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Ciudades y naturaleza muerta: higiene, miasmas y pantanos

ENVIADO POR EL EDITOR EL Lunes, 01/04/2024 - 14:35:00 PM

Marcela Dávalos López*

 

Resumen
Los textos de Denis Jourdanet, médico francés contratado para hacer un estudio de la atmósfera en México durante el siglo XIX, contienen dos filosofías distintas de la acción humana sobre la naturaleza. En un siglo marcado por los avances científicos y sus aplicaciones técnicas, él osciló entre las teorías de la enfermedad miasmáticas y las atmosféricas. Parte de los protocolos de higienización que se ejecutaron en diversos países —desecar lagos y pantanos y desviar corrientes— no obtuvieron su aprobación indiscriminada. Algunos pasajes en sus escritos permiten suponer que Jourdanet favorecía una solución menos violenta para el entorno; sin embargo, en el contexto de la fiebre higienista decimonónica, se ignoraron sus observaciones. Su caso invita a indagar sobre otras voces menospreciadas o silenciadas por el poder institucional.

Palabras clave: Denis Jourdanet, salubridad, pantano, miasma.

 

Abstract
Writings by Denis Jourdanet, French physician hired to conduct a study on the atmosphere of Mexico in the 19th century, contain two different philosophies of human action on nature. In a century marked by scientific developments and their subsequent technical applications, Jourdanet wavered between miasmatic and atmospheric theories of disease. Hygiene protocols enforced in various nations (draining lakes and swamps, diverting rivers) did not always obtain his complete approval. Certain passages in his writings allow us to suppose Jourdanet favoured a solution much less violent towards the environment. However, given the hygienist fever of the 19th century, his observations received no attention. His case beckons us to explore other voices disregarded or suppressed by institutional power.

Keywords: Denis Jourdanet, sanitation, swamp, miasma.

 

Preámbulo

La primera Exposición Universal sobre la Naturaleza, inaugurada con el comienzo del presente siglo, tuvo un título en extremo elocuente: “Humanidad, naturaleza, tecnología. Nace un nuevo mundo”. Esa frase parece evocar hoy día más catástrofes que logros. Los objetivos proclamados por los organizadores —luchar contra el hambre y la destrucción del medio ambiente, fortalecer la agricultura y silvicultura sostenibles, alertar sobre el manejo responsable de los recursos naturales y sobre los riesgos que implica la explotación desmedida de la naturaleza o difundir las oportunidades que brinda una gestión económica sostenible— distan de la manera como las naciones han establecido su relación con la naturaleza en el siglo XXI. No obstante, más allá de detenernos en la antagónica propuesta a la realidad que miramos, aquí señalo la evocación a la que aquella Exposición suscita: dar vuelta y mirar cómo se entendía el concepto de naturaleza en contextos históricos distintos al nuestro.[1]

 

Hoy día, la interdisciplinariedad (la suma de diversos enfoques disciplinarios en torno a un mismo problema) se ha convertido en un rasgo común de buena parte de la labor académica.[2] El ámbito de la investigación ecológica no es una excepción;[3] sin embargo, allí esa nueva forma de hacer ciencia ha debido enfrentarse con una corriente alterna, promovida por grupos con intereses económicos por los recursos y dedicada a arrojar cifras concretas, porcentajes de extracción y ganancias. La historia ecológica de las minas, ríos, bosques o sembradíos tiende a ser vista no como un medio de comprender sociedades ajenas a la nuestra, sino como un instrumento ancilar para la dominación de los recursos de un territorio.

 

Por otra parte, una investigación sobre la tríada humanidad, naturaleza y tecnología puede demostrar la función social de un relato histórico en plena construcción; es decir, la frase “Nace un nuevo mundo” asociada a esos tres conceptos revela el horizonte cultural de la época que la enunció. Y requerimos comprender cómo llegamos a este punto. Sin duda la ruta de nuestra búsqueda se halla en “las serias crisis ambientales, sociales y económicas que enfrentamos”, o bien, en considerar que “nosotros los seres humanos somos la fuerza motriz para la sexta extinción en masa de plantas y animales en la historia de la Tierra”.[4] Nos resulta familiar escuchar que ante la “crisis civilizatoria que vive la humanidad” debemos tender al “buen vivir y la responsabilidad social a partir de la relación con la naturaleza”.[5]

 

El concepto de naturaleza también tiene una historia que se extiende desde la Antigüedad grecolatina hasta la actualidad. Sus asociaciones con dioses, héroes, destino, salvación o progreso han coexistido y rivalizado con corrientes religiosas, filosóficas y sociales. Así pues, una larga gesta nos obliga a especificar desde dónde hablamos. Aquí nos ubicaremos en las últimas décadas del siglo XIX, periodo que, referido de manera muy simple, heredó una concepción de naturaleza como “máquina del universo”, como mecanismo ajustado al mundo y ajeno a cualquier voluntad divina. El intenso pero oscilante diálogo con el racionalismo dieciochesco abrió las puertas a la disgregación del mundo físico y a la universalidad de las leyes naturales en el siglo XIX.[6] Desde luego, no pretendería desarrollar aquí toda la historia del concepto en este periodo; no obstante, refiero esto para subrayar que la triada que nos ocupa ha remitido a otras prácticas culturales, a significados disímiles de los actuales.

 

Al saber ilustrado sucedió una época obsesionada con especializar conocimientos y traducirlos en tecnología. Este texto observa, pues, al siglo XIX, periodo heredero de trescientos años empeñados en reconocer y clasificar el orden de la naturaleza. Hacia 1870 las disciplinas institucionalizadas habían establecido sus propios cuerpos de conocimiento, lenguajes técnicos y códigos universales. Son numerosas las historias de exploraciones científicas y viajes emprendidos entre el siglo XVI y el XIX[7] que advierten sobre el enorme afán por congregar dentro de las instituciones canónicas de conocimiento (universidades, hospitales, museos) toda la información que el mundo ofrecía. De ese enorme cúmulo de datos, aquí me referiré a un aspecto minúsculo que, sin embargo, tuvo enormes alcances en la sociedad: la construcción de ciudades modernas en función de la salud e higiene públicas.

 

Para ello retomaré los escritos de un estudioso poco conocido, Denis Jourdanet. En sus textos se alcanza a reconocer dos lenguajes (dos formas de comprender el mundo) que interactuaban en su tiempo. Practicante del humanismo y heredero de una filosofía que entendía la naturaleza como un todo y aún atenta a la divinidad, convivió, quizá sin proponérselo, con la ciencia positivista. Sus planteamientos sobre el entorno que lo rodeaba partían de un elemento totalizante: la atmósfera. En sus escritos, la naturaleza, aunque tenía singularidades, se hallaba bajo la influencia definitiva de la temperatura, presión o humedad. Para él, la salud de las ciudades, al igual que la de cualquier ser viviente, se regía por su sitio.

 

Jourdanet participó en las discusiones sobre salud e higienismo de su época, y fue testigo de las aplicaciones científicas para erradicar los “miasmas” insalubres, aunque no fue promotor de la tecnología consecuente. Tras su muerte, fue retomado (en gran medida debido al azar) por el equipo de científicos positivistas que promovieron la institucionalización de la medicina y la higiene pública. Fue crucial en el proceso que, pocos años después de su muerte, coronó de modernidad salubre a la Ciudad de México con la construcción del Gran Desagüe.

 

Atmósfera, naturaleza y salud

“Proteger la piel contra la evaporación y contacto con el aire frío, evitar el paso súbito del sol brillante de la calle a la fría sombra de los departamentos; disfrutar moderadamente de las delicias del claro de la luna al abrigo de ropa que guarde el calor; eso es, en dos palabras, la profilaxis [...] sobre el Anáhuac”.[8]

 

Así resumía la prevención de las enfermedades en México el doctor Denis Jourdanet.[9] La “humedad” y los paseos en días “de luna llena” poblaron sus textos. La medicina se ejercía con enfriamientos, dietas, gimnasia o abstinencia. Los males podían aliviarse “tratados por medios acordes con su naturaleza y con el estado fisiológico de los pacientes”.[10] El funcionamiento de los seres vivos era inherente al entorno en que residían y “las cualidades del aire atmosférico” valuaban la salud tanto de los individuos como de los animales o de las ciudades.

 

Cuando escribió su libro sobre México y la América tropical, Jourdanet ya había viajado por los cuatro puntos cardinales de la republica mexicana. Además, había escrito sobre “el aire rarificado”, la “aeroterapia”, las “presiones barométricas”, “el clima de las montañas”, la influencia de la “altitud” en los organismos, entre otros tantos temas que asociaba a la salud. A sus veintidós años, había zarpado rumbo a uno de los puertos más temidos en la época: Veracruz. Si el sitio era “célebre en la historia por los conquistadores españoles” —escribió Jourdanet al embarcarse—, lo era aún más “por el terror que su clima inspiraba a los europeos”. Mientras él planificaba su viaje en El Havre, la gente, sorprendida de su destino, le decía: “¡Oh Dios! ¡Es del todo insalubre! ¿No tienes miedo a la fiebre amarilla?”. Sus notas describen el prejuicio que predominaba en 1842. Desde el primer momento en que escuchó “fiebre amarilla”, la frase “no cesó de resonar en mis oídos durante todo el viaje” —expresó—. Se tenía más miedo a toparse con ella que a los peligros del “mar colérico”.

 

Jourdanet, al igual que sus compañeros de viaje, llegó a puerto mexicano esperando encontrar en los habitantes de Veracruz enfermos con mejillas demacradas, pieles verdosas u ojos amarillentos. No obstante, halló lo contrario: pieles morenas doradas por el sol, ojos alegres, mejillas redondas, actitudes francas y benévolas: “la alegría, el bienestar respiran fácilmente sobre rostros dulces y sonrientes [...] muy al contrario [de lo que esperaba], vi pruebas de una salud perfecta”.[11]

 

Décadas después de aquel viaje, Jourdanet fue contratado por Porfirio Díaz, en quien debe reconocerse al presidente más dedicado (hasta su época) a resolver los problemas de salubridad en la Ciudad de México. Lo singular de este hecho es que los textos del francés se distancian de los planteamientos de otros higienistas contemporáneos. En el último tercio del siglo XIX la medicina ya se había ramificado, dejando a los especialistas en higienismo la creación de normas que debían seguirse en toda ciudad moderna: desde la disponibilidad de aguas salubres hasta la salida de desechos, pasando por la alineación de calles, reglamentos de viviendas, mercados, cementerios y hospitales. Esos especialistas llevaban ya décadas compartiendo experiencia y descubrimientos con sus homólogos de diversas partes del mundo en instituciones que aglutinaban los avances científicos.[12] Su ciencia se dividía en especialidades tales como la higiene del trabajo, la femenina, de la vejez, la escolar o la naval, entre muchas otras. Y es esta discordancia simultánea la que, en gran parte, motiva nuestro interés por el enfoque atmosférico de Jourdanet. Desde que realizó su primer viaje al puerto de Veracruz, tenía en mente esta cuestión: “que el arte y la ciencia ganan manteniéndose unidas. Y que, para el médico como para el artista, un país no es fielmente descrito si el escritor no se inspiró en el color local”.[13] En su manera de entender el mundo Jourdanet muestra, por un lado, el diálogo que mantenía con su época y, por el otro, aporta su perspectiva respecto de un problema actual: “En un mundo en el que tendemos a trazar una línea muy definida entre las ciencias y las artes, entre lo subjetivo y lo objetivo”, hemos perdido la capacidad de “comprender la naturaleza de verdad” empleando “nuestra imaginación”. Esa imaginación se refería a percibir “la naturaleza como una red” donde todo se “sostiene junto”, a tener la posibilidad de ser a un mismo tiempo “poeta y naturalista”.[14]

 

En efecto, Jourdanet conservó cierto tono de naturalista (como se les llamaba antiguamente a quienes estudiaban los fenómenos físicos y biológicos), entre otras razones porque aludió a autores de la tradición filosófica que pasaron inadvertidos mientras el pragmatismo higienista transformaba las ciudades. Al mismo tiempo, se decía admirador de la química moderna, marcada por el descubrimiento del oxígeno por Priestley y los análisis del aire de Lavoisier, que había revelado “la proporción de los gases de los que se compone la atmósfera”, teoría de la que se apoyó para establecer que el “oxígeno era el elemento de toda oxidación lenta y que la respiración era un fenómeno comparable a la combustión de los cuerpos inorgánicos”.[15]

 

Aunque el paso de la “filosofía natural” a la “ciencia” objetivista no fue inmediato, en tanto la transformación de los presupuestos más básicos produjo “un ajuste en el significado de todos los demás”,[16] para la segunda mitad del siglo XIX la unión entre instituciones estatales, saberes y técnicas ya estaba consumada. En México, el Ayuntamiento convocó en varias ocasiones a los “sabios” —probablemente tomando una traducción directa del francés savants[17] a presentar proyectos para mejorar la higiene urbana. En medio de máquinas para desazolvar acequias y diseños de lavaderos comunes, Jourdanet cifraba la salud ambiental en el oxígeno, la composición de la atmósfera y la presión de los gases sobre el cuerpo, siempre y cuando se considerara que las singularidades de cada región derivaban en fórmulas diferentes.

 

La popularidad de esta teoría por aquella época se muestra claramente en el Proyecto de la comisión de Higiene Pública de la Sociedad Económica Matritense, publicado en 1862, compilación de recomendaciones para mejorar la capital española. Sus autores señalaron que las “condiciones individuales y del clima de Madrid” eran claves para comprender y “modificar la aptitud orgánica y las influencias exteriores”. El “aire atmosférico” y “las acciones que le son propias” estaban “íntimamente ligadas a nuestra salud y nuestra vida”, pues era el aire “el motor principal de la actividad orgánica”.[18]

 

Esos estudios, de alguna manera, participaban de las perspectivas holísticas, “cosmologías populares”, que habían reinado hasta el antiguo régimen y cuyas raíces se remontan a la Edad Media. Aquí partimos del supuesto, ya muy estudiado, de que circularon hasta finales del siglo XIX, cuando las investigaciones bacteriológicas comenzaron a encumbrarse. Aeristas, miasmáticos, vitalistas, mecanicistas o mesmeristas, hablaban de fluidos, fuerzas invisibles o elementos que chocaban en el vacío y que estaban presentes en todos lados. La lectura de autores como Edwin Chadwick expandió la teoría de los “miasmas”, que achacaba a estos supuestos fenómenos el origen de las enfermedades (se afirmaba que la vía miasmática era la responsable de epidemias como el cólera y el tifus)[19] y que dio forma a las políticas de salubridad de diversas capitales, desiguales tanto en tiempos como en formas y, en muchas ocasiones, inútiles. Esa teoría pretendía guardar un “equilibrio” con la naturaleza y encontrar “estados saludables”. Sus adeptos se referían a “fuerzas vegetativas”, “astronomía inmóvil”, “agentes universales” o al “éter newtoniano electrificado”. No obstante, esas miradas anímicas también llegaron a ocupar espacios de poder y a tener intereses en la política, por ejemplo, durante la Revolución francesa.[20]

 

En la primera mitad del siglo XVIII el racionalismo aún no predominaba. Un hombre culto creía en brujería, agentes diabólicos, hombres lobo, generación espontánea, astrología, etcétera.[21] Todos esos saberes fueron paulatinamente expulsados de la ciencia oficial al dar foro a las voces institucionalizadas de los nuevos especialistas. No obstante, de una u otra manera, los autores prepasteurianos, desde Mesmer hasta Priestley, pasando por Newton o Lavoisier, consideraron que el universo estaba inmerso en un fluido ultrafino que penetraba en los cuerpos alterando la salud. El descubrimiento del microorganismo disminuyó el peso de ese envolvente, al ubicar a pequeños cuerpos diferenciados como causantes de distintas enfermedades. Combatir a dichos entes microscópicos, cada vez más clasificados, quedó en manos de los especialistas. Y con ello el conocimiento de la naturaleza, el entorno exterior en que residían los seres humanos, quedó sujeto al orden institucional vertido por opiniones expertas que para la población se tradujeron en normativas a obedecer.

 

En el México del siglo XVIII, ese fluido envolvente universal fue conocido como “miasma”. Se trataba de una teoría sistémica en tanto circunscribía a las prácticas culturales por completo: todos los habitantes se convirtieron en responsables de la salud urbana. Su comportamiento cotidiano e individual (acatar las órdenes de no vaciar sus detritus en las corrientes y velar la presencia de cualquier materia orgánica sensible a descomposición) repercutiría en que los aires y aguas se convirtieran en miasmas venenosos. La vigilancia colectiva comenzó a separarse de la autoridad religiosa: la policía, los cuarteles y los gendarmes captaron la atención del nuevo orden urbano. La holística manifiesta en sociedades devotas comenzó a dejar su puesto a un orden civil. Con esto tan sólo me interesa resaltar que la naturaleza beatífica y marcada por la voluntad divina cedió muy lentamente su puesto a una naturaleza terrena, orgánica y corpórea. La salud fue un asunto que el grueso de la sociedad debía practicar. Antes de que la materia orgánica en descomposición fuese vinculada a la corrupción y al mal, toda naturaleza existía asociada a la divinidad; existía una “comunicación del ser divino” con la “naturaleza humana”, que aún constaba de “cuerpo, alma y espíritu”.[22] Las perspectivas bíblicas, que igualaban descifrar “el libro de la Naturaleza” con estudiar “la obra de Dios” todavía eran vigentes y la comprensión orgánica del mundo no descartaba el paradigma bíblico, tal como se manifestaba, por ejemplo, en el conocimiento de la estructura interna de la tierra.[23]

 

Los entornos urbanos y sus nuevas administraciones, aunque civiles, quedaron marcados por los referentes de la ciudad parroquial. La eficacia de la nueva profilaxis universal —que sustituía al poder de la divinidad— fue, en un primer momento, dejada a vecinos y feligreses: de su atención y obediencia a las normas dictadas dependería que los miasmas se mantuvieran purificados. Gracias a las numerosas investigaciones contemporáneas sobre el rol de las teorías miasmáticas en la creación de las ciudades civiles podemos aquí avanzar en el tiempo.

 

Es posible ver en el doctor Jourdanet la influencia de aquellas teorías. Él consideraba que sus planteamientos atmosféricos abarcaban al conjunto de los seres humanos, que la naturaleza seguía el ritmo marcado por la temperatura y del equilibrio de ésta dependían la salud de los pueblos y ciudades. A finales del siglo XIX, sus estudios fueron retomados por las instituciones académicas. La población obedecería las normas que regían su salud, pero los fundamentos de esas normas le serían ajenos. Las variables que influían sobre la vida del hombre, teorías emanadas en gran medida de las conversaciones que Jourdanet mantenía con la población, se convirtieron en saberes científicos. Es decir, las condiciones atmosféricas serían en adelante decretadas por sabios especialistas y quedarían apartadas de la experiencia del común. Fue un momento en que la salud urbana ya era un conocimiento incuestionable. No aceptarlo implicaba ir en contra del bienestar social, y el avance de sus medidas pragmáticas no sólo había transformado el entorno de las ciudades, sino que para los vecinos había quedado claro que las prácticas higienistas serían controladas por los gobiernos y autoridades. Cuando Jourdanet fue contratado por el presidente Porfirio Díaz, los ciudadanos se habían ya sujetado a una normatividad que, aunque iba en contra de sus anteriores formas de relación con el entorno, debía ser aceptada. Las tareas que transformarían los paisajes estaban sustentadas en la salud, la higiene y el bienestar social.

 

Los pantanos: naturaleza muerta

 

Una de las labores instrumentadas por los gobiernos decimonónicos para mejorar el bienestar de la población fue desecar los entornos acuáticos. La extensa y bien documentada historia sobre la desecación del lago de Texcoco en que se asentó la Ciudad de México corrió paralela al desecamiento de lagos, corrientes o pantanos en diversas urbes. Cuando Porfirio Díaz inauguró en 1900 el Gran Canal del Desagüe en México, la medicina estaba en plena especialización. No obstante, otras miradas corrían paralelas: entre la medicina tropical y la ingeniería sanitaria había una enorme brecha, aunque ambas procedían de los mismos saberes científicos.

 

Para el último tercio del siglo XIX, las teorías mecanicistas seguían vivas, tal como lo muestra una descripción de Manuel I. Rodríguez donde explica lo que sucedía al construir “el sistema de atarjeas de la ciudad de México”. Los “gérmenes” que la tierra “retiene en su seno” quedaban libres:

 

una gran cantidad de tierra perfectamente infectada, puesto que es la de las capas superficiales, la que rodea al albañal y está infiltrada de los productos que acarrea, y que más que tierra es un verdadero lodo, cuyo solo aspecto y olor repugnan, que es sin cesar agitado, favoreciendo así el desprendimiento de miasmas y emanaciones, multiplicando su superficie de contacto con la atmósfera que tomará y arrastrará innumerables gérmenes.[24]

 

Ese texto, que cohabitaba con los estudios químicos sobre las aguas,[25] muestra cómo las teorías holísticas alternaron con los enfoques que la academia y las ciencias impulsaban. El orden espacial urbano comenzaba a delimitar y a excluir a la población a partir de esos modelos derivados de estudios atmosféricos y químicos. La importancia concedida a las temperaturas de los gases o la presencia de humedad, así como a los estudios químicos sobre el agua, aportó elementos para explicar por qué el lago de la Ciudad de México debía ser desecado, o bien, por qué se separaron sitios residenciales de mercados y cementerios, pero también para justificar el derrumbe de casas, el desvío de corrientes de agua o la imposición de multas. Todos esos cambios fueron parámetros del mayor o menor estado de salud en las ciudades.

 

El consenso histórico que propició la desecación de los lagos de la Ciudad de México nos lleva a investigar una concepción gestada en las primeras décadas del siglo XIX. Luchas por el poder, exclusiones, letargos e irregularidades administrativas se fueron tejiendo en una sola voz que tomó cada vez mayor peso: al final quedó consensuado que la ciudad yacía inmersa en miasmas e inmundicias, y la única solución consistía en desecar el lago. Los protagonistas de la higiene pública —médicos, ingenieros o funcionarios— amasaron ese consenso por medio de intercambios y acumulación de experiencias. La asistencia a congresos, convenciones, exposiciones, canje de revistas y demás medios de comunicación, les permitieron difundir sus ideas y homologar criterios (al menos entre los principales implicados).[26] Desecar el lago de Texcoco fue resultado de un proceso que duró más de cuatro décadas. Es una historia tan bien conocida que tan sólo reiteraremos que se vieron implicadas varias generaciones.

 

Muy por el contrario, los pantanos han sido poco atendidos por los historiadores. Esos cuerpos de agua fueron considerados “insalubres” debido a los olores que emitían; a sus vapores, temperatura y animales que “devoraban” lo que en ellos se descomponía, tales como las aves carroñeras. Acabar con la emisión de sus metanos fue sinónimo de urbanidad. Construir las ciudades higienistas se tradujo en dominar aquellos cuerpos de agua hoy altamente apreciados como “ecosistemas indispensables para el sostenimiento de los delicados equilibrios globales que hacen posible la vida en la tierra”.[27]

 

Ciertas vertientes interpretativas muy en boga durante el siglo XIX afirmaban que la humedad de los suelos en que se situaban las poblaciones era clave para la salud. Por ejemplo, en un extenso tratado geológico los autores comenzaron anotando: “La higiene de la habitación y aquella de la ciudad están influenciadas de muchas maneras por la constitución geológica del suelo”. Los higienistas, añadían, debían poseer “ciertos conocimientos geológicos” y, especialmente, “cuando se trata de apreciar la calidad de un agua potable”.[28]

 

El sentido expansivo, sistémico, de la higiene pública incluyó también reglas y procedimientos que debían seguirse al construir habitaciones. Esto, para la mirada de los geólogos, resultaba prioritario. La posibilidad de higienizar la ciudad era inherente a las condiciones del suelo en que se construía. Al tema se sumaron miles de páginas referidas a los suelos, materiales y métodos de construcción. Instructivos que ponderaban la porosidad de las paredes, clasificaban las edificaciones incorrectas, enlistaban los materiales prohibidos o incluían la influencia de la luz, aire y temperatura ideal como parte de su análisis de suelos. Cabe mencionar la atención singular que prestaron a las habitaciones de los pobres y trabajadores; a éstos se les asociaba, invariablemente, con los peores sitios y costumbres para residir. Asociados a suelos arcillosos, humedades, salitres acumulados en las paredes, espacios oscuros y sin aire, los manuales aconsejaban prestar atención en esa parte de la población trabajadora que, para satisfacer sus necesidades básicas, circulaba por las ciudades transportando la amenaza creada en sus hogares hacia los del resto de la población. Esto apunta a que la higiene pública no sólo estuvo adherida a la prevención y salud, sino también a la política y al mercado; aquí, sin embargo, no centraremos la atención en ese aspecto, que llevó a la creación de especialidades donde se requerían tanto médicos como ingenieros, químicos, geólogos, arquitectos o veterinarios.[29]

 

La humedad fue un enemigo clave de las ciudades modernas. Cegar acequias, desecar lagos, desviar cauces, entubar o desaguar era inherente al progreso sanitario. Toda población ubicada sobre sitios húmedos o cerca de ellos era vista como nociva para el “equilibrio corporal”; y en ese rubro entraban los pantanos, asociados a las “emanaciones telúricas”. Durante el siglo XVIII se creía que “exhalaban” gases o miasmas provenientes del centro de la tierra y eran temidos por ello.[30] Entre el agua, la humedad y los miasmas, estos ecosistemas quedaron bajo observación y sujetos, irremediablemente, a su extinción. En este tema, poco tratado para México, el doctor Denis Jourdanet nos lleva nuevamente de la mano. Luego de haber desembarcado en Veracruz, salió una madrugada rumbo a la capital. Su descripción habla más que mil palabras: halló un “cielo en estado puro, aire tranquilo y temperatura sofocante”. La descripción siguiente refiere sus observaciones sobre las zonas húmedas y supuestamente nocivas: “Atravesamos, sin ver nada, los pantanos inmundos que languidecían cerca de la ciudad, respirando a pleno pulmón los miasmas producidos en la oscuridad de la noche [...] nuestras mulas marchaban rápido y nos alejaron en pocos instantes de esa influencia mórbida a la cual el viajero no resistiría por mucho tiempo”. [31]

 

Antes de continuar con las anotaciones del doctor Jourdanet, es interesante referir el sentido original del término pantano, en el que reparó Anthony Wilson. Hallar su significado, expresa este historiador, resulta un desafío:

 

El Oxford English Dictionary da fe tanto de la vaguedad como de lo efímero de la definición original: define un pantano [swamp] como “Una extensión de tierra baja en la que se acumula el agua; un trozo de tierra mojada y esponjosa [...] Original y en uso temprano sólo en las colonias de América del Norte, donde denotaba una extensión de suelo rico en el que crecían árboles y otra vegetación, pero demasiado húmedo para el cultivo”. El Oxford English Dictionary no sólo postula pantano como sinónimo de “marisma” o “humedal”, sino que también especifica que sus orígenes describen tierras “demasiado húmedas para la siembra”. En este sentido, dado que las tecnologías contemporáneas han hecho practicable la limpieza y el cultivo de prácticamente cualquier tierra no desértica, es posible que los pantanos como se describieron originalmente ya no existan.[32]

 

El diccionario da fe de que, quizá, “los pantanos como se describieron originalmente ya no existan”. ¿Acaso la descripción del doctor Jourdanet proviene de ese tiempo en que los pantanos sí existían? No es difícil responder afirmativamente, considerando los pocos avances que sobre cuestiones de desecamiento se habían practicado en México antes de las últimas décadas del siglo XIX.

 

A la descripción del pantano por el que pasó al salir una madrugada de la ciudad de Veracruz, Jourdanet añadió que muchos “europeos poco favorecidos por la fortuna” habían sido víctimas de esas “emanaciones dañinas”, imagen que contrastaba con la “naturaleza tantas veces soñada” que habían esperado encontrar en el Nuevo Mundo.[33]

 

Jourdanet conocía la experiencia de otros países respecto al “saneamiento” de los suelos y desecación de los pantanos, y dudaba de sus procedimientos. Aludía a los ingleses como pioneros: “To drain es palabra muy usada en Inglaterra para indicar los trabajos que tienen como objeto la desecación y saneamiento de los terrenos”, que habían creado un “sistema de tubos para desaguar el pantano”. También Holanda era otro país ocupado en “labrar la trayectoria de los pantanos”.[34] Las teorías de la higiene y la salubridad pública igualaron lo seco y la salud. Por lo tanto, desecar pantanos, lagos o corrientes fue una práctica común, a costa de cualquier entorno natural, ya que era la condición óptima para construir ciudades saludables. Ésta fue una parte importante, de la que poco sabemos, en la transformación del medio ambiente. Al desecar los pantanos, ya se ha establecido hoy día, se estaba liquidando una fuente de vida y gases primordiales para la existencia humana.

 

Para llevar a cabo el exterminio de los pantanos, según sugerían las comisiones de salud e higiene, era necesario que los gobiernos promovieran las tareas de desecación y facilitaran recursos y dinero a los campesinos.[35] Hoy estamos conscientes de que desecar lagos, acequias o pantanos no fue la mejor decisión. Indagamos sobre la posibilidad de que los gobernantes, médicos, ingenieros y demás especialistas involucrados hubieran considerado otra salida. Otras aplicaciones de los avances científicos. Esa estrategia consensuada se aplicó sobre las innumerables acequias o canales que cruzaban ciudades como París o México. Referir al caso de España nos lleva un poco más lejos.

 

El higienista Arsenio Marín, consagrado al saneamiento de los pantanos, ilustró el peso que la higiene pública le dio a la cuestión. En sus “Instrucciones higiénicas para evitar los efectos de los pantanos” afirma que en las marismas de Lebrija se hallaba “un pantano de siete leguas de circunferencia, en donde todo era aislamiento, tristeza, miseria y enfermedades”, pero luego de ser desecado quedó “convertido en un vergel”, gracias al modelo de “arquitectura hidráulica” lograda por la unión de un ingeniero y un empresario.[36]

 

Esta referencia ofrece un elemento clave: los proyectos higiénicos fueron de la mano con los avances técnicos y los intereses económicos. No obstante, quisiera resaltar, en las mismas palabras del higienista Marín, un aspecto que relativiza, a la distancia temporal, el efecto nocivo que se ha atribuido a los pantanos, haciéndolos víctimas del “ilimitado optimismo tecnológico que caracteriza a nuestros estilos de aprovechamiento de los recursos finitos del planeta”.[37] Después de referir a las siete leguas que ocupaba el pantano desecado, Marín añadió: “Algunas personas no contraen las fiebres intermitentes, no se envenenan por los efluvios, aunque respiren la atmósfera pantanosa”, hecho que, expresaba, “no deja también de ser excepcional”. Y luego, de manera contradictoria, en el punto cuarto, que trata de sus “Instrucciones”, habla sobre “los indígenas”, es decir, quienes viven en las proximidades o dentro del pantano, y al respecto aludió al alcance del daño que ese ambiente podía provocarles a largo plazo. Esos indígenas “se habitúan a los sufrimientos que producen los efluvios pantanosos, soportando, al parecer, la atmósfera miasmática; más no se olvide que esta es una inmunidad falsa, y que los habitantes se habitúan a los miasmas a expensas de una vida prematura y miserable”.[38]

 

Aunque no queda claro a qué indígenas se refería Marín, por la investigación reciente elaborada por Anthony Wilson sabemos que para los primeros colonos europeos en Norteamérica, el pantano “era un lugar relacionado con el pecado y la impureza”, mientras que para los afroamericanos, nativos americanos, acadianos y blancos pobres de zonas rurales consideraban que ese ambiente proveía de muchas cosas necesarias. Wilson, además, muestra los varios significados que en el pasado pudieron tener los pantanos. Mientras para la élite de las plantaciones el pantano constituía “un obstáculo práctico para el desarrollo agrícola, para los muchos excluidos de la aristocracia blanca [...] significaba algo muy diferente, refugio y sustento ante el avance de la ‘cultura de plantación’ dominante”.[39]

 

Con la diversa recepción de aquellos cuerpos de agua destinados a la desaparición podemos terminar aquí. Su muerte pronta en manos de la tecnología evitó, incluso, que podamos reconocer el significado exacto que algún día tuvo el término “pantano”.

 

Desenlace

 

Guiados por Denis Jourdanet, hemos apuntado algunos de los muchos sentidos diferentes de naturaleza. El creciente interés por la interdisciplinariedad contrasta con las investigaciones que el médico galo hacía mientras se llevaban a cabo las excavaciones para construir el desagüe de la Ciudad de México. Sus textos, que apuntaban a un acercamiento menos corrosivo hacia la naturaleza, fueron conocidos, pero no atendidos. Su voz invita a indagar sobre otras voces menospreciadas o silenciadas por el poder institucional. Ante la inercia histórica, es decir, el progreso entendido entre otras cosas como la desecación, edificación de puentes, desagües, letrinas, o bien la instauración de consensos normativos, estudios como el de Jourdanet resultan valiosos por su razonable disidencia.

 

El enfoque de ese médico, que en sus planteamientos guardaba tintes humanistas, fue admitido entre los científicos mexicanos del siglo XIX, aun cuando sus postulados conducían a vías alternas a los que ellos propusieron para confeccionar la higiene en las urbes. Los análisis atmosféricos de Jourdanet cruzaron dos maneras de concebir el mundo. Hoy es posible preguntarnos si su perspectiva —holística en tanto su punto de partida (la atmósfera) envolvía por igual a hombres, sociedades, ciudades o animales— habría podido llevar a prácticas menos perjudiciales para el entorno natural o incluso beneficiosas para la población. En sus planteamientos se atisban soluciones que apuntaban a una dirección diferente que la que finalmente predominó. Desecar las corrientes y lagos, hoy lo sabemos, no fue una verdadera solución. En sus propuestas se hallaban rutas que no fueron advertidas. El azar que lo llevó a ser parte del núcleo de los científicos del México decimonónico lo sumergió en ese discurso predominante, sin que se reparara en el contenido de su obra. Cuando fue integrado al corpus de quienes clamaban por desecar pantanos, desviar ríos y desaparecer lagos, Jourdanet ya había muerto; las nuevas tecnologías ya habían alterado los suelos de la Ciudad de México. La opinión letrada, casi en su totalidad, aplaudía al nuevo sistema de drenaje (aun cuando, durante su inauguración, el Gran Desagüe no hubiese funcionado).

 


* Centro INAH-Morelos.
[1] Jean Ehrard, L’idée de nature en France dans la première moitié du XVIII siècle, París, Sevpen, 1963; Pierre Hadot, El velo de Isis. Ensayo sobre la historia de la idea de Naturaleza, Barcelona, Alpha Decay, 2015.
[2] Una búsqueda del vocablo interdisciplinario en español, inglés y francés en títulos de publicaciones arroja las siguientes cifras (búsqueda por décadas, delimitada por las categorías “mundial” y “no ficción”): entre 1950 y 1970, 46 resultados en español, 5 132 en inglés y 297 en francés; entre 1971 y 1980, 343, 28 722 y 1 354, respectivamente; entre 1981 y 2000, 1 435, 71 981 y 5 504; entre 2001 y 2020, 3 166, 276 899 y 9 127. Búsqueda realizada en https://ucm.on.worldcat.org/search el 10 de octubre de 2022.
[3] Véanse, por ejemplo, Claudia Leal, John Soluri y José Augusto Pádua (eds.), Un pasado vivo. Dos siglos de historia ambiental latinoamericana, Buenos Aires, Uniandes / FCE, 2022; François Jacob, La lógica de lo viviente, Barcelona, Laia, 1973; Serge Moscovici, De la nature. Pour penser l’écologie, París, Métailié, 2002.
[4] Jörg Elbers, Ciencia holística para el buen vivir. Una introducción, Quito, Centro Ecuatoriano de Derecho Ambiental, 2014, p. 2.
[5] Mauricio Torres Solís, Benito Ramírez Valverde, José Pedro Juárez Sánchez, Mario Aliphat Fernández y Gustavo Ramírez Valverde, “Buen vivir y agricultura familiar en el Totonacapan poblano, México”, Iconos, núm. 68, Quito, 2020, pp. 135-154.
[6] Ehrard, L’idée de nature...
[7] Miguel Ángel Puig-Samper y Francisco Pelayo (coords.), “La exploración botánica del Nuevo Mundo en el siglo XVIII”, Asclepio. Revista de Historia de la Medicina y de la Ciencia, vol. 47, núm. 2 (número monográfico), 1995, disponible en https://doi-org.bucm.idm.oclc.org/10.3989/asclepio.1995.v47.i2; Andrea Wulf, La invención de la naturaleza. El nuevo mundo de Alexander von Humboldt, Barcelona, Taurus (Memorias y biografías), 2016.
[8] Denis Jourdanet, Le Mexique et l’Amérique tropicale: climats, hygiène et maladies, París, J. B. Baillière et fils, 1864, p. 280, disponible en https://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=uc2.ark:/13960/t7qn6kq6d&view=1up&seq=8&skin=2021, consultada el 3 de junio de 2022. Las traducciones son propias.
[9] Gabriel Auvinet y Monique Briulet, “El doctor Denis Jourdanet: su vida y su obra”, Gaceta Médica de México, vol. 140, núm. 4, México, 2004, pp. 426-429.
[10] Jourdanet, Le Mexique..., p. 280.
[11] Jourdanet, Le Mexique..., pp. 4-7.
[12] Marcela Dávalos, “Orden y tecnología para la basura. Segunda mitad del siglo XIX”, Antropología. Revista Interdisciplinaria del INAH, núm. 4, México, 2018, pp. 55-69.
[13] Jourdanet, Le Mexique..., p. VI.
[14] Wulf, La invención..., 410.
[15] Denis Jourdanet, Influence de la pression de l’air sur la vie de l’homme. Climats d’altitude et climats de montagne, 2a. ed., París, G. Masson, 1875, p. 16, disponible en https://babel.hathitrust.org/cgi/pt?id=hvd.hw1a4h&view=1up&seq=7, consultada el 7 de junio de 2022.
[16] David Wootton, La invención de la ciencia. Una nueva historia de la Revolución científica, Barcelona, Crítica, 2017, p. 44.
[17] En la gestación de la ciencia positiva, antes de ser denominados científicos, los “adictos a la filosofía experimental” recibían nombres tales como savants, Naturforscher o virtuosi. Wootton, La invención...
[18] “Proyecto de la comisión de Higiene Pública de la Sociedad Económica Matritense para mejorar las condiciones de salubridad de Madrid”, Annales de la Sociedad Económica Matritense de Amigos del País, 2ª serie, Madrid, 1862, p. 8.
[19] Luis Enrique Otero Carvajal, “Expansión urbana y salud pública en España (1860-1936)”, en Luis Enrique Otero Carvajal y Santiago Miguel Salanova (eds.), Sociedad urbana y salud pública. España, 1860-1936, Madrid, Catarata, 2021, p. 18.
[20] Robert Darnton, La fin des Lumières. Le mesmérisme et la Révolution, París, Librairie Académique Perrin, 1984, pp. 18-49.
[21] Wootton, La invención..., pp. 18-19.
[22] Tomás Pegues, Catecismo de la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino para todos, Ciudad de México, Grupo Editorial Éxodo, 2010, disponible en https://public.ebookcentral.proquest.com/choice/PublicFullRecord.aspx?p=6775586.P.198, consultada el 10 de junio de 2022.
[23] Francisco Orrego G., “El mundus subterraneus de Juan Ignacio Molina o el geólogo como economista”, Asclepio. Revista de Historia de la Medicina y de la Ciencia, vol. 67, núm. 2, 2015, p. 4. disponible en http://dx.doi.org/10.3989/asclepio.2015.30.
[24] Manuel I. Rodríguez, “Contribución al estudio de la higiene”, tesis, Escuela de Medicina / Imprenta del Gobierno en el Ex Arzobispado, México, 1898, p. 17.
[25] Leopoldo Río de la Loza, “Un vistazo al lñago de Texcoco. Su influencia en la salubridad de México”, Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística, núm. 9, 1861; Ismael Flores Treviño, Estudio sobre el análisis hidrotimétrico de algunas aguas del valle de México, México, Facultad de Medicina / Tipografía Avenida Juárez 624, 1897; s. a., Estudio bacteriológico de las aguas del canal de la villa de Guadalupe [s. p. i.], México, segunda mitad del s. XIX.
[26] Marcela Dávalos, “Circulación y recepción de las observaciones higienistas urbanas, 1850-1930”, Esther Sánchez y Carmen Bernárdez (coords.), Modernidad y servicios urbanos,  México, UAM-I, 2021.
[27] Alejandro Toledo, Alfonso V. Botello y Mónica Herzig, El pantano: una riqueza que se destruye, Veracruz, Centro de Ecodesarrollo-UV (Medio ambiente en Coatzacoalcos, 12), 1987, p. 15.
[28] L. de Launay, E. A. Martel, Ed. Bonjean, Traité d’Hygiène, vol. 2, Le sol et l’eau, París, Librairie J. B. Baillière et Fils, 1925.
[29] “Proyecto de la comisión...”, p. 10.
[30] Ehrard, L’idée de nature..., p. 701.
[31] Jourdanet, Le Mexique..., p. 20.
[32] Anthony Wilson, Shadow and shelter: The swamp in Southern Culture, Jackson, University Press of Mississippi, 2005, p. 14.
[33] Jourdanet, Le Mexique..., p. 10.
[34] Arsenio Marín Perujo, Higiene rural, Madrid, Tipografía de F. García, 1886, p. 135.
[35] Marín Perujo, Higiene rural, p. 136.
[36] Marín Perujo, Higiene rural, p. 138.
[37] Toledo, Botello y Herzig, El pantano..., p. 15.
[38] Jourdanet, Le Mexique..., p. 138.
[39] Wilson, Shadow and shelter..., p. 15