Una historia olvidada
ENVIADO POR EL EDITOR EL Martes, 03/12/2024 - 14:41:00 PMDaniela Morales Muñoz. El exilio brasileño en México durante la dictadura militar, 1964-1979, México, Secretaría de Relaciones Exteriores, Dirección General del Archivo Histórico Diplomático / Red de Archivos Diplomáticos Iberoamericanos, 2018.
Mónica Palma Mora*
De acuerdo con la autora del libro aquí reseñado, la historiadora Daniela Morales Muñoz, la dictadura militar que se instauró en Brasil a raíz del golpe de Estado que depuso al gobierno del presidente Joao Goulart, el 31 de marzo de 1964, arrojó al exilio a unos diez mil brasileños. La inmensa mayoría vivió el destierro en distintos países socialistas europeos y en Francia, otros en Cuba, y algunos más en varios países americanos, entre ellos México, que durante los años del régimen militar recibió una proporción muy pequeña de exiliados. Pero más que un sitio para vivir, México representó un lugar de tránsito para la mayor parte de los que fueron aceptados como asilados; muy pocos de los casi doscientos exiliados que pisaron suelo mexicano decidieron permanecer. Es probable que debido a su transitoriedad, advierte la autora, este exilio, a diferencia del radicado en Europa, sea casi desconocido en Brasil y poco rememorado en México.
Con fundamento en una extensa a la vez que intensa investigación de fuentes documentales y hemerográficas, desarrollada tanto en Brasil como en México, en bibliografía especializada en el tema y en entrevistas a protagonistas del exilio, la autora recupera la experiencia brasileña de acuerdo con dos ejes de análisis que, con gran acierto, entrelaza en los seis capítulos que conforman el libro: la política de asilo del gobierno mexicano y la composición sociopolítica del exilio. Con entereza y claridad, la doctora Morales Muñoz pone en entredicho la política de asilo de México, al sustentar que las puertas del país no han estado completamente abiertas a los perseguidos políticos. Expone esta cuestión desde el relato de los vaivenes y entresijos de la postura oficial ante el exilio brasileño, el cual demandó la atención de tres gobiernos sucesivos: Adolfo López Mateos, Gustavo Díaz Ordaz y Luis Echeverría Álvarez.
De acuerdo con la propuesta de la historiadora Denise Rollemberg, especialista del exilio brasileño en Europa, y de la socióloga Vania Salles, exiliada brasileña en México, Morales Muñoz estudia las tres oleadas que conformaron el destierro brasileño. La primera de ellas fue resultado del golpe militar de marzo de 1964 y estuvo integrada por funcionarios y legisladores del gobierno derrocado, por dirigentes del Partido Comunista (PCB) y del Partido Trabalhista (PTB), pero sobre todo por militantes de organizaciones sindicales como el Comando Geral dos Trabalhadores (CGT) y la muy combativa Asociación de Marineros y Fusileros Navales de Brasil (AMFNB). Todos ellos habían tenido una destacada participación en la intensa movilización sociopolítica que había llevado a Joao Goulart a la presidencia y había respaldado su programa de gobierno, el cual se proponía una mayor independencia económica del capital internacional y diversas reformas en beneficio de las clases trabajadoras (llamadas Reformas de Base).
Con sencillez y conocimiento, la autora analiza la política diplomática mexicana en conexión con el contexto brasileño durante los primeros años de la dictadura. Afirma que la relación de amistad que años antes habían entablado los gobiernos de López Mateos y Goulart, su afinidad en materia de soberanía y autodeterminación, y el papel más discreto que ambos gobiernos mantenían ante la confrontación Este- Oeste definieron la voluntad del gobierno mexicano por dar asilo a todos los solicitantes. Decisión que lo enemistó con el régimen militar,[1] que como respuesta retrasó la entrega de los salvoconductos de los asilados. La tensión entre ambos sólo fue superada por el profesionalismo, pericia y buena disposición del cuerpo diplomático mexicano, características que la autora resalta en el transcurso de la narración. Durante los siguientes dos años (1965-1966), la embajada continuó dando asilo a otros pocos solicitantes. Sin embargo, en esos años la diplomacia mexicana optó por no irritar al régimen militar y conservar un trato cordial y amistoso, tal como lo había ordenado el nuevo presidente mexicano, Gustavo Díaz Ordaz. La abierta orientación anticomunista de este gobierno fijó una actitud de mayor cautela en la selección de los solicitantes, como se ejemplifica en el asilo negado a Miguel Arres, exgobernador del estado de Pernambuco y líder radical del Partido Socialista de los Trabajadores (PST), negativa sustentada en un incierto criterio jurídico. Sin embargo, con tal de no dañar el prestigio de México, precisa Morales Muñoz, continuó concediendo asilo a ciertos opositores distinguidos, como el profesor universitario Ruy Mauro Marini, fundador de la Organización Revolucionaria Marxista-Política Operaria (ORM-Polop), el abogado Francisco Juliao, líder fundador de las Ligas Campesinas (LCB), y el sacerdote católico Francisco Lage, diputado suplente del PTB, entre otros disidentes políticos, y de manera paradójica, a una nueva oleada de exiliados, militantes de organizaciones armadas.
En diciembre de 1968, el régimen militar expidió el Ato Institucional 5 (AI-5),[2] decreto que dio amplios poderes al Ejecutivo en turno, cerró el Congreso de manera indefinida, suspendió el habeas corpus e instauró el estado de excepción. Estas disposiciones ampliaron la oposición a nuevos sectores y repercutieron en la emergencia o consolidación de organizaciones más radicales que, ante la intransigencia de la dictadura, se habían decantado por la lucha armada, rechazaban el capitalismo y proponían la construcción del socialismo. El secuestro de diplomáticos extranjeros fue parte de la estrategia adoptada por las organizaciones revolucionarias con el objetivo de exigir la liberación de los líderes que habían sido apresados. Éste fue el motivo de los secuestros del embajador de Estados Unidos, Charles Burke Elbrick, efectuado por el Movimiento Revolucionario 8 de Octubre y Acción Liberadora Nacional, así como el del cónsul de Japón en São Paulo, realizado por Vanguardia Proletaria Revolucionaria, cuyas vidas canjearon por la liberación de varios compañeros de lucha, a los cuales la embajada mexicana asiló. De este modo, entre septiembre de 1969 y marzo de 1970, un nuevo y pequeño grupo de brasileños (veinte en total) se exilió en México con la prohibición expresa de no regresar a Brasil (pena del banimento). El gobierno de Díaz Ordaz, documenta la autora, concedió asilo a estos opositores radicales de izquierda, no por convicción propia, pues compartía la visión de los militares brasileños de catalogarlos como terroristas —según la opinión del embajador de ese entonces, Vicente Sánchez Gavito—, sino por haberlo solicitado “los gobiernos afectados” (Estados Unidos y Japón) y el propio régimen brasileño (con el que mantenía relaciones cordiales).[3]
Las acciones emprendidas por las organizaciones revolucionarias intensificaron la política represora de la dictadura durante los años de 1969-1974, también conocidos como los Años de Plomo. Cientos de brasileños salieron al exilio, muchos de manera clandestina hacia países vecinos, uno de ellos Chile, que admitió a un buen número de exiliados durante el gobierno de la Unidad Popular; sin embargo, el golpe militar del 11 de septiembre de 1973 los lanzó de nueva cuenta al exilio. Una tercera ola de brasileños, no mayor a 43 personas, llegó a México como parte del exilio chileno. La amistad que Luis Echeverría Álvarez, presidente de México en esos años, mantuvo con el presidente chileno Salvador Allende, su política exterior en pro de la unidad de los países del llamado Tercer Mundo, pero sobre todo su interés por recuperar la legitimidad del gobierno, muy deteriorada a raíz de los sucesos de 1968, llevaron al gobierno mexicano a dispensar un pronto asilo y apoyo a los chilenos. En contraste, enfatiza Morales Muñoz, los brasileños no recibieron el mismo trato. Una vez en México, les fue negado el asilo territorial; las autoridades migratorias les informaron que mientras estuviesen en el país serían considerados turistas o visitantes en tránsito.
Muy pocos exiliados brasileños optaron por vivir en México, una proporción menor de los que ingresaron entre 1964 y 1966; el resto, y casi todos los que integraron las siguientes dos oleadas, se trasladaron a los países socialistas europeos o a Cuba. Dificultades para obtener un empleo, falta de recursos económicos, un idioma distinto, su propia situación de exiliados o “rojos” como eran llamados por algunos mexicanos, la negativa de las autoridades migratorias a recibirlos como asilados, en el caso de los que formaron la tercera oleada, y un contexto capitalista, políticamente autoritario y anticomunista, contra el que luchaban y del que venían escapando, obstaculizaron su adaptación. Los que se quedaron, poco a poco aprendieron el español y lograron obtener un empleo en el sector público o en negocios privados; los hijos/as de los pocos que llegaron con la familia prosiguieron o retomaron sus estudios. Las actividades cotidianas los hicieron interactuar con mexicanos, y de esta forma se fueron insertando en el entorno sociocultural receptor. Algunos exiliados, por tratarse de líderes políticos o por su prestigio académico, obtuvieron el respaldo de ciertos dirigentes políticos[4] y de colegas mexicanos que apoyaron su incorporación como docentes e investigadores en el medio universitario (la Universidad Nacional Autónoma de México, El Colegio de México), en particular en las áreas de ciencias sociales y de humanidades. Estos brasileños impartieron cursos y conferencias, fundaron seminarios e inauguraron áreas de investigación académica, publicaron artículos, crearon revistas (Cuadernos del Tercer Mundo, editada por Neiva Moreira y Beatriz Bissio).[5] Entre ellos figuraron los destacados catedráticos Ruy Mauro Marini, Theotonio dos Santos y Vania Bambirra, autores de la teoría marxista de la dependencia, por la que eran reconocidos en los círculos intelectuales del ámbito internacional. Junto con el resto del exilio brasileño que permanecía en México (Francisco Juliao, Francisco Lage, Herbert de Souza, Neiva Moreira y Thiago Cintra, entre otros), se sumaron al intenso ambiente político-cultural que caracterizó al medio universitario mexicano desde el movimiento estudiantil de 1968 y que se enriqueció con el arribo de los exilios latinoamericanos de la década de los setenta. En comunión con todos ellos, gracias al apoyo de varios sectores de mexicanos —organizaciones estudiantiles, instituciones académicas, sindicalismo independiente, partidos de izquierda— y con la anuencia soterrada del gobierno, los exiliados brasileños emprendieron una activa campaña de denuncia de las violaciones a los derechos humanos cometidas por las dictaduras militares que gobernaban varios países de Latinoamérica,[6] además de sumarse a la demanda del exilio brasileño en su conjunto por una amnistía irrestricta a los presos políticos y exiliados, y el reconocimiento oficial de los desaparecidos, la cual fue aprobada el 22 de agosto de 1979. Su exilio formal había concluido.
La historia del exilio brasileño en México, relatada con gran destreza y armonía académica por Daniela Morales Muñoz, constituye, sin duda, una aportación original al estudio de los exilios latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XX, al llevar al primer plano un destierro que, en apariencia, era poco conocido en México y de escasa trascendencia en el medio académico brasileño, e inclusive entre los propios protagonistas. El libro es también un estudio documentado de las ambigüedades de la política de asilo mexicana, las cuales matizan la tradicional imagen de México como país de puertas abiertas para todos los perseguidos políticos. Sobre todo, esta obra tiene el enorme mérito de recuperar la memoria de un exilio que, aunque pequeño en número, se distinguió por su dimensión política y humana.
* Dirección de Estudios Históricos, INAH.
[1] Entre 1964 y 1967, presidido por el general Humberto de Alencar Castelo Branco.
[2] Los Atos Institucionais fueron instrumentos políticos utilizados por la dictadura para desplegar una severa política de vigilancia, persecución y represión en contra de los opositores.
[3] En esos años, presidido por el mariscal Artur da Costa e Silva (1967-1969), al que siguieron el general Emilio Garrastazu Médici (1969-1974) y el general Ernesto Geisel (1974-1978).
[4] En un primer momento Vicente Lombardo Toledano, y más tarde, a fines de los años setenta, Porfirio Muñoz Ledo y el propio Partido Revolucionario Institucional.
[5] Neiva Moreira había formado parte del Frente Parlamentario Nacionalista que había apoyado las Reformas de Base. Se exilió en México en compañía de su esposa Beatriz Bissio a mediados de 1976, luego de un periplo por varios países.
[6] En el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional impulsada por el gobierno estadounidense, y de la Operación Cóndor, acuerdo mediante el cual las dictaduras del Cono Sur se comprometían a apoyarse mutuamente con el fin de terminar con los subversivos.