Reflexiones para una historia de la protesta urbana. Santiago de Chile. 1940-1990
ENVIADO POR EL EDITOR EL Martes, 14/01/2025 - 17:32:00 PMViviana Bravo Vargas*
Resumen
El artículo analiza las protestas sociales en las calles de Santiago de Chile, en el periodo de 1940 a 1990. Las diversas formas de rebelión popular consistieron en bloquear avenidas, repartir panfletos, colocar barricadas e incendiar autobuses. Estas luchas tuvieron un sentido de confrontación ante las injusticias sufridas por el pueblo chileno. Al revisar las significaciones de las protestas, que fueron transmitiéndose a distintas generaciones, puede conocerse la ciudad y las transformaciones del espacio, dentro de estos procesos de construcción de la conciencia, memoria social y cultura política.
Palabras clave: protesta social, Santiago de Chile, rebelión, ciudad, cultura política.
Abstract
This article analyzes street protests in Santiago de Chile from 1940 to 1990. Diverse forms of popular rebellion included blocking major streets, distributing pamphlets, setting up barricades, and burning buses. These acts of confrontation were to protest the injustices suffered by the Chilean people. By analyzing the underlying meanings of the protests, transmitted from generation to generation, we can comprehend the city and its spatial transformations, between the construction of memory, social conscience, and political culture.
Keywords: social protests, Santiago de Chile, rebellion, city, political culture.
¿Existe una trayectoria de la protesta popular chilena? ¿Encontramos lazos de complicidad entre las luchas populares ocurridas en la ciudad de Santiago a lo largo del siglo XX? ¿Cómo explicamos, por ejemplo, que una sociedad supuestamente despolitizada y puesta bajo férreo control durante la dictadura militar del general Pinochet encabezase un ciclo de rebelión popular con importantes grados de enfrentamiento en la década de 1980? Los sujetos que protagonizaron esas protestas, ¿dónde aprendieron los modos y las formas en que se manifestó la lucha callejera? ¿Cómo se eligieron las calles para marchar? ¿De dónde emanó la idea de lanzar panfletos en ciertas avenidas, bloquear esquinas con barricadas, incendiar microbuses?
Desde esta perspectiva, las protestas son herederas de una experiencia más larga de lucha social; de un ciclo construido a lo largo del siglo XX; de un ethos colectivo con raíces históricas, construido y rearmado en larga travesía por frenar los embates del capital. Como ha señalado el historiador Adolfo Gilly, se trata de: “aquellos modos de hacer y de sublevarse que se repiten y renuevan a través de los tiempos [...] una genealogía trasmitida por generaciones sucesivas como experiencia y como herencia inmaterial: sentimientos, maneras de estar juntos, imaginaciones, costumbres, mundos de la vida”.[1]
Es la historia que ha sido camuflada bajo el manto de tranquilidad, orden e institucional camaradería que nuclearía a la sociedad chilena y que sólo podemos abordar a través de una explicación que trascienda la concepción limitada de democracia y del quehacer político como práctica institucional. Más allá del cálculo instrumental y la acción racional de un sujeto previamente constituido que actúa sobre regularidades conocidas, la politicidad de las calles se ha manifestado históricamente en su doble sentido y realidad: como formas de experiencias colectivas que inciden sobre la sociedad y, a la vez, como expresión de sujetos colectivos construidos históricamente por esa politización.[2]
Bajo estas orientaciones esbozaremos algunos apuntes de investigación con los que buscamos aportar al conocimiento de la historia política y social chilena, desde los espacios de socialización y la cultura política que se construye en sus confrontaciones y disputas callejeras. Es importante aclarar que los problemas que trataremos son parte de una investigación en curso que propone reconstruir la historia de las principales jornadas de protesta popular acontecidas entre 1940 y 1990 en la ciudad de Santiago. Se hace énfasis en la participación e identidad de sus protagonistas, en las modalidades que adquiere la confrontación urbana, y en las particularidades objetivas y estructurales que permite visibilizar, mismas que posteriormente se extenderán a otras ciudades latinoamericanas, entre ellas la Ciudad de México, Bogotá o Buenos Aires.
II
Desde la segunda mitad del siglo pasado, según ha planteado el historiador Armando de Ramón, la ciudad de Santiago de Chile fue testigo de revueltas tan periódicas que habrían causado un mayor número de muertos y lesionados que los terremotos e inundaciones que atestiguó ese siglo.[3] La historia de la ciudad, “cepillada a contrapelo”, revela cómo leyes e iniciativas de bienestar social fueron sembradas por el sufrimiento y la rebeldía de cientos de miles, y cómo los sectores populares se articularon políticamente para expandir o imponer sus derechos, frenar la explotación y desafiar al mando con la defensa de otro proyecto de vida. Todos ellos elementos presentes en su cultura política.
En efecto, podemos remontarnos a 1888 y encontrarla en el motín por el alza del precio de los tranvías; en la sangrienta “semana roja” de octubre de 1905, cuando a raíz de una concentración para protestar por el alza de la carne —derivada del impuesto al ganado argentino— se desató “una de las “asonadas” más violentas que hasta entonces había conocido la ciudad: “Santiago vivió días muy terribles [...] Grupos de obreros, turbas de los arrabales, gente venida desde las comunas rurales vecinas a Santiago desfilaban agresivamente gritando consignas contra ‘los bribones del Congreso’ y contra ‘los vampiros del pueblo’”.[4]
Las fuentes señalan que en esos tres días hubo alrededor de 250 muertos, millonarios destrozos al alumbrado público y 149 asaltos a locales comerciales, entre almacenes, bancos, panaderías y cantinas.
Estuvo presente en los “mítines del hambre” organizados por la Asamblea Obrera de la Alimentación Nacional en noviembre de 1918, y febrero y agosto de 1919; en los desfiles y manifestaciones de julio de 1931, que derrocaron la dictadura de Carlos Ibañez del Campo, y en la masacre del Seguro Obrero en septiembre de 1938. Incluso podemos remontarnos a enero de 1946, cuando la Confederación de Trabajadores de Chile, apoyada por el Partido Comunista (PC), convocó a una concentración pública en la Plaza Bulnes, ubicada en pleno centro administrativo, para protestar contra el gobierno por suprimir la personalidad jurídica de algunos sindicatos salitreros en huelga. Según fuentes oficiales, en la Plaza Bulnes hubo más de 80 heridos y seis muertos; entre ellos estaba la joven de 18 años Ramona Parra, en cuyo homenaje las juventudes comunistas formaron una reconocida brigada muralista, que cubrió con su estética y colores las paredes urbanas de las décadas siguientes.
Tres años más tarde, en agosto de 1949, la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH) convocó a protestar en el centro de la ciudad contra al alza de los pasajes de la locomoción colectiva. Durante los días 16 y 17 se registraron confrontaciones, marchas y destrozos, que según los estudiantes sobrepasaron los objetivos de su convocatoria: “algunas turbas apedrearon, volcaron e incendiaron buses, garitas y hasta gasolineras, motivando una fuerte reacción de las autoridades”.[5] La asonada fue conocida como “La revuelta de la chaucha” en alusión a los veinte centavos (chaucha) que subiría el transporte. Las fuerzas armadas resguardaron el centro de Santiago y reprimieron los disturbios, con un saldo de tres muertos, varios heridos y más de doscientos detenidos.
A pesar de ello las movilizaciones no se detuvieron. Hubo huelgas en distintas zonas del país y se decretó zona de emergencia en siete provincias, lo que implicaba la militarización de la administración pública durante su vigencia.[6] Se reportaron numerosas detenciones de obreros, dirigentes y funcionarios públicos por violar la prohibición de reunión, incitar a la huelga y otras actividades proscritas.
Por su parte, el clima social en que irrumpieron las jornadas del 2 y 3 de abril de 1957 se puede resumir en fuerte malestar social, marginalidad y pobreza, una situación que venía empeorando desde la década de 1940. Problemas salariales, incumplimiento de leyes laborales y cesantía aquejaban al mundo obrero. El oleaje de industrialización y sus promesas de empleo había arrojado a miles de familias a los cordones de miseria que rodeaban la ciudad. Los problemas de vivienda, educación y salud eran graves. Las “políticas de rectificación” que instauró el segundo gobierno de Carlos Ibáñez del Campo empeoraron las cosas.
De nueva cuenta, la gota que rebasó el vaso fue el alza en las tarifas de transporte público. El 2 de abril, la manifestación convocada por la FECH marcó el clímax de la revuelta: no se trataba solo de estudiantes, sino que 20 mil personas marcharon desde distintos puntos de la periferia hacia el centro de la ciudad: “los grupos que eran disueltos por la acción policial en un lugar, rápidamente se recomponían en otro. Numerosos vehículos de la locomoción colectiva sufrieron apedreamientos e importantes daños: Igualmente, algunas garitas de semáforos fueron destruidas. Otros vehículos particulares fueron atravesados en calle Ahumada, a modo de barricadas”. Llegó un punto en que la fuerza policial se vio sobrepasada y debió buscar refugio en sus cuarteles.[7]
El saldo fue de 18 muertos, 500 heridos y cerca de cien detenidos. Los destrozos fueron calculados en mil millones de pesos. Después del revuelo, las declaraciones y medidas de disciplinamiento posteriores, la ciudad volvió lentamente a la normalidad. Al menos en apariencia, porque en los canales subterráneos ya existía una grieta, una rasgadura en el tiempo homogéneo del orden y un desafío a sus límites. En realidad, ni la ciudad ni los que allí estuvieron eran los mismos. Tanto en los individuos como en la historia los tiempos, todas esas múltiples formas del transcurrir, no se pierden pero tampoco se ganan, simplemente quedan ahí como sedimento, como experiencia que alguna otra generación retomará con el sentido y los nuevos desafíos generados por su propio tiempo, necesidades, preguntas.
Durante la dictadura del general Augusto Pinochet, entre mayo de 1983 y octubre de 1987 se desarrolló un ciclo de rebelión —con distintos ritmos y etapas— conocido como las Jornadas Nacionales de Protesta, donde las tradicionales formas de resistencia político-social (motines urbanos) se resignificaron con nuevas formas de lucha, que mezclaron en su estructura interna la indignación y autonomía de las masas con el tejido social construido por las organizaciones político-sociales de raíz popular a lo largo de su historia. Desde un principio las jornadas sorprendieron por su carácter masivo, su coordinación y el amplio repertorio de formas de acción, lo cual permitió a cada uno de los y las manifestantes sumarse desde sus posibilidades y anhelos sin los compromisos orgánicos e institucionalizados de antaño, marcando un antes y un después en la lucha contra el régimen militar.[8] Fueron “la seguidilla más nutrida de revueltas populares de toda la historia de Chile”, aseguró el historiador Gabriel Salazar.[9] “Lo que no lograba el llamado a paro, ni las interpelaciones de los partidos políticos, lo logra la “protesta nacional”, señalaron por su parte De la Maza y Garcés.[10]
III
La ciudad es un texto susceptible de reconocerse por sus signos. Sus formas hablan, guardan historias y discursos, despliegan prácticas y sentidos, dejan registro espacial de las contradicciones de una estructura social. “Todas las obras desembocan en la significación”, observaba Octavio Paz en una carta lírica dedicada a desentrañar las diversas formas que adquiere la relación entre lo humano y la materia con la que se relaciona.[11] La ciudad tiene símbolos opresores y liberadores. Está colmada de mensajes y propaganda, tiene estatuas, bustos, emblemas, mediaciones que son historia. Todo sucede ahí por algo, sus áreas verdes, los edificios, los nombres, los recorridos del transporte, las amplias avenidas que conducen o abrazan al palacio presidencial, los pasajes polvorientos que dibujan la periferia, un centro administrativo que da órdenes en voz alta y la lejana cumbre residencial auto-segregada.
El sentido de la ocupación de la ciudad está diseñado según los pasos cotidianos en su retórica del andar, pero también por estos momentos de irrupción, de intervención en el orden y ordenamiento.[12] Lugares de encuentro y reencuentro, de memoria y de futuro. Complicidades populares que rompen con los disciplinamientos sonoros, visuales, espaciales.
Llevemos estas reflexiones hacia el entorno que aquí nos ocupa. Ciertamente no es lo mismo el Santiago de la Unidad Popular que el del golpe de Estado, a pesar que su sistema urbanístico es aparentemente el mismo. Lo que lo hace distinto son las significaciones que animan la organización de su vida: sus prohibiciones y admisiones, pero también las formas de resistirlo, darle la vuelta, sorprenderle en sus resquicios y espacios vacíos.
Recordemos la fiesta por el triunfo de Allende, recordemos a la gente llegando desde la periferia y los campos cercanos, venían apiñados en camiones, venían en carretas y a pie a celebrar y a escuchar al compañero presidente hablar bajo los balcones de la FECH, un lugar con fuerte carga simbólica en las luchas históricas del país:
“¡Qué extraordinariamente significativo es que pueda yo dirigirme al pueblo de Chile y al pueblo de Santiago desde la Federación de Estudiantes!”, dijo Allende en la madrugada del 5 de septiembre de 1970, ante miles de personas. Los testimonios se detienen en la magia de ese instante, esa noche madrugadora en que la historia se dio vuelta y los pobres, los que siempre perdían, festejaron su triunfo y su entrada en La Moneda entre sobrios edificios.
En otro septiembre, en medio de la ocupación militar de la ciudad, auguró el presidente al despedirse: “De nuevo se abrirán las grandes Alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”. Allende simbolizaba la persistencia histórica por la democratización de la sociedad en la apertura de la avenida principal que cruza y une el centro administrativo chileno con el Santiago periférico. Y en efecto, “las grandes Alamedas” vieron y ven correr y dispersarse a miles de manifestantes durante las jornadas de protesta hasta nuestros días.
En esos espacios de confrontación urbana proponemos analizar la construcción de sujetos y organizaciones, no como algo previamente constituido, sino como sujetos políticos que se configuran en esos procesos de lucha —siguiendo la propuesta de E.P. Thompson—.[13] La apuesta es seguir las trayectorias de lucha callejera que, quizás sin resultados visibles a corto o mediano plazo, van nutriendo una cultura política, con sus propias lógicas y tiempos. Y nos permiten desentrañar cómo el poder se las ingenia para contraer el espacio público con sus dispositivos persuasivos y represivos, y cómo desde abajo y desde adentro las clases populares se las ingenian para ampliar y ensanchar los espacios y democratizar la sociedad.
En efecto, marchas y concentraciones, que sirven a los subalternos como medios de comunicación, se realizaron en determinados espacios estratégicos.[14] Los panfletos fueron lanzados en avenidas y esquinas claves para ser recogidos y leídos. Los muros fueron rayados para ser vistos. El momento, la hora, el espacio; el ritmo y energía, todo eso confluía. Se escogen ciertas calles, se rechazan otras. Unas tienen nombres propios, otras fechas, algunas no tienen firma pero todas se jerarquizan y conforman trayectorias según su capacidad para significar. En las calles quedaron las marcas y memorias donde cayeron los muertos, dolorosas rutas fúnebres y sus romerías al cementerio.
En la ciudad, “el orden lejano se proyecta en el orden próximo”; así, por ejemplo, en el Santiago de la década de 1980, en plena dictadura militar, la diseminación del control y disciplinamiento se proyectaba en las comisarías de los barrios y la presencia de diversos organismos de seguridad policial local; incluso las oficinas de bomberos, los talleres de mujeres patrocinados por la primera dama y las casetas de los Programas Transitorios de Empleo, creados para absorber los altos índices de cesantía; incluso las iglesias mormonas y todas las instituciones cuya ideología religiosa, política y policial era percibida como pinochetista, fueron atacadas en días precisos variando —según las posibilidades y motivaciones de los protestantes— entre el incendio, destrucción, saqueo o lapidación de sus edificios.
Es pertinente insistir en que las protestas no son solamente acción instrumental, sino también expresión simbólica, un territorio de lucha que habla con lenguaje espeso. A la hora de disputar los límites, esquinas y edificios emblemáticos en la historia republicana capitalina, revitalizaron y actualizaron su herencia simbólica con el sentido de su ocupación. En distintos momentos del siglo, la lucha callejera se desplegará entre La Plaza de Armas y la Catedral; los contornos de la plaza San Francisco y su Iglesia. Las peregrinaciones y encuentros fugaces por distintos puntos de la Alameda serán recurrentes; escucharemos las batidas de palmas y gritos que resonaron en la complicidad acústica de los edificios del Paseo Ahumada; los repliegues y carreras veloces por el contorno del río Mapocho. Veremos a jóvenes estudiantes secundarios intentando reunirse en la Biblioteca Nacional y a universitarios marcando la protesta en los frontis de sus establecimientos.
En dichos procesos de confrontación se fueron desarrollando diversas tradiciones de lucha. Para definirlas, traeremos aquí el concepto de tradición tal como propone Raymond Williams; es decir, la entenderemos como una fuerza activamente configurativa que moldea el presente desde atrás. Un planteamiento relacionado más con las articulaciones y significados de lo que se transmite, dentro de un conjunto de prácticas, que con las “repeticiones” de viejas formas en escenarios nuevos.[15] Cuestión que resulta “poderosamente operativo en el proceso de definición e identificación cultural y social”.
Dentro de estas tradiciones se (re)crean y legitiman diversas formas de lucha. Ello nos permite detenernos en los métodos —físicos y simbólicos— y estrategias de confrontación social que se desarrollaron históricamente en el proceso de lucha de clases. En este punto habría que hacer al menos dos aclaraciones. Primero, no observamos una forma de lucha exclusiva o inherente a una tradición política, sino tantas como los sectores involucrados estimen pertinentes en el momento histórico dado. Puede haber formas protagónicas, indudablemente, pero dicho protagonismo y su impacto público también están abiertos a transformarse, en cuanto que las formas de lucha surgen y se popularizan durante el proceso de confrontación, organización y conciencia. Segundo, es importante deshacernos de los términos dicotómicos que enclaustran a la realidad social, especialmente en el análisis del conflicto (pacífico vs violento). Nos encontramos con formas de lucha previamente planificadas que derivaron en iniciativas espontáneas al ser recibidas y luchas pacíficas que, al calor de los hechos, dieron un giro violento.
Otro elemento a considerar es la subversión de los regímenes de disciplinamiento social y espacial que implican los procesos que hemos mencionado. En este sentido, las protestas reinstauraron la convivencia social a partir de una ruptura radical —en unos casos, difusa, en otros, intermitente— del tipo de realidad que prevalece en la rutina básica de lo cotidiano. A través de lo que Bolívar Echeverría llama “puesta en práctica de lo político”, alteraron el día y la noche.[16] Rompieron la rutina, el apaciguamiento, el hastío, la presión de la vida cotidiana. Se abrieron los horizontes de posibilidades: las fogatas iluminaron la oscuridad y congregaron solidaridades, las marchas interrumpieron el ordenamiento espacial y permitió a hombres y mujeres reconocerse entre otros muchos. Se escucharon voces que interrumpieron el ordenamiento sonoro, los viandazos rompieron el tiempo del trabajo; rayados, panfletos y publicaciones desafiaron la censura y la autocensura.
Con muchas páginas y aclaraciones en el tintero, esta breve travesía debe cerrar aquí. Pero no sin antes constatar dos retos metodológicos futuros: por una parte, los puntos aquí expuestos constituyen pilares para soportar una historia dirigida a captar, en un amplio periodo, las continuidades, herencias y rupturas de las estrategias de la protesta popular, en un diálogo constante con la evolución de los mecanismos de censura, los dispositivos de represión y diversas tácticas de dominio que ensaya el poder político. Por otro lado, muestra un camino de inquietudes y apuestas que permiten trazar una historia comparada y a la vez cruzada de la protesta social latinoamericana que visualice la transmisión regional de los saberes que se elaboran en la lucha de calles, la circulación de textos, el internacionalismo, la constitución de redes y comunicación de experiencias, entre otras. El éxito de esta propuesta dependerá, en gran medida, de hacer converger la historia oral y el trabajo minucioso en archivos que responden, muchas veces, a la lógica de un poder empeñado en borrar y entrampar el acceso a los recorridos disidentes.
* Departamento de Historia, Universidad de Santiago de Chile. Este texto es parte del proyecto FONDECYT N°3160354, titulado, “Lucha de calles: voces y trayectorias de la protesta social en Santiago de Chile, 1946-1969”.
[1] Adolfo Gilly, “El Águila y el Sol. Genealogía de la rebelión. Política de la revolución”, en La Jornada, México, 20 noviembre 2010”, http://www.jornada.unam.mx/2010/11/20/opinion/004a1p” (consultado 30 de enero de 2017).
[2] Norbert Lechner, “Especificando la política”, en Juan Enrique Vega (coord.), Teoría y política en América Latina, México, CIDE, 1983.
[3] Armando de Ramón, Santiago de Chile. Historia de una sociedad urbana, Santiago, Catalonia, 2007.
[4] Ibidem, p. 194.
[5] Ibidem, p. 260.
[6] Elizabeth Lira y Brian Loveman, Poder Judicial y conflictos políticos. (Chile 1925-1958), Santiago, LOM, 2014, p. 542.
[7] Pedro Milos, Historia y memoria. 2 de abril de 1957, Santiago, LOM, 2007, p. 99.
[8] Viviana Bravo Vargas, “La voz de los 80´: protesta popular y neoliberalismo en América Latina. El caso de la resistencia subalterna en Chile (1983-1997)”, tesis de doctorado en Estudios Latinoamericanos, México, UNAM, 2012.
[9] Gabriel Salazar, La violencia política popular en “Las Grandes Alamedas”, en La violencia en Chile 1947-1987 (Una perspectiva histórico popular), Santiago, LOM, 2006.
[10] Gonzalo de la Maza y Mario Garcés, La explosión de las mayorías. Protesta Nacional 1983- 1984. Santiago, ECO, 1985.
[11] Octavio Paz, “Poesía y poema”, en Las palabras y los días. Una antología introductoria, México, FCE, 2008, p. 112.
[12] Michel de Certeau, La invención de lo cotidiano. Vol.1. Artes de hacer, México, Universidad Iberoamericana, 1996.
[13] E.P. Thompson, La formación de la clase obrera en Inglaterra, t. I, Barcelona, Crítica, 1989.
[14] Carlos Monsiváis, El 68, La tradición de la resistencia, México, ERA, 2008.
[15] Raymond Williams, Marxismo y literatura, Buenos Aires, Las Cuarenta, 2009.
[16] Bolívar Echeverría, Valor de uso y utopía, México, Siglo XXI, 1998.