1968: la historia imposible
ENVIADO POR EL EDITOR EL Lunes, 16/12/2024 - 17:09:00 PMSaúl Escobar Toledo*
Resumen
La narrativa de “1968: la historia imposible”, pone en contexto la coyuntura internacional de la Guerra fría, el conflicto del sureste asiático, lo que representaba Cuba, revoluciones y golpes de Estado en América, en un México que parecía en calma, pero donde la agitación social sucedía, aunque no fuese visible en los medios: obreros y grupos guerrilleros irrumpían espacios. Los estudiantes, influidos por lo que sucedía en Francia, Alemania y Estados Unidos, se vieron empoderados ante las injusticias de la pobreza, la desigualdad y la represión que se vivía, lanzándose a una lucha desigual, que marcó el comienzo de una nueva historia en México.
Palabras clave: el 68 mexicano, movimiento estudiantil, represión estudiantil, matanza del 2 de octubre, movimiento cultural.
Abstract
The narrative of “1968 as an impossible history,” that puts in context the Cold War, the war in Southeast Asia, the significance of Cuba, revolutions and coup d´etat in America, in a Mexico that appeared calm, but where social uprisings—workers, guerrilla movements—were taking place, invisible to the media. Students influenced by what was happening in France, Germany and the United States, were empowered in the face of the injustices of poverty, inequality, and repression. They threw themselves into an unequal struggle that signaled the beginning of a new history in México.
Keywords: Mexico 1968, student movement, student repression, October 2 massacre, cultural movement.
El editor de Con-Temporánea nos ha pedido gentilmente a varios colegas escribir sobre 1968. A estas alturas, el recuerdo se confunde con la memoria histórica: lo que pienso ahora con lo que sentía en aquellos momentos e incluso con lo que verdaderamente sucedió. No puedo relatar el movimiento estudiantil sin recordar mi experiencia personal porque, primero, ahí estuve; segundo, alienta mi vanidad de haber sido un protagonista de esa historia; y tercero, estoy convencido de que algo cambió. Así pues, estas notas han sido redactadas, irremediablemente, con base en estas razones subjetivas y el engaño que implica hablar de lo que sucedió hace cincuenta años. El historiador, los personajes y los hechos se confunden, con el riesgo de inventar una historia. Como sabemos, en español, a diferencia del inglés, no hacemos distinción entre historia (history) y relato (story), así que quizás cruzar esa delgada línea que existe entre tejer una narración y escribir sobre los hechos nos preocupe un poco menos.
Ce qui caractérise actuellement notre vie publique, c’est l’ennui. Les Français s’ennuient. Ils ne participent ni de près ni de loin aux grandes convulsions qui secouent le monde, la guerre du Vietnam les émeut, certes, mais elle ne les touche pas vraiment. Invités à réunir ‘un milliard pour le Vietnam’, 20 francs par tête, 33 francs par adulte, ils sont, après plus d’un an de collectes, bien loin du compte.[1]
Se ha sacado este editorial del olvido porque revela que los observadores de la vida política con frecuencia nos equivocamos, pero también quizás porque la Francia de 1968 parecía funcionar bien. De Gaulle, el héroe de la Segunda Guerra, era el presidente, la economía marchaba aceptablemente y la sociedad parecía satisfecha y consumía como nunca antes.
Y sin embargo, estalló una inusitada revuelta estudiantil junto con la mayor huelga general obrera de su historia. Duró relativamente poco: comenzó desde finales de marzo (el día 22) y en mayo ocurrieron los grandes acontecimientos que cimbraron a Francia y al mundo: la toma de la Sorbona por la policía el día 2, las barricadas del día 10, la huelga general obrera el 13, el intento de tomar las sedes de los poderes públicos y el país paralizado el 24, y, finalmente la contraofensiva política del gobierno a partir del 30 con la disolución de la Asamblea, la convocatoria a nuevas elecciones y las negociaciones con los sindicatos. A mediados de junio, el 16, la policía recuperaba la Sorbona y la situación volvía a estar bajo control. ¿Pero por qué se rompió ese consenso aparente? ¿Cómo es que nadie se dio cuenta de lo que venía? Son asuntos que todavía se siguen discutiendo.
Pero ¿y en México? ¿También nos aburríamos? ¿Cuál fue el detonador del movimiento? Nuestro país, en la década de los sesenta, conoció un crecimiento económico bastante bueno, de más del 6 por ciento anual, con baja inflación y un crecimiento del empleo que atraía a la población rural de muchos estados del país a la capital de la república y que también permitía la expansión de una clase media de profesionistas y de pequeños y medianos empresarios. Los habitantes de las ciudades, sobre todo de cierto nivel económico, ya podíamos contar en nuestras casas con televisores, radios, tocadiscos estereofónicos, teléfonos, lavadoras automáticas, estufas de gas, planchas eléctricas y otros aparatos que transformaban nuestra vida cotidiana. Asistíamos casi cada fin de semana al cine y también a veces la familia podía contar con un automóvil. Además, las oportunidades de educación eran cada vez mayores, incluso en las instituciones de educación superior. Los estudiantes y profesores más eruditos podían ir a una librería a comprar textos importados, además de los que editaba la Unión Soviética, que se vendían muy baratos en el comercio informal de las escuelas universitarias.
Íbamos a la Universidad o al Poli con la conciencia de que era una oportunidad que no podíamos desperdiciar: teníamos que cumplir porque nuestras familias sacrificaban parte de su patrimonio en nuestra preparación, porque el gobierno también había dedicado recursos cuantiosos a las universidades (la magnífica y hechizante Ciudad Universitaria tenía apenas catorce años), y porque era sabido que obtener un grado superior era la garantía para obtener un buen trabajo. A pesar de que el mundo se convulsionaba por el conflicto bélico en el sureste asiático, de que la Guerra fría asomaba diariamente en la prensa, la radio y la televisión (apenas habían pasado seis años desde las crisis de los misiles en Cuba), de que en otras partes del continente se gestaban revoluciones y golpes de Estado, México parecía un país en calma, reconocido por el mundo y preparándose para las Olimpiadas que iniciarían en octubre.
La agitación social en el interior estaba ahí, por supuesto, aunque se hablara poco de ella: en febrero de 1968 una marcha estudiantil que recorría el país convocada por la Central Nacional de Estudiantes Democráticos (CNED) para exigir la libertad de los presos políticos y una reforma universitaria integral había sido reprimida por el ejército y se había encarcelado a sus dirigentes. En abril, un comando guerrillero liberaba de la prisión de Iguala, Guerrero, a Genaro Vázquez Rojas, líder de la Asociación Cívica Nacional Revolucionaria (ACNR). En junio, el Congreso del Trabajo (CT) declaraba la huelga en contra de 450 fábricas para exigir la revisión integral del contrato de la industria textil del algodón. El 19 de julio, el Grupo Guerrillero del Pueblo Arturo Gámiz incendió el aserradero “El Salto de Villegas”, lo que desató un gran despliegue militar en la sierra de Chihuahua.[2] Y, sin embargo, la manifestación del 26 de julio para conmemorar la Revolución Cubana apenas había reunido algunos cientos de personas.
Como se sabe, el movimiento estudiantil empieza no por la represión a esta marcha sino por la brutal acometida de los granaderos contra los estudiantes después de un pleito. ¿Cómo se convirtió esta protesta en un movimiento de la magnitud del 68? ¿Por qué aquí, como en Francia y en otras partes, nadie pudo ver lo que venía? Quizás porque detrás de nuestro aburrimiento, las ganas de divertirnos y el afán de estudiar, se ocultaba una pasión desconocida para nosotros mismos. No supimos que éramos tan poderosos hasta que nos vimos en las calles. Entonces pensamos que éramos los protagonistas de una nueva historia. Esa soberbia se había alimentado por otra parecida que movilizó a los estudiantes franceses en mayo, así como en Estados Unidos y Alemania. Un desplante juvenil contagioso que también había invadido nuestro país de manera tan inexplicable como en aquellas tierras.
En México, sin embargo, esa calentura juvenil se alimentaba de un gran hartazgo y de una rabia contenida. La pobreza y la desigualdad nos conmovieron, pero también la monotonía de la vida política, el autoritarismo y la represión. Quizás el contraste que se vivía entonces entre el progreso y la indigencia, cuando el país atravesaba uno de sus mejores momentos en materia de crecimiento económico, nos hizo ver con más claridad los vicios de un desarrollo que dejaba fuera a muchos. Es probable que la injusticia se distinga más claramente cuando se percibe en tiempos de vacas gordas que cuando cunde la pobreza; pero esto sólo es una idea. El caso es que en 1968 parecía evidente que vivíamos en un país, más todavía, en una ciudad, la capital de la república, que crecía y se beneficiaba mientras el México campesino y provinciano vivía en una pobreza ofensiva que sobresalía aún más en esos momentos de auge.
En la vida política, por otro lado, no escuchábamos más que verdades oficiales. La monotonía del discurso abrumaba, y no había manera de que las voces del descontento fueran escuchadas. Los inconformes hablaban a media voz y en las sombras, y cuando salían a las calles a manifestarse o se organizaban en las fábricas y parcelas, eran duramente reprimidos. Para quienes vivimos esos tiempos, en la década de los sesenta, la irritación que nos aquejaba provenía también de ese abismo que advertimos entre la modernidad educativa y la cultura del silencio que se nos trataba de imponer en todos lados: en el hogar, en la escuela, en la inexistencia de cauces para la participación política y la organización popular ciudadana.
Todavía se sigue discutiendo si el 68 se veía venir en el mundo. Fernando Savater afirmó hace poco que, en el caso de Europa, los movimientos que se produjeron esos años fueron el síntoma de que el mundo ya había cambiado. Hay quien dice, en cambio, que el 68 fue el inicio de una mudanza histórica. Puede que en muchos países hayan ocurrido las dos cosas, pero en México el 68 fue claramente un comienzo. Y es que el movimiento se recuerda sobre todo por Tlatelolco. Aunque en realidad el ejército entró en acción desde comienzos de julio, cuando asaltó la Prepa de San Ildefonso con un bazukazo, la etapa más crítica empezó el 23 de septiembre en el Casco de Santo Tomás, cuando se enfrentaron soldados y estudiantes a balazos. Pocos días después, a diferencia de los otros movimientos estudiantiles de ese año en otras partes del mundo, el mexicano fue reprimido a sangre y fuego, masivamente y con el ejército. Cientos de vidas fueron segadas. Ello marcó a una generación y al país entero. Si el movimiento no hubiera sido aplastado por una matanza como la del 2 de octubre, quizás hoy lo recordaríamos como sucede con el movimiento del CEU de 1986-87 o la larga huelga de 1999-2000: como un momento más de la lucha social en el que hay pérdidas y logros más o menos tangibles.
El movimiento, de inmediato, no logró casi nada. No logramos despertar una nueva revolución, no se abrieron de inmediato las puertas a una transición democrática, y ni siquiera se hizo una investigación imparcial sobre los acontecimientos; pero sí se colocó en un lugar excepcional en la historia de este país y se ganó la conciencia del cambio. Desde hace años, nadie cuestiona las causas de los estudiantes y todos admiten la responsabilidad criminal del gobierno. Cuando se grita, generación tras generación, “2 de octubre no se olvida”, creo que lo que en realidad se está diciendo es que hay un camino por recorrer, una esperanza que no se acaba, una tarea incompleta que tiene que terminarse. Un pendiente con la democracia (como quiera que se defina), con la vida política, con la justicia, con la libertad.
En 1968 los estudiantes nos sentíamos protagonistas de una nueva historia. Seguíamos los pasos de la revuelta francesa, pero también habíamos logrado romper la mascarada del “aquí no pasa nada” y del “todos estamos con el presidente y la Revolución mexicana”. También nos sentíamos seguidores del Che y la gesta cubana que derrocó a Batista y sacó a los yanquis de la isla.
Pero el 68 no fue sólo eso. También fue una fiesta. Oscurecida por la tragedia, el 68 fue algo más allá de las marchas y los mítines, las pintas y los volantes, las brigadas y la huelga. Fue también, como lo ha pintado Paco Pérez Arce en su libro Caramba y zamba la cosa. El 68 vuelto a contar, un rompimiento generacional, la explosión de una nueva cultura que rompía tabúes en la sexualidad, el papel de las mujeres, el patriarcado, las drogas, la música y las artes. Fue una etapa de gran creatividad artística. De este fenómeno mundial se ha hablado mucho en el mundo, pero poco en México.
El resultado inmediato del movimiento del 68, en la siguiente década, se tradujo en un reformismo desde arriba, desde el gobierno. Se intentó corregir el rumbo económico, se alentaron políticas de protección a los trabajadores, se pusieron en práctica nuevas formas de apoyo a la economía campesina, se aumentó el gasto en educación superior. Del otro lado, desde abajo, se produjo la insurgencia sindical encabezada por los electricistas y ocurrieron cientos de tomas de tierras y el surgimiento de un nuevo movimiento campesino. Lo primero acabó en un fracaso y lo segundo, en una nueva correlación de fuerzas.
Después, claro, pasaron muchas otras cosas, incluyendo el movimiento del CEU y el terremoto del 85, y luego las elecciones de 1988. Todo ello parecía apuntar en una dirección, en un movimiento que aprendía, sumaba fuerzas y ensayaba diversas formas de lucha. Excepto que el mundo también cambió aceleradamente y se nos vinieron encima el derrumbe de la Unión Soviética, las nuevas tecnologías de la información y el neoliberalismo. Contado así, parece que no hay conexión entre el 68 y el llamado fin de la historia. Pero éste es un tema que ha quedado pendiente y que tendremos que seguir discutiendo.
Lo cierto es que volver al 68 nos lleva al optimismo y al dolor. Lo primero debe servirnos a los viejos y a los jóvenes para revisar la historia sin dogmas y sin prejuicios, discutir la experiencia de un movimiento en el que hubo errores y aciertos, héroes anónimos y líderes oportunistas, alegría e irreverencia, donde lo imposible sucedió y los objetivos por los que luchamos sólo se consiguieron parcialmente y mucho después, o nunca, como ha señalado Pérez Arce en su libro. Por eso hay que contar y seguir contando el 68 como una historia inacabada, como un relato imposible. Lo segundo, el dolor, sirve para comprometernos a seguir buscando. En el 68 buscamos sacar a los presos políticos; hoy tenemos que seguir buscando a los 43 y a todos los desaparecidos.
* Dirección de Estudios Históricos, INAH.
[1] “Lo que caracteriza en estos momentos nuestra vida pública es el aburrimiento. Los franceses se aburren. No participan de cerca ni de lejos de las grandes convulsiones que sacuden al mundo; la Guerra de Vietnam los conmueve, claro, pero no los afecta realmente. Invitados a juntar “mil millones para Vietnam”, 20 francos por persona, 33 francos por cada adulto, han logrado reunir, después de un año, una cantidad muy inferior”. Pierre Viansson-Ponté, nota editorial, Le Monde, París, 15 de marzo de 1968 [traducción del autor]. 33 francos equivalen, aproximadamente, a cinco dólares de esos años.
[2] Carlos Betancourt Cid, México contemporáneo. Cronología (1968-2000), México, INEHRM, 2012.