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Cosmohistorias incómodas: de la idolatría a la defensa del territorio

ENVIADO POR EL EDITOR EL Miércoles, 03/04/2024 - 13:56:00 PM

Carlos Arturo Hernández Dávila*

 

Resumen
El presente artículo describe las formas mediante las cuales las idolatrías indígenas del pasado colonial, ahora estabilizadas dentro de una serie de prácticas rituales de los pueblos otomíes que habitan el poniente del valle de México, se han convertido en una poderosa estrategia identitaria y legal contra el extractivismo inmobiliario y los megaproyectos que amenazan el equilibrio territorial. Se privilegia la visión no de una historia, sino de diversas cosmohistorias que ofrecen variadas visiones del tiempo, la memoria y la resistencia en esta región del centro de México.

Palabras clave: cosmopolítica, cosmohistoria, idolatría, defensa del territorio, otomíes, sierra de las Cruces, Montealto.

 

Abstract
This article describes the ways in which the indigenous idolatries of the colonial past, and now stabilized within a series of ritual practices of the Otomi peoples who inhabit the west of the Valley of Mexico, have become a powerful identity and legal strategy against real estate extractivism and megaprojects that threaten territorial balance. The vision is privileged not of a history, but of diverse cosmohistories that offer diverse visions of time, memory, and resistance in this region of central Mexico.

Keywords: cosmopolitics, cosmohistory, idolatry, defense of territory, Otomi, Sierra de las Cruces, Montealto.

 

 

“En lo incógnito de los cerros...”

Con esta frase el sacerdote del curato de Huixquilucan se refería, hacia 1786, al incierto sitio donde los infieles e idólatras otomíes de su parroquia ascendían para conjurar granizos y ofrendar flores, copal y gallinas a oscuras divinidades pidiendo por la buena marcha del ciclo estacional. Los curas de ese y otros pueblos de la región denunciaban tal situación un año tras otro, y sus insistentes cruzadas evangelizadoras sólo recibían, o bien la burla o el desprecio de los indios, cuyas almas y mentes —según declaraban sus impotentes pastores— se encontraban nubladas por Satanás.[1] En esos mismos cerros de la sierra de las Cruces y Montealto[2] el sistema ritual que procura y regula el buen temporal se mantiene saludable y en funcionamiento bajo la responsabilidad de los especialistas rituales (llamados mēfi, “peones”). Tal es su importancia que durante los años 2020 y 2021, en sus cimas se erigieron trincheras chamánicas contra el covid-19 y desde ellas, los mēfi enviaron nzaki, “fuerza”, a los científicos que bregaban por encontrar una vacuna.[3]

 


Figura 1. Trabajador del rayo (mēfi) del Divino Rostro, laborando en lo alto de los cerros. Fotografía: Carlos Arturo Hernández Dávila.

 

Pocos años atrás, los mēfi habían sumado fuerzas con los grupos locales en resistencia que pretendían detener la construcción de una carretera que conectaría al municipio metropolitano de Naucalpan con el aeropuerto de Toluca, en el Estado de México. El trazo de esta autovía requería devastar decenas de hectáreas de un bosque, en donde los otomíes comparten hábitat con los dueños de la tierra y del agua, Mixenthe y Minthe, respectivamente, también conocidos con sus referentes católicos como el Divino Rostro y Virgen de Guadalupe y quienes son los destinatarios de los rituales que ejecutan los mēfi. En la defensa del bosque, los pobladores de uno de estos pueblos (San Francisco Xochicuautla, municipio de Lerma, estado de México) recibieron de los dueños, mediante sueños, primero la orden de luchar por detener dicha obra y, luego de una extenuante lucha que dilató más de una década (2007-2020),[4] la de negociar con el gobierno la apertura de la carretera a cambio de diversos beneficios comunitarios.

 

Así, mēfi y activistas mantienen y sustentan, con métodos diferentes, al territorio que hace lo mismo por ellos y sus pueblos, familias, animales y por el mundo entero. Los primeros siguen siendo considerados tildados de “brujos y montachivos” lo mismo por curas católicos que por pastores evangélicos. Los activistas (especialmente las mujeres en resistencia de Xochicuautla) fueron tanto elogiadas como defensoras del bosque, como vilipendiadas como “indias atrasadas, enemigas del progreso”. Pero en esta convergencia, ¿cómo analizar las relaciones entre ambos colectivos humanos a partir de una percepción común del territorio como alguien vivo y actuante? ¿Cómo dejar atrás la idea de idolatría o atraso y entender al sistema ritual y a las luchas por la defensa de la tierra bajo la perspectiva de la historia climática y ambiental? Sin duda, ensayando otras formas de entender la historia, más allá de lo humano en donde el territorio es parte activa de esta historia.

 

Si una región en México ha sido permanente transfigurada en su composición biocultural es justo la Sierra de las Cruces y Montealto, cuyos pueblos se han mantenido como una región más o menos compacta desde la época prehispánica. Al contacto con los españoles, éstos y otros pueblos habían sido parte de la provincia tributaria de Quauhuacan, la cual era rica, según se confirma en la Matrícula de Tributos, en las profusas reservas acuíferas y en la abundante masa forestal de sus montañas. Las constantes alteraciones no han cesado desde hace siglos, y su otrora propensión de albergar tierras comunales, ranchos y haciendas se vio radicalmente trastocada cuando a mediados del siglo XIX en el Monte bajo (hoy municipio de Nicolás Romero) se levantaron las fábricas textiles de La Colmena, Barrón y San Ildefonso en el Monte Bajo (hoy municipio de Nicolás Romero, Estado de México), dando por inaugurado el arribo de la Revolución industrial al valle de México. Las fábricas atrajeron a centenas de familias que conformaron, en muy pocas décadas, una nueva a clase social y económica de obreros-campesinos otomíes llegados, en su momento, de los pueblos más lejanos de la sierra, y quienes se fueron amestizando al paso del tiempo, conservando, sin embargo, diversos rasgos de raíz otomíana. El siglo XX inició con la creación de la fábrica de papel El Progreso Industrial.

 

El que el Monte Bajo haya sido elegido como la sede de aquellas fábricas se explica por el generoso flujo de los ríos Xinthe y Grande, alimentados por un numeroso conjunto de manantiales de aguas cristalinas. Su escurrimiento hacia el valle se aprovechó mediante canales que dieron pie a las primeras centrales de generación de energía eléctrica en el valle de México, propiedad de la Compañía Explotadora San Ildefonso (antecesora de la Mexican Ligth & Power, reconvertida en las primeras décadas del siglo XX en la Compañía Mexicana de Luz y Fuerza del Centro). En esos años se tendieron también las vías de los ferrocarriles de Montealto, y el de México-Toluca, reconstruyendo la lógica de circulación de personas y mercancías entre ambos valles. Por otra parte, en la región serrana que corresponde a la Ciudad de México florecieron las fábricas textiles de La Fama Montañesa y Loreto y Peña Pobre, en los contornos de Tlalpan, así como La Hormiga, La Magdalena, La Alpina y Puente de Sierra, en Magdalena Contreras.[5] Al igual que en San Ildefonso, en la Magdalena Contreras se construyó la central hidroeléctrica en los Dinamos, alimentada por el cauce de los ríos Magdalena y Eslava, actualmente los únicos ríos vivos de toda la ciudad de México.

 

Como el lector podrá apreciar, el agua estuvo y sigue estando en la mira del extractivismo: la creación de la presa Taxhimay (1934) dotó de agua a la zona industrial de Tepeji del Río, en el estado de Hidalgo, pero forzó la reubicación del antiguo pueblo de San Luis de las Peras, en Villa del Carbón. Otra grave afectación hídrica se vivió con la desecación de las ciénegas aledañas al nacimiento del río Lerma para construir las diversas interconexiones del sistema Cutzamala. A ese desecamiento le sobrevino la especulación inmobiliaria y el establecimiento de amplias franjas de naves industriales en Lerma, Ocoyoacac y Metepec.[6] Por otra parte, los grandes desarrollos habitacionales no se restringieron a la creación de vivienda popular: el poniente de la Ciudad de México se convirtió en una zona exclusiva de suburbios de alta gama en Atizapán de Zaragoza, Naucalpan y Huixquilucan, Cuajimalpa y Santa Fe. Todas estas zonas están delimitadas por enormes murallas, resguardados por elementos de seguridad pública y privada, y varios de ellos cuentan con bosques y clubes de golf, en detrimento de las áreas contiguas que presentan graves carencias de seguridad y de abasto de agua potable. Estos hinterland de élites enfrentados a pueblos y colonias populares ofrecen una curiosa versión de la segregación urbana aplicada por una lógica discriminatoria, selectiva y que divide a la región entre unos pocos espacios con servicios privilegiados y una enorme capa urbana marginada.[7] Esta gentrificación de la naturaleza también está disfrazada de fines turísticos: en la segunda mitad del siglo XX los bosques y valles de La Marquesa (municipio de Ocoyoacac) se declararon “parque nacional”, destinado a la explotación de un turismo de tipo rural que no necesariamente acarrea beneficios integrales a las comunidades de la zona.

 


Figura 2. Vista de la sierra de las Cruces y Montealto, vista desde las alturas de Temoaya, Estado de México. Fotografía: Carlos Arturo Hernández Dávila.

 

Los otomíes han participado en las reconfiguraciones de su territorio de forma no pasiva, pues cada nueva transformación propicia nuevos acuerdos o confrontaciones entre quienes se hallan implicados en esta tarea. En la sierra, como en muchas regiones de Mesoamérica, la humanidad es una cualidad compartida no en tanto especie sino en condición, pero no existe como una condición equitativamente repartida: como en otras regiones de México (y del mundo), existe distinción entre la gente de la tierra (los indígenas) y los mbœhe (en otomí son los no indios, la gente de la ciudad, los que usan zapatos y corbata, vinculados con el diablo y fácilmente reconocibles por su gusto por el dinero). Pero el catálogo de existentes es más amplio: los otomíes saben que los meteoros (los aires, el granizo, el arcoíris) así como los dueños del monte junto con los difuntos, los santos y vírgenes, las fuentes de agua, los animales, los árboles y cerros cuentan con un punto de vista y una agencia propios, que hacen imposible seguir sosteniendo que la historia ambiental o climática de la sierra se limite exclusivamente a las acciones humanas sobre el territorio como si éste sólo albergara un tipo muy limitado de existentes activos. En un espacio con tal cantidad de grupos en conflicto, la negociación cosmopolítica interespecie exige contar también con instrumentos que narren estas confluencias con una audaz disposición cosmohistórica, pues la memoria no es exclusiva de los agentes humanos.[8]

 

Las historias climáticas y ambientales: entre cosmopolítica y comohistoria

 

El giro ambiental dentro de las disciplinas históricas impulsó nuevas reflexiones sobre lo que se conoce como “la construcción social del ambiente”. En un artículo inspirador, Rivera y Chávez sugieren que:

 

La historia ambiental como disciplina es relativamente reciente y coincide con la aceptación de la crisis ambiental contemporánea. No obstante, las discusiones sobre la sociedad humana y su entorno natural son antiguas y conllevan un bagaje de discusión profunda. Su carácter novedoso, sumado a la diversificación del análisis social del entorno ecológico, resultó terreno fértil para la rápida acogida y ampliación del campo. Desde ella ha sido posible revisar, analizar y explicar ciertos contextos que otrora eran abordados desde disciplinas individuales y con enfoques unidisciplinarios, gracias a la alta receptividad que este campo tiene con respecto de los demás ámbitos de estudio.[9]

 

La ampliación de temas y enfoques de ese giro es, empero, urgente y necesaria. No es casual que la más reciente convocatoria del Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura haya elegido, para el dossier de su volumen 51 (enero-junio de 2024), el tema de “Historia climática y climatología histórica en las Américas, siglo XVI a XX”, con la siguiente justificación:

 

Aún en la actualidad, con todo nuestro arsenal tecnológico, el clima sigue marcando la pauta en asuntos como la oferta hídrica, la supervivencia de las especies vegetales, y animales de las cuales obtenemos alimento y materias primas, la cantidad y calidad de las cosechas, la oferta y demanda de energía, las condiciones para la propagación de vectores de enfermedades infecciosas, entre otros. Las alteraciones en las series de precios o curvas demográficas, las crisis de subsistencia, las revueltas por pan, las derrotas militares, los usos de suelo predominantes, los proyectos civilizatorios o extractivistas, entre una larga lista, son temas que suelen explicarse únicamente debido a factores antrópicos, como si los seres humanos actuaran en el vacío.[10]

 

Algo, sin embargo, suena discordante. Estas y otras iniciativas de reflexión dentro de la academia aparecen aún bajo un estatuto ontológico decididamente naturalista (tal y como lo describe Philippe Descola[11]) que, a pesar de sus genuinos esfuerzos, sigue ofreciendo una visión de sujeto-objeto en la relación entre las sociedades humanas y la naturaleza. En efecto, han sido pocos los trabajos que parecen dedicarse de forma exhaustiva a las formas de relación entre las comunidades humanas y no humanas, pues la mayoría las aborda con objetividad científica, pero las priva de personeidad ontológica. La presunción de que el mundo natural y el mundo social son la antítesis uno de otro se torna cada vez más un obstáculo analítico que un facilitador metodológico. Con fortuna, el más reciente libro inspirado y coordinado por Margarita Loera y Ramsés Hernández[12] resulta seminal. Habiendo convocado a un conjunto heterogéneo de colegas, los coordinadores analizan en él no sólo el itinerario bibliográfico reciente de la historia ambiental, sino que, de la mano de los autores se avocan a proponer tendencias que la enriquezcan en un contexto cada vez más atribulado. La conjunción de reflexiones históricas, arqueológicas y etnográficas del volumen, si bien necesita una mayor discusión en los ámbitos académicos (no hay que olvidar que el libro fue publicado en tiempos pandémicos), no impide reconocer que el más grande de sus indiscutibles méritos es la firme convicción de recurrencia al dato etnográfico. Los trabajos contenidos en este volumen exponen casos en los cuales la naturaleza presenta un ámbito social en donde los humanos son sólo una parte de un cosmos más amplio, y en donde la coexistencia se garantiza únicamente mediante acuerdos mínimos entre los diversos seres.

 

Este y otros trabajos proponen un método dentro de la historia ambiental que apuesta no por construir una antropología histórica o una historia antropológica del clima o la naturaleza, sino que invita a poner en crisis ambas disciplinas y transitar hacia historias y antropologías que vayan más allá de las versiones que los humanos generamos de la naturaleza. Y en esto las ecocosmologías indígenas nos llevan delantera. Si los historiadores del ambiente o el clima hoy más que nunca están invitados a dialogar con geógrafos, demógrafos, biólogos y demás, no debería existir el escrúpulo de dialogar sólo con quienes habitan la casa contigua (la que alberga a las ciencias antropológica) sino con los pueblos indígenas en sus contextos de defensa, descripción y luchas por el territorio.[13] En mi opinión, un punto de encuentro entre ambas disciplinas y quienes las practican se construye no gracias a la similitud de sus temas de investigación sino a una cierta disidencia intelectual que permite pensar las prácticas y memorias de todos los existentes involucrados en la gestión climática como verdaderas cosmopolíticas y cosmohistorias. Si Eduardo Kohn, trabajando con los quichua de la Amazonía ecuatoriana ya había propuesto construir antropologías beyond the human[14] o transhumanas, la cosmohistoria, en palabras de Federico Navarrete, es una provocación similar en toda línea:

 

Para aprovechar estas posibilidades nuevas, o más bien redescubiertas, debemos dejar atrás el régimen de historicidad que llamaré “monohistórico”: la concepción dominante de que existe una historia única, con su propio cronotopo, es decir, su propia concepción del tiempo y el espacio, que es producto únicamente de la acción “humana”, y que la ciencia histórica es igualmente singular en la capacidad de investigarla y encontrar su verdad (Hartog, 2003). En su lugar debemos construir un régimen plenamente “cosmohistórico” que reconoce la existencia de diversas historicidades o más bien mundos históricos diferentes que construyen cronotopos diferentes, incluyendo diversos protagonistas, más allá de los meramente “humanos”, y conciben formas distintas de devenir histórico. Como la cosmopolítica en que se inspira (Stengers 2005), la cosmohistoria no busca construir una verdad única ni un mundo histórico unificado, sino que se preocupa por comprender las interacciones siempre complejas, violentas y frágiles entre estos mundos históricos cuya totalidad nos es desconocida, incluso inalcanzable, para poder construir verdades históricas parciales y negociables.[15]

 

Complejo, violento y frágil, el sistema territorial serrano puede ser analizado desde esta orilla cosmohistórica en la cual las voces protagonistas están dispersas lejos del archivo. Algo (alguien) habla en el (medio) ambiente. Escuchémoslo como un ejercicio necesario.

 

Por ejemplo, Marisol de la Cadena[16] detona la imposibilidad de separar el territorio (ayllu) de la gente (runakuna), pues ambos están siendo y son al mismo tiempo. Su etnografía describe las luchas por el territorio en el sur del Perú y las delicadas relaciones entre mundos radicalmente diferentes y, al mismo tiempo, íntimamente conectados, ordenados por un conjunto heretogéneo y sofisticado de prácticas bio y cosmopolíticas, destinadas a negociar la concordancia entre dichos mundos. El concepto seres-tierra (earth-beings) es una traducción del vocablo quechua tirakuna (literalmente “tierra-kuna”) que refiere a entidades que no sólo habitan, sino que son y están siendo. Esa existencia es posible sólo en alianza con los humanos (runakuna), estableciendo relaciones de mutuo cuidado. De la Cadena describe la forma en la que, como antropóloga, descubre la inexacta traducción que impone la palabra naturaleza, que reduce las relaciones entre humanos y ésta a simples creencias sobre lo sagrado.

 

En efecto, hay relaciones que no son creencias. La excesiva sacralización de la naturaleza (paisaje ritual/paisaje sagrado) no siempre alcanza para explicar las redes y conexiones entre existentes, pues reproduce hasta el infinito la certeza de una relación sujeto-objeto que sólo se explica desde el naturalismo occidental. Tal y como lo han expuesto Donna Haraway,[17] Bruno Latour[18] así como Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro,[19] las consecuencias de esa radical separación han logrado que el así llamado Antropoceno o su escalamiento catastrófico, el Chthuluceno sean, al día de hoy, fenómenos de una violencia geológica que marcan no sólo una época, sino una era. Esta disociación es justo la que nos hace creer que aún son verosímiles las categorías de ciencias objetivas versus especulativas o la creencia (está sí, creencia) de que las disciplinas de la historia y la antropología existen separadas sin capacidad de alteración o influencia creativa la una con la otra. Por fortuna, los campos de investigación compartidos impulsan a apostar por métodos más audaces que ayuden a remediar tales desconexiones.

 

El cuerpo de Cristo se ampara

 

Regresemos a la sierra de las Cruces y Montealto. Cuando en 2007 inició la construcción de una autopista que enlazaría a Naucalpan con el aeropuerto de Toluca, la resistencia se concentró en las comunidades de San Lorenzo Huitzizilapan y San Francisco Xochicuautla. Para los otomíes, la carretera no era sino un episodio más de la pulsión devoradora del Estado-Nación (y sus aliados empresarios) contra la unidad que conforma la gente con su territorio, pulsión que engulle lo mismo mano de obra y fuerza de trabajo, que energía, agua, bosques y oxígeno. La tenaz afición de los otomíes por vivir entre montañas les hizo ganar (desde la época de la colonia), los motes de “intratables”, “huraños” “ásperos y esquivos”, irreductibles a todo género “de policía y buen gobierno”, como atestiguan diversas fuentes documentales.[20] Pero en 2007 y hasta 2021, la batalla por la carretera se convirtió en una intricada y desgastante cruzada contra el “progreso” impuesto desde el centro político del país. Si bien existe una memoria bien documentada de las asambleas del Frente en Defensa de la Madre Tierra que congregaban a cientos de campesinos y comuneros de varios pueblos, con el tiempo las negociaciones del Gobierno Estatal con las asambleas de propietarios de la tierra avanzaron por las únicas dos vías posibles: “por la buena o la mala”; a decir de uno de los comuneros otomíes del pueblo de Huitzizilapan. La política de “plata o plomo” (dinero o balas) ha sido un lenguaje de negociación por medio del cual los gobiernos priistas locales suelen imponer su voluntad. Lo escribimos antes: los integrantes del frente indígena local de Xochicuautla se fueron quedando solos, pues el resto de los pueblos en resistencia fue sucumbiendo ante el avance del proyecto gracias a las presiones, corruptelas, chantajes o amenazas de cárcel para líderes y opositores.

 

Vamos unos cuantos años atrás: hacia el año 2008, y cuando todavía existía un mínimo consenso entre los pueblos de la montaña por no permitir el paso de la carretera, se crearon en cada uno de ellos los “Consejos Supremos Indígenas Otomíes”, que declararon a las comunidades en resistencia como “pueblos de indios gobernados por usos y costumbres”. La respuesta del gobierno estatal fue acotar al mínimo, mediante los tribunales agrarios, a los comuneros con derecho a voz y voto en las asambleas que decidirían el futuro del proyecto carretero. Ganando tiempo, el gobierno estatal compró las voluntades necesarias y se entregó a quienes abandonaron la lucha, la suma de 40 000.00 pesos (unos 2 000 dólares al tipo de cambio del 2022) a cambio de aceptar la venta de su parte de monte a la empresa constructora. La asamblea convocada por el Gobierno para legitimar esta operación era tan irregular que fue menester montar un escandaloso operativo de casi mil policías que no dudaron en ejercer su fuerza contra los cada vez menos opositores, como habían hecho antes en el resto de los pueblos ya sometidos.

 

Esta fraudulenta asamblea desgarró para siempre el ya frágil tejido social de Xochicuautla, dividendo al pueblo entre los “vende-pueblos” (quienes aceptaron negociar con el gobierno) y los “revoltosos” (los opositores), quienes cada vez se aglutinaron en torno del Consejo Supremo Indígena y que, en los años más siniestros de los embates gubernamentales, recibieron una cantidad notable de apoyos nacionales e internacionales para visibilizar su causa. Este contexto los llevó a convertirse en una de las sedes del Primer Festival Mundial de las Resistencias y Rebeldías contra el Capitalismo, promovido por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y su brazo civil, el Congreso Nacional Indígena (CNI), en diciembre de 2014. En su inauguración, el vocero del Consejo Supremo Indígena Otomí de Xochicuautla señalaba: “Nuestra misión es cuidar nuestra tierra, la que nosotros vemos como una madre. Fuimos creados para recordarle al mundo que no hay valor más precioso que la vida misma, manifestada en esta tierra. Y que ésta no puede ser reemplazada por el oro, plata o billetes creados por el hombre”.[21]

 

La radicalización del movimiento provocó una violenta respuesta del gobierno estatal, quien encarceló a algunos activistas y quebró, mediante la cooptación de numerosos comuneros, la unidad del movimiento antiautopista. El Consejo Supremo perdió apoyos y prácticamente se vio reducido a un puñado de familias aisladas y debilitadas. Hacia 2018, los dueños del Monte y el agua se comunicaron mediante sueños con algunos mēfi y miembros del Consejo Supremo, aconsejándoles encontrar una vía de negociación con el Estado mediante la solicitud de un amparo ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación: Uno de los receptores de este mensaje me describió el mensaje del Divino Rostro: —Vayan con los jueces y aleguen que mi cuerpo no puede ser destrozado—, dijo a los destinatarios del sueño, entre lágrimas, el Divino Rostro. —¡Muévanse! Que les hagan el escrito, que los abogados metan un amparo por mí. Yo ablandaré a esos mbœhe (“mestizos”, “gente de la ciudad”) para que me escuchen. ¡Cómo que no lo harán!—.[22]

 

En esos días inciertos, Antonio Reyes (miembro del Consejo Supremo Indígena Otomí de Xochicuautla) expresaba en las reuniones de la resistencia: “Nosotros sí somos defensores del bosque, pero en realidad estamos defendiendo al cuerpo de Cristo”. En una entrevista exprofeso, declaraba:

 

Es que las venas de agua del cerro, del territorio, son en realidad las venas del cuerpo de Cristo. Los abuelos decían así: Cristo tiene su cuerpo repartido en todo el territorio otomí, en todos los pueblos, montañas, no hay modo de que lo que uno haga no afecte al cuerpo de Cristo porque este es lo mismo que la tierra. En la sierra hay cinco cerros sagrados, eso ya los conoce. Imagina que el Cristo está crucificado: su cabeza cae en el cerro de la Campana, mientras que su brazo derecho descansa en el cerro del pocito de Ayotuxco; el izquierdo va a la palmita de Huayamaluca, Acazulco. Su corazón está en la Verónica, entre Zacamulpa y Xochicuautla, y sus pies van a dar hasta allá en Tepexpan, en Jiquipilco, allá hasta Ixtlahuaca. Sus lágrimas, su sudor, su sangre, son el agua de la lluvia y de los manantiales. Por eso está vivo. Respira. Le corre sangre al Divino Rostro. Si abren la autopista cortarán en dos su cuerpo, porque la carretera pasa por donde está el corazón, y también cortarán los caminos por donde los tiempos de los abuelos caminan a esos cinco cerros a pedir lluvia, vida, aire, maíz. Al cuerpo de Cristo le nacen las frutas, las hierbas del campo, por eso el trabajo de los campesinos es tan delicado: en realidad están trabajando sobre la piel del Señor.[23]

 

Defendiendo al bosque, en realidad estos otomíes defendían al cuerpo de Cristo. ¿Por qué decidió Cristo ampararse contra la destrucción de su cuerpo? ¿Cómo decidió proponer, para su defensa, una herramienta del mundo mbœhe en lugar de utilizar su poder divino? ¿Fue escuchado y vencido en juicio, como marca el canon jurídico del sistema de justicia mexicano? Sabemos de experiencia en otras regiones en donde los existentes no humanos han adquirido personalidad jurídica y, legalmente, pueden acceder a los recursos de los que disponen los Estados nacionales en materia de protección, sobre todo, de los recursos naturales.

 


Figura 3. El cuerpo de Cristo, repartido en cinco cerros sagrados, base del amparo promovido por el Concejo Supremo Indígena Otomí de Xochicuautla, Estado de México. Ilustración: Genaro T. Sánchez.

 

En este caso, Cristo delegó su representación en los integrantes de la resistencia de Xochicuautla y en sus abogados, quienes —a pesar de su buena fe— redactaron una demanda de amparo cuyo argumento central no recuperaba el mensaje recibido por la vía onírica: “Es que los abogados no quisieron o no pudieron entendernos” —sostiene una mujer de la resistencia—, y eligieron una argumentación que apelaba al respeto y de la defensa de los “usos y costumbres” del pueblo otomí, con lo cual confirmaban que las creencias no son una fuente legítima de derechos; sin embargo, el Cristo-territorio apeló a una vieja estrategia cosmopolítica: la negociación. “Él es el dueño del mundo, pero es pobrecito, anda descalzo o es huarachudo. Lo ven mal por ser indio. En cambio, los mbœhe son los dueños del dinero como hijos que son del diablo y obviamente están cobijados por su padre”, sostenía Pascual Mendoza, mēfi de Xochicuautla.[24]

 

Conclusión: vino nuevo en odres (epistémicos) nuevos

 

Reflexionando sobre las relaciones entre los sistemas de comprensión aborigen del territorio y las estructuras socioeconómicas y políticas australianas, Elizabeth Povinelli narra una relevadora anécdota: un comisionado gubernamental escuchaba los relatos de una mujer aborigen de probada experiencia en el ámbito onírico comunitario.[25] Perplejo, el funcionario escuchaba que la Roca del Viejo, un importante lugar del Soñar, era capaz de escuchar a los aborígenes que merodeaban cerca, e incluso percibir su sudor. La mujer explicaba además la importancia de esas relaciones entre humanos, sueños y medio ambiente en la fertilidad agraria. La etnógrafa, con una singular capacidad de observación, descubre que el comisionado no cree en la importancia de la roca, pero que en cambio sí es capaz de aceptar que los aborígenes creen en ello.

 

El juego de espejos de esta anécdota australiana es replicable en Xochicuautla, en donde los abogados, el gobierno, los antropólogos e historiadores no pueden creer que Cristo y el territorio, junto con quienes lo habitan, conforman una unidad indivisible, pero son capaces de conceder el sistema de creencias otomíes, rebajadas a “idolatría”, “usos y costumbres”, “cosmovisión”, pero útiles para reforzar la autoridad estatal sobre el territorio mismo. Las disputas territoriales por el control de ciertos recursos están cada vez más expuestas, como se aprecia en la privatización del viento en el istmo de Tehuantepec en nombre de las “energías limpias”, la minería a cielo abierto en territorio wixárika o el complejísimo debate sobre la apertura del Tren Maya. De ahí que, en la medida que el Estado y la academia se sigan arrogando el derecho de decidir sobre qué “tradiciones” o creencias son valiosas (por ancestrales) y cuáles son irracionales, premodernas o conservadoras (por oponerse al progreso), la apuesta por construir historias climáticas o ambientales plurales seguirá dejando fuera modelos epistemológicos que se revelan, cada vez más, como necesarios para comprender que, en la ecocosmología mesoamericana, la separación naturaleza-cultura es no sólo inútil, sino incluso peligrosa para quienes sostienen, como la activista amazónica Nemonte Nenquimo, que “nuestros pueblos no defendemos la naturaleza, sino que somos la naturaleza defendiéndose a sí misma”, convicción que postula un diálogo con la intuiciones de Latour cuando afirma que Gaia (la Tierra), como actor político, está de regreso. Atender estas cosmohistorias es una tarea cada vez más apremiante aunque, con fortuna, la furibunda multiplicidad del pensamiento salvaje al que aludía Claude Lévi-Strauss, no nos ha abandonado del todo.

 

* Escuela Nacional de Antropología e Historia.
[1] Escribano Nicolás de Meraz Velasco, “Testimonio del cura de Huisquiluca Joseph Isidro González y Pliego, con testimonio de burlas ocurridas entre naturales vecinos de Texcaluca y barrio de Magdalena hacia su persona”, 1768, Archivo General de la Nación, Indios, caja 1349, exp. 012, ff. 1 y 2.
[2] Esta sierra es un espinazo montañoso que divide a los valles de México y Toluca, y sigue un eje Norte-Sur que abarca desde Jilotepec (Estado de México), atravesando la Ciudad de México y que desciende hasta Huitzilac, en Morelos.
[3] Carlos Arturo Hernández Dávila, “Alteridad viral: imágenes del pensamiento salvaje”, Cuicuilco Revista de Ciencias Antropológicas, vol. 28, núm. 81, México, 2021, pp. 25-47.
[4] Una buena cronología de esa lucha está disponible en el recurso “Xochicuautla, una comunidad indígena contra una carretera, Lerma, México”, disponible en https://ejatlas.org/conflict/xochicuautla-comunidadotomi-mexico/?translate=es, consultado el 10 de noviembre del 2022.
[5] Mario Trujillo Bolio, Operarios fabriles en el valle de México, 1864-1884, México, CIESAS / El Colegio de México, 1997.
[6] Beatriz Albores, Tules y sirenas. El impacto ecológico y cultural de la industrialización del alto Lerma, Toluca / Zinacantepec, El Colegio Mexiquense / Gobierno del Estado de México, 1995.
[7] A la distancia, lejos de caducar, parece tener cada vez más vigencia la reflexión del EZLN acerca de los conflictos políticos, económicos, sociales y culturales en el Estado de México, redactada en 2003; cfr. https://www.jornada.com.mx/2003/02/18/006n1pol.php?printver=1, consultado el 18 de noviembre del 2022.
[8] Carlos Arturo Hernández Dávila, “Multinaturalismo y corporalidad en la sierra de las Cruces y Montealto, Estado de México”, Cuicuilco, Revista de Ciencias Antropológicas, vol. 25, núm. 72, México, 2018, pp. 171-196.
[9] Patricia Rivera Castañeda, Refugio Chávez Ramírez, “La construcción de la historia ambiental en América Latina”, Revista de El Colegio de San Luis, vol. 8, núm. 16, San Luis Potosí, 2020, disponible en https://www.scielo.org.mx/pdf/rcsl/v8n16/2007-8846-rcsl-16-171.pdf, consultado el 10 de noviembre del 2022.
[10] Convocatoria en línea, disponible en https://revistas.unal.edu.co/index.php/achsc/ACHSC_51_1, consultado el 22 de noviembre del 2022.
[11] Phillipe Descola, Mas allá de naturaleza y cultura, Buenos Aires, Amorrourtu, 2012.
[12] Margarita Loera Chávez y Peniche y Ramsés Hernández, Diálogos con la historia ambiental, México, INAH, 2020.
[13] Sobre las relaciones entre antropología y estudios climáticos, cfr. Annamária Lammel, Marina Goloubinoff y Esther Katz (eds.), Aires y lluvias. Antropología del clima en México, México, CIESAS / CEMCA / Institute de Recherche pour le Développment, 2008; las mismas autoras habían editado los dos volúmenes de Antropología del clima en el mundo hispanoamericano, Quito, Abya-Yala, 1997-1998.
[14] Eduardo Kohn, How the forest think. Toward an Anthropology beyond the human, Berkeley, University of California Press, 2013.
[15] Federico Navarrete, “La cosmohistoria: cómo construir la historia de mundos plurales”, en María Isabel Martínez Ramírez y Johannes Neurath (coords.), Cosmopolítica y cosmohistoria. una antítesis, Buenos Aires, SB Editorial, 2022, p. 24.
[16] Marisol de la Cadena, Earth beings. Ecologies of practice across Andean words, Berkeley / Lon Ángeles, University of California Press, 2017.
[17] Dona J. Haraway, Staying with the Trouble. Makin kin in the Chthulucene, Durham, Duke University Press, 2016.
[18] Bruno Latour, Facing Gaia. Eight lectures on the New Climatic Regime, Cambridge, Polity Press, 2017.
[19] Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro, ¿Hay mundo por venir? Ensayo sobre los miedos y fines, Buenos Aires, Caja Negra, 2019.
[20] Juzgado General de Indios, “Informe dirigido al virrey Yturrigaray sobre si los indios de los pueblos de San Luis Sayuca, Huisquiluca y Chimalpa están en costumbre de no dar posada a los españoles, para que los curas ayuden a remediarlo”, AGN, 1804, fojas 1-6.
[21] “Xochicuautla: hacer valer nuestro derecho”, Centro de Medios Libres, 23 de diciembre, 2024, disponible en https://www.centrodemedioslibres.org/2014/12/23/xochicuautla-hacer-valer-nuestro-derecho/.
[22] El amparo conocido como “Amparo del Divino Rostro”, se encuentra disponible en www.scjn.gob.mx/sites/default/files/listas/documento_dos/2021-11/AR-498.pdf
[23] Entrevista realizada a Antonio Reyes en San Francisco Xochicuautla, 1 de noviembre de 2020.
[24] Entrevista realizada a Pascual Mendoza en La Concepción Xochicuautla, Lerma, Edo. Mex., 31 de diciembre de 2019.
[25] Elizabeth A Povinelli, “Escuchan las rocas? La política cultural de la aprehensión del trabajo aborigen australiano”, en Montserrat Cañedo Rodríguez (ed.), Cosmopolíticas. Perspectivas antropológicas, Madrid, Trotta, 2013, pp. 456-483.