El grupo Hiperión y la reconstrucción de la dominación racista en México
ENVIADO POR EL EDITOR EL Jueves, 16/01/2025 - 13:22:00 PMAna Santos Ruiz, Los hijos de los dioses, el grupo Hiperión y la filosofía de lo mexicano, México, Bonilla Artigas Editores, 2015.
Carlos San Juan Victoria*
El libro de Ana Santos Ruiz revela la entraña íntima de una asociación singular entre poder y saber ocurrida entre 1947 y 1952, cuando el mundo de la cultura se profesionalizaba y una nueva generación de licenciados llegaba a la Presidencia de la República, hasta entonces un espacio exclusivo para generales. En un arduo trabajo que rehízo las mediaciones y los encuentros, Ana Santos reconstruye una historia iluminadora sobre los lazos entre saber y poder cuando el viraje restaurador de la dominación durante el sexenio de Miguel Alemán se vistió con las galas ilustradas del autoconocimiento que observa lo cotidiano y la "búsqueda de lo propio".
Con esta sólida obra, merecedora del premio INAH 2103 “Francisco Javier Clavijero” a la mejor tesis de maestría en historia, Ana Santos Ruiz reconstruyó el clima cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y su plaza humanista de Mascarones, sede de la Facultad de Filosofía y Letras, para contar la historia de un grupo de jóvenes filósofos: Emilio Uranga, Jorge Portilla, Luis Villoro, Joaquín Sánchez Macgrégor, Ricardo Guerra; la de dos abogados, Reyes Nevares y Fausto Vega, y la de su maestro, asociado y protector, Leopoldo Zea. La autora expone que no se trató de un grupo homogéneo; distingue las posiciones más entregadas a una convergencia entre saber y poder —Reyes Nevares, Leopoldo Zea y Emilio Uranga— de las que se desprendieron de manera muy crítica —Sánchez Macgrégor— y de aquellas que sólo coincidieron en el plano teórico —Luis Villoro y Ricardo Guerra—. De manera paralela, la autora nos guía a otro mundo en reconfiguración, el de la política y las ideologías: el gobierno de Alemán (1946-1952) reiteraba una "tercera vía" mexicana, ni capitalista ni socialista, sino propia, nacionalista, guiada por la "doctrina de la mexicanidad". El reto del libro consiste en mostrar la compleja urdimbre que se tejió entre el ejercicio intelectual del grupo Hiperión y la nueva ideología del poder, el vínculo entre la filosofía de lo mexicano y la ideología de la mexicanidad.
El inicio de la historia
El 7 de febrero de 1947 se realizó en Bellas Artes la ceremonia de inauguración de los cursos de la UNAM. Ahí, el procurador de la República y docente universitario, Francisco González de la Vega, definió que la tarea de la universidad era coadyuvar a la obra de recuperación y salvación nacional convocada por el nuevo presidente, presente en el acto, "mediante la realización de lo auténticamente mexicano".[1] Exponía ante un público culto una "doctrina de la mexicanidad" que Miguel Alemán anunció desde su designación como candidato a la presidencia: “En estos momentos de prueba que la posguerra forzosamente nos acarreará, no debemos esperar que venga de fuera la salvación, ni ir afuera a buscarla, sino que debe bastarnos, y nos bastará, cobrar conciencia de la situación y responder a ella con determinación generosa” (p. 248).
Un joven profesor de la Facultad de Filosofía y Letras, Leopoldo Zea, consideró que era el momento para cristalizar un pensamiento propio orientado al auto conocimiento, “la autognosis”. Con el alemanismo vendría una reconciliación e incorporación de la universidad a las tareas de gobierno: a la vez que se fomentaba a la institución, se incorporaba a las oficinas de gobierno a muchos profesores y se compartía con ellos una atmósfera común de elites políticas y culturales —de clase media— con familias conservadoras, obsesionadas con el orden establecido y el desarrollo.
El libro de Ana Santos Ruiz realiza una radiografía de ese enlace entre el Ejecutivo y nuestra máxima casa de estudios, que, como torre de marfil institucional, se mantuvo recelosa de revoluciones, generales, cambios constitucionales y poblaciones insurrectas. Fue correspondida en parecidos términos por los gobernantes, aunque varios de sus más prestigiados miembros se tiraron de cabeza a la nueva aventura política, como Vasconcelos. Sin embargo, la UNAM se insertó en el torbellino de transformaciones de la posguerra que iban en sentido contrario al impulsado por el cardenismo.
Una mirada de conjunto
En tres secciones, Ana Santos dibujó el mapa del laberinto interior que comunica al saber y al poder. En la primera sección reconstruyó con abundantes materiales hemerográficos la formación del grupo intelectual creado por esos jóvenes filósofos que rondaban entre los 20 y 25 años, con excepción del profesor Leopoldo Zea, de 29 años. Se autonombraron Hiperión, el que "mira desde arriba", titán hijo de los dioses Gea y Urano. Dice la autora: "Buscaban tender un puente entre la filosofía, 'las etéreas ideas', y la realidad, 'sustancia concreta', tal y como opinaban sus maestros Gaos y Zea" (p. 18). En ese momento de la posguerra —cuando se desmembraban los imperios europeos y japonés, Europa misma estaba desgarrada y en el mundo surgía un nuevo mapa político de repúblicas— había condiciones propicias para realizar un viraje a fondo en el sentido del pensar; en lugar de las aceptación local de los universales hegemónicos ahora estropeados por el salvajismo de la guerra, intentar el camino inverso, reformularlos desde la circunstancia concreta y local. El autoconocimiento como una vía hacia lo universal. Con ello se iniciaba una crítica primera al "eurocentrismo" y, a la par, se retomaba una reflexión sobre lo "propio" que hundía sus raíces en el siglo XIX pero que ahora podría pensarse como materia central de una filosofía original, mexicana y americana.
Ana Santos subraya el papel de la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL) de Mascarones como un espacio de encuentro de diversos personajes y corrientes culturales. Estaba vivo el influjo de luminarias como Antonio Caso y José Vasconcelos; de la generación del Ateneo, con una densa historia personal de quehacer intelectual y político; así como del innovador magisterio de José Gaos y Eduardo Nicol, entre otros transterrados; mientras su director era nada menos que uno de los pioneros en llevar al diván psicoanalítico a ese "mexicano": Samuel Ramos en su libro El perfil del hombre y la cultura en México. Un espacio de encuentro privilegiado donde se enlazaban al menos tres tramas de reflexión: una, la tradición intelectual que acompañó a la creación de las repúblicas del siglo XIX y heredadas a un siglo XX conmovido por la Revolución, y que imaginó fórmulas de identidad y de integración para cumplir el requisito de homogeneidad de los modelos hegemónicos de Estado-nación, junto con un cúmulo de prejuicios sobre el pueblo considerado poco apto para adaptarse al progreso o a la modernidad; otra, las preguntas sobre "lo propio" que desató la Revolución Mexicana y animaron las búsquedas de caminos no imitativos, sino fundados en su propia médula e historia; y finalmente las influencias españolas, francesas y alemanas que intentaban encontrar nuevos sentidos para el existir después de la catástrofe bélica y de las crisis y desarticulaciones estatales que sufrió Europa. Fue en ese caldo nutricio en el que se formó el grupo Hiperión y buscó apropiarse de la última moda filosófica del momento —la fenomenología alemana y su derivación francesa, el existencialismo— para sondear las fragilidades del carácter de un ser abstracto, el "mexicano", personaje peculiar forjado por una larga tradición intelectual que hundía sus raíces en el siglo XIX y que adquirió particular importancia para el nuevo régimen de la Revolución Mexicana.
En la segunda parte se hacen manifiestas las maneras en que ese grupo de jóvenes filósofos logró posicionarse en su medio académico, a través de una miscelánea de iniciativas propias y de buenas relaciones con los cuadros directivos universitarios e infraestructuras institucionales puestas a su servicio; lo cual les permitió en un corto plazo —de 1949 a 1952— colocar la "filosofía de lo mexicano" en el centro del debate académico. Destaca ahí el propósito del grupo Hiperión para auto nombrarse como el último eslabón de una larga trayectoria de pensadores que arrancó desde el siglo XIX y atravesó siglos y regímenes políticos diversos, empeñados en edificar una identidad para la naciente República Mexicana. Ellos dieron pie a una peculiar vanguardia que no rompía con el pasado sino que preservó esa tradición y se enlazó en paz con la generación anterior: la de Antonio Caso, Vasconcelos y, más adelante, Samuel Ramos. En sus manos, la filosofía crítica de Husserl, Heidegger y Sartre, que rompía con las maneras de pensar y los propósitos de sus predecesores, era un instrumento para unificar el legado previo. Para entonces el discurso político, la prensa y la radio difundían a escala masiva la nueva doctrina oficial, ya no socialista ni sólo de unidad nacional, sino de la "mexicanidad"; por lo tanto, desde su primer ciclo de conferencias, en octubre y noviembre de 1949, intitulada “¿Qué es el mexicano?”, el grupo contó con la promoción de la FFyL y la participación de su director, logrando un efecto público —según el testimonio de una periodista— semejante al de la famosa presentación de El ser y la nada en una sala abarrotada:
En estos días se han visto tapizadas las calles de nuestra ciudad con carteles anunciando una serie de conferencias que han llamado la atención por lo inusitadas. “¿Qué es el mexicano?” es el tema general de las mismas. El interés que ha despertado se ha hecho patente en el número de personas que a ellas han asistido hasta hacer insuficiente la sala en que se han ofrecido (p. 27).
Entre 1950 y 1952, se desarrollaron diversos eventos: conferencias, congresos y cursos de invierno, además del apoyo de la Editorial Porrúa para editar la colección “México y lo mexicano”; sin embargo, su mayor logro fue la creación del Centro de Estudios sobre lo Mexicano y sus Problemas en la Facultad de Filosofía y Letras, donde se propuso debatir los problemas del país con muy diversos especialistas, a fin de que "la palabra de los académicos contara políticamente” en una coyuntura de abierta sucesión presidencial, mientras los rumores de las ambiciones transexenales del entonces presidente calentaban el ambiente.
La tercera parte analiza la gran masa de cambios ocasionados por el gobierno de Miguel Alemán, quien se propuso rehacer el pacto social heredado del cardenismo y donde los principales interlocutores no serían más las grandes organizaciones populares, sino la empresa y las clases medias. Todo ello con el ofrecimiento de una nueva expectativa planteada por la doctrina de la mexicanidad: el orgullo de lo propio para enlazarse a la modernidad capitalista de la posguerra.
La autora muestra que esa doctrina era la espuma verbal de un torbellino de transformaciones en muy diversos planos: desde las relaciones internacionales hasta las coaliciones gobernantes, pero, sobre todo, en una reorientación decidida por y del Estado mismo. Con una pasión abarcadora, distante de las monografías estrechas del quehacer académico actual, mediante una bibliografía consistente Ana Santos decodificó la gran transformación de dicha coalición gobernante y de sus relaciones de poder con las poblaciones mayoritarias, metamorfosis que afectó la buena vecindad con la potencia estadunidense y su adhesión al bloque occidental en plena guerra fría, mientras conservaba sus márgenes de soberanía y de juego diplomático mundial; la convivencia con la Iglesia; el afianzamiento de excelentes relaciones con los empresarios y socios en negocios oscuros; la reorganización vertical del aparato de gobierno; el control sobre las corporaciones sociales; la expulsión de las oposiciones sindicales, campesinas y comunistas; la conversión del nuevo Partido Revolucionario Institucional (PRI) en una maquinaria electoral; la hostilidad a las oposiciones y las represiones abiertas contra las resistencias. Esta reorientación del barco nacional requirió reubicar clasista y racialmente a su tripulación trabajadora y lanzar por la borda a las oposiciones decididas.
Pero la mexicanidad no era una espuma vana. Se concebía como un enérgico mecanismo ideológico de unificación centralizada y homogénea, que borraba las diferencias étnicas, de clase y regionales. Sobre todo, subordinaba los muy diversos conflictos a un único mando y un único propósito: el trabajo productivo que nos hiciera modernos. Por tanto, era un poderoso dispositivo cultural que frenaba la conquista de derechos y de espacios propios a los grupos populares, dentro de sociedades altamente clasistas y racistas, que intentó producir subalternidad y desplazar los ánimos autónomos de muy diversas poblaciones reactivadas por el cardenismo, y así "fabricar" una población disponible, mansa y productiva como principal estímulo a la empresa nacional y extranjera.
Casi al mismo tiempo que visitaba la Universidad Nacional, en marzo de 1947, Alemán comenzó la campaña de Recuperación Económica Nacional para enlazar a la economía mexicana con el auge estadounidense una vez que sus gigantescas fuerzas productivas orientadas a la guerra se dedicaron a masificar el American Way of Life. Una de sus vertientes era propagandística y Ana Santos recuperó dos de sus carteles: en uno de ellos estaba "el indio agachado", un hombre con gran sombrero y sarape, cruzado con un gran tache: “México fue simbolizado durante mucho tiempo por la figura de un indio dormido, indolente, como aplastado por la miseria [...] Pero ¡ESTO SE ACABÓ! [...] El mundo habla ya de México como de un país despierto, en marcha, activo, entusiasta y fuerte [...] TRABAJE MÁS, PRODUZCA MÁS. Ayude a borrar el triste recuerdo del indio dormido” (p. 298). En el segundo cartel, una mujer joven y fuerte con los brazos en alto y enarbolando una bandera encabeza la marcha hacia una fábrica: “LA PATRIA NECESITA TU ESFUERZO” (p. 298).
El momento del escarnio, y luego el de la sanación moral que dibujan estos carteles, resumía la operación gubernamental para transformar la subjetividad de las poblaciones donde aún vibraban impulsos emancipadores. Al parecer, se atreve a decir este comentarista, si en la academia ese ciclo de transvaloración —de reconversión de los valores— se vestían con la última moda letrada, a ras de tierra se disfrazaban con la iconografía de los años calientes de la lucha social que plasmó en su mejor momento el Taller de la Gráfica Popular (TGP). Pero ahora, en lugar de subvertir el orden oligárquico férreo, caminaban mansos pero activos, ya transformados, con su mentalidad y energía reorientadas hacia las empresas privadas reconvertidas en patria. De manera rigurosa y matizada, Ana Santos reelaboró este proceso de violencia simbólica iniciado desde el gobierno de Ávila Camacho y profundizado por el de Alemán —precedido por las depuraciones autoritarias en organizaciones de masas y en partidos—, y que sentó las bases del desarrollismo mexicano sostenido hasta la década de 1970. La doctrina de la mexicanidad, con su fe en México y el orgullo por lo propio, era la punta de un iceberg que cambiaba de ruta.
La "filosofía de lo mexicano", puntualiza la autora, coincidió y fomentó ese torbellino restaurador al ser parte de una pedagogía demoledora que caricaturizaba al pueblo como fardo pasivo repleto de patologías; con ello justificó las nuevas ingenierías sociales para transformarlo en el subalterno perfecto. Pero tiene que ver, sobre todo, con el momento de la hegemonía, donde esa empresa de destrucción de autonomías sociales y de proyectos diferentes se reviste con el prestigio constructivo de la regeneración moral, de la autognosis de proyecto nacional.
En sus conclusiones, la autora esboza la compleja maquinación de dicha hegemonía cuando el viraje depuró y reorganizó al pacto social y a la coalición gobernante, una muy consistente construcción cultural que alimentó —y aún alimenta— a las elites y se propaga, enlaza y se alimenta de imaginarios sociales plurales. Este proceso, como lo mostró el itinerario de elaboración teórica del grupo Hiperión, tenía capas de historia, de sociología, de biología, de literatura, de creencias y de prejuicios de clase que solidificaron la idea de nación unitaria, centralizada y homogénea con un eje integrador de supuesta mezcla de razas. La hegemonía no sólo produce subalternidad, sino también unifica a la sociedad en torno a un fin superior y abre una esperanza:
Los miembros del grupo Hiperión y otros intelectuales cercanos al "movimiento de búsqueda de lo propio" proporcionaron los elementos en que habría de descansar la nueva cultura hegemónica y contribuyeron en diferentes grados al apuntalamiento de un proyecto de Estado y sociedad que ya no tenía como interlocutores privilegiados a las masas revolucionarias, campesinas y obreras, sino a las clases medias y a la burguesía nacional (p. 436).
Reconstruir la dominación después de una revolución
De las muchas vetas que abrió Ana Santos con su obra de gran alcance histórico, me interesa detenerme en su pausado análisis del momento teórico: el modo en que al ámbito de la reflexión sistemática, en apariencia inmune, se cuelan la ideología y los prejuicios; el modo en que la fenomenología alemana y el existencialismo francés —tal y como lo entendieron y usaron los miembros del grupo Hiperión— se articularon con las fibras correosas y persistentes de la dominación en el terreno de las ideas. El grupo de filósofos se concentró en absorber la vanguardia filosófica europea y su variante francesa que trajo en su abultada valija teórica don José Gaos, filósofo español, transterrado según su propia definición y que proponía:
[...] la filosofía debía descender de las abstracciones presuntamente universalistas y dedicarse a la reflexión de lo concreto o circunstancial para extraer de sus entrañas los valores universales. Ello ya había sido postulado por Ortega y Gasset, la novedad de Gaos era el método. La fenomenología aportaba un método de investigación sobre las esencias que partía de una descripción minuciosa de sus ejemplares particulares, tal y como había hecho Heidegger en Ser y Tiempo (p. 225).
Ana Santos precisó, no obstante, que del muy amplio bagaje filosófico europeo de 1920-1930 —Heidegger, Husserl y Dilthey, entre otros— el grupo Hiperión se alimentó de la versión francesa y radical de Sartre —lo cual les valió el mote de "existencialistas mexicanos"— para retomar tres de sus preocupaciones: analizar los rasgos de comportamiento cotidiano como vía de acceso al "ser", es decir lo invariante —que en el caso de Sartre desnudaba al humano universal—, lo que permitiría al joven grupo desentrañar "lo mexicano"; localizar su "esencia", en paradoja, accidental y contingente, y por ello abierta a la libertad; y, finalmente, su posibilidad de comprometerse o no con su circunstancia. Nuestra autora, en su cuidadoso trabajo de rescate hemerográfico, trajo a cuento el modo en que Luis Villoro resumía el método de su grupo: a) observar los comportamientos y actitudes comunitarias sin reparar en el trasfondo de "sentido común" que las califica; b) rescatar las "manifestaciones culturales auténticas", entendiendo por ello de manera predominante a la literatura, sin cuestionar los rasgos identitarios que ofrecía; c) recuperar la historia entendida como la “estructura de nuestro ser”, a decir de Uranga, y que retomaba el flujo de la historia construida por el pensamiento liberal de los siglos XIX y XX. Nos advierte Ana Santos que su método no deconstruía las capas sedimentadas de preconcepciones, sino que se apoyaba en ellas. Así se propusieron encontrar la invariante, lo esencial, el modo de ser del mexicano, su singularidad que le proyectaba hacia lo universal (pp. 24-25). Del mismo modo, recupera uno de los ensayos centrales del más destacado filósofo de esa generación, Emilio Uranga y su Ensayo sobre una ontología del mexicano, viaje atrevido hacia la singularidad del mexicano que revelaba un modo particular del existir humano poseído por un sentimiento de insuficiencia, traducido en la desgana. Del muy detallado análisis que hizo nuestra autora, retomo solo dos cápsulas:
La desgana implicaba rehusarse a hacer historia, a transformar las cosas, a comprometerse con los otros [...] surgió en el mexicano cuando se comparó con las civilizaciones más avanzadas, lo que le produjo la sensación de ser inferior, inferior su historia, su cultura, sus costumbres. Entonces el mexicano se evadió de sí mismo y del mundo que le rodeaba. Eligió ser salvado por otros (p. 81). Según él [Uranga], el sentimiento de insuficiencia podía conducir al mexicano por dos caminos antagónicos: uno era asumir su existencia de manera inauténtica, eligiendo el camino de la inferioridad, es decir, el proyecto de ser salvado por los otros; el segundo conducía a la autenticidad, a la aceptación de nuestro ser y a su transformación en insuficiencia creadora (p. 83).
Ana Santos siguió con rigor ese hilo reflexivo que recorrió a las obras de todo el grupo. A modo de ejemplo menciono dos casos, el de Jorge Portilla, autor que en su Fenomenología del relajo revisó dos extremos de comportamiento del mexicano: el relajiento y el apretado, modos de comportamiento que carcomen los valores de la convivencia y fracturan la responsabilidad hacia sus circunstancias y sus comunidades, Dice Portilla:
El apretado resulta fundamento de disolución de la comunidad por la doble negación de la distinción y la exclusión. Por su parte el hombre del relajo impide la integración de la comunidad al impedir la aparición del valor. Relajientos y apretados constituyen dos polos de disolución de esta difícil tarea en que estamos todos embarcados: la constitución de una comunidad mexicana, de una auténtica comunidad y no de una sociedad escindida en propietarios y desposeídos.[2]
De Luis Villoro se retoma su ahora clásica obra Los grandes momentos del indigenismo en México, donde radiografía la mirada letrada sobre el indio:
Villoro observó lúcidamente que el indigenismo no era otra cosa que el modo en que los no indios (españoles, criollos y mestizos) se relacionaban con el mundo indígena. A esos sectores de la sociedad se les aparecía el mundo indígena como una realidad innegable pero oculta, impenetrable y amenazadora, cercana y absolutamente ajena, una realidad problemática que tenía que ser explicada, contenida, dominada (p. 99).
Sin embargo, advierte que Villoro validó la visión central de la raza como constitutiva de la identidad nacional, y la solución formulada desde el siglo XIX para tratar de integrar a una sociedad heterogénea y fracturada, el mestizo, síntesis que hacía posible el ideal (europeo) de una sociedad homogénea; así como la política "integracionista" para occidentalizar a la población indígena, otra herencia del siglo XIX. Ana Santos retoma de Francisco Pimentel, intelectual porfirista, una frase emblemática para representar lo indígena: "Sólo queda un dilema para el indio: exterminio o transformación" (p. 100). Es obvio que Villoro no retomó el exterminio pero sí su necesaria integración como proletario: "había que des-indigenizarlo, integrarlo, occidentalizarlo, convertirlo en mano de obra proletaria, nulificar su especificidad cultural" (p. 109). Santos subraya:
Lo mexicano en realidad fue una radiografía de las emociones, limitaciones y prejuicios de los segmentos predominantes de la república letrada con sus muy valiosas excepciones, algo que dejó entrever Villoro con su trabajo sobre el indigenismo. "Lo mexicano" se convirtió en un almacén organizado de prejuicios y de sentido común racista y clasista inaugurado en el siglo XIX. El mexicano era un ser emotivo, sentimental, reservado, desconfiado, inactivo, desganado, melancólico, simulador de sus emociones, irresponsable ante los demás, machista, dispendioso, "relajiento", incapaz de expresar sus inconformidades, que teme al ridículo, que imita lo extranjero por sentirse inferior o insuficiente, que vive en la ensoñación y la ficción, que no soporta la verdad pues ésta conlleva a la amargura y al desencanto, que desprecia la vida humana, que pone su fe en la suerte para resolver sus problemas, al que no le interesa el presente y todo lo deja para el mañana, que carece de espíritu de colaboración y de voluntad para modificar la realidad circundante, pero que también es capaz de fina delicadeza y ternura en el trato personal, leal hasta la muerte, generoso y que tiene una portentosa capacidad creadora (pp. 54-55).
Desde el siglo XIX, el ejercicio intelectual de definir la identidad del mexicano se propuso, entre otras cosas, dos propósitos estratégicos: en primer lugar denigrarlo, y entonces procurar los medios para su urgente transformación, todo empaquetado en propósitos loables como la civilización contra la barbarie, el rescate del indio, la educación de las masas, la integración de los excluidos y la construcción de la nación. Había que fundamentar su condición patológica para proceder a su cura, imaginada como una occidentalización intensa de las muy diversas culturas del país. Pero había algo más que el genocidio cultural en esa homogeneización autoritaria: la urgencia por rehacer la condición subalterna de las poblaciones. Pues ello ocurrió de manera paralela a una intensa recolonización —por parte de las elites y orquestada desde el surgimiento de las primeras repúblicas— de los recursos del inmenso territorio nacional, en abierta pugna con las poblaciones asentadas. Por ello la violencia material y la simbólica se dieron la mano para reconfigurar la subalternidad de poblaciones, que no pocas veces se rebelaron.
El siglo XX modificó en parte esta tendencia, y para sorpresa de muchos, abrió otro ciclo donde surgieron ejércitos populares, experiencias de gobiernos autónomos, organizaciones campesinas y obreras; un tejido de socialidades y proyectos populares que alteraron la vieja, asimétrica y sólida relación de fuerzas entre elites y poblaciones subalternas, con sus variantes regionales, avances y retrocesos a lo largo de tres décadas, hasta el cardenismo. El grupo Hiperión no reparó en esa alteración que fracturó temporalmente la gobernabilidad oligárquica y de los notables; tampoco en los muy diversos modos en que —durante los gobiernos de Ávila Camacho y luego Miguel Alemán— se frenó ese ciclo de ocupación de espacios por las poblaciones empoderadas, tanto en tierras, sindicatos, socialidades cooperativas, y se inició la doma represiva y el desalojo de los recalcitrantes. El grupo Hiperión más bien quiso incidir en el viraje prometido por el gobierno civil de Alemán hacia la modernidad homogénea del capitalismo y así repitió a su manera los dos momentos tradicionales de la dominación letrada: primero denigrar a las poblaciones según las representaciones creadas por esa "república", y luego adecuarse a la comunidad de ideas que impulsaban los gobiernos modernizadores.
En este capítulo de la historia de las ideas en México realizado por Ana Santos, tal vez la parte más inquietante —a ojos de este comentarista— consista en que logró mostrar una férrea continuidad en la importante y rica república de las letras mexicanas: la continuidad de una mirada clasista y racista que brota cuando afloran las rebeliones populares y sus incursiones en la escena pública, de miedo y asombro, de extrañeza y desprecio, que niega sus potencias autonómicas y de saberes mientras reafirma su monopolio sobre la política y lo reconduce a su condición subalterna.
A través de esta historia del grupo Hiperión Ana Santos logró esbozar ese gran cuerpo sumergido —aunque esté a la vista de todos— en novelas, dramaturgia, ensayos, historia, psicología y, sobre todo, en las conductas de los grupos dominantes y sus amplias coaliciones sociales afines, y en el trato cotidiano de muy diversos ámbitos de la sociedad. Con fundamento en diversos autores —entre ellos Ricardo Pérez Montfort y Beatriz Urías Horcasitas— que han puesto en la mesa del debate la historiografía de “lo mexicano”, la autora subrayó los nudos estratégicos de esta tradición, y en especial su núcleo duro, lo que Peter Sloterdijk llamaría "el desprecio a las masas".
Ana Santos ya no está con nosotros, pero su libro marca y obliga a esa tarea sustantiva para nuestro país: seguir rastreando y haciendo aflorar los entramados profundos que desde hace siglos enlazan a los poderes con los saberes.