Goodbye a la historia patria sexenal
ENVIADO POR EL EDITOR EL Jueves, 14/11/2024 - 16:19:00 PMSergio Hernández Galindo*
Resumen
Las décadas de 1940 y 1950 significaron un periodo de profundas transformaciones para México: una integración a la nueva configuración mundial que trajo la Segunda Guerra Mundial y el posterior dominio de la hegemonía estadounidense. Por otro lado, la modernización e industrialización del país. Ambos procesos generaron la consolidación de un régimen autoritario y corrupto pero también una secularización de los valores que los sectores urbanos marginados crearon sobre todo en la Ciudad de México.
Palabras clave: Globalización, modernización, corrupción, norteamericanización, cultura popular.
Abstract
The 1940s and 1950s meant a period of profound transformations to Mexico: a new integration into the new world that brought World War II and the consequent dominance of American hegemony. On the other hand the modernization and industrialization of the country. Both processes generated the consolidation of an authoritarian and corrupt regime but also a secularization of the values that emerged from the marginal sectors of society especially in Mexico City.
Keywords: Globalization, modernization, corruption, americanization, popular culture.
Permiso de reproducción de fotografías de la colección familiar, otorgado por Beatriz Sánchez Monsiváis, a quien agradecemos su generosidad.
El periodo de la historia de México que abarca del inicio de la Guerra del Pacífico, en 1941, al fin de la década de los cincuenta es atravesado por los mandatos de cuatro presidentes: Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán, Adolfo Ruiz Cortines y Adolfo López Mateos. Encasillados a periodizar la historia patria a partir de los sexenios presidenciales, Carlos Monsiváis nos propondrá en Apocalipstick una visión alterna, propia del estilo monsivaiano, sugestiva, rica, lúdica, que condensará las transformaciones trascendentales que en conjunto marcaron esos dos decenios.
En este corte histórico de veinte años, Monsiváis destaca como determinantes la etapa de la guerra misma y el periodo de Miguel Alemán (1946-1952). Ahí se sintetizan y absorben para el país las transformaciones geopolíticas de un nuevo mundo, el surgido de las cenizas de la hecatombe humana y material que dejó como saldo la Segunda Guerra Mundial. Alemán en este contexto será el encargado, como señala Monsiváis, de “convertirse en el primer político-empresario que reconcilia al país con el American Dream”.
Vale la pena agregar, sin embargo, que a un año de que Alemán se convirtiera en presidente, se firmó un acuerdo panamericano encabezado por Estados Unidos en el monumento vital de nuestro antiamericanismo: el Castillo de Chapultepec. En ese lugar, en febrero de 1945, el sueño americano se puso en marcha a nivel regional al acordar los ministros del continente una nueva relación que la inédita situación global exigía y que, al correr del tiempo, se tradujo en una creciente subordinación a los dictados de Washington.
Vengo a decirle adiós a los muchachos
La incorporación de México a la Segunda Guerra acarreó nuevas significaciones materiales y sentimentales que nos unirían con Estados Unidos. Los primeros pasos de esta nueva relación de amistad y solidaridad con el vecino del norte como aliado se dieron ante el ataque de las fuerzas japonesas a la base estadounidense del Pacífico en Hawái el 7 de diciembre de 1941. El impacto de la guerra fue demoledor, señala Monsiváis, “al internacionalizar en buena medida a la sociedad (por lo pronto, en sus conocimientos geográficos, quién hubiese adivinado la existencia de Bataán o Dunkerque)”. En el aspecto sentimental “la hazaña remota (en la Guerra del Pacífico) del Escuadrón 201 de la Fuerza Aérea Mexicana” quedó como marca que perduraría a lo largo del siglo.
La integración continental como “un solo hombre” que demandaba Estados Unidos frente a la lucha contra el fascismo se codificará para el imaginario popular mediante los dibujos del caricaturista mexicano Antonio Arias Bernal. Los carteles se distribuyeron por todo el continente gracias al apoyo y financiamiento de la Oficina de Asuntos Interamericanos dirigida por Nelson Rockefeller. Las potentes imágenes que el genio de Arias Bernal diseñó se convirtieron en icónicas y crearon el ambiente propicio que la estrategia estadounidense requería para enfrentar al “enemigo común”.
Cartel de Antonio Arias Bernal
La incorporación popular a la guerra también se desplegó mediante la radio, que ya había adquirido en esa década una extensión masiva. La canción “Despedida”, interpretada por uno de los cantantes populares de ese tiempo, el boricua Daniel Santos, “El Inquieto Anacobero”, expresaba el apoyo patrio a la guerra. Compuesto por Pedro Flores, ese bolero no sólo exaltaba el valor de los soldados que se dirigían al frente sino que demandaba el apoyo y sacrificio de toda la población:
Vengo a decirle adiós a los muchachos
porque pronto me voy para la guerra
y aunque vaya a pelear en otras tierras
voy a salvar mi derecho, mi patria y mi fe.
Al fin del conflicto, Estados Unidos en efecto se constituiría en el poder hegemónico global. Un año antes de terminar la guerra, cuando la caída de Alemania era ya inminente, el gobierno estadounidense empezó a planear las medidas que tomaría para liderar el nuevo orden global. El triunfo de los países aliados sobre el fascismo dejó la plena certeza de que el siglo XX se constituiría como el de la hegemonía estadounidense a nivel mundial. Esta historia densa y de larga duración tanto en su formación como en su desarrollo se condensó en la frase “The American Century”, término acuñado por Henry Luce, propietario de la revista Time. Antes de que Estados Unidos ingresara a la guerra, Luce profetizó ese futuro predominio en un artículo de la revista Life, en febrero de 1941. La centuria americana sin embargo no se quedó en simple expresión retórica, sino que se tradujo en su estrecho vínculo con el dinero, consumo de electrodomésticos, gusto por el jazz y supercarreteras con muchos automóviles que se expandió por el mundo y en la sociedad mexicana: “La americanización procede a escala individual y familiar”.
Por un puñado de oro cambiaste tu sino y el mío
Las transformaciones galopantes en la década de los cuarenta abrirán un gran espacio en el que la oligarquía en México empezará a amasar, sin pudor alguno, enormes riquezas al amparo del poder. Como cachorro de la revolución, Miguel Alemán se erigió en el adalid de la modernidad y en el ejemplo a seguir para las élites políticas y empresariales. La industrialización se convirtió en el gran paradigma de nación, modelo en el que la iniciativa privada se hizo protagónica. No sólo se volvió indispensable la participación del capital como promotor de la economía, sino también su presencia directa en la administración pública, en importantes secretarías de Estado. Para decirlo en corto, mediante una sola frase de la enciclopedia Monsiváis, el periodo abrirá “el canje de la épica revolucionaria por la épica capitalista”.
De acuerdo con el historiador Daniel Cosío Villegas, la creación y concentración de la riqueza a la sombra del poder devino en el modus operandi del engranaje económico y político, ligadas de manera indisoluble a la deshonestidad y la corrupción. El corolario para Villegas será la “pérdida de la autoridad moral y política” y significará, ni más ni menos, el fin de la Revolución.
¿Por qué te hizo el destino pecadora?
Pero para el Monsiváis de Apocalipstick, el fin de la Revolución en esa década tiene otro fuerte componente que se engarza a una nueva moral puesta en práctica por el conjunto de la sociedad. Los tiempos modernizadores avanzaron por los caminos del impulso globalizador mediante un despliegue que fue fundamental en la vida del país: la secularización de la vida cotidiana, sobre todo en la capital del país, en la Ciudad de México.
La aparición de rumberas exóticas, del bolero como género musical preferido, aderezan a la “ciudad del pecado”. Pero la ciudad, en su mal obrar, se resiste a la grandilocuencia de San Agustín en el sentido de que el pecado represente un acto contra la ley eterna. En esta ciudad, el pecado será más mundano, plebeyo y prosaico ya que se ajusta a la vida cotidiana palpitante en “los cabarets, las calles donde las putas hacen el trottoir, los prostíbulos, las casas de asignación, las vecindades en donde se soporta la presencia de hetairas o joteretes, las casas chicas, los departamentos de soltero”.
La urbanización en marcha acelerada otorga beneficios que no se disfrutan en el campo: “Vivimos muy mal, pero nada de eso importa porque a ratos nos sentimos muy bien”. No importa que se siga siendo pobre, pues esta ciudad de los pobres extenderá la vida de manera masiva a “los barrios en la madrugada con su cauda de borrachos y vendedores de comida típica, de billares y circos, de cabarets y prostitutas tan sensuales como lo dicta el hambre sexual de sus clientes”.
El sistema autoritario que se fortalece a partir de ese momento suscita entre los de abajo su propia modernización, una forma contestataria desplegada en las múltiples caras ocultas de la resistencia que ha desarrollado analíticamente James Scott. La censura, de acuerdo con Monsiváis “eje primordial de contención del pacto entre el gobierno y la iglesia”, queda burlada por el “populacho revanchista”, capaz de jugarle malas pasadas a las estructuras represivas y autoritarias al elegir “el libertinaje, ese permiso subterráneo para fornicar nomás que haya chances”. Más aún, de manera clandestina y en lo oscuro, el uso de las “malas palabras” a la “media noche” cuando se “antoja decir chingaderas y carajadas”, “como vengarse de todas las represiones, carajo, puta madre, qué maravilla”.
La ciudad del pecado que se inicia en la década de los cuarenta adquiere plena vigencia a mediados de la siguiente, al generalizarse aquellas formas expresivas al grado de “convertirse en costumbristas”, o quizá, como lo señala Monsiváis una y otra vez: en ganadoras de su batalla cultural, ante las múltiples derrotas de los movimientos populares. No cabe duda de que la modernización puesta en marcha, con su centro de progreso en la capital del país, permite ocultar al mismo tiempo el “saqueo de los recursos naturales, la destrucción del sistema ejidal, los crímenes políticos que no se registran y la esclavitud salarial”.
Para los modernizadores en el poder no importa la depredación capitalista que se convierte en norma a lo largo de las siguientes décadas. Mucho menos reparan en “las luchas obreras y campesinas (reprimidas), la carestía y el empobrecimiento”. La mejor estrategia que encontrarán las clases dominantes, ya plenamente incorporadas al mundo global hegemonizado por Estados Unidos, será el intercambio con los de abajo: te exploto pero te diviertes, estrategia desplegada con gran amplitud entre unos y otros. El “trueque”, como lo denomina Monsiváis: “Mejor una sociedad divertida ante las concentraciones airadas, los mítines, la agitación”.
En ese intercambio no dejarán de expresarse sin embargo los pesares y las quejas mediante protestas y movilizaciones que se enfrentan a los regímenes autoritarios en un ambiente en que la Guerra fría ponía contra la pared cualquier protesta. Para “legalizar” la represión, el poder contaba con un instrumento decretado en plena guerra mundial: el artículo 145 del Código Penal que, al tipificar el delito de “disolución social”, colocaba en la guillotina a los dirigentes de los movimientos opositores como se demostraría posteriormente.
Carlos Monsiváis se convertiría en uno de los más perspicaces testigos y participantes de las movilizaciones populares. Mediante sus crónicas-análisis logró mostrar la riqueza y la importancia de las protestas del periodo. Pero la voz y el sentimiento de estos movimientos se mostraron también en las canciones que se popularizaron en México y Latinoamérica. Rafael Hernández fue el creador de una de ellas, “Lamento borincano”, que se transformó en un himno contra la injusticia inherente al Siglo Americano, en voz de Daniel Santos y de otros muchos intérpretes:
Se oye este lamento por doquier
y triste, el jibarito va, pensando así,
diciendo así, llorando así por el camino
qué será de Borinquen mi Dios querido,
qué será de mis hijos y de mi hogar.
* Dirección de Estudios Históricos, INAH.