Apocalipstick, entre la devastación y los combates culturales
ENVIADO POR EL EDITOR EL Jueves, 14/11/2024 - 14:09:00 PMCarlos San Juan Victoria*
Resumen
Considera a Apocalipstick el balance final de Monsiváis sobre el recorrido de lo modernidad, los poderes conservadores y las luchas culturales en la segunda mitad del siglo. Una mirada sobre decadencias, los regresos de la sociedad conservadora y los combates culturales que nunca terminan.
Palabras clave: Apocalipstick, Monsiváis, sociedad conservadora, cultura.
Abstract
Apocalipstick is considered by the author as Monsivais’ final balance on modernity, conservative powers, and cultural struggles through the second half of the XX century. A look at decadence, the return of conservative society and the cultural battles that never end.
Keywords: Apocalipstick, Monsiváis, conservative society, culture.
Permiso de reproducción de fotografías de la colección familiar, otorgado por Beatriz Sánchez Monsiváis, a quien agradecemos su generosidad.
Apocalipstick, de Carlos Monsiváis,[1] inicia atrapando el espíritu del momento: la inminencia del desastre ecológico que no desaprovecha la oferta de temporada. Recibir el apocalipsis del calentamiento global con un lápiz de labios presentado en 70 tonos “hechizadores”: “Acudan al fin de la especie con labios flamígeros, los propios del beso de la despedida”. El fin de la especie se moldea al gusto de las industrias del espectáculo y la vanidad para estimular las ventas de mercado. Las excitaciones de esa modernidad histórica y singular que se consolida en México al arranque del siglo XXI. Puedes dejar de existir, pero no puedes dejar de comprar.
¿Cómo fue que llegamos acá?, parece preguntar Monsiváis. ¿Qué fue de la Ciudad de México, con sus aires de renovación urbana surgidos en los años cincuenta y sesenta, de novedades culturales y promesas de mayor tolerancia e igualdad? ¿Qué fue de su ambición juvenil por subvertir a una sociedad conservadora, aunque llena de maneras de vivir “pecadoras”? ¿Y qué fue de los combates culturales por una modernidad propia, libertaria y hospitalaria a la vez?
Monsiváis hace el balance de medio siglo de su querida Ciudad de México, un tiempo agitado, un campo de batalla entre las utopías modernizadoras de las élites y el paso decidido de millones para incorporarse, aunque no sean invitados; las inercias conservadoras y sus ambiciones por controlar mentes y cuerpos, y las múltiples expresiones populares transgresoras.
Su tono es muy peculiar: una oscilación entre el desastre y los avances logrados, entre la modernidad fallida y los combates por las ciudadanías, entre las nuevas formas de exhibir la riqueza y controlar las mentes y la mayor tolerancia a la diversidad sexual, social y cultural. Como si buscara las razones para aceptar el extravío fatal de la ciudad y sus habitantes, o para creer que, aún con un pie en el abismo, es posible evitarlo.
La modernidad como decadencia
Monsiváis sugiere: la modernidad es el signo dominante de la segunda mitad del siglo XX. Sus élites políticas, económicas y culturales apostaron a imitar el siglo americano, con la industrialización, la urbanización, los consumos, los gustos. El gran viraje lo dio Miguel Alemán y la Ciudad de México se convirtió en su escaparate. Pero sin desearlo, atrapada en una historia densa donde camina dando traspiés, asociándose, aunque no quiera, con los personajes y la sociedad realmente existente.
Así, retoma su tradición como “ciudad del pecado”, con espacios delimitados para el comercio sexual, que en los años cuarenta y cincuenta se desbordan como ríos crecientes. Las nuevas colonias y edificios que obedecen a cierta aspiración estética y urbana son atravesadas por masas migrantes que levantan casas improvisadas en todo espacio posible. El espíritu mercantil, nueva religión, se tiñe intensamente con los colores de la corrupción entre gobernantes y empresarios.
El impulso inicial de una ciudad con escasos millones de habitantes, aire y agua aún limpios y mucho espacio, camina hacia la angustiosa sensación de que todo eso se acaba. Sus calles y colonias promisorias de los años cincuenta, por ejemplo la Zona Rosa, galopan del esplendor a los nuevos tugurios. Las innovaciones que aún conmueven ya traen marca de caducidad. ¿Quién se escandaliza con los reality shows cuando la política es, diario y a todo color, eso, pero aumentado?
La esperanza de progreso para los ciudadanos se segmenta en una desigualdad abismal que no se esconde, sino que de manera impúdica se exhibe. Polanco escala la punta de la jerarquía social, con los espacios de la selectividad extrema para comer, comprar, ver y ser vistos. Se extienden al sur poniente las minorías amuralladas, cuyos días transcurren entre ejércitos de sirvientes y guardias, en el derroche, los viajes y el hiperconsumo. Y parte del norte con todo el oriente se convierte en territorio bárbaro, donde los más, sin trabajo, sin seguridad pública, sin suministros de agua, vivienda y transporte, hacen la vida como pueden.
Monsiváis levanta el acta implacable de esta ciudad y su ruta hacia la modernidad, que partió como una potente y pequeña nave cargada de expectativas, y que se convirtió en una gran masa desarbolada que hace agua por muchos lados.
La efervescencia popular
Los impulsos de una modernización conservadora se orientan a catequizar la vida privada y pública de la ciudad, en la sana intención de controlar mentes y cuerpos de sus habitantes. Pero tienen que lidiar con una multitud de gentes con franca disposición desmadrosa, que canta, baila, chismea y se desahoga, y que “se enfrenta a la vida consagrada por gobierno y sociedad, toda tiesura”. Monsiváis, que imagina la ciudad como un gran “banco de imágenes”, desmenuza los muy diversos espacios donde se expresa esta disposición a la transgresión: pulquerías, cantinas, los patios de las vecindades, las carpas, los teatros de revista, los salones de baile.
En lugar de poblaciones inertes y manipulables, se masifica el populacho aferrado a sus vivencias. Resisten los gustos por los ídolos, las canciones rancheras y los boleros. Prospera la música popular y los sonidos de la calle, e intentan resistir los diversos espacios de sociabilidad, de educación emocional y sentimental de la ciudad. También ocurre lo contrario, cuando la fuerza mercantil se apropia de expresiones populares, por ejemplo, la representación de la Pasión en Iztapalapa, que de explosión de creencias populares religiosas transita hacia la puesta en escena de un espectáculo a escala de los medios.
Sin garantías / Lo único eterno, los combates culturales
Apocalipstik le toma el pulso al medio siglo en condiciones adversas. Ironía histórica, las izquierdas pusieron las luchas y los muertos para las transformaciones, y, en el cierre del siglo XX, las derechas toman la estafeta. El nuevo presidente jura ante la Biblia y la corte sexenal se puebla de religiosos confesos, cuya primera lucha cultural es contra Juárez y por reivindicar a los cristeros. Una atmósfera de dos sexenios que suma, a la cruz, la espada desenvainada de la guerra contra las drogas.
De ahí la oscilación íntima entre declarar el desastre y rescatar tradiciones de lucha, asumir que la historia no tiene garantías y que por tanto algo tan consolidado como el Estado laico vuelve a sufrir nuevos embates. El innegable renacer del conservadurismo moral, del patriarcado y el machismo tiene sin embargo un antagonista, las tradiciones de lucha creadas a lo largo de la segunda mitad del siglo XX.
Una lectura posible de Apocalipstick consiste en seguir el curso de sus hilos narrativos que trenzan esa tradición. El tejido de los muy diversos hilos de la carga desmadrosa popular, la fuerza de las culturas de las gentes, el largo ciclo de luchas colectivas (obreras, campesinas, de colonos, el sismo de 1985, el nuevo cardenismo, el nuevo zapatismo, las marchas indígenas y el naciente obradorismo) y, muy importante, de minorías antes sumisas, que al paso de las décadas, de manera clara de los sesenta en adelante, cobran creciente beligerancia y se expanden. Las diversas expresiones no católicas, el feminismo, la diversidad sexual y un largo etcétera de identidades. Un fresco inconexo y palpitante que no ceja.
La relación desigual entre sociedad conservadora y pequeños grupos alternativos de los años cincuenta y sesenta se modifica poco a poco a lo largo del medio siglo. Hay tránsitos innegables. La ciudad del pecado y su simbiosis con la cultura represora religiosa pierde fuerza. El México freudiano, insiste Monsiváis, traslada la gestión de la culpa de los confesionarios al diván del terapeuta. Las señoras que engañan en los moteles al marido tienen en el cuarto de junto a su abogado, para lo que se ofrezca. La tolerancia se convierte en un “sistema ecológico” que atenúa en ocasiones la abierta intimidación machista y del patriarcado, aunque la violencia estructural siembra nuevos huevos de serpiente. El feminismo deviene en una fuerza que ocupa sitios en la política, en nuevas conductas y giros del lenguaje. Y la Ciudad de México logra gobiernos que, en ocasiones, consolidan los avances. Ya rondando sus setenta años, Monsiváis levanta el velo de las tendencias conservadoras y decadentes y rehace su legado, las luchas culturales que se reaniman a veces desde la izquierda, pero también a la derecha, en esa historia interminable, sin garantías, que sólo deja como certidumbre del presente y del futuro el destino incierto de los combates culturales.