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Jorge Acevedo: implacable mirada

ENVIADO POR EL EDITOR EL Jueves, 21/11/2024 - 18:31:00 PM

Rebeca Monroy Nasr*

 

Una de las pérdidas recientes en el ámbito fotográfico fue la de Jorge Acevedo Mendoza (Ciudad de México, 21 de noviembre de 1949), quien el 20 de julio de 2019 sobrevoló los cielos oaxaqueños abandonando la tierra que lo acogió con tanto cariño desde 1985.  

 

Jorge Acevedo estaba profundamente convencido de que la fotografía era crucial para generar un cambio social, político, económico y cultural. Para él, las imágenes eran parte fundamental del camino del cambio, pues podían mostrarle al mundo los eventos que tanto negaban los diarios y noticias afiliados al régimen en turno, ya que iban mucho más allá de las apariencias tendenciosas y con ellas se podría incidir para modificar la historia. Era, pues, un partidario del mensaje claro, político e ideologizado a partir de la fotografía.

 

Muy joven supo que la fotografía era su designio y su vocación, y en 1979 entró a trabajar en la Dirección de Monumentos Coloniales del INAH, cuando ésta aún se ubicaba en el exconvento de Churubusco.  Una celda de muros gruesos y fríos le fue acondicionada como cuartoscuro, desde donde prepararía cientos de imágenes que él mismo tomaría, o bien, revelaría e imprimiría los rollos de los arquitectos que ahí laboraban; en aquel cuarto en donde el humo del cigarro —sus favoritos entonces eran los Del Prado— y el café convivían con los negativos, bajo la luz ámbar o verde, y su reloj GraLab, que marcaba los segundos de revelado o impresión. Desde ahí revelaría cientos de rollos que imprimiría en papel de fibra tamaño 5 × 7 las más de las veces, usando reveladores como el HC-110, el Dektol, con detenedores, fijadores y el tradicional limpiador final Photo Flu en los rollos. Solía usar una pequeña secadora de manta, pero rechazaba la abrillantadora, pues prefería sus imágenes en acabado mate. Solo para publicaciones las entregaba abrillantadas. Además, le gustaba el alto contraste en la impresión y rechazaba contundentemente una foto grisácea sin negros o blancos. Era sin duda alguna un privilegiado lugar de trabajo. Ahí habitó por muchos años Acevedo, bajo la dirección de Efraín Castro, la mirada aguda de Chang Fong, con colegas como Ivonne Arámbula, todos arquitectos.

 

Acevedo trabajaba de día en sus quehaceres fotográficos, y por las tardes, las noches y los fines de semana se dedicaba a fotografiar la vida cotidiana, con las marchas y los mítines de una época muy agitada en que esa generación, clara heredera del movimiento estudiantil del 68, se vio envuelta. Él sabía esto, lo demostraba, y en la foto encontró un discurso visual claro y contundente. Con sus cámaras Nikon (usaba lentes Nikkor, sobre todo la gran angular y la normal) captó escenas poco comunes con sus ojos entrenados por el deseo de habitar la diferencia, de mostrar lo agudo, detonar conciencias, evidenciar los abusos y subrayar con gran sarcasmo los problemas de nuestra realidad. No solía usar el telefoto, porque sentía que era un recurso que lo distanciaba de los demás, y a él le gustaba involucrarse con la gente, verla reír, cantar, enojarse, protestar, marchaba con ellos, se inmiscuía a fondo porque era una especie de antropólogo de la imagen visual.

 

Desde su trinchera fotográfica, Acevedo fue defensor de los derechos sociales, procuró justicia y equidad en sus obras, buscando en la imagen fija o móvil el discurso que pudiese alcanzar a un público más amplio y con mayor contundencia; por ello decidió estudiar cine, por las noches, en el Centro Universitario de Estudios Cinematográficos (CUEC) de la UNAM. Ahí ganó un premio otorgado por la Cineteca Nacional por su película Mi lucha, filmada en formato Super-8, que cuenta la vida de un repartidor de periódicos que de noche es luchador. Su ojo agudo, aunado a su gran conocimiento de la imagen, del sonido y de la dirección, lo llevó a realizar este documental de gran impacto. Unos minutos de filmación le bastaron para hacerse de ese premio y de un lugar entre sus colegas mayores que pertenecían al ya connotado Grupo Octubre, entre cuyos miembros destacaba Armando Lazo, y con profesores de la talla de Jorge Ayala Blanco, quien les enseñaba las películas alemanas, francesas e italianas de vanguardia con un detallado análisis de la imagen y el sonido, cuando dirigía el CUEC el legendario Manuel González Casanova.

 

Me atrevo a decir que Antonio Saborit fue uno de sus más cercanos compañeros de clase: con él realizó Mi lucha y otra puesta en escena, un guion sobre Tina Modotti, con Guadalupe Sánchez como la misma Tinísima. Acevedo fue seducido por la imagen de la bella Tina, cuando supo cómo vino a México con Edward Weston apenas acabada la Revolución, cómo se convirtió en una gran fotógrafa, seductora mujer, incansable luchadora social. La dupla Acevedo-Saborit, como Weston, Guerrero, Mella y Vidali, acabó honda y profundamente enamorada de la sensual mujer, hábil fotógrafa y feminista militante. Más de uno ha sido seducido por ella, aun a la distancia de los años. En fin, la película rodó varios rollos, entrevistaron a Lola Álvarez Bravo, encontraron formas y figuras para trabajar la historia, pero se quedó inacabada; los rushes o copias positivas deben estar en los anales del CUEC. Su rescate ahora sería más necesario que nunca.

 

Fue así como Jorge Acevedo, entre la academia y la calle, plasmó con su cámara imágenes contundentes en la gramática visual del blanco y negro. Usaba sólo cámaras de 35 milímetros porque le daban una gran agilidad y autonomía de movimiento, solía llevar una maleta grande de piel con varias cámaras (al menos dos) y sus rollos (hacía cargas de película de cien pies en blanco y negro), prefería el uso de la película Plus-X debido a la calidad del grano, aunque en tomas más oscuras o nocturnas usaba el Tri-X, de cuatrocientos ASA, en ocasiones forzado hasta 800 o 1600. Revelaba personalmente sus rollos, pues sólo él sabía cómo dejarlos con un gran contraste. Jamás aceptó la era digital, sino que se mantuvo firme en la foto argéntica, o fotoquímica, como le llaman ahora. Prefería el uso del alto contraste, el papel grado tres, y odiaba los rollos suaves o con bajos tonos. Es decir, todo ello acorde con sus intenciones de mostrar la gran contradicción y la injustica que se vivían en esos años asfixiantes de desconcierto y gran represión política y social.

 

En esos años lo conocí. Empecé por cargar sus cámaras, su maleta enorme, por correr detrás de él en las marchas para darle las lentes que quería, limpiarlas, guardarlas, cambiar de rollo. Luego aprendí con él las lides del cuarto oscuro y a revelar e imprimir en alto contraste. Vi todos los medios con Alicia Ahumada y David Maawad, quienes obtenían los 52 puntos reglamentarios, o más, en la técnica del sistema de zonas. Acevedo despertó en mí a la fotógrafa que creí ser entonces, mientras estudiaba artes visuales en San Carlos, la Escuela Nacional de Artes Plásticas. Ahí afiné más la mirada, el análisis, el aprendizaje, pero la capacidad de construir la imagen la obtuve a otro ritmo, entre marchas, mítines y conversaciones varias.

 

En las fotos de Acevedo, las mujeres, los niños, los obreros, los estudiantes, los campesinos, tuvieron un lugar prioritario. Él estudiaba a Henri Cartier-Bresson, a los estadounidenses como Edward Weston y Ansel Adams, a los europeos como André Kertész y Robert Cappa, pero seguía al pie de la letra sus propios preceptos. Y aunque admiraba a Cartier-Bresson y procuraba captar el instante decisivo, se permitía reencuadrar sus composiciones desde la ampliadora en función de un mensaje claro y así llevaba a cabo sus impresiones, siempre vanguardistas. Estaba peleado con la forma por la forma, el arte por el arte; lo vi discutir a fondo, enojarse con sus mejores amigos porque los consideraba estetas y sentía que perdían la convicción política o ideológica de las imágenes.

 

Acevedo también participaba en diferentes frentes editoriales, publicaba en la revista México en la cultura, donde Antonio Saborit trabajaba codo a codo con Monsiváis. Expuso sus trabajos en la Alameda Central, así como en la recién inaugurada Facultad de Estudios Superiores Acatlán, donde se colgaron como trapitos al sol, con un mecate y pinzas de ropa, un proyecto con Adolfo Patiño “Adolfotógrafo” y Armando Cristeto, que procuraba sacar el arte de las galerías y museos para llevarlo al pueblo. Trabajó al lado de Pedro Valtierra, Marco Antonio Cruz, Rubén Pax y Agustín Estrada, entre otros, participando en formas alternativas de trabajo en grupo. Con Alicia Ahumada, Pedro Hiriart y su hermano Guillermo Acevedo, vivió en la calle de Bajío y luego en General Plata, frente a la Prepa Cuatro, en donde su militancia orgánica se fue configurando con mayor vigor y un clóset pequeño se convirtió en el cuarto oscuro en donde todos practicaban sus mejores trucos de impresores, de uno en uno, pues no cabían todos.

 

Su gusto de melómano, como lo describe Luis Hernández,[1] abarcaba la música brasileña, el jazz, el blues y la nueva música de izquierda mexicana con Amparo Ochoa, con Roberto González (“¿Y con qué fin toda esta dialéctica en historia?”), con las bellas Maru Enríquez y Cecilia Toussaint, quien entonces era pareja de Alberto Cortés, cineasta y excelente editor de películas que también habitaba el CUEC. Ahí se dieron cita con los grupos musicales On’ta y Circo, Maroma y Teatro, con Berta Hiriart, Otto Minera y Norma del Rivero; con sus amigas feministas Eli Bartra, Lucero González e Isabel Vericat, mujeres muy sólidas y convencidas de su lucha. Todos ellos tenían intensas reuniones en una antigua casa en Peñuñuri, Coyacán, en donde, de una u otra manera, diseñaban un mundo a su gusto.

 

Tremedo Alboroto se armó con el grupo musical La Nopalera, como parte de los trabajos que realizamos en esos tiempos. Para ese disco, Eniac Martínez (quien lamentablemente dejó de habitar este mundo, también en el mes de julio de 2019, a los 59 años) posaba con su guitarra en mano, Arturo Cipriano aparecía con sus flautas y alientos, Javier Izquierdo en el bajo o la guitarra y Maru Enríquez en la voz. Un disco de interesante factura que tiene las fotografías de varias sesiones dedicadas a esos alborotos colectivos tan agradables. En un sorpresivo cruce de caminos, Eniac dejaría la guitarra poco después para convertirse en un destacado fotógrafo, que dejaría un legado visual profundo de este México nuestro con su gente, sus tierras, su migración, sus ríos contaminados, sus dolencias y sus niños sonrientes.

 

Jorge Acevedo deseaba dejar en la plata sobre gelatina una huella de lo que había visto, como la pelea que emprendieron las madres de los desaparecidos políticos, o la falta de servicios y material en Salubridad, los bajos salarios de los médicos y las pésimas condiciones en que se atendía a los enfermos. En 1978, fue encarcelado Antonio Vidal, líder de la Corriente Democrática de Salubridad, y aunque la negociación para lograr su libertad fracasó, otros sindicatos o secciones avanzaron hacia la democratización interna. Todo esto confluyó en un movimiento sindical generalizado que trastocó las estructuras fundamentales del “charrismo” mexicano, pero también la supuesta estabilidad laboral, que a costa de los salarios y las prebendas de los trabajadores el gobierno había prometido a los empresarios. Las acciones del poder contra la democratización sindical fueron duras: “En 1977 [fue] liquidada la democracia en Infonavit, y en 1978 en Salubridad, Tesorería y otros más”.[2]  Ahora, no olvidemos que la reconstrucción de episodios como éste ha sido posible en parte gracias a las imágenes que guardan su registro.[3] De esas lides, Acevedo tomó fotografías y las llevó a revistas y diarios, sobre todo de izquierda, como Punto Crítico y Proceso, o Uno más uno y, más tarde, La Jornada. Así, vemos cómo cubría los movimientos sociales aunque no fuese a publicar de inmediato sus imágenes, pero las reservaba, analizaba, imprimía y les buscaba una salida visual poco convencional en alguna publicación.

 

Su convicción política y social lo llevó también al sindicato del INAH, donde participó como secretario general de la sección D-III-24 que algunos colegas y amigos habían construido fuera de los muros “charros” del Sindicato Nacional de Trabajadores del Estado. Allí libró una gran batalla por las Condiciones Generales de Trabajo, por reglamentos internos, por prestaciones justas, y obtuvo las cuotas sindicales de las cuales todavía gozamos.

 

Nunca cejó en sus propósitos sociales y aun cuando dejó la capital después del terremoto de 1985 siguió manteniendo su centro moral y su eje laboral de manera inequívoca, convencido de que ése era el camino hacia mejores condiciones de vida en un país que ya no soportaba más pausas ni más retrasos en su agenda política y social. Con motivo del Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía en 1978, declaró:

 

Considero básicamente que mi trabajo fotográfico [está] en proceso hacia el encuentro de una expresión [...] Necesariamente esta producción artística deberá ponerse al servicio de la crítica y la denuncia [de] la explotación, la marginación y la colonización. No será́ posible ponerla en práctica sin un largo camino que vaya limpiando [este trabajo fotográfico] de la ideología imperante [mediante] la ruptura constante del modelo estético convencional [que] nos atrapa. Librarme de él es el proceso de mi obra.[4]

 

Es innegable que la ausencia de Jorge Acevedo es una dolorosa pérdida en el medio fotográfico. Esperemos que sus imágenes ahora encuentren un lugar mejor, salgan de la cocina fotográfica al mundo que debieron habitar hace muchos años. Vivir en Oaxaca le permitió presenciar de cerca otros movimientos sociales, pero también restringió el uso social y la posibilidad de publicación, exposición y difusión de su última obra. Aunque Acevedo deja un hueco en nosotros, nuestra memoria puede ahora encontrar un nicho pletórico de imágenes cargadas de sus planteamientos, imágenes icónicas de movimientos sociales mexicanos que construyeron el camino de la democracia, como también lo hicieron, estoy segura, las imágenes de su vida oaxaqueña, que para muchos quedaron en el misterio de su autoexilio, pero pronto conoceremos gracias a las afanosas labores de Abraham Nahón, su joven cómplice de fotoaventuras. Ello nos permitirá reencontrarnos con Jorge Acevedo en su destino elegido, en su Oaxaca repleta de imágenes de cuño militante. Sea este un homenaje a quien nos legó un maravilloso material, que no debe perderse, que debe permanecer en nuestras memorias de manera clara. Esperamos que su labor fotográfica quede como patrimonio de investigadores y activistas, y que pronto veamos más imágenes de ese trabajador incansable de la cámara, pues aún hay cientos de negativos, tomados en tierras chilanga y oaxaqueña, que guardan —y guardarán— aquella inolvidable e implacable mirada.

 

* Dirección de Estudios Históricos, INAH.
[1] Luis Hernández Navarro, “Jorge Acevedo hizo la memoria gráfica del movimiento popular de los 70s y 80s”, La Jornada, México, 30 de julio de 2019.
[2] Patricia Ravelo Blancas, “Movimientos de los trabajadores al servicio del Estado ante la crisis”, en Jorge Alonso (coord.), Los movimientos sociales en el valle de México, vol. II, México, CIEASAS, 1988, p. 347.
[3] Para más información véase mi libro Con el deseo en la piel. Un episodio de fotografía documental a fines del siglo XX, México, UAM-X, 2017, 142 pp.
[4] Jorge Acevedo et al., Hecho en Latinoamérica. Primera muestra de la fotografía latinoamericana contemporánea, México, Consejo Mexicano de Fotografía, 1978.