Recuperar el espacio público: el programa comunitario de mejoramiento barrial
ENVIADO POR EL EDITOR EL Lunes, 20/01/2025 - 19:09:00 PMMa. Cristina Sánchez-Mejorada Fernández*
Resumen
Este artículo muestra cómo las organizaciones sociales recuperan el espacio público en la Ciudad de México a través del programa comunitario de mejoramiento barrial en un contexto de globalización. Sostiene que el derecho a la ciudad, como uso colectivo del espacio público es un elemento importante en la construcción de identidades personales y colectivas e impacta el proceso de urbanización.
Palabras clave: organizaciones sociales, espacio público, políticas públicas, identidades
Abstract
This article shows how social organizations recover public space in Mexico City through community neighborhood improvement in the context of globalization. It argues that the right to the city, as a collective use of public space, is an important element in the construction of personal and collective identities and has an impact in the urbanization process.
Keywords: social organizations, public space, public politicas, identities
El modelo de urbe (neoliberal) que está impulsando el gobierno de la Ciudad de México da lugar a continuos urbanos de crecimiento ilimitado de alta densidad y profunda desigualdad, constituidos por ámbitos comerciales y residenciales, enclaves de intersticios, equipamientos e infraestructuras donde las áreas naturales y los espacios públicos se sacrifican o degradan. Por otra parte, “las ciudades se han deshumanizado, han perdido su condición inicial de lugar de encuentro, de intercambio y de convivencia para polarizarse al servicio del mercado, de la actividad económica y financiera, y, consecuentemente, se han deteriorado los modos de vida y la calidad urbana”.[1]
Si a este proceso —generalizado en la ciudad— agregamos las condiciones históricas de los barrios y colonias populares; e incluso algunas que en su momento fueron residenciales, pero al ser excluidas de la inversión pública no pueden disponer de estos espacios o se han convertido en espacios abandonados, vacíos, estigmatizados y concentradores de una grave problemática social (inseguridad, delincuencia y violencia), con todo lo que ello implica, entonces el problema es aún más crítico: “Viven en un entorno físico conflictivo, denso y hostil, incómodo e inseguro, despersonalizado, paisajísticamente duro, que cuestiona diariamente la habitabilidad y la solidaridad exigible a la urbe, consecuencia de un tejido democrático deficitario y de un modelo de producción espacial desequilibrado urbanísticamente, insostenible ambientalmente e injusto socialmente”.[2]
Además de la propia lógica neoliberal, esto es resultado del proceso de consolidación de la Ciudad de México que llevó a la conformación de una gran cantidad de asentamientos populares carentes de equipamiento y espacios públicos acordes con las necesidades de sus habitantes. Los pobladores fueron construyendo sus viviendas, sus barrios, y en general la ciudad, a partir de la compra irregular e invasión de terrenos, largos procesos de lucha por la regularización de la tenencia de la tierra o por la introducción de los servicios básicos que en la mayoría ocasiones ellos mismos introdujeron. Asuntos a los que dieron prioridad, dejando para un segundo momento el trabajo en torno al espacio público. Desde los años cuarenta, pero en especial durante la década de 1970, se fueron conformando diversos grupos y organizaciones sociales —más tarde integrarían el Movimiento Urbano Popular— que buscaban obtener un espacio donde vivir, pero a su vez atendían y gestionaban los conflictos generados en el proceso de creación y consolidación progresiva de las “colonias populares”; y además luchaban por reconvertir estos procesos de desigualdad, irregularidad y carencias urbanas y sociales.
En el marco del movimiento estudiantil de 1968, algunos urbanistas y arquitectos de la Facultad de Arquitectura de la UNAM y después de la UAM —junto con sus estudiantes— se dieron a la tarea de implantar programas de recuperación y rescate de los espacios públicos en que se involucraban la comunidad y las organizaciones sociales, en especial las vinculadas al Movimiento Urbano Popular que entonces se consolidaba. Con una perspectiva pedagógica y de compromiso social empezaron a trabajar en asentamientos con mayor grado de marginación —asentamientos irregulares periféricos—, y ahí se realizaron los primeros ejercicios de diseño y planeación participativa en la mejora del espacio público.
Hacia finales de la década de 1970 el gobierno federal estableció nuevas reglas del juego con la idea de controlar la expansión urbana buscando una nueva legitimidad a partir de la “institucionalización de la planeación”, mediante la Ley General de Asentamientos Humanos y la Ley Desarrollo Urbano del Distrito Federal. La planeación urbana impactó y permeó, ya desde entonces, la lucha, el trabajo y las formas para aglutinar las organizaciones sociales, y así éstas se vieron orilladas a explorar nuevas opciones vinculadas al mercado “legal” del suelo. Pero debieron enfrentar también una serie de obstáculos propios de la “ciudad formal”: precios del suelo, planes de desarrollo urbano, legislación sobre fraccionamientos y construcción, fiscalidad, etcétera.
La Ley de Desarrollo Urbano del Distrito Federal de 1976 fue el primer instrumento jurídico que abrió la puerta para que las iniciativas sociales en materia de planeación y mejoramiento urbano fueran presentadas al gobierno de la ciudad. Los planes parciales y el mejoramiento urbano fueron las oportunidades para que las iniciativas impulsadas por organizaciones vecinales y de colonos, asesoradas por organizaciones y grupos académicos de la UNAM, la UAM y organizaciones civiles produjeran numerosos ejercicios de planeación urbana participativa. Algunos de ellos fueron presentados de manera formal al entonces Departamento del Distrito Federal, otros sirvieron como instrumentos de capacitación para la comunidad organizada y para apoyar la gestión con el gobierno de la ciudad.
Así, a lo largo de los años, es como pudo construirse una utopía y una agenda de trabajo que implicó la identificación conjunta de metas de largo plazo y la definición de una estrategia para alcanzarlas. Entre estas metas se identificaban la integración a la ciudad de las áreas periféricas segregadas del desarrollo; el mejoramiento de las condiciones de vida; la sustentabilidad económica y social de las acciones propuestas, y la participación concertada y responsable de todos los actores sociales y políticos participantes: la población, la organización y el gobierno local.
La estrategia consistía en un modelo de intervención integral que incluía un diseño arquitectónico y técnico-constructivo que respondiera a las necesidades de la población y a los recursos materiales disponibles en el territorio; un sistema financiero que sumara los recursos de la población, de las organizaciones sociales, civiles y del gobierno, y que fuese asignado y manejado con absoluta transparencia; un sistema para la producción y administración del programa; un sistema de evaluación de los resultados sociales, financieros y técnicos que permitiera orientar, corregir o ampliar el programa; y por último, la incorporación de servicios educativos y de desarrollo comunitario dirigidos a desarrollar la capacidad autogestiva de la población para enfrentar los problemas de salud, alimentación y trabajo, entre otros. Lo que se conoce como producción social del hábitat.
Esta dinámica y perspectiva de trabajo se vio reforzada por los movimientos surgidos de los sismos de 1985, dando un nuevo impulso a las organizaciones sociales en la transformación no sólo de la forma de construir la vivienda, sino también en la forma de construir la ciudad. Así, el Movimiento Urbano Popular, junto con las organizaciones civiles integradas en la Coalición Hábitat México —la cual forma parte de la Coalición Internacional del Hábitat—, decidieron impulsar de nueva cuenta estrategias y proyectos alternativos que implicaron la suma de voluntades, recursos, capacidades y métodos de trabajo de organizaciones sociales interesadas en fomentar el desarrollo comunitario y el mejoramiento del hábitat, bajo la lógica ya descrita.
Sólo que ahora la mirada ha cambiado: la misión y la lucha ya no están centrados nada más en el derecho a la vivienda, sino en el “derecho a la ciudad” entendido como un derecho humano colectivo “[…] el usufructo equitativo de las ciudades dentro de los principios de sustentabilidad, democracia, equidad y justicia social”. El derecho a la ciudad, como dice David Harvey
[…] es mucho más que la libertad individual de acceder a los recursos urbanos: se trata del derecho a cambiarnos a nosotros mismos cambiando la ciudad. Es, además, un derecho común antes que individual, ya que esta transformación depende inevitablemente del ejercicio de un poder colectivo para remodelar los procesos de urbanización. La libertad de hacer y rehacer nuestras ciudades y a nosotros mismos es uno de nuestros derechos humanos más preciosos, pero también uno de los más descuidados.[3]
Eso implica cambios estructurales profundos en los patrones de producción y consumo, y en las formas de apropiación del territorio y de los recursos naturales. El derecho a la ciudad se refiere a la “búsqueda de soluciones contra los efectos negativos de la globalización, la privatización, la escasez de los recursos naturales, el aumento de la pobreza mundial, la fragilidad ambiental y sus consecuencias para la supervivencia de la humanidad y del planeta”.[4]
Esta reformulación de la vida urbana propone mayor equidad, donde la mayoría de los habitantes logren ser felices y solidarios, generando y redistribuyendo los beneficios de la ciudad para todas y todos. “Somos conscientes de los desafíos de esta aspiración de justicia social; algunos las llaman quimera o ilusión. Nosotros la llamamos utopía indispensable para otro mundo posible […] el derecho a la ciudad como bandera de lucha frente al neoliberalismo” dicen los dirigentes y simpatizantes de la Habitat International Coalition.[5]
Tal perspectiva lleva a reconsiderar el sentido de lo público, se parte de que el espacio público supone dominio público, uso social colectivo y diversidad de actividades, y en esa medida es que forma parte del proceso de adquisición de la ciudadanía, de la construcción de las identidades personales y colectivas:
La ciudad es ante todo el espacio público, el espacio público es la ciudad. Es a la vez condición y expresión de la ciudadanía, de los derechos ciudadanos. La crisis del espacio público se manifiesta en su ausencia o abandono o en su degradación, en su privatización o en su tendencia a la exclusión. Sin espacio público potente, integrador socialmente, articulador física y simbólicamente, la ciudad se disuelve, la democracia que se pervierte, el proceso histórico que hace avanzar las libertades individuales y colectivas se interrumpe o retrocede, la reducción de las desigualdades y la supremacía de la solidaridad y la tolerancia como valores ciudadanos se ven superados por la segregación y por la codicia, por el egoísmo y la exclusión.[6]
Sin lugar a dudas, la calidad del espacio público —a todos los niveles: político, social, espacial, territorial— es hoy una condición principal para la adquisición de la ciudadanía. En el ámbito de barrio es al mismo tiempo el lugar de vida social y de relación entre elementos construidos, con sus poblaciones y actividades. Conocer y descubrir la ciudad en sus dimensiones múltiples es conocerse a uno mismo y a los demás, es asumirse como individuo y como miembro de una o múltiples comunidades con sus identidades y pertenencias.
El espacio físico condiciona la vida social. El barrio es el lugar más cercano y común de lo público para los habitantes de la ciudad. En términos utópicos —pues todo ello se ha perdido con el profundo rompimiento del tejido social—, el espacio de encuentro cotidiano, cara a cara, de personas, de familias, de vecinos y de amigos, donde se daba y debería darse una mayor y frecuente comunicación social. Ahí es posible la visibilidad e identidad del sujeto con su comunidad y su territorio y, en los términos antes definidos, la construcción de ciudadanía.
Por lo mismo, también el espacio público barrial es el territorio donde a menudo se manifiesta con más fuerza la crisis de la vida de y en la ciudad. Por tanto, constituye un tema central en el debate actual acerca de las tendencias sociales y urbanas, lo cual indica que es una señal importante para pensar propuestas y políticas públicas orientadas a la búsqueda de una mayor calidad de vida urbana. La preocupación por la seguridad del transitar y el estar en la calle, por la calidad del intercambio en paseos y parques, por la sociabilidad en barrios y plazas está hoy más vigente que nunca, pero al mismo tiempo —por el sentido de las políticas urbanas— más perdida y abandonada que antes. De ahí que, conforme a las experiencias previas y después de un diagnóstico serio, diversas organizaciones sociales y civiles, agrupadas en el Colectivo Social en Política de Mejoramiento Integral del Barrio,[7] consideraron en 2006: “Si lograban recuperar los barrios perdidos de las ciudades y fortalecían aquellos que presentan vida comunitaria, recuperarían parte importante del espíritu de nuestra ciudad”.[8]
A partir de esta perspectiva, que concibe a la ciudad y el barrio como un bien público, un espacio incluyente y fundamental para la construcción de ciudadanía, y bajo la lógica de “todos juntos, al mismo tiempo y en el mismo lugar”, proponen al gobierno de la ciudad el diseño de una política pública de mejoramiento integral de barrios basada en las siguientes premisas y objetivos:
1. Recuperar las experiencias organizativas de las comunidades en la producción social del hábitat y la planeación estratégica participativa.
2. Generar un proceso replicable que reconozca e incorpore la participación y diversidad de las comunidades.
3. Institucionalizar la actuación coordinada e interinstitucional del gobierno central con gobiernos delegacionales en lo referente al programa integral de mejoramiento barrial como política pública.
4. Integrar recursos asignados por las diversas áreas del gobierno central y delegacional a los barrios, incorporando recursos privados y comunitarios, para ser aplicados conforme a la viabilidad de las prioridades indicadas en el plan integral de mejoramiento de cada barrio, elaborado junto con la comunidad.
5. Generar acciones sociales, gubernamentales y privadas para un desarrollo incluyente y sustentable, frente a los modelos excluyentes vigentes, desde una visión integral de los procesos de vida comunitarios.
6. Exigir e impulsar el reconocimiento del ejercicio pleno de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales; derecho de todos a vivir en un hábitat adecuado; derecho de los ciudadanos a participar en la gestión pública.
7. Garantizar, por parte del gobierno de la ciudad, el ejercicio de estos derechos, apoyando en primer lugar a la población de menores ingresos.
8. Promover y fortalecer la identidad, el arraigo, la vida y cultura del barrio.
9. Generar instrumentos de control, seguimiento y evaluación que garanticen la participación activa de los actores comunitarios durante todas las fases del proceso, así como la aplicación de los recursos.[9]
Estrategias y modalidades de Operación del Programa Comunitario de Mejoramiento Barrial
El jefe de Gobierno aprueba el Programa Comunitario de Mejoramiento Barrial (PCMB) y encomienda la tarea a la Secretaria de Desarrollo Social, mediante la asignación de 80 millones de pesos para iniciar la primera etapa del programa. Para operar el programa fue necesario definir los lineamientos y reglas de operación, para lo que se conformó una comisión integrada por un representante de la Secretaría de Desarrollo Social y de organizaciones sociales y civiles adscritas al colectivo, quienes logran consensar una serie de propuestas plasmadas —con algunas variantes— en la convocatoria y las reglas de operación publicadas el 11 de junio de 2007en la Gaceta Oficial del Distrito Federal.
El objetivo central del programa consiste en rescatar y mejorar los espacios públicos y la infraestructura social de los barrios, colonias y pueblos de la Ciudad de México, a través de un proceso ciudadano participativo, integral, incluyente, sostenido y con equidad de género. Este Programa coadyuva al ejercicio del derecho a la ciudad, promueve la equidad, la cohesión e integración social, además construye y/o rehabilita la infraestructura social, mejorando las condiciones sociales y económicas de los habitantes de la Ciudad de México, ayudando a revertir los procesos de exclusión, segregación socio-territorial y descomposición del tejido social; prioritariamente en aquellos lugares que tengan altos grados de degradación urbana, que estén clasificados en bajo, muy bajo y medio grado de Índice de Desarrollo Social, o en medio, alto y muy alto índice de marginalidad.[10]
El programa va dirigido a ciudadan@s residentes en la Ciudad de México que promuevan proyectos de recuperación de espacios públicos, mejoramiento de la imagen urbana. Pero este año se dirigió también a los habitantes de la Ciudad de México dedicados al cultivo de alimentos para la comunidad en espacios públicos y que por cualquier motivo no puedan aplicarse a través de los programas sociales creados por la Secretaría de Desarrollo Rural y Equidad para las Comunidades (SEDEREC) o la Secretaría de Medio Ambiente de la Ciudad de México (SEDEMA), y que de manera preferente abastezcan a los comedores públicos y comunitarios.[11]
Consiste en financiar proyectos o Planes de Mejoramiento Barrial (propuestos por un grupo de personas residentes de una colonia, pueblo, barrio o unidad habitacional. Estos proyectos deben ser avalados por la comunidad en una asamblea; una vez aprobados, en cada comunidad se conforma un comité de administración al que se le otorga los recursos para la ejecución de la obra pública, mientras los comités de supervisión y desarrollo comunitario son los responsables de darle seguimiento a los procesos.
El mecanismo para la operación del PCMB establecido en los lineamientos de operación parte de la convocatoria de la Secretaría de Desarrollo Social a la presentación de proyectos de acuerdo con un formato preestablecido. Los interesados presentan sus propuestas que deben ser validadas en una asamblea comunitaria convocada por personal de la Subsecretaría de Participación Ciudadana. Son analizadas por un Comité Técnico Mixto de Evaluación de Proyectos, en el que participan de manera paritaria funcionarios de gobierno e integrantes de la sociedad civil, en especial académicos, instancia que decide sobre la viabilidad y cantidad de recursos a otorgar a cada proyecto presentado. Una vez aprobado el proyecto y definidos los montos, se convoca a una segunda asamblea para elegir a los comités de administración y supervisión que administran el recurso y determinan si la obra se contrata a un tercero o se realiza por autoadministración; posteriormente se incorporó la figura de la Comisión de Desarrollo Comunitario. Los proyectos pueden realizarse de manera progresiva presentándose con un formato de continuidad hasta por tres periodos. Una vez concluidas las obras se convoca nuevamente para una asamblea de rendición de cuentas a la población.
De acuerdo con los datos de la Subsecretaría de Participación Ciudadana, entre 2007 y 2015 se han presentado 5 817 proyectos, de los cuales 1527 (26%) han sido aprobados por el comité técnico mixto. El grueso de los recursos se ha destinado a cuatro actividades: imagen urbana —luminarias, mobiliario urbano y arreglo de fachadas— (34%); construcción de muros de contención y escaleras y andadores (18%); rehabilitación de áreas comunes y áreas verdes (18%); construcción de centros comunitarios, bibliotecas, salones de usos múltiples y casa de la cultura (13%).
Lamentablemente, la mayor parte de las actividades realizadas no tiene mayor trascendencia en términos de los objetivos antes descritos. Se limitan a mejorar la imagen urbana y el entorno de un pequeño grupo que reside en el polígono intervenido, no se fomenta la participación y menos el desarrollo comunitario. La construcción de muros, escaleras y andadores tiene un mayor impacto, sobre todo en términos de seguridad, lo mismo que el rescate de áreas comunes y áreas verdes. El gran problema del equipamiento cultural y comunitario es que, una vez concluido, no hay las condiciones ni los recursos económicos para operarlos.
Líneas arriba señalábamos que el proyecto debe elaborarse a partir de un ejercicio de planeación participativa, lo que implica sobre todo una propuesta social integral, incluido el diagnóstico socio-territorial de la comunidad, la justificación, los alcances y objetivos sociales, y las estrategias para el fomento de la participación, la equidad de género y la reconstrucción del tejido social. En esta perspectiva las propuestas deben explicar de qué manera generan entornos urbanos amigables y seguros para las mujeres, los jóvenes, los infantes y los adultos mayores, lo cual no es una tarea fácil. Se da por supuesto que la población tiene los conocimientos y habilidades para hacerlo, pero en realidad eso implica toda una metodología de trabajo.
Por tanto, esta tarea suele dejarse a cargo del asesor técnico o se hace una descripción muy elemental, que se da por buena a la hora de seleccionar los proyectos porque no hay condiciones reales para hacerlo de otra forma, ya que no se contempla la necesidad de asesorías de carácter social y metodológico.
Sin duda el diseño participativo de los espacios públicos constituye un medio para expresar necesidades y aspiraciones de los habitantes, y la vez permite establecer, jerarquizar y negociar prioridades en función de requerimientos comunes. Este tipo de diseño de espacios también es un fin en sí mismo, pues materializa una calidad apropiada a las necesidades y aspiraciones manifestadas por la comunidad. Pero no basta diseñar en conjunto los espacios públicos para que cumplan los propósitos señalados, “es indispensable profundizar y fortalecer una gestión de ellos no solo participativa, sino sustentable, lo que implica trabajar en tres líneas: fortalecer los espacios públicos como escenarios para el encuentro y la interacción (animación del lugar); comprometer a la ciudadanía en su gestión para asegurar su uso (capacitación de la comunidad); y articular a actores, acciones y recursos para optimizar la gestión”.[12]
Son contados los casos que desde un inicio son acompañados por organizaciones civiles, sociales y/o académicas con experiencia en ese tipo de ejercicios, y sin duda los resultados son cualitativamente distintos. Incluso algunos han sido premiados; por ejemplo, en octubre de 2008 el Proyecto de Mejoramiento Barrial de la colonia “Primero de Mayo”, asesorado por Casa y Ciudad, fue seleccionada por The Technical Advisory Committee en Dubai, Emiratos Árabes Unidos, como “buena práctica”; la Asamblea Comunitaria de Miravalle fue ganadora de la cuarta edición del Premio Deutsche Bank Urban Age Ciudad de México en 2010; en ese mismo año se otorgó una mención honorífica al Centro Cultural Consejo Agrarista en Iztapalapa y al proyecto “Recuperando Espacios para la Vida” en Santa Fe. También obtuvo el primer lugar de Buenas Prácticas otorgado por el Observatorio Internacional de la Democracia Participativa en 2009, el World Habitat Awards 2011, otorgado en conjunto con la Building and Social Housing Foundation, fundación británica que premia las mejores prácticas en términos de construcción social del hábitat y la vivienda. Y además obtuvo el II Reconocimiento de Buenas Prácticas Subnacionales en Políticas Públicas de Desarrollo Social en América Latina (2014), que otorgan el Centro Regional para el Aprendizaje en Evaluación y Resultados (clear) para América Latina, el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), el gobierno del estado de Guanajuato y la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE).
Reflexiones finales
El Programa Comunitario de Mejoramiento Barrial es único en su tipo y de especial relevancia, como se desprende de los premios internacionales que ha recibido. Sin embargo, aún le hace falta disponer de recursos suficientes que le permitan operar de manera eficaz y eficiente —no sólo para la realización de obras, también para crear una estructura operativa adecuada—, fomentar el desarrollo comunitario, y realizar otras actividades en materia de cultura y sociedad que animen la reconstrucción del tejido social, la construcción de ciudadanía.
Algunos de los espacios recuperados por el programa han logrado gozar de una fuerte vitalidad, pues fueron apropiados por parte de vecinos y pobladores y eso repercute en el proceso de construcción de lo público en los barrios; de esos hay que aprender, lo mismo que de casos —la gran mayoría— en que se presentaron conflictos y fueron abandonados, o bien se fueron apropiados y utilizados de manera inapropiada. De ahí la necesidad de hacer una evaluación de impacto.
A pesar de lo ambicioso de sus propuestas en cuanto al sentido y proyección —propio de un gobierno identificado como de “izquierda”—, el Programa no sólo no ha logrado consolidarse y crecer, y más bien ha venido a menos. Las autoridades —excepto los pocos responsables del programa— no se identifican con él, no han tenido la capacidad de verlo y valorarlo como un instrumento programático, y mucho menos con potencial para convertirse en política pública — demanda permanente tanto de colectivo como de académicos y urbanistas— con capacidad para construir o aminorar los efectos sociales del neoliberalismo, de fomentar la participación y de construir ciudadanía, como se estableció en los lineamientos originales. Éstos, así como los mecanismos de operación, se han mantenido sin cambios desde el inicio, pero cada vez más se trata de palabras huecas, por lo cual no representan compromiso alguno ni implican responsabilidad para las autoridades.
El programa se ha convertido, al igual que la política social en su conjunto, en “la ambulancia que recoge a los heridos que ha dejado la política económica neoliberal” y en un apetitoso botín para construir clientelas. Conforme se pone en marcha año con año, pierde fuerza y sentido, a pesar de la permanente lucha que libran el colectivo y diversas organizaciones sociales y civiles para recuperar su sentido, recobrar la utopía de un proyecto de ciudad democrática, Incluyente, sostenible, productiva, educadora, habitable, segura, libre de violencia, saludable y con diversidad cultural, como se establece en la Carta de la Ciudad de México por el Derecho a la Ciudad; en ese sentido, un programa como el de mejoramiento barrial debería abonar de manera considerable el rescate de espacios públicos.
Pero tan se ha extraviado el sentido del programa que fue necesario ─resultado de la ardua lucha de las organizaciones─ elaborar una ley para garantizar recursos para su operación y funcionamiento, pero sobre todo para sus objetivos centrales. Así como se han perdido los valores en que se sustenta ─o debe sustentarse─ un gobierno de “izquierda” interesado en fomentar la equidad, la participación y la democracia participativa, en sus documentos y discursos se olvida la gestión y operación cotidiana de los programas.
En el año 2000, durante la Asamblea Mundial de Pobladores realizada en la Ciudad de México, ya se daba cuenta del gran problema que implicaban las dos visiones de lo que debe ser la ciudad y su gobierno:
Queda claro que para la construcción de un ideal colectivo los valores compartidos por los pobladores y las pobladoras son radicalmente opuestos a los valores del mercado y de aquellos que implican la globalización y las políticas neoliberales: cuando los habitantes hablan de inclusión, el mercado habla de exclusión. Cuando los habitantes hablan de libertad y autonomía el neoliberalismo habla de dependencia (social y económica).Cuando los pobladores hablan de justicia social, dignidad y respeto mutuo, el mercado habla de injusticia. Cuando los pobladores hablan de construir un mundo unido, solidario, rico en diversidad, la globalización habla de un pensamiento único. Para la construcción de la ciudad democrática, los valores compartidos por los pobladores se oponen a los principios de una ciudad autoritaria, pero también se refieren y demandan una ciudad donde existen la solidaridad, la confianza, la reciprocidad, la equidad y el sentido de la vida comunitaria […].
Ello implica revisar las visiones, los contenidos, los conceptos y las palabras. En el contexto neoliberal contemporáneo el debate sobre ciudadanía —y su necesaria correlación con la participación en el gobierno, incidencia en políticas públicas, y desde el gobierno y la sociedad— adquiere nuevos matices. La democracia actual obliga a repensar el contenido y el sentido de la participación. Hoy en día el juego democrático ha propiciado que las prácticas de los derechos ciudadanos redunden casi en el ostracismo, un alto índice de abstención en procesos electorales —incluidos las de comités vecinales— y en consultas; hay crisis de confianza dentro y fuera de las instituciones, en los gobernantes y en los partidos políticos. Y a esto se añade la incapacidad gubernamental para procesar nuevas demandas sociales; la cultura política que prevalece —compadrazgo y clientelismo—; sin embargo, la corrupción y la impunidad son dos de los problemas principales que deben nutrir este debate, y de esta forma reforzar tanto las leyes como la próxima Constitución de la Ciudad de México.
También es necesario reflexionar y generar consensos respecto a otros conceptos centrales, entre ellos espacio público, desarrollo comunitario, reconstrucción del tejido social, etcétera. Es necesario revisar los mecanismos e instrumentos de operación. Otorgar mayores atribuciones al Consejo Asesor y los distintos espacios de participación. Revisar y ser congruentes con los criterios de selección. No distribuir el recurso de manera homogénea, sino ser más selectivos y apoyar las propuestas que realmente cubran los requisitos establecidos. Valorar mejor los proyectos de continuidad y no utilizar los mismos criterios, sino evaluar resultados —sobre todo en términos de participación y apropiación y cuidado de los espacios—. No clientelizar ni otorgar cuotas, o bien buscar candados para evitarlo. Es necesario buscar la integralidad entre programas, el centro de éstos debe ser el barrio. Mayor transparencia y rendición de cuentas, no sólo por parte de los comités, sino en la selección de proyectos y asignación de recursos. El gran problema es que todo lo anterior no se resuelve con una ley, como vemos que ocurre de manera cotidiana, sino con voluntad política y compromiso por parte de todos los actores para abatir la corrupción y la impunidad, un paso fundamental para garantizar el Estado de derecho y de derechos que tanto se proclama y demanda.
Por último, es necesario destacar que la intención del desarrollo de la comunidad, al igual que otras formas de intervención social, se da por la cosmovisión o ideología subyacente de quienes realizan cada programa, proyecto o actividad en concreto. Esta cosmovisión y/o ideología no sólo brinda compresión y significado de la realidad, sino además expresa un horizonte utópico que concierne al modelo de sociedad que se estima necesario construir. Otro mundo posible, como lo consideran las organizaciones del MUP y quienes los acompañamos en esta tarea.
* Universidad Autónoma Metropolitana, Azcapotzalco.
[1] Fernando Gómez Aguilera, “Arte, ciudadanía y espacio público”, On the Waterfront, núm 5, 2004, p. 36. Recuperado de www.ub.edu/escult/Water/N05/W05_0.pdf.
[2] Idem.
[3] David Harvey, “El derecho a la ciudad”, New Left Review, núm. 53, 2008, p. 23.
[4] Carta Mundial por el Derecho a la Ciudad, ONU-Habitat, 2002.
[5] Charlotte Mathivet y Ana Sugraynes (eds.), Ciudades para tod@s: o el derecho a la ciudad, propuestas y experiencias, Santiago de Chile, Habitat International Coalition-América Latina, 2010.
[6] Jordi Borja. Espacio público y derecho a la ciudad, Barcelona, Institut de Drets Humans de Catalunya (Serie Derechos Humanos Emergentes, 7), 2011, p. 140.
[7] Una red conformada por organizaciones sociales y civiles entre las que se encontraban el Laboratorio de Habitabilidad, Taller de Habitabilidad México, A. C., Taller de Habitabilidad Zona Norte, Taller Carlos Leduc, Facultad de Arquitectura UNAM, Instituto de Arquitectura y Urbanismo (IDAU-CAM), Unión de Colonos de Álvaro Obregón (UCAO), Unión de Colonias Populares (UCP), Asamblea Inquilinaria, Unión Popular Revolucionaria Emiliano Zapata (UPREZ), Asociación Sindical de Trabajadores del INVI, Tequio, Colectivo Emiliano Zapata, Tepito Arte Acá, A. C., El Barzón, COPEVI, Casa y Ciudad, Arvite, A. C., Frente Popular Francisco Villa, Frente Vecinal por la Esperanza, Coordinadora Metropolitana de Mercados, Coordinadora el Molino, Comisiones de Vivienda de: Azcapotzalco, Gustavo A. Madero e Iztapalapa.
[8] O. Segovia y G. Dascal (eds.), Espacio público, participación y ciudadanía, Santiago de Chile, Sur, 2000, p. 65.
[9] Colectivo Social en Política de Mejoramiento Integral del Barrio, 2006.
[10] Gaceta Oficial del Distrito Federal, 23 de marzo de 2016.
[11] Gaceta Oficial del Distrito Federal, 21 marzo de 2016.
[12] Enrique Oviedo y Ximena Abogabir, “Participación ciudadana y espacio público”, en Olga Segovia y Guillermo Dascal (eds.), op. cit.