Las mujeres y una historia de largo aliento
ENVIADO POR EL EDITOR EL Jueves, 16/01/2025 - 13:35:00 PMJulia Tuñon, Mujeres, entre la imagen y la acción, México, Conaculta/ Random House, 2015.
Lilia Venegas Aguilera*
El libro más reciente de Julia Tuñón forma parte de la colección Historia ilustrada de México, coordinada por Enrique Florescano. Es él quien escribe la presentación de este hermoso libro y señala la importancia de la memoria como fuente de la historia y la recurrencia de los pueblos de transmitir esta memoria no sólo con palabras, sino también con imágenes.
Mujeres, entre la imagen y la acción combina estos dos recursos vitales: la imagen y la palabra. Es casi imposible exagerar la relevancia de la palabra escrita. La más añeja y consagrada tradición historiográfica ha recalcado, y hasta otorgado, el cuestionable monopolio de la veracidad a esta fuente de la memoria. Barthes llega a señalar en algún lado: “lo que importa son las palabras, lo demás son chácharas”. Monsiváis lo corrigió cuando, en su Taller del Libro, en la Dirección de Estudios Históricos, acotó en alguna ocasión: “lo que importa son las imágenes, lo demás son chácharas”.
En lugar de decidir entre una u otra opción, Tuñón hace honor a las palabras y a las imágenes al combinarlas de manera afortunada, lo cual le permite contar una historia de las mujeres en México de manera novedosa y fresca. Una historia que ha sido contada pocas veces a partir de una mirada que recorre siglos (del XVI a mediados del XX) y muy distintos espacios de vida y acción. Entre ellas, cuando la misma autora escribió Mujeres en México: una historia olvidada,[1] reeditado y ampliado en 1998 para Conaculta. O, de otra manera, cuando Tuñón publicó Voces a las mujeres...,[2] una selección de joyas documentales y bibliográficas.
Sobra señalar, por tanto, que la historia de las mujeres es para Tuñón un área de especialidad, como se dice en estos tiempos. Pero ya en ese terreno, también es necesario señalar su trayectoria en la lectura e interpretación de imágenes, a través de una extensa y rica obra que ha dedicado al cine, y al cine y las mujeres. La madurez intelectual de la autora se refleja, sin duda, en la obra que aquí se comenta.
Las imágenes permiten una comunidad de sentido entre observadores y públicos que hablan distintas lenguas, pero también, “como el lenguaje verbal, son primeramente un medio de comunicación modulado por las fuerzas, valores y realidades de la sociedad”, como bien señala Florescano. De manera que la percepción visual es compleja y “pone las bases para la formación de ideas y desempeña una función cognitiva”.
En este “relato en imágenes” la autora toma en cuenta su importante punto de partida, alerta sobre los prejuicios posibles y avanza sobre la necesidad de la explicación que acompaña a la imagen, sin desconocer los límites mismos con los que puede topar dicha explicación o interpretación. Aun para esta advertencia metodológica Tuñón encuentra una imagen precisa: la pintura Jovencita mirando de espalda, que en efecto parece preguntar, como señala Tuñón, “¿A poco te crees que cumplo con todo lo que se me exige? ¿No te tienta conocer lo que me piden y lo que hago?”.
Las imágenes son un reto. Con todo, conviene regresar a este punto más adelante y abordar primero el sentido del relato, verbal e icónico, que transcurre a lo largo de dos apartados, con cinco capítulos cada uno. Llama la atención, por principio, la lógica que sostiene esta división capitular, ya que no sigue un criterio cronológico estricto. El criterio es más bien temático, aunque la segunda parte se desplaza a partir del porfiriato, cuando se aceleran las transformaciones en el ámbito privado de la familia, la reproducción y la participación de las mujeres en el mundo de lo público y lo político. Se trata, al parecer, de seguir un hilo conductor no lineal y enfocar de manera especial la autodeterminación y los logros que, en términos de igualdad y libertad, van obteniendo las mujeres. No debe sorprender, así, el regreso de algunas temáticas y la persistente recurrencia de lo que parecería un eje articulador: la feminidad maternizada y la complejidad que se teje en su alrededor a partir de las diversas dimensiones que toca: el asombro por la capacidad de dar a luz, la intención de monopolizar su sexualidad y garantizar la paternidad de los hijos, el temor por la dialéctica del amo y el esclavo. Hay otra línea de continuidad en el argumento y el concepto que lo sostiene: la permanente desigualdad social y económica, una presencia constante en la vida de las mujeres aquí representadas.
El primer capítulo ocupa un lugar clave en este libro: ahí se despliegan las “imágenes modélicas [que] pautan nuestra historia tanto en la construcción de lo femenino como de lo masculino [...]”. Desfilan así deidades prehispánicas (Chicomecóatl y Coatlicue, por ejemplo), Marina/Malintzin/Malinche, la virgen de Guadalupe, la Patria (la de los libros de texto gratuitos), las mujeres vistas por artistas plásticos, el ideal femenino de una Carmelita Romero Rubio, la Eva mestiza (El rebozo, de Saturnino Herrán) y —en tono ascendente de la imagen femenina de la seducción— Dolores del Río en Las abandonadas.
Se analiza a continuación En el principio fue el cuerpo, y Maternidad y matrimonio en el tercero. Ya en el cuarto, la vida privada se acerca a las alternativas a la maternidad, con la vida conventual, y su otro extremo: de las casas de mancebía a los burdeles de inspiración francesa. Abriendo el abanico de los espacios femeninos, el capítulo cinco se dedica al trabajo y las distracciones. La segunda parte, que abarca de los capítulos seis al diez, parte del porfiriato para llegar a mediados del siglo XX. La “vuelta de tuerca” está marcada por la modernidad porfiriana (capítulo seis), para seguir con la ruptura de la Revolución mexicana (capítulo siete) y la pregunta que encabeza al capítulo ocho: “La posrevolución, ¿no es acaso el tiempo de la revolución de las mujeres?”. Los dos últimos capítulos se dedican a los Feminismos (nueve), y una visión de conjunto ofrecida en el capítulo final: En el centro del siglo XX.
Para la selección de las más de 250 imágenes, aclara la autora, no se siguió un criterio estético. Muchas de ellas son, sin embargo, un auténtico deleite a la mirada. Intrigan otras de ellas y algunas pueden provocar malestar ante la constatación visual de los contrastes sociales, por la mofa de los caricaturistas, por el afán segregacionista y racista, y la constante permanencia de la violencia doméstica. No está ausente, sin embargo, el humor, como tampoco lo están el asombro y el reconocimiento por las protestas colectivas o individuales, por la transgresión a las normas y los modelos que sostienen la asimetría de la relación entre hombres y mujeres. El énfasis en la acción se encuentra incluso en el subtítulo del libro.
Ya en el terreno de las imágenes, baste destacar aquí algunas piezas que parecen especialmente relevantes. Sobre todo porque ilustran el punto relativo a la articulación entre las palabras y la imagen: la contextualización que ayuda y enseña a ver mejor.
Del retrato temprano de Cortés y la Malinche (p. 36), Tuñón anota la contradicción inherente a este personaje: mujer transgresora y símbolo mítico de la derrota y la humillación; sin embargo, en este mural se enfatiza que ella aparece como una igual al conquistador, con la misma dignidad, “aunque en esta imagen don Hernando aparece con los pies invertidos, sugiriendo una deformación que harán mucho mayor los muralistas que más tarde lo representen, y en cambio la Malinche marcha firme y segura”. Tuñón nos lleva, pues, a observar con cuidado un detalle que bien podría ser pasado por alto. Adelanta, por lo demás, una idea que abona en la riqueza de las interpretaciones o lecturas posibles de esta y de otras representaciones que los lectores “mirones” observaremos en adelante, incluso en el mismo libro. Más adelante (p. 39) se encuentra de nuevo un mural, en este caso de José Clemente Orozco: don Hernando no tiene los pies invertidos. Tuñón hace notar aquí la transición de la Malinche y cómo deviene en símbolo de traición, conduciendo ahora nuestra mirada hacia los colores de la piel. La de Cortés, de una “blancura enfermiza”, la de Marina, “del color de la vida”. Ella le da la mano, nos dice, sin que parezca percatarse de que su compañero pisa otro ser del mismo color que ella. Así, en unas cuantas imágenes y unas cuantas palabras, Tuñón nos pasea desde la imagen de una mujer a la de una mujer mito, y de ahí a la construcción (a lo largo de algunos siglos) de la compleja idea del malinchismo.
Otro ejemplo de la pertinencia de las palabras que acompañan a la imagen se encuentra en una fotografía de los primeros años posteriores a la Revolución mexicana (1924). Se tiene así el retrato de un caballero ataviado con un adusto traje, corbata y sombrero. Se encuentra de pie y recarga el brazo sobre el respaldo de una silla, entre los dedos humea un cigarrillo; la otra mano cubre, en parte, una pistola que el personaje se encarga de hacer ostensible al abrir un ala de su saco. Se llama Amelio Robles, de acuerdo con la identificación a pie de foto. Sin acompañar la mirada con la lectura del texto que le ha dedicado Tuñón, la imagen por sí misma no parece relevante. La autora nos informa, sin embargo, que se trata de una zapatista guerrerense que masculinizó su nombre (y su atuendo) cuando decidió que se sentía varón. Pero no queda ahí el asunto. La imagen apoya una idea fuerte: “Una ventaja rescatable del desorden de toda guerra, del horror que implica, es que el caos permite modificar esquemas, acomodar las incongruencias, incluso las más íntimas, como la asignación de género” (p. 194).
Mujeres, entre la imagen y la acción es, como lo ha bautizado Tuñón, un relato en imágenes. Un relato, muy disfrutable e instructivo, que rastrea a las mujeres de “carne y hueso”, permitiendo que el lector (“mirón”) observe cómo ellas “fatigan la vida entre lo que se debe, se quiere y se puede”. Es también un relato que da cuenta de los temores, matices y las tensiones que les imprimen quienes las han representado o capturado. Entre sus páginas deambulan, no al azar, diosas, vírgenes y esclavas, madres, jovencitas y activistas, enfermeras, heroínas anónimas y famosas, actrices, soldaderas, obreras y estudiantes. Madres obreras, madres criollas o mestizas, la virgen madre Nuestra Señora de Guadalupe. El libro cierra con la imagen de una madre trapecista: metáfora de la vida diaria de la mayoría de las mexicanas que pasan de una pista a otra en cuestión de minutos, como escribe Julia Tuñón en el último párrafo, a propósito de la fotografía Circo Atayde, de Héctor García (1950).