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Las batallas historiográficas para hacer “Patria”

ENVIADO POR EL EDITOR EL Viernes, 13/12/2024 - 12:08:00 PM

Paco Ignacio Taibo II*

 

Resumen

El autor reflexiona en este texto sobre el diálogo establecido entre las fuentes y la historiografía, un proceso hermenéutico para construir un tejido fino y minucioso del quehacer histórico. Enuncia las diversas rutas del ir y venir entre las evidencias de los documentos, las presencias y ausencias, incluso las contradicciones; y claro, cómo narrar la patria, una patria escrita desde abajo es detallada en estas líneas.

Palabras clave: patria, México, historiografía, narrativa histórica, historia desde abajo.

 

Abstract

The author reflects in this text on the dialogue between sources and historiography, a hermeneutic process to build a fine and thorough historical construct. He enunciates different routes between the evidence in documents, presences and absences, even contradictions; and how to narrate the homeland from below.

Keywords: homeland, Mexico, historiography, historical narrative, history from below.

 

Hay libros que tienen una intención; pero Patria no tiene una, tiene como nueve. A veces tiene momentos de contradicción, no contradictorios, pero sí con elementos de contradicción. Siempre que pones letras con la mano derecha, ¿qué haces con la mano izquierda? Esa es la idea central que me acompañaba a la hora de escribir. Pero hay como otras ocho o nueve intenciones ocultas.

 

Primero, se trata de un cúmulo de información recopilada a lo largo de veintidós años buscando, leyendo, comprando, consiguiendo y confrontando material; yendo a Zacatecas para hablar de Pancho Villa y aprovechando el viaje para meterte en la biblioteca de González Ortega y leer sus poemas juveniles de cuando aún estaba con los curas. Ahora metiéndose a la Biblioteca México a trabajar sobre la poca literatura que puedes encontrar en prensa nacional sobre los yaquis, y ya que estás ahí, pues date una vuelta a leer con más cuidado el siglo XIX completo. Y era una labor tremenda. El volumen de las fuentes era abrumador, a veces desesperantemente abrumador. El acceso que podemos tener a los informes consulares norteamericanos e ingleses, a las actas de los debates y a las memorias de los franceses era abrumador. Pero ésa fue la primera de las intenciones: tratar de recuperar todo eso.

 

Sin embargo, con esos documentos no se podía saber qué discutían los soldados yaquis del ejército de Miramón y qué los soldados llanos del ejército de Leandro Valle en contrapunto. Para eso había que recurrir a las cartas, pero quedan muy pocos restos de correspondencia y la mayoría son de los oficiales, es decir, son otro mundo. Entonces, la posibilidad de rescatar desde abajo el periodo requiere de una habilidad deductiva e inductiva a la Sherlock Holmes, de seguir las pocas huellas, de tratar de imaginar a partir de fragmentos, de encontrar textos raros que pudiesen aportar datos.

 

Luego, vi que había abundantes fuentes documentales oficiales, como los informes consulares ingleses, que son trece tomos. Pero después de haber leído el primero, descubrí que sus visiones estaban absolutamente sesgadas: no estaban en el centro de la acción ni proporcionaban información, sino que básicamente producían mensajes reexplicados para el que los quisiera oír. Los deseché. En contraste, me tuve que soplar los veintiocho tomos que abarcan los escritos de Guillermo Prieto porque ésos sí eran indispensables. También descubrí que algunos fragmentos aparentemente sin ninguna relación con mi tema se volvían los más reveladores del momento, y que habría que darles la categoría de fuente a cosas muy sorprendentes. Por ejemplo, los ocho sonetos a la Virgen de Guadalupe. Y yo, que soy un impenitente, tuve que soplármelos con cuidado, cariño y mirada candorosa, porque ahí se me revelaban algunos aspectos del imaginario popular de la época. Y con eso pues entraba yo a una discusión sobre la pertinencia y riqueza de las fuentes, pues había que ampliar la visión documentalista oficiosa a esos fragmentos, en ocasión poesía y literatura, que sin embargo ayudaban a comprender lo que las otras ocultan, es decir, las mentalidades del pueblo.

 

Y había también una guerra contra los investigadores desinformados y que deforman los eventos. Un caso que me alarmó especialmente fue el de cierto historiador que comete 63 errores en once páginas; eso hay que decírselo, a él y a sus posibles lectores, y sobre todo, impedir que ellos lo lean cándidamente. Y no hablo de interpretaciones, hablo de hechos tergiversados, de errores garrafales. Entonces el libro también era un debate contra la historia conservadora y llevaba a esquinas verdaderamente extrañas. Por ejemplo, ¿por qué registré, leí y anoté treinta y cinco biografías de Carlota y sólo pude encontrar dos malos folletos sobre Margarita Maza? Me parecía una agresión en términos del tamaño de mi biblioteca. Carlota ocupaba un tambo de este pelo y yo realmente quería revertir ese exceso, pero los libros o folletos para hacer una historia desde abajo resultan muy escasos y con poca información. Tienes que deducirla a pinceladas. Entonces me adentré en un segundo debate sobre la historia conservadora.

 

Mi tercera batalla era muy extraña: necesitaba periodizar de otra manera. No me gustaba, no me llenaba, la periodización que establecía una secuencia cronológica; por ejemplo, abrir con el santanismo, luego seguir con la Constitución del 57 y su apéndice, la guerra social y la política de la Reforma, para terminar con la guerra contra los franceses y el Segundo Imperio. Después de los primeros años de lectura, me pareció que esa sucesión de acontecimientos ocultaba algo muy importante, algo que empezaba en Ayutla y terminaba en Querétaro con el fusilamiento del emperador Maximiliano y el júbilo popular en la Ciudad de México tres meses después, cuando Juárez se instala.

 

¡Lo que tenías era la revolución liberal! Ésta era una revolución en palabras mayúsculas y había pasado inadvertida, ignorada, en tercer plano. No tenía el caché de la Independencia o la Revolución mexicana, sino más bien parecía un asunto aburrido de discursos y proyectos. En realidad, esa impresión era producto del pésimo proyecto educativo del Estado mexicano: nombres de estaciones del Metro, de calles y estatuas. Les doy un ejemplo de cómo esa revolución y sus personajes fueron tan desafortunadamente transformados.

 

En una plática que di en Cuautitlán Izcalli, había a mis espaldas una estatua de Zaragoza mientras le describía al público cómo vestía Zaragoza. Era general, pero no usaba barras de mando ni traía casaca bordada en oro; traía un uniforme de paño azul igual que el de los soldados y además un capote. Ejemplificaba en la manera de vestir la contradicción central entre el ejército del pueblo durante la Guerra de Reforma y el ejército santanista. Los santanistas estaban muy interesados en usar las casacas militares bordadas en oro y dar buena comida a los soldados que tenían a su cargo, y había negocios con los precios. Zaragoza era todo lo contrario. Y mientras yo daba la conferencia, la gente miraba por encima de mí como queriendo checar lo que les decía con lo que veían en la estatua. A la tercera vez me giré y me di cuenta de que lo que yo estaba diciendo era una cosa, pero lo que ellos veían en esa estatua era a un Zaragoza con una casaca bordada. ¿Quién fue el escultor traidor que se inventó eso? Fue el mismo que hizo los monumentos a Juárez, el mismo que convirtió a Escobedo en lo que no era. Los estatuizadores de la historia y los poneplacas destruyen la identidad original de estos personajes, que nos da la tensión narrativa adecuada para describir a un ejército popular dirigido por gente honesta y sencilla.

 

La siguiente batalla era el problema de los varios planos de la historia narrativa. Por ejemplo, se puede intentar una visión desde arriba del momento que se trata y usar materiales descriptivos para darle contexto. Es un plano general repleto de informaciones diversas. Y es que luego ocurre un error muy grave: algunos historiadores están muy habituados a interpretar sin informar. Por lo tanto, no permiten que el lector comparta su punto de vista leyendo la información vertida, menos aún que pueda reinterpretar por sí mismo las cosas. Toda interpretación que no informa es una falsa interpretación.

 

Hay historiadores que proceden al revés. Primero se elaboran una tesis y luego buscan en los hechos históricos algo que la confirme, recortando así al personaje y metiéndolo a un cajón forzado. Con eso, borran su singularidad como individuo con experiencias propias y lo esconden para el resto de su vida, porque se trata de confirmar la hipótesis de partida y no a la inversa. La información por sí misma produce una o muchas hipótesis, pero siempre bajo el supuesto de que los datos que la historia utiliza requieren una progresiva aproximación que permite, mas sólo en un momento ya avanzado, juzgar.

 

Por otra parte, no va a haber dos lecturas iguales, y ya me acostumbré a que siempre que hay una presentación de alguno de mis libros, cada presentador tiene una lectura diferente y propia. Y no me extraña, pues eso me lo había dicho hace un tiempo mi papá: “No te preocupes, tú cuenta lo mejor que puedas y déjanos a nosotros que lo leamos”. Bueno, ya sé que no puedo tomar de la mano al lector para llevarlo a conclusiones, pero sí puedo llevarlo de la mano hacia el interior de los procesos. Y aquí regreso al problema de los varios planos necesarios para hacer una historia narrativa: el plano general, el plano medio y los personajes. Y en el caso de los personajes de abajo, del mundo popular y villano, ¿cómo le haces cuando las fuentes son escasas?

 

Entonces descubrí que había una buena información en los cuadros de dirección del liberalismo que se llamaban a sí mismos “los rojos”. Estos personajes tenían una cualidad rara: escribían lo mismo en campamentos guerreros que en su casa. Los rojos eran grafómanos. Cuando Riva Palacio tenía oportunidad de llegar a un campamento en mitad de las montañas, lo primero que hacía era conseguir papel y pluma, y luego ya andaba buscando municiones para los fusiles de las guerrillas que estaban sitiando Zitácuaro. Y Juárez, al llegar a una casa donde tendría que dormir en el largo camino, preguntaba: “¿Tienen papel y pluma?”, que me parece una pregunta maravillosa. “¿Tienen papel y pluma?”. No preguntaba: “¿Tienen chocolate?”, que era la pregunta de Hidalgo.

 

La grafomanía del liberalismo resulta fascinante porque cuentan, describen, detallan y en ocasiones incluso se desvían hacia temas absolutamente periféricos. Por ejemplo, uno se topa con Guillermo Prieto, que narra cómo es un elevador, cosa que yo di por sentado que no había que explicarle a nadie Pues me resultó divertido ver que lo describía como una caja que sube y baja, que tiene paredes de raso rojo, y mencionaba su mecanismo. En aquel entonces no había un solo elevador en la Ciudad de México, pero Guillermo Prieto estaba describiendo los elevadores que vio en Estados Unidos. Y lo fascinante de Prieto es que en su narrativa encuentras la simbiosis entre el mecanismo de los elevadores, los pajareros en las cantinas y mil curiosidades más. Porque Prieto se mueve en un espacio de divulgación letrada de gran registro, que comprende desde la minucia hasta la novedad tecnológica.

 

Y convivir con Melchor Ocampo al revisar sus escritos me causó las más extrañas pesadillas, porque a Melchor le interesa todo. Lo mismo está preocupado por el debate sobre cuáles serán mejores, si los dulces de camote michoacanos o la almendra española, que por atestiguar sus encuentros con la fuerza de la religión en muchos lugares inundados de santos y milagros a cuál más ridículo. Una ocasión, le muestran una ampolleta de leche y le dicen que es de la Virgen María y por tanto es una reliquia muy valiosa. A Ocampo no le quedaba otra cosa que decir, como buen liberal: “¿Y quién se la sacó?”. Con esa pregunta en mente le escribe una carta al cura del lugar. Pero al mismo tiempo, Ocampo es la curiosidad por los manicomios, por los puentes, por los cultivos. Es un agricultor muy serio, y al mismo tiempo es un estudioso de la Revolución francesa.

 

Volviendo a mi propia lucha, conforme acumulaba información sobre el periodo, se volvió inevitable meterme a contar el origen mismo de cada etapa que se hacía evidente. Contar el surgimiento del santanismo en detalle y por qué la Independencia cocina un modelo de nación donde el clero va a tener una predominancia tan brutal que para el año 1855 ya era el propietario del sesenta por ciento de la tierra y del ochenta por ciento de las casas habitación en renta en la Ciudad de México. Era el puro poder terrenal. Dios no existe, lo que había eran las rentas de casas habitaciones. Y eso es lo que en un primer momento se opondrá al liberalismo dispuesto a transformar tal estado de cosas y que luego tendrá que enfrentar a los agiotistas y a los militares santanistas, las tres castas dominantes de entonces. Y de igual manera tuve que contar el origen del porfirismo, de un Porfirio Díaz liberal trenzado en bastantes batallas. Sólo el origen, pues no es mi objetivo platicar sobre la vida y muerte del personaje o sobre el porfiriato. Para eso hay que leer otro libro. En Patria se pretende rescatar una historia de guerras y victorias, que empezó con la caída del santanismo y cierra con el fusilamiento de Maximiliano, una clara metáfora juarista dirigida al imperialismo europeo de la época. Tú me envías un emperador europeo apoyado por el ejército más poderoso del mundo y yo te lo devuelvo en caja de pino. A ver de a cómo nos toca.

 

La verdad, mi intención con Patria es también política. Yo quería una historia de victorias de inicio a fin. ¿Por qué? Porque provengo de una generación acostumbrada a tantas pinches derrotas que ya me eduqué en eso. Entonces, quería un libro que lo leyeras y fueras de victoria en victoria, que te permitiera vivir una experiencia rara para los mexicanos de ahora, donde no tengas que llorar en la última página.

 

Regreso al asunto de los planos necesarios para hacer una historia narrativa. Al principio no había vislumbrado el fijar personajes. Tenía ya el plano general y el plano medio donde se describían eventos muy importantes, pero ahora era necesario colocar de manera muy descriptiva a los personajes. Si estás contando la historia de la Constitución del 57 y enumeras las figuras claves en el debate: Olvera, Zarco, Nigromante y Melchor Ocampo, por decir algo, pues sólo acumulas nombres. No son nada. Necesito que la narrativa del libro los vaya describiendo, presentándolos como hombres vivos y con un pasado humano, para que al llegar al ansiado momento en que se reúnen, tengas los elementos para saber por qué dicen lo que dicen como lo dicen. Y eso me obligaba a poner en la lista de personajes a tratar a los treinta o cuarenta miembros del llamado liberalismo rojo, los autodenominados “puros” y a construir microbiografías que terminaran cuando entran a escena en un momento crucial.

 

En este reto de construir una historia narrativa, hay decisiones que al principio parecen arbitrarias pero que van adquiriendo su lugar en el proceso histórico contado. Pongamos a Juárez, el gran personaje. En lugar de presentarlo desde el inicio del libro y lanzarlo por delante, mejor lo hago entrar en la revolución de Ayutla, que es cuando me interesa saber, a mí y supongo que también al lector, quién es Juárez y su esbozo biográfico. Pero quien importa más para la parte previa de la conspiración es Ocampo, por lo cual debo abrir con él y no con Juárez, a diferencia de la iconografía tradicional, que situaría en primer plano a Juárez y luego a Ocampo, como si fuera la alineación consagrada de un equipo de futbol.

 

Con esa idea de cómo se van incorporando las biografías según el acontecimiento que se quiere narrar, me animé a hacer otra aberración histórica. Para un jurado de historiadores sería pecado grave lo que hice: narrarlos en segunda persona. La segunda persona es uno de los discursos más difíciles de practicar literariamente: tú haces, tú dejas de hacer, tú vas, tú vienes, porque se establece una relación coloquial imposible de sostener a lo largo de muchas cuartillas, con nueve en ese tono revientas a cualquier lector. Entonces tenía que ser breve al utilizar la segunda persona. ¿Y por qué correr ese riesgo? Pues porque quise construir lazos de identidad entre el personaje y el lector, quería que el lector rompiera la distancia, que el lector acostumbrado a verlos como estatuas los pudiera tocar. Cuando les hablas de tú es más fácil tocarlos. Además, resulta ameno redactar combinando la reflexión política, los detalles personales, el retrato narrado y anécdotas absolutamente intrascendentes, por ejemplo, que Escobedo tenía cara de perro triste. Bueno, eso te concede cierta intimidad, te permite acercarte. Y cuando decidí eso también surgió otro problema: ¿qué hago con los personajes conservadores? Me dije a mí mismo, con perdón de los presentes, que se vayan a cierto rancho de Tabasco los conservadores. A los personajes conservadores sí los escribí en tercera persona, pues no tengo mayor afinidad ni elementos de identidad.

 

Eso me llevaba a otro debate interno, ahora sobre la objetividad, y esa objetividad, a su vez, me llevaba al debate mayor: si practicas una historia narrativa, ¿cómo la armas? Pues con una combinación de elementos ¿no? El primero es profundidad en la investigación, la mayor solidez y seriedad posible, y simultáneamente, una organización narrativa para contar. Eso me impuso una estructura a base de capítulos muy breves, que permitiera al lector descansar y cambiar de tema una y otra vez, tomar distancia, acercarse, alejarse y poner énfasis en la narración. A pesar de lo que se ha venido enseñando en la academia, la narración no está en contradicción con el rigor histórico. No es su antagonista, es simplemente una forma más de tratar los muchos materiales de una investigación a profundidad, porque siempre te tienes que plantear cómo la vas a contar. La investigación y la narración no se hacen en el mismo momento. La narración es posterior y su clave es el montaje, donde no sólo se trata de cómo lo escribes sino también de cómo lo cuentas, cómo usas cada adjetivo con precisión y cómo organizas todo en una estructura informal. Pero ese asunto de la investigación y la narración como momentos autónomos y sin embargo vinculados, no lo enseñan en las escuelas de historia.

 

Yo recuerdo el debate en la Escuela Nacional de Antropología cuando se revisó el programa de historia hace veinticinco años porque había tres cursos de paleografía y ni uno solo de narrativa histórica, no había uno solo sobre la novela y la historia. Entonces tú dices: bueno, ¿qué se pretende? ¿que éstos salgan de aquí y hagan investigaciones con la más pobre de las narrativas y sin saber bien para quién escriben? Entonces, yo soy estudiante de historia para ser maestro de historia de alumnos que estudian para ser maestros de historia, y escribimos historia para contársela a... ¿a quién, a revistas internacionales que distribuyen siete ejemplares y son leídas por cinco perdidos? Ahí hay un problema de alcances profundos. O eso otro de que a cualquier estudiante se le exige que explicite su marco teórico, cuando ya está implícito en lo que hiciste. ¿Para qué tienes que explicar ese famoso marco en las primeras treinta páginas? ¿Acaso no existen otras maneras de contar la historia?

 

En el asunto de contar la historia como una narración, hay una intención verdaderamente venenosa: cómo hacer que en esa estructura general se vayan introduciendo los elementos del detalle que te resultan significativos. Por ejemplo, me parecía fundamental un primer capítulo de veinte líneas en el que se contara cómo era un botiquín del ejército popular republicano y qué tenía para curar. Y entonces me pasé cuatro días consultando con un médico. Los recursos de curación que tenían a la mano eran mínimos. También me pasé días, estudiando los “estadillos”[1] de las brigadas que acudieron a la Batalla de Puebla. Me encontré con un segundo batallón de doscientos ochenta soldados y ahí descubrí que el ejército liberal popular tenía más oficiales que cualquier otro ejército del mundo. ¿Por qué? La explicación surgía poco a poco conforme leía los detalles de la historia. Ese cuerpo extenso de oficiales era el corazón ideológico del ejército, eran los tenientes y los capitanes lectores de periódicos, gente de profesiones libres, intelectuales que tomaron las armas y que constituían la columna vertebral de un ejército de voluntarios. Por el contrario, el ejército conservador que sostenía a Maximiliano estaba compuesto por gente arrancada de sus pueblos por la leva.

 

Y por el rigor de la información detallada, pues uno también tiene que ponerse a combatir los “lugares comunes”. Hice mi lista de doscientos de éstos que se habían formado sobre este periodo. Por ejemplo: el ejército francés era el mejor ejército del mundo. Perdón, pero esta afirmación contundente era parte de la demagogia del momento. Igual ocurre con la afirmación de que en la victoria del 5 de mayo sobre los franceses fue crucial la intervención de los zacapoaxtlas. Mentira, los zacapoaxtlas no intervinieron, fueron los serranos de Tetela de Ocampo, pero por un error los zacapoaxtlas se han visto bendecidos durante cien años recibiendo dinero de reconocimiento de los gobiernos. Y mientras, los de Tetela dicen: “No fueron ellos, fuimos nosotros”, pero nadie les hace caso. Para corregir esto bastaba con leer los “estadillos”, pero nadie lo había hecho hasta ahora.

 

Ahora, la frase consagrada de “el mejor ejército del mundo”, pues había que comprobarla. ¿De veras el sitio de Puebla fue una confrontación del ejército de Zaragoza contra el mejor ejército del mundo? ¿De veras la dominación de todas las capitales del país en 1864 la llevó a cabo el mejor ejército del mundo? Pues esa duda me obligó a ir a documentarme sobre la Guerra de Crimea y comparar el comportamiento referido del ejército francés con el del ruso y el inglés; y me obligó a estudiar la campaña de Argelia y a buscar de dónde salían los mejores cuadros del ejército francés. Y sí, al final sí parecía que en ese momento era el mejor ejército del mundo sin duda. El más disciplinado y muy bien armado.

 

Esa conclusión me planteó preguntas que parecían absurdas: si un mosquetón hace puntería a setenta metros y un rifle a trescientos, ¿cómo se desarrollaban las batallas entre liberales y franceses, si los primeros iban armados con mosquetones en el mejor de los casos y los otros con los más modernos rifles? En los primeros trescientos metros de marcha, tenías que estar esperando con tu mosquetón mientras recibías una lluvia de balas, pues los franceses empezaban a disparar desde trescientos metros y seguían disparando sin encontrar resistencia hasta que llegaban a setenta metros de su enemigo. Sólo entonces los liberales empezaban a responder, y no con mucho porque el pinche mosquetón no era muy preciso y en un descuido le atinaba, pero al campanario de la iglesia que está por ahí. Y de esta manera cobra importancia el problema técnico de las armas y la introducción de los rifles de repetición, que antes podría parecer ajena al curso de la historia.

 

¿Y cómo demonios vas a poder explicar por qué la elite de la división del norte de Escobedo era conocida como “Los Cazadores de Galeana”? ¿Por qué tenía un nombre tan chingón? Aunque como nombre a mí me gusta más el de “La Libertad”, de las fuerzas veracruzanas, mucho más sabroso. No, Los Cazadores de Galeana eran chingones porque traían rifles Winchester de siete balas de repetición con acción de palanca, y enfrentando con esto a la infantería francesa pues a los doscientos metros le hacías un primer hoyo, pero a cincuenta metros ya le hacías seis hoyos. Entonces, estos elementos aparentemente secundarios no sólo enriquecen la narración, sino que ayudan a explicar lo que ocurrió. Son las explicaciones que puede ofrecer una narrativa que incorpora el detalle preciso.

 

Y como seguí así con otras batallas, al final salió un libro muy grande. Entonces en una reunión con la editorial tomamos la decisión táctica de publicarlo en tres tomos y con distancia entre ellos. El tomo I salió en abril, el tomo II en julio y el III en octubre, de tal manera que cualquier adolescente pueda engañar a sus padres diciéndoles que se los piden en la escuela. Y con esa distancia logramos que el lector que se abruma ante un volumen gordo no se espante. Así lo planteamos y así funciona. Para diciembre ya llevábamos cien mil ejemplares vendidos, lo cual resulta reconfortante en un país que según dicen no lee historia, pero yo espero que a fines de este año lleguemos al doble o al triple, porque se sigue comprando. No para. Y es que crece por las reacciones del público que ayuda a conectar lectores: “No, yo no leía, pero está bien bueno”, y se pasa de uno a otro la reacción.

 

Otra intención del libro es, por decirlo así, la de nacionalizar la épica. ¿Que la épica ya está consagrada? ¿Por quién? Por los espartanos y las Termópilas, nada más y nada menos. Pero resulta que, en la segunda batalla de Puebla, cuando González Ortega descubre que les acaban de abrir un hoyo de diez metros por donde están entrando los guachos, llama a Escobedo y le dice: “Tiene que ir a frenar eso”. Y Escobedo se voltea y les dice a los miembros del Batallón de San Luis, a doscientos cincuenta locos de ese cuerpo: “Los que quieran morir den un paso adelante”. Y dan un paso adelante doscientos cincuenta soldados. Eso es épico. ¿Cómo demonios puedes negarlo y dejar de reconocer el heroísmo?

 

Y eso me lleva al siguiente problema: hay un desgaste de palabras, de tanto repetirlas han perdido su significado. “Patria”, por ejemplo, “valor”, “honradez”. Tenías que colocarte en la tesitura del siglo XIX para volver a llenar las palabras de su antiguo sentido y así conseguir palabras renovadas que fueran comprensibles para el lector del siglo XXI. No se trataba sólo de escribir: “Pues con ‘Patria’ ellos se referían a...”, sino de recuperar la emoción y mostrar lo que abarcaba el término en ese entonces y cómo también te puede provocar algo a ti ahora. Esa fue la última intención.

 

Conforme iba escribiendo el libro, descubrí obviamente que una y otra vez lanzaba guiños a nuestro presente, y no porque se alteraran los hechos ocurridos. Era un pasado vigente que lanzaba su guiño tal y como había ocurrido. Siendo presidente, Juárez cruzó el Zócalo con su traje dominguero. Tenía dos trajes y para esa ocasión usaba el dominguero, y además iba sin escolta. Ves al presidente de la República que cruza la plaza central sin escolta y es inevitable que mires a Peña Nieto, es inevitable, no hay manera. Prieto fue dos veces ministro de Hacienda y le tuvieron que prestar un gabán. No tenía. Murió en la pobreza. Y de todos los ministros del país, ni uno solo fue acusado de corrupción. Así, estos guiños del ayer al hoy le dan al libro un mecanismo de doble identidad, una de un pasado que puedes reconocer como tuyo, y la otra de tu presente, con ciertos elementos simbólicos y anecdóticos que aún resuenan en él. Todo esto formaba parte de las intenciones de Patria.

 

Por eso fue un libro tan difícil de escribir, estaba dando batalla todo el tiempo. El uso del pie de página tradicional no me servía. Tenía que hacer una muy sencilla nota de fuentes al fin de cada capítulo para guiar al estudioso, no repetirla al final del libro porque ahí no servía para nada. Decirle al final de cada capítulo dónde encontraría el material; pero también necesitaba otras notas, no a pie de página sino a pie de capítulo, para debates específicos que ya no cabían en el cuerpo central narrativo del libro, pero que, por ejemplo, me permitían informar sobre los debates de interpretación de la historia que tuve con algunos colegas, por ejemplo.

 

Hacer historia, desde mi punto de vista, es encontrar un acontecimiento que desde el primer vistazo sabes que quieres contarles a los demás, y que vas a investigar con todo rigor, tan bien como puedas y con respeto a las personas que intervinieron en él. Y que les vas a ofrecer a los ciudadanos simultáneamente una recreación rigurosa del pasado y una reflexión que abarca hasta el presente, y que lo vas a contar de tal manera que los divierta, los cautive, los inquiete y los identifique. Es todo.

 

* Escritor y periodista.
[1] Relación detallada de soldados, oficiales y haberes militares (n. del ed.).