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Un paraíso para el son jarocho

ENVIADO POR EL EDITOR EL Jueves, 16/01/2025 - 13:31:00 PM

Bernardo García Díaz, Tlacotalpan y el renacimiento del son jarocho en Sotavento, Xalapa, Universidad Veracruzana, 2016.


Emma Yanes*

 

Bernardo, mejor conocido como El Tigre, no se convirtió en historiador en busca de méritos académicos, ni por el ansia de prestigio publicando en revistas científicas a veces ilegibles. Amante de la literatura desde joven, le pareció que la realidad era siempre superior a la ficción quiso contarla no pensando en la academia, sino sobre todo en los protagonistas de sus propias historias, es decir en el mismísimo pueblo veracruzano. Y después, desde luego, también en el de Cuba. Ambos, pueblos alegres y jacarandosos. También, ya se sabe, inmersos una y otra vez en conflictos sociales. Sus personajes reales y sus historias colectivas, narradas siempre desde la vida cotidiana, al verse reflejadas en las páginas de Bernardo, adquieren una nueva dimensión: el descubrimiento de los personajes por sí mismos, que deriva en el orgullo de lo que son y de sus ciudades, la defensa de su patrimonio tangible e intangible; la música, el son jarocho, adquiere una extensión de algo que no sólo se lleva en las venas, entre copla y copla, entre albures y ritmos, como no queriendo, se ha convertido en patrimonio cultural de México.

 

Bernardo, que ha recorrido archivos, bibliotecas y fototecas en el puerto de Veracruz, Orizaba, Xalapa y Tlacotalpan, entre otras ciudades; pero que sobre todo ha escuchado a su gente en largas entrevistas en el fandango, se ha convertido en un personaje de la localidad. Un personaje no previsto por él mismo, una reconstrucción de su persona, acaso una invención colectiva que se ha ido entretejiendo en las charlas de café, en las cantinas, quizá en los tugurios de mala muerte, pero sobre todo en los portales del puerto de Veracruz. De Bernardo no tengo ni su correo electrónico, ni su teléfono. Lo dejé de ver hace algunos años, lo volví a encontrar en los portales del puerto, luego de unas copas para festejar que habíamos terminando el libro La estación ferroviaria de Veracruz, supuestamente coordinado por mí y escrito con la magistral pluma de Bernardo. Me lo volví a encontrar hace poco, en los mismos portales en los que yo andaba por casualidad. Me saludó entusiasmado y me mostró, tenía que ser así, el dummy de su último libro, que ahora tienen ustedes en sus manos: Tlacotalpan y el renacimiento del son jarocho en Sotavento. “Lo venderé de mano en mano”, me dijo, “y con ello ayudaremos a financiar un museo”.

 

El libro ofrece una lectura triple que se entrelaza: la de la historia social de Tlacotalpan, la de la evolución del son jarocho y la del propio testimonio gráfico. Tlacotalpan, la perla del Papaloapan, dirá Bernardo al principio del libro: “Es un resultado esencialmente humano, es decir, histórico, fruto en gran medida del esfuerzo secular —de las versátiles aptitudes comerciales y del copioso sudor— de numerosas generaciones de tlacotalpeños que empecinadamente, en diferentes épocas y capitalizando su otrora privilegiada ubicación, defendieron tenazmente su derecho a existir y florecer”.

 

En la primera parte, Bernardo destaca el lugar privilegiado de la isla durante el dominio indígena, cuando la población constituía uno de los principales señoríos nahuas del bajo Papaloapan. Tlacotalpan disponía de una ubicación privilegiada, pues se encuentra frente al punto donde confluyen dos grandes corrientes fluviales: el Papaloapan —el río de las Mariposas, el río padre y el Michipan—, que provenía de la región del Istmo. La aldea era la parte más angosta del embudo que concluía en la costa, formado por los ríos San Juan, Tesechoacán, Tonto y Papaloapan. Las corrientes de esos ríos confluían en la antigua Tlacotalpan, situada a escasos kilómetros del Golfo de México. En el siglo XVI, el asentamiento fue considerado pueblo de indios, con la consecuente prohibición de albergar a españoles, mestizos y mulatos. Pero poco a poco empezaron a asentarse vecinos europeos, sobre todo españoles y franceses; y en el siglo XVII, debido al ataque y saqueo de los piratas ingleses, nuevas familias blancas se asentaron ahí.

 

Para el siglo XVIII, Tlacotalpan ya era un centro comercial importante, con una población multiétnica, integrada por europeos, mestizos, mulatos y negros, esclavos estos últimos que escapaban de Orizaba y Córdoba, y que al mezclarse con las indias dieron origen a la población afromestiza, inicialmente llamada en forma despectiva jarocha. Con el tiempo el término se extendería a la gente del campo no indígena, y más tarde se convertiría en un rasgo de orgullo para los veracruzanos. De esa población surgirían los primeros sones jarochos en 1692.

 

El siglo XVIII fue para Tlacotalpan una época de bonanza acompañada de una nueva fisonomía urbana, que vino aparejada de la construcción del santuario de la Virgen de la Candelaria y de las posteriores fiestas que no tuvieron precedentes. Y empezaron a desarrollarse oficios como el cultivo del algodón, la ganadería y el trabajo en cuero, entre otros.

 

El son jarocho, a su vez, empezaría a consolidarse en ese período como género regional, con numerosas influencias e incluía instrumentos, coplas, tonadas marinas, versadas y afinaciones.

 

El son, de inicio asociado con prácticas de hechicería, poco a poco cristianizó su repertorio y dejó de sufrir la condena eclesiástica; encontraría un espacio natural en las congregaciones y rancherías e invadió pronto ciudades y villas con motivo entre otros eventos de las fiestas patronales.

 

Durante el siglo XIX, Tlacotalpan fue declarado puerto de altura en la ruta comercial que vinculaba la región del Sotavento con Veracruz, Nueva Orleans, La Habana y Burdeos, convirtiéndose en un puerto de intercambios internacionales. Sin embargo, la guerra civil de 1810 a 1867, así como las epidemias, provocaron caos y disminución de la población. Se logró a pesar de ello cierto crecimiento económico gracias a la industria del algodón y del tabaco. A su vez, como puerto internacional, Tlacotalpan se llenó de productos diversos y tuvo acceso también a la influencia de la raza negra, en la música y en el baile. El siglo XIX será así el de la plena identidad regional jarocha.

 

Posteriormente, Bernardo narra con detalle un siglo XX con el desarrollo económico del porfiriato que hizo florecer la ciudad; la revolución mexicana que lo opacó y su nuevo despegue de los años veinte en adelante; además es un libro que pone especial atención a las coplas:

 

Mujeres de mi pueblo:
debéis de odiar al río
que avienta a vuestros hombres
hacia otros sembradíos.
Y os quedaís resignadas
en el pueblo natal,
como incógnitas cartas, rezagadas
en la lista postal.

 

Y si las damas fueron primero, y lo seguirán siendo, motivo de inspiración, bailadoras y musas, en fechas recientes, ellas mismas se convertirán también en autoras de coplas.

 

A su vez, la gráfica de este libro rinde homenaje al principal personaje de Tlacotalpan: el río y sus palmeras. Y de ahí a la ciudad toda con sus bellas iglesias, sus casas de colores con techos de dos aguas, sus alegres portales. Y desde luego a los personajes populares. Es de indudable belleza el cuadro al óleo en donde una hermosa morena dialoga con el loro que tiene en la mano. La gráfica de este libro es así una celebración a la vida cotidiana de un pueblo que para ser mágico no necesita denominación alguna. En palabras de Elena Poniatowska: “Los tlacotalpeños despiertan tañándose los ojos y empiezan a cantar su vida que es un sueño o su sueño que es su vida”. En hora buena.

 

* Dirección de Estudios Históricos, INAH.