterra, Francia y los Estados Unidos, que haya un espacio libre alrededor de cada casa y que esté en la espalda de cada una y no sea menor de tres á cuatro metros.

 

Y, aunque esperaba que el “Gobierno” tomara en consideración sus iniciativas, no bastaba que formasen parte de nuestro Código, “sino que es preciso el auxilio eficaz y la cooperación de todos nosotros”. Prohibir el alojamiento de “un número mayor que aquel que permita su capacidad, no se podría llevar a cabo [...] por nuestra clase pobre, por muy buena voluntad que tuviese”, pues no existía un número suficiente de habitaciones que pudieran ofrecerse a un precio reducido.

 

El Gobierno no puede ni debe echar sobre sus espaldas el proyecto de construir habitaciones para el pueblo; se necesita de la iniciativa individual, y en lo único que pudiera ayudar el Gobierno sería en la exención de impuestos y en la concesión liberal de numerosas franquicias. Los fabricantes, los industriales, las asociaciones de caridad, y sobre todo, lo que es más práctico, las sociedades por acciones, con bases puramente comerciales, son las que pueden emprender con gran provecho la construcción en gran escala de habitaciones baratas.

 

Es probable que ahora sea el momento oportuno para efectuarla, pues por la depreciación de nuestra moneda tenemos una verdadera plétora de metálico y los banqueros no encuentran negocio lucrativo y seguro en que darle inversión. Por fortuna, el proyecto de construir habitaciones tiene sobre los otros grandes proyectos de nuestra higiene social esta gran ventaja: que no implica la necesidad de sacrificios sin compensación inmediata, como el desagüe del Valle y la canalización de la ciudad, que no compensarán sino más tarde, por la disminución de las enfermedades; sino que la construcción de habitaciones para los pobres es un negocio como otro cualquiera, y nuestra clase acomodada encontrará en él lo que siempre ha sido muy de su agrado, la imposición del capital en hipotecas de primer orden y con todas las seguridades que tienen los mejores valores.

 

El doctor Orvañanos, quien hablaba como “higienista”, expresó finalmente lo siguiente:

 

Toca ahora á la Academia de Jurisprudencia, ya que ha convocado estos útiles certámenes, los primeros en la historia de nuestro país, ya que ha dado el ejemplo á todas nuestras sociedades científicas, abandonando el pacífico retiro donde tienen lugar sus deliberaciones, para buscar un estímulo poderoso, consagrando al bien público sus tareas, el meditar sobre las verdades que he tenido la honra de exponer, para que entonces sea cuando brote la luz, luz que al mismo tiempo que haga brillar todavía más á esta ilustre sociedad, se aplique al bien y á la felicidad de nuestra patria.

 

Justo Sierra, quien ya para entonces era una figura política relevante, pronunció el discurso de clausura del Primer Concurso Científico Mexicano, en uno de cuyos pasajes expresó, dirigiéndose a las sociedades científicas participantes: “Vuestros representantes han abordado sucesivamente el estudio de nuestro crecimiento social, del medio físico en que ese crecimiento se verifica y de la higiene á que los grupos urbanos deben sujetarse, á riesgo de perecer en la miseria fisiológica ó en las epidemias”. La idea era que estos concursos se concertaran cada dos años; sin embargo, después del de 1895, se llevó a cabo en 1896 una reunión “bianual” con pocas participaciones y otra más en 1900. Finalmente, se efectuó el Concurso Científico y Artístico del Centenario, entre diciembre de 1910 y febrero de 1911, que ha sido estudiado por Rodrigo Vega y Ortega y José Daniel Serrano.[38]

 

Como puede advertirse, los abogados —al igual que los médicos— llevaron a cabo una labor importantísima y varios de ellos llegaron a ser líderes en su campo; relacionados con personajes políticos relevantes de la época, lograron que con frecuencia éstos auspiciaran sus proyectos, a tono con los paradigmas imperantes de la “modernidad” en distintas latitudes. Asimismo, en la tónica de que México debía formar parte del “concierto de las naciones civilizadas”, el gobierno fue un empeñoso impulsor de actividades científicas y culturales, mismas que deberían reportar beneficios económicos al promover la inversión, como se esperaba en el caso del famoso Pabellón con el que nuestro país participó en la Exposición Universal de París (1889).[39] Lo anterior, como se ha venido señalando, obedecía a que la modernización no se pensó sólo en términos económicos, sino muy señaladamente en el aspecto educativo y, por esa razón, se atendió e impulsó la creación de diversas instituciones o la realización de congresos nacionales e internacionales que le dieron un gran prestigio al país y favorecieron la formación de lo que ahora llamamos “masas críticas”, decisivas para el avance del conocimiento, con la particularidad de que fue una tendencia que se concretó en varios estados de la república, a través de diversas actividades organizadas en los Institutos Científicos y Literarios, fundados tiempo atrás.

 

En lo concerniente al tema de la salud, la prolongada permanencia del doctor Eduardo Liceaga en la presidencia del Consejo Superior de Salubridad entre 1885 y 1914, organismo estratégico al que adelante nos referiremos, fue decisiva. Da cuenta de lo anterior el excelente estudio realizado por la doctora Ana Rosa Suárez Argüello[40] sobre este destacado guanajuatense, cuyo hilo conductor es el escrito que nos legó Liceaga intitulado Mis recuerdos de otros tiempos, publicado póstumamente.[41] Médico y amigo de Manuel Romero Rubio y del matrimonio Díaz-Romero Rubio, este vínculo amistoso y profesional dio a Liceaga “una posición de poder”, desde la cual “impulsó el fortalecimiento institucional del CSS”, primero en la Ciudad de México y más tarde en los territorios federales, “y que coadyuvó a que éste se convirtiera en un promotor del orden y del progreso con los que el Estado porfiriano pretendía identificarse. Él fue, de tal modo, responsable de la política de salud del régimen”. Fungió como director de la Escuela de Medicina (1902-1911), donde ejerció una notable labor.

 

De esta manera, siendo un hombre inteligente y estudioso, pronto se percató, afirma la autora, de que “la medicina nacional requería salir al exterior”. Así, con el apoyo del gobierno mexicano, viajó a Europa para participar en conferencias internacionales, estableció vínculos con asociaciones de Estados Unidos y llegó a presidir la American Public Health Association[42] (APHA). Su labor fue decisiva “para que la medicina y los médicos de México fueran conocidos y dignos de confianza en otras latitudes [...] El compromiso del Dr. Liceaga con el régimen porfiriano fue auténtico, no oportunista. Quiso la prosperidad de México —entendida como orden y progreso— y, de paso, la suya propia. Por eso el estallido de la Revolución mexicana le significaría una pérdida de autoridad, no así de reconocimiento a su prestigio y a sus aportaciones médicas”.

 

La atención de la salud, pieza clave para el futuro de la sociedad mexicana

Diversas fuentes y estudios acerca de los años previos al estallido de la Revolución mexicana, en noviembre de 1910, permiten afirmar que esta última fue, en buena medida, consecuencia de una transición que parcialmente se había impulsado desde las esferas del poder, frustrada a la postre por ellas mismas.

 

Dar marcha atrás respecto del cambio anunciado por el propio presidente en la entrevista que concedió a Creelman en 1908, ya referida, hubiera sido casi imposible pues, desde varios años atrás, se venía formando una vigorosa “opinión pública” en el sentido de que, además de resultar inaplazable, era el mejor momento para llevarlo a cabo, en razón de la fuerza que tenía el mismo Díaz. Así, el creciente desfasamiento estructural entre el desarrollo económico y las realidades sociales y políticas sería el reservorio de muchos conflictos que se harían presentes en los siguientes lustros, pues entre diversos sectores de la sociedad mexicana había arraigado la convicción de que no podía pensarse un país moderno sin la existencia de partidos políticos, aludiendo como referente con frecuencia al sistema político estadounidense. Por cierto, en varios momentos, Estados Unidos, primero con alguna sutileza y luego de manera tajante, expresaría su preocupación por la edad del presidente y la incertidumbre acerca de quién sería el sucesor que habría de garantizar la protección de sus intereses... Como sabemos, la injerencia no cesaría.

 

De esa manera, se fue mermando la aceptación del llamado “necesario” y quedó erosionada la anuencia “pasiva”, para unos, o la “legitimidad” del régimen, según frase de otros, principalmente porque éste recurrió a las viejas prácticas de “contención política”. Todo ello empezaría a configurar situaciones inéditas. Una de ellas fue la “efervescencia ciudadana” que dio pie a la formación de agrupaciones políticas, algunas de cuyas deliberaciones quedaron consignadas en los órganos periodísticos por ellas fundados. En la misma línea, Francisco I. Madero publicó La sucesión presidencial en 1910 (1908), con elocuente dedicatoria “A los héroes de nuestra patria; a los periodistas independientes; a los buenos mexicanos” que, por cierto, envió al presidente Díaz. También fueron por demás novedosas las exhortaciones para discernir primero el programa y luego pensar en el candidato. Así procedió el grupo liderado por Madero, hasta formar el Partido Antirreleccionista, en cuya convención serían proclamadas las candidaturas del propio Madero y del doctor Francisco Vázquez Gómez, respectivamente, a la presidencia y vicepresidencia de la república para las elecciones de 1910.

 

Sin duda, la forma como respondió el presidente a la actividad de las incipientes organizaciones políticas sería el punto de inflexión que marcaría los siguientes años. Estaban ya abiertas tanto la disyuntiva como las rutas por donde podría transitar el país: ¿evolución o revolución?

 

***
Respecto al proceso entonces iniciado y sus desenlaces, al igual que a la situación internacional imperante en esos años, ampliamente abordados por la historiografía, sólo mencionaremos algunas referencias para contextualizar el trayecto que condujo a la realización del Congreso Constituyente de 1916-1917, donde los temas relativos a la salud adquirieron un significado particular.

 

Tras el encarcelamiento de Roque Estrada, orador en las giras del antirreleccionismo, siguió el de Madero. Puesto este último en libertad bajo caución, escapó hacia Estados Unidos, desde donde dio a conocer el Plan de San Luis, en el cual llamaba a tomar las armas contra el gobierno dictatorial. En este documento se postulaba a la revolución como la “legítima defensa del organismo social” ante los atropellos de las autoridades que violaban la ley. Se consagró así un arquetipo conceptual que permanecería vigente. La respuesta que tuvo su llamado sorprendió al propio Madero. Sin embargo, pronto se iniciaría un proceso de resquebrajamiento del movimiento triunfante, a partir de las negociaciones de Ciudad Juárez, donde se llegó a diversos acuerdos: el inicio de un gobierno interino a cargo de Francisco León de la Barra, en ese momento secretario de Relaciones Exteriores; el desarme de las tropas revolucionarias; la renuncia de los gobernadores de los estados, los cuales, al igual que el Ejecutivo federal, debían convocar a elecciones. En ellas participarían Madero, como candidato a la presidencia, y José María Pino Suárez a la vicepresidencia, previa “disolución” del Partido Antirreeleccionista, sustituido por el Constitucional Progresista. Todo lo anterior fue parte de los argumentos para asegurar que Madero había traicionado a la Revolución. Uno de los acuerdos de dichas negociaciones fue mantener en pie las cámaras, a las que el Plan de San Luis había desconocido.

 

De esta manera, el resquebrajamiento del grupo integrado por los revolucionarios de la “primera hora” no cesaría durante el gobierno de Madero, el cual no tuvo un solo día de paz. Cabe señalar que movimientos revolucionarios posteriores, como los de Emiliano Zapata y Pascual Orozco, tomaron las armas contra el coahuilense, a cuya lucha se habían sumado anteriormente, acusándolo de traición a los ideales que enarboló e incorporando otras demandas sociales. No obstante lo complicado de la situación y la proliferación de conflictos regionales, en buena medida producto de los resultados de las elecciones estatales, Madero fue fiel a los ideales democráticos por los que había luchado. Durante su gestión se efectuó la elección de la XXVI Legislatura de la Cámara de Diputados, primera en la historia del país que tenía una composición plural, y fue escrupulosamente respetuoso de la libertad de prensa. Sin embargo, o quizá por todo ello, un golpe militar puso fin a su gobierno.

 

A lo anterior se sumaría la “vigilante espera” del gobierno estadounidense, que tomaría diversas medidas para defender sus intereses. El arribo de Victoriano Huerta a la presidencia y los asesinatos de Madero y Pino Suárez abrirían un nuevo capítulo en defensa de la legalidad, cuando Venustiano Carranza fue nombrado Primer Jefe del Ejército Constitucionalista por un grupo de militares leales para hacer la guerra al gobierno usurpador de Huerta. Más tarde, éste disolvió la Cámara de Diputados por considerar que obstaculizaba la labor del gobierno, y la de Senadores acordó su propia disolución. Así se derrumbaron las instituciones que, pese a todas sus deficiencias, habían sido electas; lo mismo ocurrió con los gobiernos y congresos de los estados.

 

Paradójicamente, cuando ninguna de las autoridades en funciones había llegado a sus respectivos cargos como resultado de una elección, se expidieron numerosas leyes, de tal manera que México se mostraba como un país de legisladores vanguardistas.

 

En este escenario, la noción de legitimidad adquirió especial significado y se incorporó al lenguaje y la cultura política de esa época; además fue el fundamento de Venustiano Carranza para restablecer el orden legal, como lo hizo expreso en la convocatoria del Congreso Constituyente y a fin de contener las presiones de varios países, Estados Unidos y Alemania entre ellos.

 

El principio de legitimidad operó también como sustento de la legislación preconstitucional emitida por Carranza, con fundamento en las Adiciones al Plan de Guadalupe, sobre materias muy variadas, como el municipio libre, la cuestión obrera, el agro; leyes en cuya elaboración participó un importante grupo de abogados. El tema agrario, en particular, sería objeto de leyes promulgadas por varios gobernadores, a las que se sumarían las expedidas por el general Francisco Villa y la Convención, en un momento de presencia muy vigorosa del zapatismo. La Convención, como se sabe, fue un intento por lograr acuerdos entre las “facciones revolucionarias” que finalmente no se consumó, si bien asumió el carácter de organismo deliberante —integrado por representantes de militares, varios de ellos civiles, quienes habían tomado las armas en distintos puntos del país— y que, aunque por un tiempo breve, adoptó el régimen parlamentario. Además, recibió el apoyo de las fuerzas zapatistas y villistas, de manera intermitente, sin lograr consolidarse como autoridad; así lo muestra el hecho de que tuvo tres presidentes en alrededor de un año. Entre sus principales legados se puede mencionar el Programa de Reformas Políticas y Sociales de la Revolución, a cuya elaboración había convocado Carranza pero que, una vez consumada la ruptura con el Primer Jefe, concluirían básicamente los delegados zapatistas en abril de 1916.

 

La Constitución de 1917 fue, así, la gran codificación de las demandas sociales, emanadas de opiniones y análisis expresados desde los últimos lustros del siglo XIX ante nuevos escenarios, tales como la inserción del país a la economía mundial, la creciente presencia de los grupos obreros —uno de los efectos de la acelerada modernización industrial—, los despojos de tierras a pueblos y comunidades, la necesidad de expandir los sistemas educativos y la perpetuación e inamovilidad de los funcionarios públicos; temas que fueron abordados desde diversas perspectivas, en presencia del liberalismo, el positivismo, el socialismo y el anarquismo, así como del protestantismo y el catolicismo social. Y, por supuesto, se nutrió selectivamente de las demandas enarboladas por los diversos movimientos revolucionarios que le precedieron, de tal manera que ha sido reconocida como la primera Constitución social del siglo XX.

Pero, sin duda, uno de los grandes atributos que posee es que con su promulgación quedó restablecido el orden institucional, quebrantado desde febrero de 1913 cuando se perpetró el golpe militar que condujo al asesinato de Madero y Pino Suárez, con la anuencia del embajador de Estados Unidos en México, Henry Lane Wilson.

 

***
¿Por qué, en situaciones tan complejas, el tema de la salud cobró relevancia? Desde luego, no es un dato menor la proliferación de epidemias, la de tifo entre las más severas, en el curso del proceso revolucionario. Sin embargo, numerosos datos muestran que la preocupación por la salud no sólo nacía de la experiencia inmediata, sino de una genuina vocación científica para evitar la degeneración del individuo y, consecuentemente del “organismo social”.

 

Cabe recordar, como lo mencionan varios colaboradores del libro colectivo La salud en la Constitución mexicana, que durante el porfiriato ocurrieron grandes transformaciones en esa materia. Merced a la influencia del positivismo se desarrolló la tendencia higienista en el país “para la mejora de la salud de los más necesitados” y con este propósito “se reunieron médicos, abogados y maestros, entre otros profesionistas, en el Congreso Médico de 1876 y en el Segundo Congreso Médico efectuado en 1878, para discutir sobre los problemas relacionados con la salud pública y proponer la adopción de políticas sanitarias para la civilización del pueblo mexicano”.[43]

 

El afán de contar con espacios saludables se concretó en varias obras, como el Gran Canal del Desagüe del Valle de México, las cuales buscaban introducir a la población en la “ideología higienista para lograr la reducción de mortandad y enfermedades de la clase pobre; y asimismo ser comparados con las grandes ciudades civilizadas de Europa”. Varios autores comparten la apreciación de que el principal representante de esta tendencia en nuestro país fue el doctor Eduardo Liceaga, director del Consejo Superior de Salubridad, uno de cuyos logros más importantes fue la promulgación del primer Código Sanitario de los Estados Unidos Mexicanos (1891).[44]

 

Presentar una recapitulación sobre las instituciones públicas y privadas que a lo largo del siglo XIX se dedicaron a la atención de la salud, así como sobre las enfermedades e instituciones de investigación vinculadas a ellas y los personajes decisivos para impulsarlas, es una extraordinaria aportación al conocimiento de nuestro país en esa época. En el libro de referencia se destaca la temprana creación del Consejo Superior de Salubridad (1841):

 

Cuando el México Independiente tenía apenas diez años de existencia, el documento constitutivo de la Facultad Médica del Distrito Federal en 1831 —de la que ya se hizo mención— recomendaba, entre otras cosas, la redacción del Código de Leyes Sanitarias.

 

Pasando una década, cuando México dejó de ser una República federal para convertirse en un país Central, la Junta Departamental del Departamento de México (antes Distrito Federal) creó el 4 de enero de 1841 el Consejo de Salubridad del Departamento de México, cuyo Presidente nato sería el gobernador de dicho Departamento. El organismo estaría constituido por miembros titulares, adjuntos y honorarios; los primeros eran cinco: tres médicos, un químico y un farmacéutico.

 

Así, a veinte años de consumada la Independencia nacional, se forma en nuestro país un organismo que coadyuvaría a cambiar la organización de la práctica médica y sanitaria. Prácticamente tendría las mismas atribuciones que su antecesora, la Facultad Médica; sin embargo se le encomienda la publicación de una farmacopea y la creación de un Código Sanitario. Además, debía ocuparse de visitar los establecimientos de beneficencia que, por entonces, estaban bajo la administración del Ayuntamiento, así como vigilar y controlar la prostitución desde el punto de vista sanitario. [45]

 

La preocupación por la salud pública, afirman José Ramón Cosío y David Sánchez, no cesó con el porfiriato. La acción del Consejo Superior de Salubridad permaneció vigente durante los gobiernos de Francisco I. Madero y del usurpador Victoriano Huerta, y perduró hasta que fue trasladada a los trabajos del Constituyente de Querétaro por su último presidente, José María Rodríguez.[46] Dicha consideración se encuentra en el texto que ambos dedican al Consejo Superior de Salubridad, uno de los más completos sobre la materia y que se vincula atinadamente con los trabajos del Constituyente de 1916-1917, a los que nos referiremos adelante.

 

Sin duda, la participación del doctor y general coahuilense José María Rodríguez y Rodríguez (1879-1946)[47] en este organismo deliberante fue muy importante. En efecto, cuando se discutió el artículo 90 del Proyecto del Primer Jefe, relativo a las secretarías de Estado, Rodríguez propuso la creación de una secretaría que se encargara de la salubridad para que la acción del gobierno en esta materia se unificara. Algunos autores consideran que el enfoque de dicha iniciativa se centraba en una razón biológico-económica, cuya finalidad era restablecer a una sociedad que se encontraba rodeada de los vicios de la época. En palabras del médico constituyente:

 

Este problema, señores, es también un problema económico y social de una trascendental importancia entre nosotros. La fuerza de nuestra nación estará en razón del número de habitantes y de su riqueza individual y colectiva; pero si los componentes de nuestra raza en inmensa mayoría están degenerados por el alcohol y son descendientes de alcohólicos o degenerados por las enfermedades y por añadidura pobres miserables, que no pueden trabajar ni luchar por la vida con ventaja, por su inhabilidad física y naturalmente moral, tendréis entonces disminuida la fuerza nacional en razón inversa de los físicamente inhabilitados, de los enfermos y de los pobres, y por eso es una necesidad nacional que el Gobierno de hoy en adelante intervenga, aun despóticamente, sobre la higiene del individuo, particular y colectivamente.

 

Las preocupaciones expresadas en la tribuna del Congreso Constituyente no se limitaban a los problemas de salud que pudieran presentarse dentro del territorio nacional, sino contemplaban también el impacto en el desarrollo social de las enfermedades provenientes del exterior. En sus palabras, la propagación de epidemias podía “atacar grandes porciones de la República, interrumpir de modo completo el tráfico y las relaciones interiores de Estado a Estado y las internacionales” y, en consecuencia, entorpecer el desarrollo de las actividades económicas. Igualmente, manifestó que el éxito de las medidas que pudieran tomarse para mitigar dichos riesgos dependía del control del Ejecutivo, pues el personal se encontraría bajo la unidad de mando necesaria para ser organizado directamente. Su intervención no fue suficiente para que la iniciativa fuera aprobada y se reflejara expresamente en el contenido del artículo 90 constitucional.[48]

 

El doctor Rodríguez, acompañado de varios diputados, presentará en el Constituyente una iniciativa para “adicionar” el artículo 73, fracción XVI. Conviene mencionar, antes de abordar el contenido de la propuesta, un dato en el que, al parecer, no se ha ahondado suficientemente. El 12 de noviembre de 1908 el artículo 72 de la Constitución de 1857 fue reformado en su fracción XXI,[49] en los siguientes términos: “El Congreso tiene facultad para dictar leyes sobre ciudadanía, naturalización, colonización, emigración e inmigración y salubridad general de la República”;[50] reforma que amerita ser estudiada, pues es la primera vez que aparece en la Constitución la facultad del Congreso para dictar leyes sobre “salubridad general”. Además, es importante tener presente que el Proyecto de Reformas a la Constitución, presentado por el Primer Jefe al Congreso, lo reproducía en términos idénticos, aunque como artículo número 73, fracción XVI.[51] En la sesión del 19 de enero de 1917 el diputado Rodríguez hizo uso de la palabra para proponer la mencionada adición, por “tratarse de un asunto de mucha importancia”, dando lectura al siguiente documento:[52]

Ciudadanos diputados al Congreso Constituyente de 1917:

 

El que subscribe, doctor J. M. Rodríguez, autor del proyecto, los diputados del Estado de Zacatecas[53] y demás signatarios, diputados por distintos distritos de otros Estados, tienen el honor de presentar a esta honorable Asamblea constituyente una adición a la fracción XVI del artículo 73, aprobada ya,[54] por la que se faculta al Congreso para dictar leyes sobre ciudadanía, naturalización, colonización, emigración e inmigración y salubridad general de la República, y cuya adición será bajo las siguientes bases:

 

1º. El Consejo de Salubridad General dependerá directamente del presidente de la República, sin intervención de ninguna Secretaría de Estado, y sus disposiciones generales serán de observancia obligatoria en el país.

 

2º. En caso de epidemias de carácter grave o peligro de invasión al país de enfermedades exóticas, el Departamento de Salubridad tendrá obligación de dictar inmediatamente las medidas preventivas indispensables, a reserva de ser después, sancionadas por el Ejecutivo, por el Presidente de la República.

 

 3º. La autoridad sanitaria será ejecutiva y sus disposiciones serán obedecidas por las autoridades administrativas del país.

 

4º. Las medidas que el Departamento de Salubridad haya puesto en vigor en la campaña contra el alcoholismo y la venta de substancias que envenenan al individuo y degeneran la raza y que sean del resorte del Congreso serán después revisadas por el Congreso de la Unión.

 

5°. Las medidas que el Consejo haya puesto en vigor en la campaña contra el alcoholismo y la venta de substancias que envenenan al individuo y degeneran la raza, serán después revisadas por el Congreso de la Unión en los casos que le competan.

 

La forma en que se presentó la adición a la fracción XVI resulta un tanto ambigua, pues lo que el doctor Rodríguez denominó “bases” quedaron íntegramente en el texto de la Constitución cuando fue promulgada, con ligeras variantes.[55] Conviene tener presente el asunto, pues parece anticipar parte de lo que le correspondería discutir y aprobar al Congreso, cuando quedase sancionada su atribución en materia de salubridad.

 

Aun cuando los “fundamentos de la iniciativa” fueron planteados con amplitud, hemos seleccionado los que resultan de mayor significado, si bien el conjunto de problemas que justifican la propuesta constituye una especie de catálogo, por cierto muy sugerente, acerca de los episodios epidémicos en el país.

 

Cabe destacar, sin embargo, que la investigación acerca de las epidemias ocurridas durante los años de la lucha revolucionaria es menos prolífica que la realizada en torno a la pandemia de 1918. De ahí el gran valor que posee el estudio de la doctora Ana María Carrillo,[56] una de cuyas mayores virtudes es el amplio conocimiento que posee de los escenarios en los que se producen, es decir, sus coordenadas explicativas. Además, es un buen referente para esclarecer la controversia, en el curso de la lucha armada, acerca de la eficacia que tuvieron instituciones creadas y acciones emprendidas durante el régimen porfirista.

 

En este punto, varios de los textos ya mencionados sostienen que el sistema de salud subsistió en medio del torbellino revolucionario debido, entre otras razones, a la acertada gestión del doctor Eduardo Liceaga como presidente del Consejo Superior de Salubridad, cargo que ocupó por casi tres décadas (1885-1914), y a la gran capacidad del doctor José María Rodríguez, quien lo sucedió por órdenes de Venustiano Carranza, pues además de sus méritos como galeno había participado activamente en el proceso revolucionario. Al parecer, también favoreció una cierta continuidad en el manejo de los temas de salud el hecho de que, a pesar de los conflictos armados, acorde con el espíritu federalista propio de la Constitución de 1857, la atención de la salud fuese competencia de los estados y, en algunos casos, de los municipios, modalidad que había venido operando, cuando menos, desde el último lustro del siglo XIX.

 

Volviendo a la iniciativa del doctor Rodríguez, éste sustentó varias de sus observaciones en datos estadísticos, lo cual da una nueva dimensión a sus argumentos. La primera “base” aludida en la parte inicial de su proyecto de adición expresa lo siguiente:

 

1º. Ha quedado demostrado, por datos sacados de la estadística, que la mortalidad general de la República, y principalmente de México, es la más grande del mundo y, por consiguiente, en México se tiene la obligación de dictar medidas urgentísimas para evitar esta mortalidad, porque la primera condición para que un pueblo sea fuerte y pueda con energía luchar en el concurso general de las naciones, es el cuidado de la salud individual y colectiva, o sea el mejoramiento de la raza llevado a su grado máximo.

 

A su juicio, resultaba indispensable que la autoridad sanitaria fuese quien “cargue sobre sus hombros con esta tarea y se le pueda, naturalmente, exigir la responsabilidad del mal funcionamiento de las disposiciones que el Gobierno ha dictado para resolver tan importante problema”.

 

El segundo fundamento partía de la certeza de que la “degeneración de la raza mexicana es un hecho demostrado también por los datos estadísticos”:

 

es indispensable que las disposiciones dictadas para corregir esta enfermedad de la raza provenida principalmente del alcoholismo y del envenenamiento por substancias medicinales como el opio, la morfina, el éter, la cocaína, la marihuana, etcétera, sean dictadas con tal energía, que contrarresten de una manera efectiva, eficaz, el abuso del comercio de estas substancias tan nocivas a la salud, que en la actualidad han ocasionado desastres de tal naturaleza, que han multiplicado la mortalidad al grado de que ésta sea también de las mayores del mundo; que sean dictadas, hemos dicho, por la autoridad sanitaria, la única que puede valorizar los perjuicios enormes ocasionados al país por las consecuencias individuales y colectivas que ocasiona la libertad comercial de todos estos productos; y será también la única que dicte las disposiciones, ya de carácter violento o paulatino, necesarias para ir corrigiendo tan enormes males; y será la única autorizada para dictar estas disposiciones.

 

Enseguida, se refirió a diversos casos concretos, como el de la fiebre amarilla en Tamaulipas, cuando el entonces gobernador del estado de Nuevo León “se opuso terminantemente a que dejase de funcionar el ferrocarril de Tampico a Monterrey, llamado ferrocarril del Golfo, a pesar de los consejos de las autoridades sanitarias”, lo cual ocasionó la “invasión de la epidemia a Monterrey”, trayendo como consecuencia la pérdida de 1 700 vidas en sesenta días, sin contar con las víctimas ocasionadas por la misma epidemia en todos los pueblos adyacentes a esa hermosa ciudad del Norte”.

 

Para ilustrar mejor la opinión de sus colegas legisladores, aludió a la epidemia de meningitis desarrollada en Estados Unidos. Y prosiguió afirmando que los

 

[...] subscriptos sostenemos que la unidad sanitaria de salubridad debe ser general, debe afectar a todos los Estados de la República, debe llegar a todos los confines y debe ser acatada por todas las autoridades administrativas, pues en los pueblos civilizados, sin excepción, la autoridad sanitaria es la única tiranía que se soporta en la actualidad, porque es la única manera de librar al individuo de los contagios, a la familia, al Estado y a la nación; es la única manera de fortificar la raza y es la única manera de aumentar la vida media, tan indispensable ya en nuestro país.[57]

 

Asimismo, aludiendo a los obstáculos administrativos que impedían acciones expeditas para afrontar las epidemias, los firmantes de la iniciativa sostenían, en la tercera de las bases en que la fundaron,

 

que la autoridad sanitaria será ejecutiva, y esto se desprende de la urgentísima necesidad de que sus disposiciones no sean burladas, porque si la autoridad sanitaria no es ejecutiva, tendrá que ir en apoyo de las autoridades administrativas y judiciales para poner en práctica sus procedimientos, y, repetimos, esto es indispensable porque es de tal naturaleza violenta la ejecución de sus disposiciones, que si esto no se lleva a cabo en un momento dado y se pasa el tiempo en la consulta y petición que se haga a la autoridad judicial o administrativa para que ejecute la disposición de la autoridad sanitaria, las enfermedades o consecuencias habrán traspasado los límites a cercos que la autoridad sanitaria les haya puesto y habrán invadido extensiones que no será posible prever en un momento dado.

 

Además, de conformidad con la cuarta base, manifestó la urgencia de organizar una campaña “contra el alcoholismo: una campaña en forma, una campaña efectiva, una campaña de resultados, si no violentos, cuando menos que en un período no muy lejano se puedan ver los resultados de ella”.

 

Y nuevamente apelaba a la estadística para sostener que México era el país “más alcoholizado del mundo”, señalando también que la criminalidad en el país:

 

Depende también del uso inmoderado del alcohol, y que, en parte nuestra pobreza, nuestra miseria, nuestra desgracia principal, ya de nuestra clase pobre, ya de nuestros obreros en general, es debido al uso inmoderado de las bebidas alcohólicas; por consiguiente: creemos que la autoridad sanitaria sea la única encargada de hacer esta campaña y dictar las disposiciones que juzgue más convenientes para evitar perjuicios hasta donde sea posible a los grandes capitales que se ocupan en la explotación de esta desgracia nacional y para dictar medidas después contra el uso inmoderado o no médico de todas aquellas substancias nocivas o peligrosas que envenenan al individuo y que degeneran la raza. Creemos, señores, que no son cuestiones estas que necesitan una defensa, porque toda persona inteligente, toda persona que quiere a su patria, toda persona que desee el adelanto, el progreso de sus connacionales, tendrá la obligación de aceptar estas proposiciones o algunas semejantes, pues de otra manera no hubiera venido ninguno de los señores diputados a este Congreso, si sus conciudadanos no hubieran sentido, no hubieran pensado que en el cerebro de sus representantes estaban imbuidas las ideas el deseo del perfeccionamiento de nuestro organismo social, políticamente hablando, y de nuestro adelanto progresivo en el concurso de las naciones civilizadas.

 

A continuación, previa consulta a la Asamblea y a petición del doctor Rodríguez, se aceptó la dispensa de trámite y se procedió a la discusión. Se presentaron participaciones en pro, como la del diputado Miguel Alanzo Romero, y en contra la del diputado Pastrana Jaimes, este último por considerar que la iniciativa violentaba el federalismo.

 

Alanzo Romero, con una argumentación semejante y destacando la importancia de la iniciativa presentada por el doctor Rodríguez, señaló que se trataba de una propuesta que concernía a la patria, sobre todo porque “el ramo de Salubridad Pública es un mito, en estos momentos en que puede decirse que en los Estados de la República, con excepción de Yucatán, se encuentra completamente abandonada esta labor”. Consecuentemente, era urgente “poner todos los medios para que nuestro pueblo mexicano tenga leyes, para que pueda defenderse de todos los embates de la vida”, pero sobre todo, “darle una buena constitución personal, antes que una constitución que ataña directamente a las leyes”; sólo así, aseveró, nuestro pueblo se robustecería y lleno de vida podría colaborar en beneficio de la patria, así como enfrentarse “contra todas las necesidades”.

 

Decía lo anterior con la certeza de que en esos momentos la condición en que se encontraba el pueblo mexicano, “en lo que se refiere a su estado higiénico, es lamentable”, con excepción de los estados de Yucatán y Veracruz. Incluso aseguró, como presidente de la Junta de Sanidad de Mérida, que, después de los Estados Unidos y La Habana, Yucatán era el que estaba “más adelantado en cuestión de higiene”.

 

La iniciativa fue aprobada por 143 diputados a favor y tres en contra. Para terminar, el diputado José Álvarez pidió la palabra para “rectificar un hecho”, aunque en realidad dijo lo siguiente: “Quiero tan sólo decir que daremos con la mejor voluntad nuestro voto en favor de ese dictamen, porque estamos convencidos de que si las leyes de Moisés se escribieron en dos piedras, la Constitución mexicana debe estar escrita en dos tablas de jabón”. Su intervención provocó risas entre la asamblea.

 

No se sabe con precisión quién o quiénes habrían sido los abogados que auxiliaron a Rodríguez en la preparación de la iniciativa; sin embargo, algo se puede comentar al respecto. Es oportuno recordar que la posición de los abogados se modificó en forma paulatina en el curso del torbellino revolucionario, pues como expresó Luis Cabrera: “La revolución implica el empleo de la fuerza para destruir el sistema que se trata de cambiar y el empleo de la inteligencia para construir el sistema que se ha de implantar”.[58]

 

De ahí que, aunque prácticamente al lado de la mayor parte de los líderes revolucionarios figuraron abogados, egresados principalmente de la Escuela Nacional de Jurisprudencia, las “nuevas leyes”, expedidas sin que hubiese en ese momento congresos federales o estatales que las promulgaran, coincidían con el postulado de Cabrera que, si bien selectivamente, nutrió los debates generados en el Congreso Constituyente de 1916-1917.

 

El razonamiento de Cabrera resulta cercano al que sustenta la tesis del “Ejecutivo fuerte”, para coadyuvar de manera eficaz a la solución de los grandes problemas del país, que había planteado Emilio Rabasa en su obra La Constitución y la Dictadura. Rabasa llegó al constitucionalismo a través de José Natividad Macías, seguidor de Cabrera y partícipe destacado en la elaboración del Proyecto de Reformas a la Constitución de 1857, presentado por Carranza al Congreso Constituyente.

 

Por otra parte, es pertinente considerar que el Ingeniero Alberto J. Pani, quien había militado en las filas del maderismo, desempeñó diversos cargos públicos, tanto al lado de Madero como después con Carranza. En el curso de estos años llevó a cabo un original estudio, intitulado La higiene en México (1916); a él, como a las propuestas que planteó entonces acerca del tema de la salubridad, se refirió en el texto intitulado Mi contribución al nuevo régimen, 1910-1933. A propósito del Ulises Criollo, autobiografía del licenciado don José Vasconcelos. Considerando el

 

rango —lamentablemente bajo— que en la civilización mundial correspondía a nuestro país por su elevado coeficiente de mortalidad, como punto de partida, me eché a cuestas, en las dos ocasiones que estuve encargado de la Dirección General de Obras Públicas del Distrito Federal, la tarea de descubrir, diferenciar y cuantificar las múltiples fuentes de insalubridad urbana para poder proponer los medios de cegar esas fuentes, es decir, posibilitar que la población se vigorice y crezca y el progreso nacional se acelere. Consigné en mi libro “La Higiene en México” el resultado de estas investigaciones. Por primera vez entre nosotros fueron expuestos científicamente los lastimosos aspectos físicos y morales de la vida de nuestro proletariado y sus causas reales, a fin de requerir una acción enérgica del Estado para eliminar éstas y mejorar aquéllos. Evidenciada la ineficacia de la organización parlamentarista del antiguo Consejo Superior de Salubridad y recomendada su sustitución por un órgano del Poder Ejecutivo Federal —Secretaría o Departamento— un año después estaba suprimido el Consejo y creado el Departamento de Salubridad Pública.[59]

 

La aprobación de la iniciativa presentada por el doctor Rodríguez y varios diputados más fue crucial para el futuro de la salud pública en México. No se trataba de una creación surgida de los movimientos revolucionarios de la primera década del siglo XX, si bien la fuerza de éstos permitió ponerla en marcha. Era fruto de una sostenida labor, donde se conjuntaron armónicamente la medicina, el derecho y otros campos disciplinarios, bajo su perspectiva humanista más profunda, que les permitió concebir a la salud no sólo como un asunto de interés individual, sino concerniente a la sociedad en su conjunto.

 

Los estudios acerca de la salud y las enfermedades en el marco de los promisorios horizontes historiográficos actuales

A diferencia de lo que ocurría hace algún tiempo, en los últimos años los estudios con enfoques socioculturales sobre epidemias, pandemias y diversas enfermedades se han incrementado. Sin duda, los hallazgos de fuentes permiten sustentar algunas interpretaciones y enfoques metodológicos que se encuentran en un claro proceso de consolidación, mientras otros están en curso y algunos más se esbozan en el marco de horizontes historiográficos particularmente promisorios.

 

Por ello, como se dijo al inicio de esta presentación, las investigaciones sobre esos temas han generado un hito historiográfico, en tanto replantean visiones y apreciaciones de diversas épocas, procesos y protagonistas individuales o sociales. En consecuencia, será fundamental fortalecer esta tendencia en los espacios académicos y laborar intensamente para que este espléndido conocimiento especializado se convierta en patrimonio social, al irradiarlo en distintos niveles y escenarios. Conocer las formas como se produjeron y enfrentaron las enfermedades, al igual que los episodios epidémicos y pandémicos, es el mejor recurso preventivo para la salud, como lo sostenían médicos y abogados en la época aquí abordada, lo cual resulta no sólo viable, sino necesario para procesar constructivamente las amargas experiencias que dejan las pandemias.

 

El estudio de personajes e instituciones, al igual que el de reuniones y congresos académicos, permite identificar momentos y figuras paradigmáticas, pues, muchas veces en condiciones adversas, sentaron los cimientos sobre los que se han fincado estructuras institucionales duraderas, aunque siempre susceptibles de mejoramiento.

 

Como se ha señalado, parte importante de esta tarea en el ámbito de la salud, entre finales del siglo XIX e inicios del XX, se logró en buena medida por la armoniosa conjunción de la Medicina y el Derecho, profesiones concebidas entonces como dos dimensiones del humanismo.

 

También fue fundamental la certeza, prevaleciente en ese tiempo, de que, sin demérito de la labor individual, la colegialidad de uno o varios campos disciplinarios, así como la generada en el diálogo con estudiosos de otras latitudes, rinden excelentes frutos.

 

Y es que, como sabemos, la realidad no es unívoca, sino se articula, a veces de manera imperceptible e inesperada, con distintas variables. Por ello, aun cuando la estrategia que utilizamos tradicionalmente para investigarla suele dividirla en “parcelas”, no debe perderse de vista que éstas sólo adquieren su cabal sentido cuando logramos reintegrarlas a escenarios amplios, como hacen lo matemáticos con las teselas, trabajando cuidadosamente cada pieza, para colocarla en el conjunto al que pertenece. Bajo esta premisa, podemos estudiar, analizar, interpretar y contemplar el pasado e imaginar el porvenir.

 

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* Facultad de Filosofía y Letras, UNAM. [1] Michael B. A. Oldstone, Virus, pestes e historia, 2a. ed., traducción de Carlos Ávila Flores, México, Fondo de Cultura Económica, 2002, p. 21. [1a. ed. en inglés: 1998]
[2] Ibidem, p. 225.
[3] Se le llamó influenza española “no porque la enfermedad empezara en España, sino porque este país, neutral durante la Primera Guerra, informó sin censura alguna del fulminante brote de influenza entre su población”. Diversos estudios del tema refieren que el término influenza fue acuñado por los italianos alrededor del año 1500, para designar a la enfermedad atribuida a la “influencia de las estrellas”. Además, en el siglo XVIII “los franceses dieron el nombre de grippe para referirse a los mismos síntomas”. Ibidem, pp. 226 y 228.
[4] Ibidem, p. 239.
[5] Samuel Ponce de León Rosales y José Narro Robles (eds.), La epidemia inminente. Influenza A H5-N1. Escenarios e intervenciones posibles, Memoria del simposio y de los talleres llevados a cabo el martes 22 de noviembre de 2005, México, UNAM, 2006.
[6] Ibidem, p. 3.
[7] Pilar Gonzalbo Aizpuru (dir.), Historia de la vida cotidiana en México, 4 vol., México, FCE, 2004-2005.
[8] Eli de Gortari, La ciencia en la historia de México, México, FCE, 1963; Elías Trabulse, Historia de la ciencia en México, México, Conacyt / FCE, 1989; Ruy Pérez Tamayo, Historia general de la ciencia en México en el siglo XX, México, FCE, 2005.
[9] Ingeborg Montero Alarcón, “Recordando a Elsa Malvido”, Gaceta de Museos, núm. 50, septiembre-noviembre de 2011, pp. 40-42.
[10] Porfirio Parra, “Parte quinta”, Justo Sierra (director literario), México. Su evolución social, t. I, vol. II, México, Ballescá y Compañía, Sucesor, 1902, pp. 417-466.
[11] Luis González y González, Ema Cosío Villegas y Guadalupe Monroy, “La República Restaurada. La vida social”, en Daniel Cosío Villegas, Historia moderna de México, México / Buenos Aires, Hermes, 1956; Moisés González Navarro, “El porfiriato. Vida social”, en Daniel Cosío Villegas, Historia moderna de México, México / Buenos Aires, Hermes, 1970. En otros textos, este mismo autor aborda las llamadas enfermedades de “cuarentena”, ocurridas durante el porfiriato, asociadas a la pobreza y la insalubridad en los siglos XIX y XX. Véase Moisés González Navarro, Población y sociedad en México (1900-1970), México, Facultad de Ciencias Políticas y Sociales-UNAM, 1975, II tomos; y Moisés González Navarro, La pobreza en México, México, El Colegio de México, 1985.
[12] Ana María Carrillo Farga, “Epidemias, saber médico y salud pública en el Porfiriato”, tesis de doctorado, UNAM, México, 2010, p. XXV.
[13] Guillermo Fajardo, Ana María Carrillo y Rolando Neri Vela, Perspectiva histórica de la atención a la salud en México, 1902-2002, México, UNAM / Organización Panamericana de la Salud / Sociedad Mexicana de Historia y Filosofía de la Medicina, 2003.
[14] Ana Cecilia Rodríguez de Romo, Gabriela Castañeda López y Rita Robles Valencia, Protagonistas de la medicina científica mexicana 1800-2006, México, Facultad de Medicina-UNAM / Plaza y Valdés, 2008.
[15] Ricardo Pérez Montfort (coord.), Cien años de prevención y promoción de la salud pública en México, 1910-2010. Historia en imágenes, México, Secretaría de Salud / Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, 2010.
[16] Ibidem, p. 28.
[17] Carlos Viesca Treviño (coord.), La Academia Nacional de Medicina de México. El pensamiento médico y su proyección en 150 años de actividad ininterrumpida, México, Academia Nacional de Medicina / Conacyt, 2014.
[18] Fernando Gutiérrez Domínguez (coord.), Secretaría de Salud. La salud en la Constitución Mexicana. México, Comité para la Conmemoración del Centenario de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos / Secretaría de Cultura-INEHRM / Secretaría de Salud (Memoria y prospectiva de las Secretarías de Estado), 2017.
[19] Véase nota 12.
[20] Ana María Carrillo, “Economía política y salud pública en el México porfiriano (1876-1910)”, História, Ciências, Saúde - Manguinhos, vol. 9, suplemento, 2002, pp. 67-87. 

[21] Carlos Viesca Treviño, “La medicina durante el porfiriato. Una medicina mexicana que se afirma mirando al exterior: 1880-1916”, Carlos Viesca Treviño (coord.), La Academia Nacional de Medicina de México. El pensamiento médico y su proyección en 150 años de actividad ininterrumpida, México, Academia Nacional de Medicina / Conacyt, 2014, p. 82.
[22] Raúl Ávila Ortiz, Eduardo de Jesús Castellanos Hernández, María del Pilar Hernández (coords.), Porfirio Díaz y el derecho. Balance crítico, México, Centro de Estudios de Derecho e Investigaciones Parlamentarias, Cámara de Diputados. LXIII Legislatura / Instituto de Investigaciones Jurídicas-UNAM, 2015.
[23] Héctor Fix-Fierro, “Porfirio Díaz y la modernización del derecho mexicano”, en Raúl Ávila Ortiz, Eduardo de Jesús Castellanos Hernández, María del Pilar Hernández (coords.), Porfirio Díaz y el derecho. Balance crítico, México, Centro de Estudios de Derecho e Investigaciones Parlamentarias, Cámara de Diputados. LXIII Legislatura / Instituto de Investigaciones Jurídicas-UNAM, 2015, p. 15.
[24] Esbozo este concepto en el artículo de mi autoría intitulado “Agenda nacional y legitimidad. En el umbral del Constituyente de 1916-1917”, en Salvador Alvarado Garibaldi (coord.), Garantías individuales y derechos sociales en el Centenario de la Constitución de 1917. Antecedentes, debate y prospectiva, México, UNAM / Orfila, 2017, pp. 63-64.
[25] Luz Fernanda Azuela, “La Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística. La organización de la ciencia, la institucionalización de la Geografía y la construcción del país en el siglo XIX”, Investigaciones Geográficas. Boletín del Instituto de Geografía, núm. 52, 2003, México, pp. 153-166.
[26] Senado de la República, Los Constituyentes ante su obra. 1917, ed. facsimilar, México, Senado de la República, Comisión Conmemorativa del 175 Aniversario de la Iniciación de la Independencia Nacional y del 75 aniversario de la Revolución Mexicana, 1985, pp. 16-17.
[27] Este apartado se basa en mi estudio México: Liberalismo y Modernidad-1876-1917. Voces, rostros y alegorías, México, Conaculta / Fomento Cultural Banamex, 2008.
[28] Véase Javier Garciadiego, “‘La entrevista Díaz-Creelman’, Discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Historia”, en Memorias de la Academia Mexicana de la Historia, correspondiente de la Real de Madrid, México, Academia Mexicana de la Historia, 2009, tomo L, pp. 105-140.
[29] Véase Mílada Bazant, Historia de la educación durante el porfiriato, 3a. reimp., México, El Colegio de México, 1999.
[30] Véase Priscilla Connolly, El contratista de don Porfirio. Obras públicas, deuda y desarrollo desigual, México, El Colegio de México, 1997.
[31] Estas reflexiones se basan en la investigación que vengo realizando intitulada El Primer Concurso Científico Mexicano, 1895.
[32] “El doctor Rafael Lavista estudió en la Escuela Nacional de Medicina de México, donde en 1862 obtuvo su título profesional. Pronto se incorporó a las actividades docentes en la misma escuela y al cabo de poco más de 10 años de su recepción profesional, asumió la dirección de uno de los hospitales más importantes de la Ciudad de México, el Hospital de San Andrés, responsabilidad que cumplió hasta su muerte. Fue un cirujano destacado y prolífico en cuanto a la publicación de trabajos, muchos de ellos resultado de su propia experiencia, destacando entre éstos, los temas de carácter quirúrgico. Fue miembro de la Academia Nacional de Medicina, así como su presidente en varias ocasiones. Su posición al frente del Hospital de San Andrés le permitió crear una institución de investigación, que, junto con otras instituciones de su tipo, contribuyeron al desarrollo de la investigación científica médica de fines del siglo XIX y principios del XX”. Xóchitl Martínez Barbosa, “Rafael Lavista y Rebollar (1839-1900): un hacedor de la medicina mexicana”, Anales Médicos, vol. 58, núm. 4, México, octubre-diciembre de 2013, pp. 285-290.
[33] Rafael Lavista, Academia de Medicina, “Discurso pronunciado en la sesión del día 15 de julio de 1895”, Concurso Científico, México, Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1895, pp. 1-22.
[34] Domingo Orvañanos Monrón (Ciudad de México, 1844-1919). Climatología, Geografía Médica, Salud Pública. Estudió en el Colegio de San Ildefonso y en la Escuela Nacional de Medicina, donde se tituló en 1866 con una tesis sobre el Valor clínico diagnóstico de la presencia de los bacilos de Koch en los esputos. Perteneció a la Academia Nacional de Medicina desde 1873 y fue su presidente en 1902. Ganó por oposición el puesto de profesor de clínica interna en la Escuela de Medicina en 1888 y fue catedrático en la Escuela de Agricultura. En 1888, el ministro de Fomento, Carlos Pacheco, encargó a Orvañanos un estudio de geografía médica que tituló: “Ensayo de geografía médica y climatología de la República Mexicana”, obra que contiene los datos obtenidos en 2 863 municipios. Fue designado director de la sección dedicada a climatología y geografía médica del Instituto Médico Nacional. Fue director del Museo Nacional y de la Academia de Bellas Artes. Dedicó su producción científica a problemas de salud pública. Véase Diccionario Porrúa de historia, biografía y geografía de México, 6a. ed., México, Porrúa, 1995, t. III, p. 2581, citado en Ana Cecilia Rodríguez de Romo, Gabriela Castañeda López y Rita Robles Valencia, Protagonistas de la medicina científica mexicana 1800-2006, México, Facultad de Medicina-UNAM / Plaza y Valdés, 2008, p. 344.
[35] Dr. Domingo Orvañanos, Miembro de la Sociedad Médica Pedro Escobedo, “Algo sobre la legislación sanitaria relativa a las habitaciones en México, Discurso pronunciado en la sesión del día 29 de agosto de 1895”, en Concurso Científico, México, Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1895, pp. 1-18.
[36] Alude al Código Sanitario de los Estados Unidos Mexicanos, expedido por decreto de Porfirio Díaz, presidente constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, el 10 de septiembre de 1894, en uso de las facultades otorgadas al Ejecutivo por ley del 6 de diciembre de 1893 y que sustituye al promulgado en 1891. Véase Legislación Mexicana. Colección Completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la Independencia de la República, arreglada por Manuel Dublán y José María Lozano, Edición Oficial, México, Imprenta de Eduardo Dublán, 1898, tomo XXIV, pp. 277-297. Dicho código sustituía al expedido el 15 de julio
e 1891, que fue derogado.

[37] Morbífico: que provoca una enfermedad.
[38] Rodrigo Vega y Ortega y José Daniel Serrano, “El progreso de las ciencias hasta nuestros Díaz (sic), El Concurso Científico y Artístico del Centenario (1911)”, en Luz Fernanda Azuela y Rodrigo Vega y Ortega (coords.), Naturaleza y territorio en la ciencia mexicana del siglo XIX, México, Instituto de Geografía-UNAM, 2012.
[39] Véase Mauricio Tenorio Trillo, Artilugio de la nación moderna. México en las exposiciones internacionales, 1880-1930, México, FCE, 1998.
[40] Ana Rosa Suárez Argüello, “El maletín diplomático del Dr. Eduardo Liceaga”, Ana Rosa Suárez Argüello y Agustín Sánchez Andrés (coords.), A la sombra de la diplomacia. Actores informales en las relaciones internacionales de México, siglos XIX y XX, México, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora / Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2017, pp. 113-152.
[41] Eduardo Liceaga, Mis recuerdos de otros tiempos: obra póstuma, arreglo, preliminares y notas de Francisco Fernández del Castillo, México, Talleres Gráficos de la Nación, 1949.
[42] Asociación Americana de Salud Pública.
[43] Leobardo C. Ruiz Pérez, Carlos Viesca Treviño, Fernando Martínez Cortés, Guillermo Fajardo Ortiz, Carlos Castañeda, Azucena Galindo Suárez, Xóchitl Martínez Barbosa, Mariblanca Ramos R. de Viesca y Gabino Sánchez Rosales, “Antecedentes y evolución de la salud pública en el México Independiente”, en Fernando Gutiérrez Domínguez (coord.), Secretaría de Salud. La salud en la Constitución Mexicana. México, Comité para la Conmemoración del Centenario de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos / Secretaría de Cultura-INEHRM / Secretaría de Salud (Memoria y prospectiva de las Secretarías de Estado), 2017, p. 61.
[44] Ibidem, pp. 61-62.
[45] Ibidem, pp. 28-29.
[46] José Ramón Cosío Díaz y David J. Sánchez Mejía, “El Consejo de Salubridad General en la Constitución Mexicana de 1917”, en Fernando Gutiérrez Domínguez (coord.), Secretaría de Salud. La salud en la Constitución Mexicana. México, Comité para la Conmemoración del Centenario de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos / Secretaría de Cultura-INEHRM / Secretaría de Salud (Memoria y prospectiva de las Secretarías de Estado), 2017, p. 75.
[47] Diccionario histórico y biográfico de la Revolución Mexicana, México, INEHRM, 1994, p. 425.
[48] José Ramón Cosío Díaz y David J. Sánchez Mejía, op. cit., pp. 75-77.
[49] La fracción XXI del artículo 72 de la Constitución de 1857 establecía que el Congreso estaba facultado para dictar leyes sobre “naturalización, colonización y ciudadanía”. Felipe Tena Ramírez, Leyes fundamentales de México, 1808-1985, México, Porrúa, 13a. ed., 1986, p. 619.
[50] Ibidem, p. 717.
[51] Ibidem, p. 783.
[52] Diario de los Debates del Congreso Constituyente, 1916-1917, México, Edición de la Comisión Nacional para la celebración del sesquicentenario de la proclamación de la Independencia nacional y del cincuentenario de la Revolución mexicana, 1960. Los textos citados y glosados aquí, en torno a la iniciativa del doctor Rodríguez, se encuentran entre las páginas 646 y 656 del tomo II.
[53] Adolfo Villaseñor, Julián Adame, Dyer Jairo R., Rosendo A. López, Antonio Cervantes, Juan Aguirre Escobar.
[54] El mismo Rodríguez indica que la adición a la fracción ya estaba aprobada. Por ello, procede a desglosar detalladamente “las cuatro bases” en las que se sustenta.
[55] En los fragmentos citados más adelante se incluyen con diferente tipografía (en negritas) las variantes con las que finalmente se promulgaron las bases.
[56] Ana María Carrillo, “Surgimiento y desarrollo de la participación federal en los servicios de salud”, en [56] Guillermo Fajardo, Ana María Carrillo y Rolando Neri Vela, Perspectiva histórica de la atención a la salud en México, 1902-2002, México, UNAM / Organización Panamericana de la Salud / Sociedad Mexicana de Historia y Filosofía de la Medicina, 2003, pp. 17-64.
[57] Diario de los Debates del Congreso Constituyente, 1916-1917, México, Edición de la Comisión Nacional para la celebración del sesquicentenario de la proclamación de la Independencia nacional y del cincuentenario de la Revolución mexicana, 1960, t. II, p. 648.
[58] Véase Luis Cabrera, “México y los mexicanos”, en Tres intelectuales hablan sobre México, México [s/e], 1916, p. 20.
[59] Alberto J. Pani, Mi contribución al nuevo régimen, 1910-1933. A propósito del Ulises Criollo, autobiografía del licenciado don José Vasconcelos, México, Cultura, 1936, pp. 210-211.