Tradición, familia y propiedad: esquemas axiológicos que sustentaron la victoria de las derechas en el plebiscito por la paz en Colombia
ENVIADO POR EL EDITOR EL Martes, 10/12/2024 - 14:03:00 PMJaime Andrés Wilches Tinjacá*
María Camila Cuello Saumeth**
Resumen
El presente artículo aborda los principios valorativos de la tradición, familia y propiedad, como referentes que explican los resultados del plebiscito por la Paz en Colombia, el 2 de octubre de 2016. La victoria de las derechas demuestra, una vez más, que no se trata de la poca reflexión o la falta de criterio por parte de los votantes, sino que existen esquemas axiológicos que han determinado el actuar de los colombianos de manera histórica y, por esa razón, los gobernantes se han mantenido dentro de un mismo rango ideológico en los últimos años; por ello se convierte en una democracia electoral más que participativa.
Palabras clave: derechas, construcción de paz, legitimidad, polarización, conflicto armado.
Abstract
This article addresses the value principles of tradition, family, and propriety, as models that explain the results of the plebiscite for Peace in Colombia on October 2, 2016. The victory of the right-wing once again shows that it is not about lack of reflection or poor judgment on the part of the voters, but the existence of axiological schemes that have historically determined the action of Colombians, and for this reason, leaders have remained in the same ideological range in recent years; so it becomes an electoral democracy, rather than a participatory one.
Keywords: right-wing, peace building, legitimacy, polarization, armed conflict.
Después del acuerdo de paz entre el Estado y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en 2016, el gobierno Juan Manuel Santos decidió refrendar en las urnas lo acordado en La Habana, Cuba, sede de las negociaciones. El sentido común y el clamor por un país en paz parecía ser una consigna lógica para que los ciudadanos se volcaran a las urnas y apoyaran de manera masiva el fin de la guerra. No sucedió de esa manera. La victoria del “No apoyo los acuerdos de paz” fue tomada como una sorpresa e incluso los medios de comunicación internacionales juzgaron irracional y poco comprensible la actitud del electorado colombiano que, valga decirlo de paso, se caracterizó por su alto nivel de abstención.[1]
Aunque estas explicaciones pueden ser válidas, el trabajo que se presenta a continuación sustenta que la victoria del “No” en el plebiscito estuvo fraguada por una exitosa campaña de temor y paranoia de sectores mayoritarios de las derechas en Colombia, quienes históricamente han logrado presentar el conflicto armado como una amenaza de bandoleros (siglo XIX y primera mitad del siglo XX), subversiva (Guerra fría y finales del siglo XX) y terrorista (a partir del siglo XX) que dividió a la nación entre los patriotas que apoyaban el statu quo y los amigos de la subversión.[2] Sumada al pretexto del conflicto armado, la estructura ideológica de las derechas ha logrado generar empatía con tres mitos fundacionales de la sociedad colombiana: tradición, familia y propiedad, convertidos hábilmente en aparatos discursivos y prácticas comunicativas que fueron determinantes en el fracaso del plebiscito para refrendar los Acuerdos de La Habana como estrategia política del expresidente Santos para legitimar el modelo de negociación aplicado con el fin de lograr la paz con los líderes de las FARC.
Tradición, Familia y Propiedad: las derechas en el corazón del mito fundacional
Un debate amplio sobre la formación de nación en Colombia podría resumirse de manera un tanto arbitraria en el momento en que Bushnell[3] intenta entender cómo en Colombia se habla de nación, pero con un proyecto de coerción y consenso lo suficientemente débil como para ser desobedecido por los actores sociales que no encuentran relación suficiente y necesaria para articular el discurso nacionalista con sus necesidades cotidianas.
Los símbolos que cohesionan la idea de nación en Colombia tienen la fuerza para generar algún sentimiento patriótico, pero poco sustento para responder en la vida material de los individuos. Se puede hablar de descentralización, igualdad y pluralidad en principios constitucionales, pero si estas abstracciones no responden a realidades concretas, va quedando espacio para que otros actores sociales se apoderen de esas demandas y sientan que tienen el derecho de satisfacerlas. Pero, ¿por qué en Colombia la idea de nación resultó ser frágil e improvisada?
Charles Tilly[4] considera que el progreso de las ideas en las sociedades desarrolladas fue de la mano con la administración de tres espacios vitales: el control de las armas, la organización económica (vía cobro de impuestos, sostenimiento fiscal e inversión social) y administración de las ciudades como motor comercial y escenario público-privado para la intersubjetividad social. Rubén Jaramillo[5] y Consuelo Corredor[6] dirán que en Colombia se sucitó un modernismo sin modernidad, pues se avanzó en la construcción de infraestructura, el cobro de impuestos y la creación de ciudades (modernismo), pero no se afianzó la credibilidad de los actores sociales mediante la consolidación de estos tres escenarios como una construcción intersubjetiva y dialéctica de lo público, sino que cada cual por su lado se apropió de las armas, la sostenibilidad fiscal y la ciudad desde su interés local y privado (modernidad).
Los aportes de Remo Bodei[7] son de gran ayuda para entender el error que se comete al pensar que la adscripción a un proyecto social de nación se debe llevar únicamente por vías de la razón. Precisamente por estar anclados en la razón, quisimos insertar símbolos y normas que estaban bien diseñados y redactados, pero que enmudecían frente a las emociones diversas y complejas de un país como Colombia. Bodei dirá que el miedo y la esperanza son dos ejes fundamentales para el control social y que uno no puede construirse sin el otro. Este planteamiento da vía para formular una hipótesis que aspira a entender la empatía de las derechas con los intereses pasionales de grupos sociales que identifican las debilidades de la racionalidad estatal. En lo local, estos fenómenos persisten porque controlan las necesidades inmediatas de las poblaciones donde hacen presencia; en otras palabras, conocen y controlan las pasiones de una sociedad que el Estado desconoce. El trabajo de Ingrid Bolívar refuerza esta tesis: “Nada está al mismo tiempo tan estructurado y tan enraizado en los ‘sujetos’, nada es tan ‘vivido’ como ‘propio’ y al mismo tiempo tan ‘moldeado’ o estructurado por las relaciones de dominación y resistencia que dan forma a la sociedad como las emociones”.[8]
En este sentido, la ideología de las derechas ha encontrado en los apoyos sociales una fuente de supervivencia en tiempo y espacio. La década de los sesenta fue uno de esos momentos claves en los que se consolidó la empatía de las derechas con los principios ideológicos de las masas sociales, y por supuesto, de los sectores con un gran poder económico. Es así como nace en Latinoamérica la organización Tradición, Familia y Propiedad,[9] la cual tenía como objetivo combatir el surgimiento de ideas que atentaban contra la fe católica, alteraban la estructura de la familia funcional y exigían la redistribución de la tierra.[10] Con el pretexto de defender los valores supremos de la sociedad, esas organizaciones retardatarias impulsaron las dictaduras militares en el Cono Sur y las dictaduras disfrazadas de democracia en Colombia y México.
Las reformas en una Latinoamérica marcada por la exclusión y la desigualdad, así como la coyuntura de la Guerra fría, fueron instrumentalizadas como luchas guerrilleras de un comunismo que amenazaba con desmontar un sistema de libertades respaldadas en el ejercicio del orden militar o de la democracia electoral. Con la acusación de combinar todas las formas de lucha, las organizaciones sociales que exigían reformas estructurales fueron etiquetadas como subversivas ante la opinión pública. En otras palabras, Tradición, Familia y Propiedad se refiere de manera más exacta a un esquema axiológico en el que se conformó una estructura social de privilegios, cimentada en una élite excluyente, con una clase media conformista y dispuesta a participar de los residuos de la riqueza, y una clase popular dividida cruelmente en subversivos objetos de eliminación física y simbólica, o sectores sumisos de un modelo social intolerante a discursos que se salgan del marco lógico que se predica desde los tres valores descritos. Con el fin de la Guerra fría, este esquema axiológico, contrario a desaparecer, se fortaleció, ahora con la búsqueda de nuevos enemigos.
En el caso de Colombia, el proceso de paz se convirtió en un capítulo reeditado que fortaleció la hegemonía cultural de las derechas en el control de los esquemas axiológicos que orientan a la sociedad colombiana. El gobierno de Santos, impulsado por la derecha en su primer periodo, y por sectores progresistas en su segundo mandato, creyó de manera ingenua que al refrendar la paz en Colombia, ésta se podía defender con las bases débiles de un país que debía apostar a una nueva nación. No obstante, ante la inmediatez de una campaña que duró apenas un mes, las derechas supieron echar mano del enraizamiento de valores, y lograron transmitir un mensaje simple y efectista: aceptar el modelo de paz era echar por la borda los valores del ethos y la moral de la sociedad colombiana. A continuación se analizarán en detalle las características de esta tríada, la administración discursiva de las derechas y el impacto en el plebiscito refrendatorio por la paz.
Tradición: una paz de profanos
La conexión directa se hace a los valores religiosos presentes en el régimen político cuando en 1886 se declaró a Colombia como un estado confesional. A pesar de ser declarado como estado laico en 1991, las menciones recurrentes al monoteísmo católico siguieron presentes como mitos fundacionales de la nación colombiana. El tema problemático no está en cuestionar la validez o no del catolicismo, sino en cómo la creencia en esta religión se convirtió en el único pensamiento posible, anulando toda posibilidad de profesar otra religión o sistema de creencias. Desde el siglo XIX, los conservadores comenzaron a ver en los liberales a seres demoníacos que atentaban contra el curso natural de la vida. Esas señalizaciones no fueron neutralizadas, y por el contrario devinieron en la más cruel de las violencias partidistas durante la primera mitad del siglo XX, y se intensificaron cuando el liberalismo partidista entregó sus principios y fue reemplazado por movimientos de tendencia marxista en la década de los sesenta. Había algo más grave que tener costumbres liberales: ser ateo, condición que se macartizó[11] con la llegada del comunismo y el nacimiento de las guerrillas. De esta manera, se presentaban escenarios y testimonios como el siguiente:
Los curas fueron fundamentales en este proceso; en un país tan católico apareció el padre Ciro, quien, desde el púlpito y el confesionario, en la calle y en las reuniones con la comunidad pregonaba el temor marxista, influido por el nuevo Papa Juan Pablo II y su posición anticomunista. El padre veía a la guerrilla y le decía a la gente: “¡Ojo, que son ateos! Un comunista es un aliado del diablo, del mismo Satanás”. Así, durante los años ochenta, tras la estela de muerte que dejaba la cruzada anticomunista, mandos militares, dirigentes políticos del bipartidismo, líderes paramilitares, los “narcos” y las grandes empresas nacionales y extranjeras, se apoderaron de las fértiles y ricas tierras del Magdalena Medio.[12]
En esta dirección, las derechas encontraron un caldo de cultivo ideal para formar organizaciones que tenían como objetivo restaurar los valores perdidos. En muchos casos, y con la complicidad social, enfilaron baterías para acabar con cualquier discurso que estuviera en contra de la tradición católica, o siquiera se atreviera a cuestionar algunos dogmas o adaptar algunos postulados a la lucha de otras conquistas sociales. Éste fue el caso del padre Camilo Torres, que, sustentado en la teología de la liberación, acercó la idea de la religión como un motor de esperanza para cambiar las expectativas de vida de los oprimidos. Ello, por supuesto, no fue visto con buenos ojos, pues en un desbordado revisionismo se pensaba que esas ideas atentaban contra aquella que proponía aceptar los designios y la voluntad de Dios sin cuestionar o intentar revertir la situación original en la que se nacía (“si eres pobre, debes morir pobre, si eres rico es porque el destino así lo ha dispuesto”).
Estas acciones encuentran el favor de los poblados que habitan las regiones no centrales del país y que están desprovistos de toda actividad cultural diferente de la asistencia a misa los domingos en la plaza central del pueblo. Desde la legalidad, miles de asociaciones religiosas veían con malos ojos que se pretendiera cambiar las costumbres de los pueblos. La eliminación simbólica de la sociedad está respaldada por el poder represivo de grupos contrainsurgentes que envían mensajes temerarios contra todo movimiento alternativo, incluidos sacerdotes con visiones progresistas, grupos culturales que impulsan actividades desmarcadas del ritual religioso y maestros de escuela que alientan a sus estudiantes a imaginar otros mundos posibles como forma de cambiar las realidades cotidianas (no se puede olvidar que la educación en Colombia se delegó a los integrantes de la comunidad católica, con lo cual se alentó un sistema de creencias fundamentado en el miedo a la diferencia).
Por otra parte, es importante tener en cuenta que “mientras que la población mundial creció 10.8 por ciento entre 2005 y 2014, en ese mismo periodo el número de católicos aumentó 14.1 por ciento y alcanzó los 1 272 millones de fieles en todo el planeta. Es decir, se incrementó en cerca de 160 millones”.[13] Además de esto, “según el anuario estadístico de la Iglesia, el número de católicos en el mundo es de 1 285 millones, una cifra que representa el 17.7 % de la población mundial y que, según el histórico de datos, continúa fortaleciéndose. En el quinquenio 2010-2015, el número de católicos creció globalmente en un 7.4 %”.[14]
Los tiempos han cambiado también para la religión católica. Del monopolio que ostentaron en la Colombia de los siglos XIX y XX, pasaron a compartir su poder con la proliferación de iglesias cristianas. Este asunto afectó a la jerarquía del catolicismo, pero no golpeó al poder político que, por el contrario, se vio beneficiado con la exitosa masificación de fieles que se apostaron en nuevos estilos de vivir la religión. Las congregaciones cristianas no dudaron en formar parte del mapa político de Colombia y en poco tiempo transformaron a sus fieles en disciplinados votantes.
Según el Programa Latinoamericano de Estudios Sociorreligiosos (Prolades), el número de cristianos protestantes en Colombia hacia la década de los cincuenta era de aproximadamente treinta y cinco mil, es decir, el 0.3 % de la población. A principios de la década de los noventa esta cifra tuvo un aumento considerable, pues se estimó en 1 056 250 protestantes, que representaban el 3.2 % de los colombianos, y para 2005 en adelante, esta cantidad ha superado el 6 %.[15] Así, “el crecimiento de los nuevos movimientos religiosos, particularmente de las diversas ramas del protestantismo, sólo se hizo notorio en las últimas décadas del siglo XX”.[16] Por ese motivo es claro que la sociedad religiosa ha tomado fortaleza en Colombia, hasta el punto de ser clave al momento de influir en el rumbo de una jornada electoral.
De acuerdo con lo anterior, en la victoria del “No” en el plebiscito, las iglesias cristianas marcaron un fuerte paso, amparadas en la posición diplomática y ecléctica de la Conferencia Episcopal, quien aseguró no intervenir, pese a la influencia histórica de la Iglesia en la construcción de la nación colombiana. Sin ambages, los pastores predicaron los peligros de una paz negociada por personas alejadas de Dios y con posturas cercanas al ateísmo. Mientras el gobierno se obsesionaba por explicar los fundamentos técnicos del acuerdo de paz (asunto relegado para sectores especialistas de la sociedad) y con espacios limitados de comunicación o con cuantiosas inversiones de publicidad en medios televisivos, escritos y radiofónicos, los líderes religiosos aglomeraban a miles de fieles cada fin de semana, para expresarles, a través de un mensaje emotivo, eufórico y condicionado, que un “Sí” al modelo de paz dirigido por Santos equivaldría al fin de las buenas costumbres. Por eso:
El contexto fue, en efecto, marcado por una considerable agitación social de muchas iglesias cristianas por el asunto de la cartilla del Ministerio de Educación. El asunto provocó marchas multitudinarias en varias ciudades del país en el mes de agosto que demostraron el poder de convocatoria de las iglesias a dos meses del plebiscito. La inconformidad de este sector con el gobierno, así como la toma de posición de algunos pastores en contra del acuerdo de paz encendió las alarmas en cuanto a la posible influencia cristiana en el NO.[17]
Con la victoria del “No”, otros grupos han sentido que es el momento de hacerse escuchar con la vieja táctica del miedo y del panfleto, aquel que coloca en una misma bolsa a drogadictos, marihuaneros y ateos. Tal vez en algunos casos quienes emiten estos panfletos sean unos oportunistas que en río revuelto quieren obtener alguna renta temporal, pero no deja de ser sugestivo que los mensajes que se publican para amenazar a líderes comunitarios se sustenten en las ideas que defienden la moral de las buenas costumbres y en ethos culturales que se reproducen en la vida cotidiana y que predican, a juicio de Ramiro Osorio Campuzano, las más temibles prácticas de exterminio y persecución a la integridad de un ser humano.[18]
Familia
Asociada a los dogmas de la visión católica, la familia se dimensionó (incluso apoyado en teorías sociológicas y económicas) como el núcleo de la sociedad y el engranaje para el sistema productivo. Desde esa perspectiva, una familia funcional (monogámica conformada por papá, mamá e hijos) fomenta el progreso económico y la satisfacción de las necesidades básicas. Por supuesto, este postulado se sostiene con una buena dosis de hipocresía, sustentado en el machismo ramplón que volteó la mirada ante las relaciones extramatrimoniales y la violencia intrafamiliar, fue infame frente a la reproducción irresponsable en contextos de miseria y relativizó el alto número de familias disfuncionales donde la ausencia de los hombres marca una tendencia creciente en los últimos años.
Las cifras que han sido reveladas por instituciones nacionales dan cuenta de tal disfuncionalidad. En este caso, se tienen en cuenta los sondeos que lleva a cabo Profamilia con Democratic and Health Surveys, sobre prevalencia, demografía y salud. En 1990 se presentaba un escenario en el que
[...] Los hogares unipersonales pasaron del 4.0 por ciento en 1978 al 6.5 por ciento en 1990 y los de dos a cuatro personas constituyen en 1990 casi la mitad (47 por ciento) en comparación con 36 por ciento en 1978 [...] En el 9 por ciento de los hogares hay un adulto, en una tercera parte hay dos adultos de sexo opuesto y en el 42 por ciento hay tres o más adultos parientes. El 3 por ciento de los hogares alberga niños a los que les falta la madre, el padre natural o ambos. De los niños menores de 15 años 90 por ciento viven con la madre y 71 por ciento viven con el padre natural.[19]
Diez años después, por medio de la misma encuesta, actualizada, se puede observar que el panorama varía un poco, sin embargo, la composición de las familias mantiene una constante que se evidencia porque:
Entre los hijos menores de 15 años, casi dos de cada tres (61 por ciento) vive con ambos padres biológicos, 27 por ciento sólo con la madre, casi 3 por ciento sólo con el padre y 8 por ciento con ninguno de los dos. Entre los que viven sólo con la madre, 86 por ciento tienen el padre vivo y, entre aquellos que viven solamente con el padre (apenas el 3 por ciento del total), la mayoría (89 por ciento) tienen la madre viva. Alrededor del 4 por ciento de los niños es huérfano de padre y casi el 1 por ciento huérfano de madre. Con relación a 1995, ahora hay menos niños que viven con ambos padres y más niños viviendo con uno de los dos padres, como consecuencia del aumento en las separaciones maritales.[20]
Por otro lado, para 2010 se encontró que “una de cada diez familias son extensas incompletas (el o la jefe sin cónyuge vive con sus hijos solteros y otros parientes); [...] y el 4 por ciento se clasifica como familia compuesta por parientes y no parientes”.[21] Para ese entonces, también se observó una característica particular en los hogares colombianos y es que “en 1995 una cuarta parte (24 %) de los jefes de hogar eran mujeres, en el 2000 el 28 %, [...] en el 2005 subió a 30 %. Los resultados para el 2010 (34 %) confirman la tendencia creciente en la jefatura femenina”.[22] En los resultados de 2015 la tendencia se mantuvo y la encuesta mostró cifras que comprueban que la cantidad de familias funcionales en Colombia no son una mayoría, por el contrario:
Un tercio del total de los hogares del país (33.2 %) está ocupado por familias nucleares biparentales (ambos padres e hijos), un 12.6 % por nucleares monoparentales (falta el padre o la madre) y un 9.8 % de ellas por parejas sin hijos; [...] en un 2.9 % pertenecen a parejas sin hijos junto con otros parientes y en un 4.5 % de los hogares del país vive el jefe con otros parientes.[23]
En este contexto, las derechas sacan réditos de su lucha y conectan con esa sociedad disfuncional, pero con doble moral. Hay una obsesión por el control de aquellos que rompen con la funcionalidad de la familia (homosexuales, madres cabeza de familia o mujeres que luchan por sus derechos reproductivos). El orden conservador y retardatario de la sociedad colombiana aprendió a trabajar en dos frentes: el primero es el de la legalidad institucional, donde dirigentes políticos defienden la moral ante intentos degenerados de cambiar los valores. Es usual que en campañas políticas los candidatos quieran ganar adeptos mostrando una foto que refleje la perfección de su familia. Este frente de trabajo se enfoca en las zonas urbanas, donde a pesar de tener un clima de opinión dividido (presionado por grupos organizados de homosexuales, mujeres y hombres jóvenes), logran mantenerse como representantes de lo que debe ser un colombiano “de bien”. En el otro frente, el de la ilegalidad, los grupos paramilitares trabajan en las regiones para establecer amenazas tempranas (panfletos), relaciones sociales (diálogos con la comunidad) y amenazas sustentadas en el poco interés que pueden prestar las instituciones judiciales a la muerte de un ciudadano común y corriente que trabaje con pedagogías diferentes a las que ordenan predicar la importancia inmaculada de la familia en el orden social. En pocas palabras, se obedece a las malas o se obedece a las buenas.
En esta dirección, uno de los discursos más eficaces de las derechas para la victoria del “No” en el plebiscito fue el rumor de la imposición de una ideología de género, es decir, una forma de concebir la sexualidad no como un orden natural, sino como una construcción social que los seres humanos están en libertad de asumir. A esto contribuyó el equipo de comunicaciones del gobierno de Santos, quien nunca dio un mensaje claro sobre el alcance de las definiciones de una perspectiva de género como una política integral en la solución del conflicto armado en Colombia.
La ineficacia del gobierno fue catalizada por los opositores al proceso de paz, quienes difundieron la idea de que las desmovilizadas FARC querían destruir a la familia, institución sagrada de la sociedad, para crear hogares conformados por homosexuales, gays, lesbianas y transexuales, rompiendo la naturaleza del curso de la vida en el que hombres y mujeres son las únicas parejas con capacidad de profesar sentimientos y procrear a través de relaciones sexuales. Se pasó del respeto a las identidades sexuales como una forma de amortiguar los efectos de un conflicto basado en la eliminación de la diferencia, a un discurso paranoico en el que hábilmente se convocó a los padres de familia a prender las alarmas, pues sus hijos podían ser objeto de ideas “raras” que trastornarían su sexualidad. Como menciona Basset:
En el mismo sentido, se popularizó en las redes sociales la tesis de que la victoria del NO se debió a la movilización de las iglesias cristianas que venían de un proceso de movimiento social en contra del Gobierno por la difusión de una cartilla del Ministerio de Educación Nacional que buscaba promover la tolerancia hacia orientaciones sexuales diversas y que, según varias de ellas, promovía una “ideología de género” que ponía en peligro la “familia tradicional”.[24]
La oposición legal/ilegal a la paz también se encontró con un momento favorable. La ministra de Educación Gina Parody, más por afán de protagonismo que por convicción política, anunció la publicación de unas cartillas de orientación sexual para los colegios públicos (sin recurrir a la pedagogía ni a una campaña de expectativa y diálogo entre sectores de la sociedad civil para ir abonando el terreno a una decisión polémica). Tal noticia causó revuelo, permitió que las críticas subieran de tono y generó, además de la salida de la ministra por su falta de cálculo, el anuncio de una amenaza a la vida: la degeneración de la sexualidad como un virus que impregnaba a niños y jóvenes. En el momento de la campaña por el “No”, el recuerdo de aquel infortunado episodio se mantenía latente y poco importó anotar que, si algo reflejaban las FARC del país, era su carácter machista y su maltrato sexual y psicológico a las mujeres que participaron en la guerra, relegándolas a roles de segundo orden y menospreciándolas por no tener habilidades para la confrontación.
Los votantes en el plebiscito no fueron esos niños y jóvenes menores de 18 años, sino los padres de familia preocupados por el futuro de sus hijos. Se logró con éxito criminalizar la opción por una identidad sexual. En Bogotá, este flagelo no se vive con tanta represión, pues es una ciudad que se ha conectado al mundo, ha permitido el cultivo de las libertades civiles y fomentado la organización de grupos que luchan por reivindicar sus derechos sexuales y reproductivos. No sucede lo mismo en otras regiones del país, donde los padres de familia y organizaciones religiosas mantienen una vigilancia estricta sobre las nuevas generaciones. Por supuesto, desde las derechas se apoyan estos principios y hay una labor complementaria de contención contra “ideas degeneradas” que vienen a perturbar la paz interior de los pueblos.
Propiedad: el mito del castrochavismo
Uno de los temas más complejos y estudiados en Colombia está asociado a la tenencia de la tierra, factor que ha desencadenado una cruenta lucha de poderes y manipulaciones legales. Cuando la tierra debería ser aprovechada para producir, ha sido utilizada por las derechas como un objeto para ostentar privilegio y diferenciación social. Desde el siglo XIX, y de manera inexplicable, los propietarios de grandes extensiones de tierra cerraron en su mayoría sus predios y convirtieron la tierra en un sistema hacendista con la utilización de una mano de obra dedicada a oficios serviles y no a tareas productivas. En la actualidad sucede algo compatible, pues más que generar productividad, el colombiano busca perpetuar un sistema de privilegios a partir de las pertenencias y posibilidades que tiene.
En la línea de Carlos Uribe Celis, la mentalidad del colombiano está imbuida con profundidad en las clases medias urbanas que, contrarias a generar un movimiento intelectual para aportar propuestas conducentes a la transformación de las ideas políticas en Colombia,[25] perpetuaron el sistema hacia la obtención de predios que les permitieran formar parte de la lista de “propietarios”, así esto implique complejos sistemas de endeudamiento financiero. La clase media que logra obtener rentas económicas cumple sus sueños de poseer la tierra buscando un terreno en zonas rurales, alejadas de las grandes ciudades, como si se tratara de una vieja añoranza bucólica que desea imitar los comportamientos de un patrón. En los sectores excluidos, la posesión de un terreno es una añoranza lejana; mientras tanto se debe soportar la densificación poblacional que perpetúa conflictos, producto de un sistema de intolerancia, donde reinan la desesperanza y el abandono.
Tal fue el impacto de la propiedad de la tierra, que sirvió como caldo de cultivo para el nacimiento del paramilitarismo. En el camino de la autodefensa de la propiedad, las derechas en Colombia consideraron que se presentaba una oportunidad para despojar de su tierra a pequeños campesinos mediante el discurso justificante de catalogarlos como “comunistas colaboradores de la guerrilla”, y en otros casos más absurdos valiéndose de tramas legales y de la ignorancia de muchos campesinos acerca del estado legal de su propiedad, para hacerlos firmar documentos notariales de cesión de tierras, con lo cual quedan sin ningún derecho de pedir restitución de sus tierras. De esta manera, encontramos que:
Los ganaderos, los poderosos terratenientes o los —más humildes— campesinos o mineros comenzaron a defenderse de la guerrilla mediante los grupos clásicos de autodefensas. La insurgencia ponía en peligro su modo de vida e incluso sus vidas [...] Los esmeralderos, los terratenientes y los ganaderos desarrollaron su lucha contra la insurgencia; formaron a los paramilitares y los financiaron para salvaguardar sus intereses.[26]
Este esquema mental anula cualquier idea de redistribución de la tierra. Los líderes sociales que reclaman otros modelos son asesinados y masacrados por rebelarse contra la economía de la coca o la minería ilegal. A esto se suman los otros opositores, las élites que se niegan a ceder sus privilegios históricos y las clases medias indiferentes, indolentes y ocupadas en saldar sus deudas con las entidades financieras.
Ese discurso se volvió aun más complejo después, con la aparición del “castrochavismo”, una supuesta combinación del modelo comunista de Fidel Castro en Cuba y del socialismo del siglo XXI de Hugo Chávez en Venezuela. La principal consecuencia del surgimiento de esta “doctrina” fue la adaptación contemporánea de los discursos anticomunistas de la Guerra fría en la segunda mitad del siglo XX o del terrorismo con el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre de 2001. Todos ellos explotan la idea de la expropiación y aprovechan el pánico a que grupos rebeldes atenten contra lo más preciado del sistema capitalista pregonado por las élites de la derecha: la propiedad privada y la confianza inversionista.[27]
Mientras se negociaba la paz, la estructura de la propiedad rural no sufrió modificaciones sustanciales, pues los ejércitos privados se mantenían alertas a cualquier eventualidad. Con la firma del acuerdo, los grandes propietarios y gremios económicos con poder regional comenzaron a quejarse de los privilegios que podrían recibir grupos guerrilleros en las propuestas para una actualización catastral de los predios rurales. En las zonas afectadas por el conflicto, los líderes sociales empezaron la puja por el derecho a la tierra, lo cual no fue visto con buenos ojos por los terratenientes, quienes, ya viendo la realidad del proceso de paz, apelaron a la idea del castrochavismo para sus propios intereses. En las regiones más apartadas la proclama de la llegada del comunismo no tiene eco porque siempre han sido despojadas del derecho a la tierra; pero en la ciudad (de manera paradójica, espacio sin afectaciones tan directas por el conflicto armado y territorial) este mensaje caló. La clase media sintió que sus pequeños privilegios les serían arrebatados por delincuentes —o aún peor, compartidos con ellos— que a partir de entonces gozarían de una vida de impunidad.
El presidente Santos cometió un grave error al impulsar el plebiscito para refrendar la paz: otorgó la oportunidad para que los sectores más retrógrados de la sociedad se movilizaran en una precampaña electoral. Las cámaras estaban enfocadas en La Habana, Cuba. Cuando el encanto del proceso de paz se perdió, los reflectores volvieron a captar la cruda realidad de un fenómeno contrarreformista que empleaba el mismo modus operandi de la década de los ochenta y noventa, asesinatos selectivos y sistemáticos para dar el mensaje: el derecho a la propiedad se defiende hasta el final. Como mencionan Rivas Nieto y Rey García:
Se supone que, en la actualidad, los paramilitares colombianos no existen, aparentemente disueltos tras el cumplimiento de los acuerdos de Santa Fe de Ralito. Pero esto no es del todo cierto. Se les ha permitido la reintegración a la vida ciudadana gracias a unas leyes compasivas que soslayaron buena parte de los delitos comunes cometidos por ellos.[28]
Es posible que en los años venideros aparezcan otras excusas para justificar el sostenimiento del mito de nación que se ha construido con resultados discretos en materia de igualdad, inclusión y justicia social. El castrochavismo es una figura que se agotará con rapidez, pues está sustentado en principios filosóficos y políticos demasiado débiles, a diferencia del comunismo alentado por la Revolución rusa o las ideas liberales del siglo XIX. Esto lo saben las derechas en Colombia y una prueba documental fue lo sucedido a partir de mayo de 2018.
Reflexión final
Las derechas en Colombia han logrado mantener la estructura de sus privilegios políticos, económicos y socioculturales a un precio cómodo para sus intereses, pero costoso para la generación de equidad, justicia social y participación democrática. Lo sucedido con el plebiscito por la paz —sin quitarle responsabilidad a la ligereza del gobierno de Santos por dejar un proceso de cuatro años a las veleidades de la opinión pública— reafirmó en dicha coyuntura una característica estructural de las derechas: su obsesión por imponer el miedo basado en la fe ciega en valores que se presentan como doctrinas alérgicas al cambio.
El plebiscito para refrendar la paz se convirtió en una campaña preelectoral que apareció como un momento propicio para lanzar un candidato presidencial con una imagen renovada y aparentemente juvenil; un hombre con una familia perfecta, católico ejemplar y amigo de los propietarios; una imagen reforzada con el reciclaje de los mensajes impulsados en la campaña del 2 de octubre de 2016. Elegido el candidato de la derecha, desaparecieron los miedos a la insurgencia, al castrochavismo y al apocalipsis de las iglesias. Éstos deben ser reactivados para las elecciones regionales de 2019.
No importa si la defensa de estos valores se hace por las buenas o por las malas. La historia ha demostrado, desde 1886, cómo la derecha reaccionaria anuló el sistema de derechos defendido por sectores liberales con la excusa de que iba en contra de las tradiciones en un país que debía su vocación ideológica al Sagrado Corazón de Jesús. En la primera mitad del siglo XX, los intentos reformistas del periodo liberal fueron tímidos porque la clase dirigente que supuestamente defendía los principios progresistas prefirió no entrar en confrontación con los intereses de poderosos grupos de terratenientes, órdenes religiosas y organizaciones políticas. La historia después de la segunda mitad del siglo XX documenta de manera amplia el conflicto armado y la lucha contra el terrorismo de la primera década del siglo XXI.
En la segunda mitad del siglo XX, los intentos por superar el sistema de valores de las derechas han encontrado el apoyo de sectores progresistas cada vez más educados e influyentes en la opinión pública; sin embargo, el plebiscito del 2 de octubre fue un golpe de realidad, en el que se confirma que, más allá de las buenas intenciones de dichos sectores, que luchan por una transformación del orden establecido, las derechas en Colombia —además de saber aprovechar las sólidas ideas de la tradición, familia y propiedad como ejes conductores de las formas de vivir y pensar de individuos y colectivos— cuentan todavía con tres ventajas: su capacidad para comunicar mensajes efectistas, su conexión en áreas rurales apartadas del centro político y urbano, y, por último, la incapacidad del Estado para hacer frente a las estructuras ilegales que aquéllas utilizan en el momento en que las dos primeras formas fallan.
Los sectores progresistas en Colombia tendrán que hacer algo más allá de la denuncia, la manifestación en las calles o los mensajes en redes sociales. Tendrán que llegar al núcleo de los esquemas axiológicos de la tradición, la familia y la propiedad. Parece que hay esperanzas, no de acabar con la derecha, sino de convencer a la sociedad colombiana de que el sistema actual no es una condena eterna e inevitable.
* Instituto de Estudios en Comunicación y Cultura de la Universidad Nacional de Colombia.
** Universidad de La Salle-Colombia.
[1] María Fernanda González, “La ‘posverdad’ en el plebiscito por la paz en Colombia”, Nueva Sociedad, núm. 269, Buenos Aires, mayo-junio de 2017, pp. 114-126.
[2] Juan Carlos Robledo Fernández, “El conflicto armado en Colombia, una aproximación a su identidad ontológica: caso de las FARC”, Cuadernos de Administración, vol. 22, núm. 36-37, Cali, enero-junio de 2007, pp. 141-184.
[3] David Bushnell, Colombia. Una nación a pesar de sí misma, de los tiempos precolombinos a nuestros días, Bogotá, Planeta, 2007, pp. 200-215.
[4] Charles Tilly, Coerción, capital y los estados europeos, 990-1990, Madrid, Alianza (Alianza Universidad), 1992, pp. 52-127.
[5] Rubén Jaramillo, Colombia: La modernidad postergada, Bogotá, Temis, 1998, pp. 13-45.
[6] Consuelo Corredor, Modernismo sin modernidad: modelos de desarrollo en Colombia, Bogotá, Centro de Investigación y Educación Popular, 1990, pp. 7-12.
[7] Remo Bodei, Geometría de las pasiones. Miedo, esperanza, felicidad: filosofía y uso político, trad. de Isidro Rosas, México, FCE, 1995, pp. 75-78.
[8] Ingrid Bolívar, Discursos emocionales y experiencias de la política: Las FARC y las AUC en los procesos de negociación del conflicto (1998-2005), Bogotá, Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales-CESO, Departamento de Antropología y Ciencia Política / Centro de Investigación y Educación Popular, 2006, p. 12.
[9] Elena Scirica, “El grupo ‘Cruzada’ – ‘Tradición Familia y Propiedad’ (TFP) y otros emprendimientos laicales tradicionalistas contra los sectores tercermundistas. Una aproximación a sus prácticas y estrategias de difusión en los años sesenta”, Memoria y Sociedad, vol. 18, núm. 36, Bogotá, enero-junio de 2014, p. 67.
[10] Juan Pablo Cardona Chaves, “Tres hipótesis acerca del fenómeno paramilitar en Colombia”, Pensamiento Jurídico, núm. 40, Bogotá, julio de 2014, pp. 159-188.
[11] El término refiere a Joseph McCarthy, quien fuera senador de Estados Unidos; durante se periodo se impulsó el hostigamiento y la persecución del comunismo en aquel país.
[12] Hernaldo Calvo Ospina, Colombia, laboratorio de embrujos. Democracia y terrorismo de Estado, Madrid, Akal / Foca, 2008, p. 150.
[13] Conferencia Episcopal De Colombia, “Los católicos crecen más rápido que la población mundial”, disponible en: https://www.cec.org.co/sistema-informativo/destacados/los-cat%C3%B3licos-crecen-m%C3%A1s-r%C3%A1pido-que-la-poblaci%C3%B3n-mundial (consultado el 31 de julio de 2019).
[14] Rodrigo Ayude, “La Iglesia católica en cifras”, disponible en: https://www.unisabana.edu.co/fileadmin/Archivos_de_usuario/Documentos/Documentos_visita_del_papa/-La_Iglesia_Cato__lica_en_cifras.pdf (consultado el 31 de julio de 2019).
[15] Clifton L. Holland, “Overview of Protestant Church growth in Colombia”, disponible en: www.prolades.com/cra/regions/sam/col/colombia.pdf (consultado el 31 de julio de 2019).
[16] William Mauricio Beltrán Cely, “Pluralización religiosa y cambio social en Colombia”, Theologica Xaveriana, vol. 63, núm. 175, Bogotá, enero-junio de 2013, p. 65.
[17] Yann Basset, “Claves del rechazo del plebiscito para la paz en Colombia”, Estudios Políticos, núm. 52, Medellín, enero-junio de 2018, p. 257.
[18] Ramiro Osorio Campuzano, “Paramilitarismo y vida cotidiana en San Carlos (Antioquia): etnografía desde una antropología de la violencia”, Boletín de Antropología de la Universidad de Antioquia, vol. 28, núm. 45, Medellín, enero-junio de 2013, p. 145.
[19] Profamilia, Encuesta de Prevalencia, Demografía y Salud 1990, Bogotá, Asociación Pro-Bienestar de la Familia Colombiana, 1991, p. 15, disponible en: https://dhsprogram.com/pubs/pdf/FR9/FR9.pdf (consultado el 31 de julio de 2019).
[20] Profamilia, Salud sexual y reproductiva en Colombia. Encuesta Nacional de Demografía y Salud, Colombia, Asociación Pro-bienestar de la Familia Colombiana, 2000, p. 12, disponible en: https://www.minsalud.gov.co/sites/rid/Lists/BibliotecaDigital/RIDE/VS/ED/GCFI/Base%20de%20datos%20-ENDS%202000%20informe.pdf (consultado el 31 de julio de 2019).
[21] Profamilia, Encuesta Nacional de Demografía y Salud 2010, Colombia, Asociación Pro-bienestar de la Familia Colombiana, 2011, p. 39, disponible en: https://dhsprogram.com/pubs/pdf/FR246/FR246.pdf (consultado el 31 de julio de 2019).
[22] Idem.
[23] Profamilia, Resumen ejecutivo: Encuesta Nacional de Demografía y Salud 2015, Colombia, Asociación Pro-Familia, 2015, p. 12, disponible en: https://www.minsalud.gov.co/sites/rid/Lists/BibliotecaDigital/RIDE/DE/ENDS-libro-resumen-ejecutivo-2016.pdf (consultado el 31 de julio de 2019).
[24] Yann Basset, op. cit., p. 244.
[25] Carlos Uribe Celis, La mentalidad del colombiano. Cultura y sociedad en el siglo XX, Bogotá, Ediciones Alborada, 1992.
[26] Pedro Rivas Nieto y Pablo Rey García, “Las autodefensas y el paramilitarismo en Colombia (1964-2006)”, Confines de Relaciones Internacionales y Ciencia Política, vol. 4, núm. 7, Monterrey, enero-mayo de 2008, p. 46.
[27] Julio González, “La construcción del enemigo en el conflicto armado colombiano 1998-2010”, Revista Kavilando, vol. 7, núm. 1, Medellín, enero-junio de 2015, pp. 101-106.
[28] Pedro Rivas Nieto y Pablo Rey García, op. cit., p. 51.