Vertientes, redes y proyectos de las derechas uruguayas en el siglo XX Una charla con… Magdalena Broquetas
ENVIADO POR EL EDITOR EL Miércoles, 18/12/2024 - 17:50:00 PMSeminario las Derechas en México*
Magdalena Broquetas es doctora en historia por la Universidad Nacional de La Plata. Investiga y enseña en la Universidad de la República, donde se desempeña como profesora adjunta del Departamento de Historia del Uruguay (Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación). Entre sus publicaciones recientes destaca La trama autoritaria. Derechas y violencia en Uruguay (1958- 1966) (Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 2014). En la actualidad es responsable del proyecto de investigación Nacionalismos de derecha y anticomunismo en el Uruguay de la Guerra fría.
Cuando hablamos de derecha tenemos la dificultad de la definición, de consensuar una definición que sea lo suficientemente amplia, para ver qué entendemos por tal, que a su vez es inseparable de lo que entendemos por el otro término que integra la dicotomía con la izquierda.
A esto se suma lo que comúnmente se llama el complejo de derecha. Esto ha restringido mucho las autoidentificaciones, pues, en general, los actores sociales no se identifican como “de derecha”. Muchas veces incluso niegan la dicotomía ideológica o prefieren otros calificativos como conservadores, nacionalistas, tercerposicionistas, por nombrar sólo algunos de los más utilizados durante el siglo XX.
A diferencia de las izquierdas, se suele tratar de una identificación atribuida por los otros. En el caso uruguayo esto es todavía más complicado, porque a la conocida reticencia de las derechas a autoidentificarse como tales, se suma una especie de sentido común —que yo diría que también tiene su correlato hasta hace no mucho en el campo académico— de negar o relativizar su existencia.
Durante décadas se ha insistido, por diversas vías, en la excepcionalidad del país y en la ausencia de una verdadera derecha, sobre todo si se la compara con países vecinos, como Argentina, Brasil o con algunos países europeos. Ahora bien, la coyuntura actual de este fin de ciclo con gobiernos progresistas, el acenso de las nuevas derechas en América Latina, la fuerte expansión de las derechas extremas en Europa, nos recuerda que durante todo el siglo XX las derechas han tenido un protagonismo muy fuerte y que éste no ha tenido un correlato en la agenda historiográfica, que no ha incluido sus ideas, sus prácticas, sus proyectos a mediano y largo plazo, sus asociacionismos, etcétera.
En los últimos años —cuando digo en los últimos años me refiero realmente a los últimos diez, quince años, siendo muy generosa—, de la mano de la consolidación de un campo de estudios regional y global, hay varios trabajos que han tratado de desandar este camino de la excepcionalidad uruguaya y de la invisibilización de sus derechas.
Estas contribuciones parten, en primer lugar, del concepto plural del término derechas, al igual que izquierdas, y reconocen la dificultad para alcanzar una definición relativa a qué son las derechas o qué las une como familia política. Es posible hablar de derechas liberales o antiliberales en función del vínculo que han mantenido con la democracia; con la democracia multipartidaria, moderadas o radicales, lo cual, en general, remite a su disposición en relación con el empleo de la violencia; o es también posible definirlas atendiendo a los ámbitos en los que se les ubica, o por quienes la componen: derecha político-partidaria, religiosa, social, militar, empresarial. Sin embargo, para efectos analíticos, existe cierto consenso en torno a la idea de que la derecha, a pesar de su heterogeneidad, presenta como elemento en común una consolidación en reacción a factores que percibe como amenazantes. Esto puede ser: el fortalecimiento de las izquierdas y de los programas igualitarios o liberadores, así como de otros fenómenos que sacuden el orden establecido.
Por eso yo comparto la idea de que el camino más fiable para estudiar históricamente las derechas es analizarlas en sus distintos contextos históricos. Y si sumamos todo esto que vengo diciendo de los problemas de la autodefinición: la heterogeneidad y no reconocerse como tales desde el punto de vista histórico, lo más productivo, lo más rico, lo que nos va a dar un panorama probablemente más complejo es identificar aquellos elementos —muchas veces los elementos reales, pero en igual medida los imaginados o los sobredimensionados y a los aliados— que influyen tanto en su vigor como en su debilidad en diferentes contextos.
En esta ocasión les voy a proponer un breve recorrido histórico focalizado en la presencia, los cambios y las permanencias de las derechas uruguayas en el siglo XX, apuntando a demostrar que, aunque no siempre se haya identificado con el concepto, en el transcurso de esta centuria diversas fuerzas sociales transitaron por los andariveles de las derechas enmarcadas en distintas vertientes ideológicas, enfrentando distintos enemigos de turno y labrando tradiciones que se fueron transmitiendo por generaciones.
Propongo seis momentos. Un primero, que se configura entre principios del siglo XX y la década de 1930; éste es el momento en el que desde el punto de vista de la historiografía, se configura el estudio de lo que hasta hace poco fue monopólico en relación con este campo, que es el estudio de los “sectores conservadores”. Realmente no se usaba el término derechas. Así, Gerardo Caetano —en la década de 1980— y luego José Pedro Barrán inauguran el campo de estudio de lo que ellos llaman “los sectores conservadores”. En este periodo, que va entre el 1900, concretamente entre los gobiernos que se identifican con la figura de José Batlle y Ordóñez (1903-1907 y 1911-1915) y el golpe de Estado de 1933. Ése periodo es uno donde las clases altas, los grupos de presión, los sectores terratenientes, el clero y la Iglesia —como institución— se van a organizar al ver afectados sus intereses ante lo que es la acción de reformismo batllista.
El batllismo es una corriente que surge dentro del Partido Colorado, identificada con la figura de José Batlle y Ordóñez. Es un periodo, entre 1903-1915, en el que se hacen profundas reformas en diferentes ámbitos. Una reforma económica, una reforma social, también una reforma moral. Es un periodo de la secularización, de la separación de la Iglesia y del Estado, de la obtención del divorcio por sola voluntad de la mujer, por nombrar algunos de los logros más avanzados.
Es entonces un sector dentro de uno de los dos grandes partidos uruguayos, de los partidos tradicionales, que son el Partido Colorado y el Nacional. El “reformismo” o “batllismo” es un movimiento dentro del Partido Colorado que tiene la idea de que el Estado debe intervenir, que tiene que ser redistribuidor y que defiende los monopolios estatales. Es un periodo en el que buena parte de las empresas que estaban en manos británicas se trasnfieren al Estado y es un periodo también donde se concreta y se amplía la legislación social.
Aquí empieza a crearse esta idea de la Suiza de América y la excepcionalidad del Uruguay. Esta frase, que solía decir Batlle, me parece que es muy gráfica de lo que estoy exponiendo. De crear una sociedad mesocrática donde —y es casi textual— “los ricos sean menos ricos para que los pobres sean menos pobres”. Entonces, sin duda estos sectores se verán afectados por la acción del batllismo: el sector agroexportador y, sobre todo, la iglesia, porque es atacada.
Son sectores que tienen principios muy alejados de la corriente democrática. Son sectores que condenan el igualitarismo, que tienen la idea de que el talento tiene que predominar sobre el número; tienen una fuerte desconfianza ante las masas y lo masivo; sin embargo, van a impulsar, en un plebiscito en 1916, la posibilidad de instaurar el sufragio universal masculino y secreto. Es decir, el plebiscito es acerca de una reforma constitucional, pero en los hechos termina siendo un plebiscito sobre la gestión del batllismo: batllismo sí o batllismo no. Entonces, este conglomerado antibatllista, donde no sólo está el Partido Nacional —oposición que no tiene lugar en el gobierno—, sino también las clases altas, la Iglesia y un sector del Partido Colorado que se desprende hacia las derecha del batllismo, van a ser los impulsores de la democracia política. Es decir, el batllismo pierde esas elecciones de 1916 y con eso se genera un nuevo orden democrático y liberal donde, por primera vez, las mayorías van a tener un lugar en el gobierno. Ésta es la paradoja, en algún sentido. El historiador José Pedro Barrán sostiene que son los partidos los que conducen a las clases altas. De alguna manera, el temor al ala radical del reformismo hace que adopten las garantías democráticas y que acaben siendo los abanderados de la democracia política en el Uruguay. Luego de que el batllismo quedara en minoría en la Asamblea constituyente de 1916 se produce un alto a las reformas sociales y económicas, el llamado “alto de Viera” conducido por el presidente Feliciano Viera.
A partir de este momento se abre lo que Gerardo Caetano ha denominado “la república conservadora”; estos tres lustros de república conservadora que, a diferencia de la historiografía de Argentina, en la que el término alude al orden político de fines de siglo XX y principios del XX, aquí está aludiendo al conservadurismo social, al freno de las reformas, al freno de las leyes sociales, al freno de la amplitud que tenía el batllismo. Las derechas de la época hablaban del poner freno al “inquietismo” batllista. Me parece muy gráfica esta idea de “inquietismo”. Es uno de los principales factores de preocupación y de organización de estos sectores que promueven la democracia política y que antes ya habían impulsado, en 1915, la formación de la Federación Rural, también como freno a las políticas batllistas en relación con la propiedad de la tierra.
Pero no hay que desestimar —como suele pasar siempre con estos sectores— el panorama internacional. Desde 1917 siguen con preocupación la Revolución rusa, que tiene un correlato en el río de la Plata en lo que respecta a la agitación sindical. En Buenos Aires, en 1919, tiene lugar la “semana trágica”, semana de represión a los huelguistas, que tiene un correlato también en Uruguay, donde por esta misma época hay una fuerte represión a los trabajadores portuarios, es decir, también está la preocupación por una incipiente agitación sindical.
En 1919 ocurre algo que me gustaría mencionar por su fracaso y porque tiene que ver después con lo que es la matriz del sistema de partidos en Uruguay. Se produce el único, el primer y único intento de formar un partido de derecha por parte de los sectores patronales: la Unión Democrática. Experimenta un fracaso electoral rotundo y es importante porque demuestra la preferencia de las clases altas por las divisas tradicionales. Es decir, estos sectores van a estar representadas durante todo el siglo XX a través de facciones del Partido Colorado; hasta 1960, todas ellas antibatllistas. Luego, el batllismo es como el PRI, son tantas las escisiones que se va volviendo más complejo. Y en igual medida van a estar representadas en el otro partido histórico, el Partido Nacional. En la década de 1930, a partir de una legislación electoral muy compleja (las llamadas “leyes de lemas”), independientemente del sector que se votara, más a la izquierda o más a la derecha o más en el centro de partido, siempre se terminaba arrimando votos al sector ganador. Pero lo cierto es que fracasa la idea del partido de derecha y entonces esos sectores quedan representados en los Partidos Nacional y en el Colorado, que a su vez están cerca de los grupos de presión empresarial.
Ahora bien, a fines de los años veinte se produce una nueva ofensiva de las derechas. Son esos mismos sectores, esos mismos grupos que habían impulsado la democracia política como una forma de poner freno a las reformas del batllismo, los que cuando ven vulnerado el control que ejercen sobre el gobierno, van a perder de alguna manera ese traje democrático. A fines de los años veinte, a pesar del complejo mecanismo electoral que había establecido la Constitución de 1919, con un poder Ejecutivo bicéfalo (compuesto por un presidente y un Consejo Nacional de Administración), el batllismo vuelve a tener mayoría en esta rama del Ejecutivo colegiado, que es el Consejo Nacional de Administración, y vuelve a impulsar unas leyes sociales que preocupan, que espantan, así como la creación de nuevas empresas públicas.
Esto hay que verlo también en un primer escenario de resonancia de los fascismos. Dentro del Ejército había algunos sectores bastante permeables a esta ideología. Por otra parte, existieron grupos civiles que se militarizaron (las “Vanguardias de la Patria”).Y hay un hito importante, que es la organización de los sectores conservadores en un Comité Nacional de Vigilancia Económica para, justamente, poner límite a alguna de las nuevas iniciativas sociales y económicas de los batllistas. Entonces es de vuelta una reacción antibatllista, es de vuelta una reacción antirreformista. Ahora, yo le agregaría una capa más, es una reacción anticomunista, y cuando digo anticomunista digo antiizquierdista en general, con un fuerte componente también de xenofobia y de antisemitismo. Toda esta reacción, que desde fines de los veinte y principios de los treinta está muy vinculada con el rechazo a todo lo que es la nueva oleada migratoria, que ya no viene de Italia o de España, sino que viene de Europa del Este, empieza a usar el término de “inmigración indeseable”, promueve leyes restrictivas, etcétera. Estos son los sectores que hacia 1933 apoyan al entonces presidente Gabriel Terra, un hombre que viene del batllismo, pero digamos que arma su sector más heterodoxo, para dar un autogolpe. Un golpe que justamente desplaza a los batllistas del gobierno. Ésta es otra característica de larga duración en Uruguay. En el siglo XX hubo tres golpes y los tres fueron dados por los presidentes en ejercicio.
Los años treinta, si se quiere años dorados para este sector de las derechas que está en el gobierno, logra controlar el Estado y contar con un marco regional e internacional propicio. Lo interesante es que nosotros tenemos una vasta producción sobre los años treinta y el “terrismo”, sobre todo producción surgida durante la última dictadura. Muchos académicos, dentro y fuera del país, se empezaron a preguntar no tanto cómo el Uruguay había sido tan democrático, sino cómo, en qué otros momentos, no lo había sido tanto. Ahora bien, todo lo que es la producción sobre el terrismo (de manera general volveré a referir los trabajos de Gerardo Caetano, de Raúl Jacob, que es un historiador con vastísima obra de este periodo) no está enfocada desde el ángulo de las derechas. El foco está puesto en cómo se llega al golpe o qué ocurre con la institucionalidad y el sistema de partidos. Entonces las derechas tampoco están tan estudiadas en el periodo donde es más evidente que gobernaban. Sí han sido estudiados algunos actores sociales puntuales, por ejemplo, en los trabajos de Magdalena Camou o de Alfredo Alpini. Camou ha estudiado las resonancias del nazismo y del fascismo dentro del ejército. Alpini, por su parte, estudia la formación de lo que son pequeños grupos filofascistas, realmente pequeños en comparación con Argentina.
Me gustaría también, si hablamos de los años treinta, mencionar la producción —también vasta— de Carlos Zubillaga, quien ha estudiado todo lo que es la política exterior del franquismo en Uruguay y el contingente inmigrante gallego, que es muy significativo desde el punto de vista numérico, a favor del bando nacionalista. La inmigración gallega está realmente dividida, pero hay todo un sector a favor del bando nacionalista. También se cuenta con los trabajos de Clara Aldrighi sobre lo que es un periodo de apogeo del antisemitismo, así como los trabajos de Rodolfo Porrini sobre la promoción de legislación autoritaria para contener al movimiento obrero y a la disidencia política.
Me gustaría señalar algunas cuestiones sobre el protagonismo del falangismo y del franquismo en el Uruguay de los años treinta. Muy pronto las jerarquías eclesiásticas —que como pueden ver en este recuento son bastante antibatllistas— se pronuncian a favor de la “tesis cruzadista” de Franco, que apunta a restituir la unidad hispanoamericana sobre la base del catolicismo. Durante la guerra se forman dos grandes agrupaciones locales falangistas en Uruguay: la Unión Nacional de España en Uruguay y la Sección Uruguaya de Falange Española. Las dos son de 1936, las dos reúnen contingentes importantes de inmigrantes y de uruguayos simpatizantes, y son muchas las manifestaciones de solidaridad con el bando nacionalista. Luego, cuando finaliza la guerra en España, la actitud proselitista continúa, sobre todo en el interior del país. Hay también un pequeño partido católico, la Unión Cívica, que se forma en 1911, pero realmente sus parlamentarios tienen una actitud de rechazo hacia el franquismo. Sólo un pequeño grupo reconoce inmediatamente a la Junta de Burgos y permanece más alineado con el franquismo.
Esta pregunta que muchas veces se hace y se hace de manera muy liviana, porque se quiere meter a Uruguay en la era de los fascismos, es si el terrismo es un fascismo. Uruguay no es ajeno a la cultura transnacional fascista. Por cierto, el elenco político del “terrismo”, una alianza suprapartidaria integrada por un sector del Partido Colorado y un sector del Partido Nacional, ve con simpatía muchos de los aspectos del fascismo, sobre todo los señalamientos de las debilidades de la democracia liberal, el anticomunismo, la xenofobia y el antisemitismo; pero en realidad no sería correcto decir que el régimen terrista fue una forma de fascismo. De hecho, no hay ningún rechazo al parlamentarismo o al pluripartidismo, cuando pudo haberlo, porque hay una asamblea constituyente en 1934 y tienen todo para hacer algo así. Tampoco hay un proyecto real viable de consolidar un Estado corporativo autoritario. Por eso digo, me gusta más decir, que Uruguay no es ajeno a la cultura trasnacional fascista. Hay vínculos, hay simpatías, hay intercambio; pero ello no es, bajo ningún concepto, una forma de fascismo. Esos vínculos han sido muy bien estudiados por Juan Antonio Oddone, Ana María Rodríguez Ayçaguer —quien trabaja la política exterior del terrismo y las simpatías con la Italia fascista— y otros historiadores más jóvenes que demuestran el interés y la admiración que despertó en buena parte el elenco terrista todo lo relativo a la restauración de los valores tradicionales franceses en el régimen de Vichy. Pero es eso, son simpatías, no hay una formulación fascista.
Todo esto empieza a cambiar en la medida en que avanza la Segunda Guerra Mundial. Con la guerra se produce un viraje político internacional, sobre todo a partir de 1942, pero también un viraje en la política interna. Uruguay es un país extremadamente aliadófilo. Se va a mantener neutral, va a declarar la guerra al final por compromiso. Pero lo que solemos decir es que tiene una neutralidad aliadófila y que está desde el comienzo del conflicto muy cercano al gobierno de Estados Unidos, que —como todos sabemos— entra en guerra después del ataque japonés a Pearl Harbor en 1942, y empieza a dar vuelta un poco este mapa tan proclive a los fascismos internacionales.
Dentro de Uruguay, justamente a partir de 1938, se empieza a dar una transición democrática de esta dictadura terrista. Una transición democrática que nace del riñón del terrismo; es decir, un presidente, Alfredo Baldomir, quien había sido mano derecha del terrismo, se empieza a alejar, sobre todo se empieza a alejar del herrerismo, que es el sector del Partido Nacional que más va a quedar vinculado con la simpatías nazi-fascistas por su hispanismo, por su neutralidad a ultranza en la guerra, por estar en contra de las leyes antinacionales durante la guerra, etcétera. Es decir, nos vamos acercando a otro momento o a una reconfiguración del orden internacional que desde luego repercute en el mapa de las derechas, que es la configuración de la Guerra fría.
Cuando termina la guerra y se inicia la Guerra fría, ya no hay lugar, no hay marco para los fascismos, para los extremismos, para la crítica antidemocrática. Cuando digo “no hay lugar” es no hay lugar público, lo que no equivale a que hayan dejado de existir sino que se configura un panorama diferente a esa década de oro de las derechas de los años treinta. Empieza un momento muy diferente. Para entonces yo creo que ya podemos hablar de dos vertientes muy definidas en el caso uruguayo: una vertiente que es liberal-conservadora, que es hegemónica, que se va a definir demócrata, antitotalitaria (claro que una vez que se vence al nazi-fascismo el único enemigo totalitario que queda es el comunismo) y otra pequeña vertiente que es antiliberal que queda prohibida por las leyes que sancionan a las agrupaciones ilícitas, pensadas en el contexto de la guerra.
Me interesa subrayar esta cuestión del antitotalitarismo porque es un marco importante para el estudio de las derechas. ¿Cuál es el enemigo totalitario? Si no hay nazi-fascismo, el único enemigo totalitario es el comunismo. Pero cuando esos actores partidarios —o desde los sectores sociales— dicen “comunismo” no están diciendo estrictamente “partidos comunistas”. Entran distintas formas de nacionalismo, entran los populismos, y si hilamos más fino, también entran los movimientos sociales. O sea, el término “comunismo” es usado en un sentido muy general. Entonces, a modo de balance de la primera mitad de siglo: hasta ese momento tenemos una derecha fundamentalmente elitista, integrada casi exclusivamente por las clases altas y representante de sus intereses. Una derecha contraria a la masificación y a la popularización de la política, asimilada dentro de los dos grandes partidos autodenominados tradicionales, Nacional y Colorado, y que va a mantener una posición pragmática ante la democracia. O sea que va a oscilar entre su rechazo y su adopción crítica, dependiendo de cuál sea el contexto, pero no podemos decir que en su bagaje ideológico está la democracia. En general en el bagaje de ninguna derecha; sin embargo, hay una cosa muy interesante en Uruguay y muy poco estudiada, que es el surgimiento de un movimiento gremial rural de capas medias y bajas, el “ruralismo”. Es un movimiento que surge a instancias de un terrateniente, Domingo Bordaberry, directivo de la Federación Rural, pero que tiene una enorme convocatoria en todos estos sectores rurales que están dispersos, que no están organizados y que empiezan a ser también un objetivo interesante para los sindicatos clasistas, a partir de 1946 sobre todo. Movimiento en el que cumple un papel fundamental la radio y el buen uso que hace de ella Benito Nardone, líder de este movimiento que a partir de 1951 se va a llamar Liga Federal de Acción Ruralista.
Hay dos autores que han trabajado el ruralismo y me gustaría mencionarlos. Uno es Raúl Jacob, el mismo que mencioné para el terrismo, y el otro es Alción Cheroni. A mí me parece muy interesante la caracterización que Alción Queroni hace de este movimiento, porque dice: “Es un buen ejemplo de movilización tutelada, algo que se suele dar dentro de los modelos reaccionarios del liberalismo conservador”. Es decir, se incorpora a las masas, pero se las incorpora controlándolas, obturando un desarrollo político propio. Y Raúl Jacob llama la atención en torno a la particularidad de este movimiento que va a compartir sus enemigos con la derecha política ¿Cuáles van a ser los principales enemigos del ruralismo? El batllismo quincista y movimiento sindical. Lo de “quincista” tiene que ver con el número de la lista que identifica al sector que sigue siendo un poco más radical, que para los cincuenta es el del sobrino de José Batlle y Ordóñez, de tendencia estatista, intervencionista, de redistribución obrerista. Por otra parte, estamos ante un movimiento sindical que ha crecido enormemente después de la guerra y que va a ser un actor realmente con mucho peso, con capacidad de movilización, con capacidad de presión, con poder de veto.
Lo interesante es que a partir de 1958 el ruralismo se incorporó a la arena partidaria a través de una alianza con un sector de Partido Nacional. Ganan la mayoría del Ejecutivo que, una vez más, es colegiado; distinto al colegiado de los veinte, pero colegiado nuevamente. Ya ven que otra tendencia es la difuminación del poder, para no cargar con los costos electorales de las decisiones y para que estén todos contentos. El ruralismo llega al gobierno, es un movimiento muy interesante porque no es encasillable en ninguna de estas dos vertientes. No se puede decir que es un movimiento antiliberal, pero es un movimiento que tiene muchas formulaciones de enorme pragmatismo en relación con la institucionalidad democrática. O sea, muchas semejanzas con los fascismos, pero a la vez es un movimiento —sobre todo su líder Nardone— muy cercano al gobierno de Estados Unidos y con un programa económico liberalizador, justamente antiestatista, antibatllista y bueno... a través de una alianza con el Partido Nacional, llegan al gobierno. Yo creo que, como suele pasar con otros países latinoamericanos, este periodo de 1959, en caso de Uruguay 1959-1973, en general lo que las historiografías denominan los largos años sesenta, es el periodo de radicalización de los conflictos de la Guerra fría en este continente.
Entre 1959 y 1973 las derechas están en el gobierno, primero, a través del partido Nacional (1959-1967) y después (1967-1973) mediante el Partido Colorado. No, no es un periodo que gobiernen otros que no sean las derechas. Es un periodo donde la primera apuesta de esas derechas es desmantelar el Estado batllista, aplicar un programa liberal en lo económico y conservador en lo social. A partir de 1960 esto se hace con mucho éxito en el sentido de que son las primeras cartas de intención con el Fondo Monetario Internacional, los primeros pedidos de préstamo a los organismos internacionales de crédito.
El batllismo tenía también una tradición de diálogo. En 1946 se había aprobado leyes de consejos de salarios, que establecían que los salarios se pactaban en reuniones tripartitas de trabajadores, representantes del Estado y de las patronales. Estas derechas de la primera mitad de los sesenta desmantelan todo eso y son mucho menos dialoguistas, por no decir nada dialoguistas, o sea, hay también una enorme propensión autoritaria de contención de la protesta social. Recientemente hemos identificado algunas tendencias que la historiografía veía recién a partir de 1968. La historiografía identificaba en el gobierno de Jorge Pacheco Areco el inicio de un periodo de excepción, de un periodo de autoritarismo, y lo que la investigación ha venido demostrando en los últimos años es que en este primer periodo de los sesenta ya tenemos criminalización de la protesta social, fortísima estigmatización de los movimientos sociales, un discurso antisindical muy fuerte, intento —con éxito— de modificación legal en materia represiva, restricción de libertades individuales, insinuaciones de golpe de Estado, arengas a las fuerzas armadas para que ocupen nuevos roles, modernización de cuerpos represivos. Desde esta perspectiva, los gobiernos de 1968 hasta el golpe de Estado, en 1973, el de Pacheco y luego el Juan María Bordaberry —hijo del creador del ruralismo—, es un mojón, pero no necesariamente es el punto de inflexión. Y algo que se debería estudiar mejor son las continuidades que hay entre el ruralismo y el pachequismo. ¿Por qué? Porque la historiografía ha estudiado el pachequismo sólo desde el punto de vista ideológico, como un punto de inflexión del liberal-conservadurismo. Y es cierto que es un movimiento partidario; Pacheco es un hombre del Partido Colorado, pero todo el movimiento que se conforma desde el punto de vista de las derechas, el movimiento que se conforma en torno a Pacheco, tiene en común con el ruralismo los apoyos sociales, empresariales, gremiales patronales, sectores populares (ésta es una novedad, en el caso del ruralismo, rurales, y en el caso del pachequismo, urbanos, capas medias no politizadas, y sobre todo militares y policías). También tienen en común vínculos muy estrechos con el gobierno de Estados Unidos, un imaginario compartido respecto del enemigo interno, que está identificado con la izquierda partidaria, con el movimiento sindical, con el movimiento estudiantil, con algunas manifestaciones culturales que se ven foráneas, contra el sistema de partidos mismos. Esta idea de que el sistema de partidos está corrupto, que ya no es posible la política de partidos y la constante apelación a la defensa de las masas. Esa idea, novedosa para las derechas, de que ellas representan a las mayorías silenciosas y despolitizadas.
Hay otra gran novedad en los años sesenta que teníamos bastante opacada y que tiene un peso impresionante: y es que surgen numerosas organizaciones anticomunistas. Organizaciones por fuera de los partidos, organizaciones que surgen en la sociedad civil que van a nutrir este conglomerado de las derechas donde están los sectores partidarios y algunos sectores de la Iglesia católica. En realidad esto no es un fenómeno estrictamente uruguayo, es una repercusión local de un fenómeno muy típico de la Guerra fría que se da en otros países de Sudamérica y que tiene repercusiones globales. Estas organizaciones son de distinto tipo; hay muchas organizaciones que podemos describir en esta vertiente más liberal-conservadora, que se van a decir demócratas, capitalistas, liberales, muchas se dicen herederas de los grupos antitotalitarios las cuales nacen después de la guerra y que le van a dar muchísima importancia a la vigilancia ideológica, a la promoción de leyes antinacionales y van a liderar grandes campañas públicas. De manera simultánea, van a aparecer otras, pequeños grupos que también se van a decir tributarios, pero de los grupos filofascistas de los años treinta. También surgen organizaciones nacionalistas defensoras de un Estado corporativo, autoritario, tercerposicionistas, profundamente antisemitas que van a tener entre sus prácticas hacer menos campaña pública, menos acto y más enfrentamiento callejero, atentados con bombas a locales de militantes de las izquierdas, etcétera. Yo no voy a desarrollar esto ahora, pero es muy interesante ver cómo cada una de esas ramas tiene sus propias redes regionales, mundiales, sus propias agendas y cómo comparten algunos enemigos en común: claramente la izquierda partidaria, el movimiento sindical y el movimiento estudiantil.
Y hay un tercer tipo de organizaciones como ésta —que yo pensé que tenía mucho menos peso en Uruguay—, la cual no es ni estrictamente demócrata, ni estrictamente nacionalista, ni estrictamente uruguaya, que es el caso de un núcleo local, de una organización internacional como Tradición, Familia y Propiedad, que en el caso uruguayo se organiza un poquito después en 1967 y que tiene un enorme peso en cuanto a la formación de opinión en sectores amplios no politizados.
Si vemos todo desde esa perspectiva, podemos entender algo que la historiografía no percibía desde este lado. La historiografía miraba el camino democrático al autoritarismo, esta idea de cómo Uruguay había mantenido una excepcionalidad que le había permitido mantenerse tanto tiempo sin un golpe hasta 1973, cuando en realidad un panorama casi de estado de sitio es permanente desde 1968.
Observemos desde otro ángulo: vemos que el golpe de Estado es el resultado de una alianza de distintas derechas que van a coincidir en la necesidad de la ruptura democrática. Realmente no tenemos explicaciones cerradas todavía del por qué. Yo les podría decir algunas cosas obvias, como que sí hay cierto consenso en imponer un programa liberal en materia económica, que no está siendo posible debido a la oposición parlamentaria del Frente Amplio, que se crea en 1970 y es la primera izquierda mínimamente temible, así como por un sector del Partido Nacional y por la presión sindical. Una alianza heterogénea coincide en la necesidad de una ruptura democrática y en un golpe de distinto tipo. Un golpe que se inscriba en lo que son los golpes de la doctrina de la seguridad nacional, que va a apuntar a generar un Estado del estilo burocrático-autoritario que apunta a despolitizar la sociedad. Pero no mucho más, lo que nos vamos a encontrar es que son actores sociales con puntos de vista muy divergentes respecto de cuánto debía durar esta ruptura institucional y cuál va a ser la radicalidad del cambio.
Vamos a tener, entre 1973 y 1985, el gobierno en manos de una alianza civil militar. A veces la historiografía dice “la dictadura cívico-militar”, pero a mí no me gusta reproducir esa categoría porque es una autoatribución, y “cívico” tiene que ver con el civismo. La historiografía lo reproduce para Argentina también. La idea de civil militar pone el foco en el componente civil del régimen, que es permanente. De 1973 a 1985, en este heterogéneo elenco político vamos a tener nacionalistas, tecnócratas, neofascistas; hasta carlistas, el propio presidente de la república Juan María Bordaberry, quien disuelve las cámaras, es reivindicado por el partido carlista de España y no es exactamente falangista, es monárquico. Estos grupos van a estar en constante tensión con distintos proyectos de cambio social y con distintos proyectos de reforma del Estado, que van a ir encontrando apoyo y rechazo selectivo. Y aquí no quiero decir que las dictaduras del Cono Sur están movidas por los hilos de Estados Unidos, pero sí es un actor transnacional fundamental. No mueve los hilos, pero en buena medida la clave del éxito y del fracaso de estas iniciativas tienen mucho que ver con la política exterior estadounidense. En este periodo todas las derechas son autoritarias y avalaron prácticas represivas desconocidas hasta entonces, entre las que se incluyeron el encarcelamiento masivo y prolongado, la tortura sistemática, la desaparición, la cárcel, el exilio y la vigilancia al conjunto de la sociedad. El conjunto de la sociedad vio limitado sus derechos civiles y políticos.
Por último, yo diría que hay un sexto periodo que se abre claramente hacia el final de las dictaduras, a partir de la restauración democrática, cuando se da una renovación ideológica en todas las derechas de la región. Puede reconocerse un clima de época en el que empiezan a ganar espacio las teorías neoliberales. Gana aceptación esta idea de que el binomio democracia y libertad sólo se puede dar en sociedades capitalistas y que, por lo tanto, lo fundamental es tener Estados eficaces para tener orden en un marco de economías de mercado. Entonces hay una reformulación del discurso y de la imagen, e incluso de muchos políticos, empresarios y algunos intelectuales que formaron parte de los elencos de la dictadura. Se va a consolidar una derecha distinta, con un caudal de poder político y cultural diferente. De algún modo está la idea de una derecha que se va a presentar como moderna, exitosa, distinta a los viejos populismos, que va a cuestionar las políticas estatales como políticas fallidas. En toda la región esto viene de la mano del fracaso mundial del socialismo, lo que en algún sentido le viene a confirmar a estos grupos que la modernización y la superación de la condición tercermundista sólo es posible si se aplican profundas reformas neoliberales.
En el Uruguay todo esto tiene su correlato en la década de 1990, cuando por segunda vez gana las elecciones el Partido Nacional y, como suele pasar en la política uruguaya, a través de acuerdos con el Partido Colorado, intenta llevar adelante políticas de corte liberal que en algunos casos suponían claramente retomar proyectos ensayados desde comienzo de los años sesenta. Esto se plasmó en una serie de reformas que defendían la idea de achicar el Estado, reconfigurar sus funciones en el campo económico y en el campo social. Éste fue el modelo aplicado en la región sobre la base del “consenso de Washington”, en el que se insistía en la necesidad de instaurar políticas liberales y privatizadoras. En esta línea, los gobiernos de los años noventa le restan peso a las políticas de negociación colectiva y apuntan a desmantelar el antiguo sistema de empresas públicas en beneficio de los capitales privados, siempre alegando inviabilidad financiera o malas gestiones.
Lo interesante del caso uruguayo es que esto encontró bastante oposición y no se llevó adelante con la virulencia de los países vecinos. En efecto, el Estado se “achicó” (aunque eso no supuso una reducción del gasto público) y dejó de cumplir algunas funciones sociales: privatización de los servicios públicos, desregulación de las relaciones laborales, apertura comercial y la reforma de la seguridad social. Como se ha señalado, para esta derecha el problema no es estrictamente el Estado (que debe ser fortalecido para encarar las reformas), sino fundamentalmente la política y sus históricas formas de tramitar el conflicto y alcanzar acuerdos.
La profunda crisis económica de finales de siglo XX y de inicios del XXI provocó la eclosión de esta modalidad de neoliberalismo y, entre otros factores, propició el inicio de una ola de gobiernos de izquierda en toda América Latina.
Consideraciones finales
Después de este recorrido que hemos hecho sobre el siglo XX o a través del siglo XX, podemos concluir lo siguiente: las derechas uruguayas se expresaron fundamentalmente mediante sectores de los Partidos Nacional y Colorado y experimentaron distintos intentos de fusión. También se dieron experiencias de derechas suprapartidaria, como el ruralismo y, por fuera de los partidos, como los movimientos anticomunistas de la Guerra fría. Es posible reconocer facciones de derecha en instituciones como la Iglesia católica, la policía, las fuerzas armadas y, como categoría de análisis, atraviesa clases y grupos sociales. Ha encontrado adhesiones y manifestaciones en clases altas, empresariado, clases medias urbanas y rurales, intelectuales y sectores populares, entre otros. Esta mirada general hacia el siglo pasado nos devuelve un campo integrado por diversas manifestaciones de derecha, que cubren la totalidad del espectro ideológico, de radicales a moderados, aunque parece haber estado hegemonizado por su versión de centro. En su valoración de la democracia sobresale un rasgo instrumental: a excepción de los pequeños grupos que rechazan doctrinariamente a la democracia representativa, el amplio universo de actores de derecha va variando sus posiciones respecto de esta forma de gobierno, con pragmatismo, en función de sus intereses de clase. En lo que refiere al empleo de la violencia, ostentaron posiciones que fueron desde la aceptación tolerante hasta la apología de la misma. Entonces, con distintos trajes, estridentes, discretas, según la coyuntura, las derechas uruguayas ha estado en todas partes y se han valido de un amplio repertorio de recursos para hacer oír su voz y para incidir en el rumbo de los acontecimientos. A través de este recorrido yo no intento arengar a favor de una antihistoria de la excepcionalidad del Uruguay, pero sí invitar a cambiar el ángulo de enfoque de manera más o menos consciente. Tengo la sensación de que, si conocemos mejor la parte, quizá podamos entender mejor el todo.
* Conferencia: “Vertientes, redes y proyectos de las derechas uruguayas en el siglo XX. Una mirada a la historia y la historiografía”, en el marco del Seminario Sobre las Derechas en México, impartida por Magdalena Broquetas, 10 de agosto de 2017, Dirección de Estudios Históricos, INAH, transcripción y semblanza de Mariana Morales.