De la crónica al ícono

ENVIADO POR EL EDITOR EL Jueves, 09/01/2025 - 18:10:00 PM

De la crónica al ícono. La fotografía de la Revolución mexicana en la prensa ilustrada capitalina (1910-1940), de Marion Gautreau, México, INAH (Historia, Serie Logos), 2017.


Rosa Casanova*

 

El libro De la crónica al ícono tiene como hilo conductor la construcción de la memoria sobre la guerra civil a través de la decantación de un corpus iconográfico, tal como se muestra en algunas revistas ilustradas publicadas en la Ciudad de México entre 1910 y 1940.

 

Antes de analizar el texto, recordemos el trabajo que ha realizado la autora. En 2003 su tesis de maestría cuestionaba un símbolo: Agustín Víctor Casasola y su papel en la fotografía de la Revolución.[1] Así conocimos la seriedad de un trabajo que abrió nuevas perspectivas no sólo sobre el famoso Casasola, sino sobre la fotografía publicada en revistas ilustradas de la década de los diez durante los años de la lucha armada. Algo que no se había analizado en bloque, sino en algunas incursiones temáticas, autorales o a partir de un suceso específico, como las realizadas desde los años ochenta por varios autores: Aurelio de los Reyes, Flora Lara, Claudia Canales, Olivier Debroise, por citar algunos. La inminencia de las celebraciones bicentenarias fue propiciando una revisión de ese ente informe que era la fotografía de la Revolución y que resultó en estudios importantes como el de Miguel Ángel Berumen, quien contextualizó las imágenes de la Batalla de Ciudad Juárez y nos abrió un panorama sobre la fotografía en el Norte, que apenas conocíamos. A partir de entonces numerosos autores hemos seguido indagando aspectos específicos de ese periodo (Ariel Arnal, Rebeca Monroy, John Mraz, Alberto del Castillo, Samuel Villela, Daniel Escorza, Ignacio Gutiérrez Ruvalcaba, Ángel Miguel, Alfonso Morales, Laura González, Claudia Negrete, Gina Rodríguez, Mayra Mendoza, José Antonio Rodríguez, quien esto escribe, y un largo etcétera) y ese ente empezó a definir sus facciones, su cuerpo y hasta adquirió documentos de identidad.

 

Las revisiones historiográficas sobre este periodo, la expansión de las fronteras de la historia y el trabajo multidisciplinario han alimentado el análisis, al igual que el desarrollo de una práctica en torno a historiar la fotografía, ha redundado en una mayor comprensión del objeto de estudio, de los dispositivos de creación, del uso e interpretación de las imágenes. Todo ello ha dilatado el conjunto de los materiales relativos a lo que se ha llamado la gesta revolucionaria. Ahora la autora nos lleva más lejos: estudia la suerte que corrieron algunas de las fotografías del periodo, revisando cómo fueron publicadas (no necesariamente igual a la placa original) y en qué contexto, fundamentando su valor simbólico, lo cual significa sumergirse en las profundidades de la identidad mexicana posrevolucionaria vigente al menos hasta 1968, desechando preconcepciones y situando estrategias de construcción simbólica del Estado.

 

En su búsqueda por comprender por qué existe un conjunto reducido y repetido de fotografías de la Revolución cuando el corpus es tan dilatado, aún si “sólo” se reduce a las fotos publicadas, decidió indagar sobre la permanencia de éstas entre 1910 y 1940. Ello significó, nos dice la autora, un proceso de selección que simplifica la visión sobre la lucha armada y política y conlleva “la iconización de unas pocas imágenes”, que corre paralelo a la construcción hegemónica del discurso histórico oficial posrevolucionario. Su punto de partida es “un análisis de los usos de la fotografía, más que el estudio de lo que [éstas] muestran”.[2]

 

En la “Introducción” sitúa la publicación original de las imágenes entre 1910 y 1940, argumentando el arco temporal elegido y la selección de las revistas (El Mundo Ilustrado, La Semana Ilustrada, Revista de Revistas, La Ilustración Semanal, El Universal Ilustrado y Jueves de Excélsior). Describe la estructura de esta “prensa de entretenimiento y ocio” dirigida a un “público burgués, urbano y letrado”, para luego situar cada una de ellas en su público, intereses y orientación política. Revisa puntualmente cada una, y a partir de bases de datos elaborados a partir de su revisión puntual desarrolla análisis cuantitativos y cualitativos de las páginas seleccionadas. Establece su empeño por estudiar la puesta en página —donde el dibujo juega aún un papel destacado—, y la relación fundamental entre texto e imagen que guía la lectura de las fotos publicadas. Si bien, como señala la autora, es cierto que los archivos de estas publicaciones se han perdido, creo que es posible enriquecer aún más el análisis a partir de la información que proporcionan los directorios (generalmente incluyen director, editor y administrador) y los números de aniversario que hablan de los colaboradores (fotógrafos, escritores, fotograbadores, impresores), pues proporcionan pistas sobre las tendencias de estos medios. Por ejemplo, en 1910 cambia el propietario de El Mundo Ilustrado cuando Rafael Reyes Spíndola vende la revista al empresario José Luis Requena, gran aficionado de la fotografía, quien también financia La Semana Ilustrada, dirigida por Ernesto Chavero, hijo del ilustre historiador porfirista Alfredo Chavero. Por algún tiempo, en ambas colabora como director artístico José F. Elizondo, compositor y autor de teatro de revista como El país de la metralla.

 

En el primer capítulo estudia la manera en que las revistas tuvieron que enfrentar los acontecimientos de la segunda década del siglo XX, adecuando sus páginas y su manera de reportar la cotidianeidad a las nuevas situaciones y las exigencias de mentalidades trastocadas por la guerra, estableciendo redes de corresponsales y agencias o fotógrafos locales; proceso del que también siguieron de manera diferente los fotógrafos de prensa, que debieron usar sus pesadas cámaras para registrar eventos y sitios lejanos a las prácticas porfirianas. En ambos casos tuvieron que salirse de su zona de confort; no obstante, “la cobertura fotográfica es minuciosa y tiende a la exhaustividad dentro de las posibilidades que ofrecen las redes de corresponsales y agencia”.[3] Hace un seguimiento de estas mutaciones en el retrato, que en su opinión se acerca a la espontaneidad, sin dejar de considerar su dimensión simbólica. Serán la base para la recuperación de las efigies de los protagonistas reconocidos por el Estado y la historiografía entre 1920 y 1940. Señala “el surgimiento de tres nuevos temas fotográficos: la bola —es decir, el pueblo en armas asociado a la ruralidad—, las imágenes de la destrucción — en particular de las ciudades pero también de las vías de ferrocarril y de los trenes— y las imágenes del sufrimiento de los cuerpos, de los heridos y los cadáveres”[4] Establece la dificultad para realizar tomas de las acciones bélicas, por lo que la cámara se dirige a los momentos antes y después del combate que son los más frecuentes: los desplazamientos, la vida en los campamentos o la espera en los campos de futuras batallas. Un tema que ha interesado a autores contemporáneos que consideran que actualmente las acciones bélicas ya no impactan. El fotoperiodista Tim Hetherington, por ejemplo, concentró su interés en la vida diaria de soldados estadounidenses en Afganistán.[5]

 

Como ejemplos de la herencia porfirista están los registros de los actos de gobierno, aunque se modifican las poses y la apariencia física de los sujetos. Surge la figura del soldado, el “Juan” que representa a todos los que participan en la guerra, de uno u otro lado y de los cuales no queda el nombre o apellido. Muchas de estas imágenes son posadas porque el fotógrafo busca el atractivo visual, como la imagen del revolucionario Manuel Ramos, exhibida en 1911 y que ha sido estudiada por varios autores. Su contraparte es la soldadera, figura que proviene de la crónica decimonónica pero se vuelve de actualidad en estos años. Gautreau plantea que se establecen como símbolo de mexicanidad y los sitúa en la tradición de los llamados tipos populares, difundidos sobre todo con el trabajo fotográfico de Cruces y Campa, la firma estudiada por Patricia Massé. Propongo que habría que situarlos en el contexto del interés por las escenas de costumbres de las clases medias y bajas que poblaron las páginas de las revistas en el tardo porfiriato. Por fortuna, en el libro publicado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia se reproducen de manera digna 142 páginas de revistas, lo que permite seguir de cerca el discurso de la autora.

 

El segundo capítulo analiza los cambios en la formación de las revistas a partir de ejemplos concretos, estableciendo primero una serie de premisas metodológicas: el desfase temporal que es inherente a la prensa ilustrada que “la hace un lugar adecuado para la conmemoración y la rememoración” y la relación entre el texto y la imagen.[6] Aquí recurre a dos conceptos: el íconotexto usado por Peter Burke (una obra que combina elementos icónicos y textuales formando un todo indisoluble), para considerar la totalidad de la página, pues es allí donde se produce sentido.[7] El editor de la segunda década del siglo XX va concediendo un lugar protagónico a la imagen y los fotógrafos van adquiriendo un nuevo reconocimiento, si bien sólo 20% del corpus analizado presenta referencias al autor. El conocido caso de la Asociación de Fotógrafos de Prensa Metropolitanos, y su exposición presentada en diciembre de 1911 (estudiado por varios autores) le permite analizar el tipo de imágenes exhibidas, donde se observa una confusión entre la foto de prensa y la llamada artística, a la que todos aspiraban. Al revisar lo que se escribe sobre la fotografía de prensa la autora señala cuatro tipos de discurso: el que estima la primicia de la imagen, el que destaca la exclusividad sobre la imagen, el que asigna un valor histórico a la foto y el relacionado con “la belleza íconográfica”. Con las distancias del caso, podemos pensar que estos siguen vigentes hoy en el manejo de la fotografía de prensa. En cuanto al valor histórico, sería ventajoso reconducirlo a la vigencia que el discurso histórico adquirió con motivo de las celebraciones del Centenario de la Independencia, cuando se insistió sobre el sentido que en la historia del país tenían ciertas manifestaciones, acontecimientos y héroes; algo similar a lo que sucederá para el periodo 1920-1940 que la autora estudia en los siguientes capítulos.[8]

 

Recurre a Barthes para hablar de los procesos de connotación que ejemplifica con las fotografías de cadáveres.[9] Distingue dos objetivos de la prensa al publicar este género de fotos: el vínculo a sucesos particulares, especialmente a la Decena Trágica que hizo real la presencia de la guerra en la capital y la invasión estadounidense a Veracruz; éstos serán objeto de ejercicios conmemorativos en la prensa de los años 20 y 30. El otro objetivo es estigmatizar a los rebeldes, especialmente a los zapatistas, que rompían con el orden y la paz que promovía la prensa ilustrada. Concluye que la elección “no es publicar o no fotografías del conflicto, sino más bien seleccionar el tipo de imágenes que hay que publicar y definir el discurso visual en el que se insertan. Se trata de hacer malabarismos entre la finalidad de información y la finalidad de captación” del público siguiendo a Patrick Charadeau.[10] Con estos conceptos, estudia algunas de las soluciones de puesta en página de las diversas revistas —cada una con una fuerte identidad—, analizando las soluciones formales que aúnan foto, texto, leyendas (o pies de foto), ornamentos dibujados y títulos. Desde esta perspectiva destaca la construcción de relatos que logra El Mundo Ilustrado, aunque la búsqueda de soluciones formales innovadoras la ubica en La Ilustración Semanal, que elabora “relatos fotográficos”. Señala la “falta de linealidad en la construcción de los reportajes y en la disposición de las fotografías” que le parece aleatoria.[11] He propuesto que ello obedece a una cuestión práctica: la llegada de los materiales a la redacción, donde era necesario poner en página e ir imprimiendo para poder salir en tiempo.[12] Luego analiza el tipo de títulos y leyendas que se asignan a villistas y zapatistas, especialmente virulentos con los zapatistas, y que mutan según se modifican las alianzas políticas. Este aspecto incidirá sin duda en la revaloración que tendrá lugar en las décadas siguientes.

 

En el tercer y cuarto capítulo Gautreau enfrenta la cuestión que la llevó a revisar las revistas para situar el contexto en que se van acotando las fotos de la Revolución. Plantea tres interrogantes: ¿con qué discurso fueron publicadas entre 1921 y 1940?, ¿de qué manera la reutilización de las fotos modificó la imagen de la guerra? y ¿en qué medida perfilan el corpus vigente sobre la Revolución?[13] Para ello recurre al término iconización empleado por Andrea Noble (1998), que le permite hablar de procesos.[14] El interés de la prensa ilustrada y del discurso político se focaliza sobre ciertas fechas clave, para lo que se confronta con los discursos presidenciales y de los presidentes de la Cámara de Diputados, y los editoriales publicados en tres diarios (El Universal, Excélsior y La Prensa). Analiza la versión que los presidentes Carranza, Obregón, Calles y Cárdenas hacen de la historia revolucionaria y sigue los cambios sutiles o disruptivos del discurso de cada uno. Sitúa el cambio radical con el Calles de 1928, después del asesinato de Obregón, cuando plantea la unión de la familia revolucionaria para proseguir con los ideales de la Revolución, presentada ya como una unidad ideológica. Un tema que vale la pena desarrollar.

 

Sin embargo, Gautreau encuentra la ruptura en la prensa ilustrada hasta 1932, cuando aparecen 90 páginas sobre el tema, mientras en los diez años anteriores apenas hubo 20 páginas (de 1932 en adelante no será menor de 12 páginas al año). Da seguimiento a los relatos, testimonios o secciones de libros —que a veces se prolongan por varios números—, donde la foto y el texto raramente coinciden en objetivos, explicando tipologías temáticas y de diseño. Ubica los cinco personajes que encabezarán la memoria de la Revolución: Villa, Zapata, Madero, Carranza y Obregón, y explica las maneras y los discursos que los definen; sorpresivamente (al menos para mí), la figura predominante es la de Villa, a la que la autora dedica jugosas explicaciones. A estos personajes agrega las figuras anónimas y simbólicas del soldado, y su contraparte la soldadera, como símbolos del pueblo, que de esta manera adquiere un carácter heroico, sustentado en los títulos y pies de foto, pero sobre todo en los corridos.

 

Las fotos ejercen la función de autentificar visualmente los acontecimientos, por lo que éstos se vuelven verdaderos, como escribió Alejandro Castellanos.[15] Analiza también el manejo y las soluciones formales de los diversos medios, donde encuentra sobre todo yuxtaposiciones con un fin meramente ilustrativo y una asincronía entre lo que muestra la foto y que el narra el texto, algo sobre lo que John Mraz ha insistido.[16] Concluye que el peso primordial se le concede al texto y a partir de ello se buscan o reutilizan imágenes ya publicadas. “Privilegiar la anécdota y el testimonio en detrimento de una historia, a la vez visual y escrita […] favorece la emergencia de héroes y de acontecimientos clave”, sostiene la autora. Ante la necesidad de crear un discurso y una memoria fotográfica las revistas seleccionan fotos de fuerte contenido visual, con “una voluntad y de una capacidad de imponerle objetivos de lectura a su público”.[17] Se privilegia la conmemoración por encima del entendimiento de procesos y para ello suelen reimprimirse las imágenes que ya han adquirido significado mediante la repetición y sus cualidades visuales, sobre todo a través de retratos que se convierten en íconos de los héroes disímiles que fijan la memoria histórica. Con una riqueza de ejemplos, Gautreau nos muestra este universo decantado.

 

De manera significativa, el caso de la conmemoración del 20 de noviembre como fecha oficial del inicio de la Revolución presenta el problema de la ausencia de fotos, por lo que se recurre a otros acontecimientos de la lucha armada que sí pueden ser recordados con imágenes y que trazan la continuidad de la lucha, uno de los objetivos del discurso posrevolucionario. Es así como se rehabilitan las figuras de Flores Magón o Pascual Orozco, para ser incluidos en la gran familia revolucionaria en una operación de simplificación de las diversas etapas e ideologías. Aunque los casos más llamativos son los procesos de incorporación de Villa y Zapata al panteón nacional; Zapata encarna la “mexicanidad” visible en las prácticas artísticas de la época, mientras que a pesar de su popularidad mediática, Villa deberá esperar hasta 1965 para su reivindicación oficial. En cada uno de los casos la autora nos muestra el proceso de iconización tal como se desenvuelve en las revistas y la selección final de alguna fotografía, con base en factores que resume así: “debe simbolizar algo, un momento histórico, un principio ideológico, una representación de la mexicanidad, etcétera”.[18] Además, debe ser comprensible de inmediato y poseer fuerza. En este contexto recuerdo la pregunta que Claudia Canales lanzó en 2009: “¿es la visibilidad fotográfica una garantía de trascendencia y la invisibilidad una versión del olvido?”.[19]

 

Para concluir: el libro de Marion Gautreau, fincado en un aparato crítico amplio y una minuciosa investigación hemerográfica, brinda herramientas metodológicas y, sobre todo, un espléndido análisis visual de un proceso que aún tiene fuertes repercusiones en el imaginario mexicano: la conversión posrevolucionaria de la multiplicidad de reivindicaciones surgidas en la lucha armada en un discurso terso que omite las contradicciones y conduce directamente al partido oficial consolidado en esos años.

 

* Investigadora de la Dirección de Estudios Históricos, INAH.
[1] Marion Gautreau, Questionnement d’une symbole: Agustín Víctor Casasola, photographe de la Révolution, memoria DEA, tesis de Estudios latinoamericanos, Universidad de Paris IV-Sorbonne, 2003.
[2] Marion Gautreau, De la crónica al ícono. La fotografía de la Revolución mexicana en la prensa ilustrada capitalina (1910-1940), México, INAH, 2017, p. 32.
[3] Ibidem, p. 64.
[4] Ibidem, p. 51.
[5] Tim Hetherington, Infidel, Londres, Chris Boot, 2010.
[6] Marion Gautreau, op. cit, p. 135.
[7] Peter Burke, Visto y no visto. El uso de las imágenes como documento histórico, Barcelona, Crítica, 2001.
[8] Ya lo señaló Annick Lempérière, “Los dos centenarios de la independencia mexicana (1910- 1921): de la historia patria a la antropología cultural”, Historia Mexicana, vol. 45, núm. 2, octubre- diciembre de 1995.
[9] Roland Barthes, “El mensaje fotográfico”, en Lo obvio y lo obtuso, Barcelona, Paidós, 1986.
[10] Marion Gautreau, op. cit., p. 180 ; P. Charadeau, Les discours d’information médiatique. La construction du miroir social, París, Nathan, 1997.
[11] Marion Gautreau, op. cit., p. 204.
[12] Rosa Casanova, “Prácticas y estrategias de la información gráfica en el maderismo”, en R. Casanova (inv. y coord.), Francisco I. Madero. Entre imagen pública y acción política 1901-1913, México, Conaculta / INAH, 2012.  
[13] Marion Gautreau, op. cit., p. 223.
[14] Andrea Noble, “Zapatistas in Sanborns (1914). Women at the Bar”, History of Photography, vol. 22, núm. 4, invierno de 1998.
[15] Castellanos, “Las herencias del mito: fotografía e identidad en México, 1920-1940”, en G. Curiel, R. González Mello, y J. Gutiérrez Haces (coords.), Arte, historia e identidad en América: Visiones comparativas, México, UNAM-IIE, 1994, vol. 2, pp. 647-654.
[16] Lo ha hecho en varios textos, por ejemplo, John Mraz, México en sus imágenes, México, Artes de México / Conaculta / BUAP, 2014.
[17] Gautreau, op. cit., pp. 260 y 396.  
[18] Marion Gautreau, op. cit., p. 393.
[19] Claudia Canales, “La densa materia de la historia”, en M. A. Berumen (dir.), México: fotografía y revolución, México, Fundación Televisa, 2009.