Imaginarios norteños para descifrar al sur

ENVIADO POR EL EDITOR EL Jueves, 19/12/2024 - 12:48:00 PM

Pedro L. San Miguel, “Muchos Méxicos”. Imaginarios históricos sobre México en Estados Unidos, México, Instituto de Investigaciones Doctor José María Luis Mora, 2016.


Carlos San Juan Victoria*

 

Pedro San Miguel nos ofrece un libro imprescindible, fruto de su madurez y de una larga y prolífica trayectoria. Es un libro cuyo tema anunciado: las representaciones académicas, encierra otros asuntos de gran calado. Así, el asunto central de las representaciones estadounidense sobre México, creadas en el siglo XIX y XX, abre la puerta al fino análisis de otros problemas relevantes del oficio de historiar; por ejemplo, su apuesta por una historiografía concebida como actividad intelectual reflexiva, como tradición abierta a la pluralidad de autores y con paradigmas sembrada de paradojas. Un viaje por el mundo intelectual que moldeó al autor, y donde toma una posición clara a favor de la crítica como partera de muchas historias, muchas narrativas, donde se reconozca que el conocimiento va preñado de subjetividad.

 

A México y Latinoamérica, abiertos a las recepciones europeas, les resulta esencial reconstruir las miradas de su vecino continental, tan cercano, tan distinto y tan prolífico. San Miguel reconoce una tradición historiográfica estadounidense consistente la cual, desde su condición norteña y occidental, intenta capturar lo que a sus ojos es una condición extraña e incierta del sur continental. Como todas, es una tradición con sus autores y obras canónicas: Prescott como el padre fundador; Gibson, que planta su obra seminal, y una constelación amplia que les prosigue. Para esa tradición hay dos referentes geográficos y culturales que les abren la puerta al conocimiento y representación del subcontinente: México y el Caribe.

 

Los muchos Méxicos “made in USA”

En la tradición norteamericana de ver a México, éste funciona como un concepto, una llave semántica que abre el conocimiento de Latinoamérica. No designa una esencia inmutable, sino una condición histórica cambiante, un arco de campos semánticos donde, a la vez que se construye al otro, se afirman rasgos de la “identidad USA” según sus circunstancias históricas. En un extremo estarían las representaciones nacidas de la comparación de sus procesos históricos, ajenos a la norma propia, donde el otro es carencia; se fabrica así lo no occidental: primitivismo, salvajismo, barbarie, violencia, atraso. Y en el extremo opuesto, un campo semántico estadounidense que descubre en el Otro un espacio abierto a la Utopía, donde Occidente puede reparar sus limitaciones, excesos y errores (p. 289). Entre estos dos extremos, las representaciones sobre México desde el siglo XIX y a lo largo del siglo XX muestran entonces una variedad de imaginarios a veces opuestos y a veces empalmados.

 

a)

 

El marcado por el origen colonial, el monarca y su maquinaria administrativa, de justicia y de redención católica en el nuevo continente, un territorio sujeto a la expansión civilizadora y de dominación del Imperio con herencias coloniales de larga duración y que le sellan la piel a lo que sería México por siglos. Su clásico, Lesley Bird Simpson (p. 42).

b)

 

El énfasis en las culturas prehispánicas que Gibson recupera en sus estudios sobre los aztecas y tlaxcaltecas, con una variedad de dimensiones que los acreditan como sujetos hacedores de historia, en correspondencia con una atmósfera multidisciplinaria que exploraba a las sociedades mesoamericanas generadoras de su propia cultura (p. 46).

c)

 

México como nación insuficiente y con carencias con respeto al modelo estadounidense y de la Europa del norte: arcaica, incompleta, tumultuosa y pasional. De manera extrema, surge un México pétreo insensible al cambio y a la modernidad, ingobernable por volcánico, moldeado por los determinismos étnicos, culturales y geográficos. La idea de carencia o deformación respecto de la norma se amplifica con el surgimiento de la New Economic History y su canon de modernidad, o según recupera San Miguel, la “neurosis del modernismo” (p. 74), que con avanzados métodos econométricos rehace una historia lineal, evolutiva y normativa, escenario de una saga trágica del subdesarrollo que no puede “alcanzar” a los países desarrollados.

d)

 

El México que se abre a la modernidad, aunque sea de manera incierta e incompleta, donde la Revolución mexicana añade otra capa de sentido a sus representaciones de cara a las interrogantes del presente en el siglo XX. Así se le intentó comprender como un fenómeno acentuado de nacionalismo, muy incierto y amenazante primero, que después evolucionó hacia un nacionalismo conveniente que dio paso a la estabilidad de la frontera y el desarrollo de los negocios mutuos. Esta reconsideración se vio influida por el relativismo cultural de la antropología, que revaloró a la sociedad mexicana y a otras tantas no europeas. Hubo así una reducción del prejuicio étnico que anunciaba un cambio semántico acentuado.

e)

 

El México surgido de la radicalización académica e intelectual norteamericana de fines de los años cincuenta, los años sesenta y setenta; un viraje hacia el espacio abierto a la siembra de utopías irrealizables en los Estados Unidos de los trust, ya fracturada su gran tradición popular. Se reconstruye así la gesta popular mexicana y el surgimiento de imaginarios radicales, sujetos contestatarios y experiencias alternativas. “En los años sesenta, ciertos intelectuales se figuraron al campesinado como un sujeto épico” (p. 106), pero también se incluyeron a otros protagonistas sociales como los obreros. Destaca Womack y Paul Friedrich en el mundo agrario. Hart y Anderson en el campo obrero. La raza y la sociedad rural deja de ser sinónimo de arcaísmo. Sus luchas, síntoma de pasiones incontrolables, portan ahora redención, constituyen identidades subalternas y ayudar a comprender sistemas y estructuras sociales complejas. Su ejemplo es la narrativa de Reed en la Guerra de Castas en Yucatán, donde los mayas que aún preservan su identidad étnica fuerte, se sublevan, se vuelven actores de la historia. Coinciden para ello el relativismo cultural, el marxismo, la historia social británica y surge la antropohistoria (Paul Friedrich).

 

San Miguel sigue los pasos de John Womack, un populista sensible a la guerra de clases entre los banqueros y los granjeros en Oklahoma. Con él se acentúa el paso del sujeto productivo, el campesino, al sujeto inscrito en la cultura y su contexto histórico. Emerge la civilización propia, constituida por los vínculos entre el hombre y el territorio, la formación de identidades comunitarias, la relación con el pasado (legitimidad, protección, títulos, ancestros, experiencia que enriquece el presente, y un pasado que ilumina el futuro) (p. 281).

 

Así, la radicalización de parte de la academia norteamericana aporta otra capa de sentido. El concepto México cambia su significado. Womack influye en la formación de otro paradigma interpretativo, en el que el subalterno porta otros mundos de vida, no sólo distintos sino en ocasiones antagónicos e incluso alternativos a la modernidad capitalista.

 

La tradición histórica estadounidense

Los conceptos de historiografía, de tradición y de historia que pone sobre la mesa San Miguel distan mucho de constituir un escenario exclusivo para las mutuas descalificaciones, no tiene que ver con la ortodoxia que pelea una sola narrativa histórica y dispuesta a exterminar otras. A nuestro autor le atrae el fenómeno de las muchas narrativas que, vistas en conjunto, compartan un aire de familia junto a sus diferencias; de ahí que su noción de esos conceptos se basa en describir “campos de fuerza” que hacen posible y necesaria la convivencia, el intercambio y la disputa de varias narrativas a la vez. La tradición estadounidense que San Miguel reconstruye abraza planteamientos que pueden compartir un aire de familia, pero con tonos y voces discordantes: “La tradición intelectual es un campo de fuerzas” (p. 305). Allí caben sin problemas los rigores científicos a la Ranke, donde la crítica de las fuentes, la estima a un objetivismo que pretende acallar las pasiones y el apego a narrar “tal como fueron las cosas” pretenden garantizar una ciencia apegada a los hechos; pero también floreció Gibson, en quien el rigor objetivista se acompaña de una narrativa que condena los excesos del Imperio español y revalora las culturas indígenas; los excesos econométricos de la New Economic History no pueden evadir la meta narrativa de la modernización y su pareja desarrollo —subdesarrollo que jerarquiza culturas y naciones—; la radicalización de los sesenta y los setenta, que une el rigor metodológico para reconstruir sujetos sociales en su historicidad específica se insertan en metanarrativas en las que esos sujetos —obreros y campesinos—, al mismo tiempo que dolor, culturas y resistencias documentables, portan futuros de redención. La ciencia no acalla la crítica epistemológica y hermenéutica, ni puede inmunizarse hacia las pasiones e intereses y sus metanarrativas.

 

¿Cómo hace esta tradición para detonar una pluralidad de sentidos en su reconstrucción de los procesos históricos? Lo hace, nos dice San Miguel, mediante “palabras clave” que permiten colocar retazos del acontecer para fincar las interpretaciones. La palabra clave se convierte en un eje que sostiene narrativas, puede ser “la raza/etnia”, “la clase”, “la nación”, “la identidad”, “el pueblo”. Cada palabra clave, por ejemplo la “raza/etnia”, es un campo de fuerzas; lo mismo permite montar la idea de culturas y naciones petrificadas por el ancla de lo arcaico, como la formación de sujetos transformadores. Son palabras abiertas a la lucha ideológica, teórica, política, ética y epistemológica. Obviamente la historiografía resultante es otro campo de fuerzas. La tradición a la que alude San Miguel, como sus conceptos clave, no se inscribe en la tentación autoritaria y petrificadora de pensamientos excluyentes, sino en la crítica constante como garantía de pluralidad e innovación.

 

Nuestra época reflexiva

Hoy el trabajo intelectual pasa casi de manera obligada al diván del autoanálisis y del análisis social. No pretende esconder la subjetividad sino que más bien la expone. Se atreve a reflexionar sobre su inconsciente de pasiones, intereses, lenguajes, prejuicios e ideas petrificadas que ya no se cuestionan. Estamos en una época intensamente reflexiva, en la que San Miguel, de manera congruente, experimenta consigo mismo y, según su propio decir, encarna un emplazamiento geográfico que a la vez es un espacio cultural. El autor se formó en la historiografía norteamericana de estudios latinoamericanos, es de origen puertorriqueño y trabajó en instituciones mexicanas. Se reconoce con razón dentro de un territorio cultural construido en el siglo XIX y XX donde el norte mira al sur, pero a través de múltiples influencias, coincidencias, combinaciones, correspondencias y superposiciones con los saberes mexicanos y del Caribe. Es un territorio compartido que alberga una “comunidad discursiva en el campo de la historia” (p. 311); un espacio con múltiples discursos donde interactúan los saberes locales, nacionales y globales; conviven flujos de información y elaboración interpretativa producidos por los tres lados de ese triángulo, no sólo por el que concentra poderes, y, por tanto, también corren los prejuicios y las pasiones; un territorio donde se construye al Otro y se forman muchas identidades que se temen y se intentan comunicar, con fracturas de odio, pero también con intensos intercambios culturales.

 

Nuestro autor se planta en ese territorio y abraza su adscripción a la historiografía norteamericana en sus dos vertientes: la del este antiguo y la del oeste californiano, pero sin renunciar a sus otras dos raíces —mexicana y caribeña— ni a la crítica indispensable que permite explorar ese “campo de fuerzas”, y enuncia de manera plena esa condición paradójica, ese caminar por el filo de la navaja, que significa producir conocimientos cargados de subjetividad, “[...] que mis relatos tendrán implicaciones éticas, filosóficas y políticas”. No es poca cosa ahora que asistimos, en el campo de la historia y de las ciencias sociales, a una nueva ofensiva que intenta, una vez más, inocular la epistemología de las ciencias duras en las ciencias sociales, otro empuje cientificista a la Ranke. Por todo ello, bienvenido este libro imprescindible de Pedro San Miguel.

 

* Dirección de Estudios Históricos, INAH.