La sabiduría en la obra de Mariana Yampolsky
ENVIADO POR EL EDITOR EL Jueves, 07/11/2024 - 17:36:00 PMRebeca Monroy Nasr*
En el XX aniversario luctuoso de Mariana Yampolsky (3 de mayo de 2002), la revista Con-temporánea desea dedicarle estas líneas a su memoria, a su cámara y a su alegría inherente.
Además, es una gran noticia que su archivo ya forme parte del Programa Memoria del Mundo-México de la UNESCO, desde el 29 de noviembre del 2021 gracias a las labores de la Universidad Iberoamericana. Éste es un gran logro para la obra de Mariana, con sus diversas formas que dotan al mundo de la sabiduría que se quedó para siempre, en forma de imágenes.
La cámara de Mariana Yampolsky (1925-2002) no tiene una forma común de tratar el tema de la vejez; su mirada se permea de manera muy diferente ante los adultos mayores que encontró en sus travesías por los pueblos indígenas. Era su forma empática y amable de traducir sus semblantes al lenguaje del blanco y negro lo que le da una especial factura a ese encuentro del rostro gastado, cansado, arrugado, o de los cuerpos encorvados o cansados de andar en el camino de la vida.
Era una manera suave, sutil y a la vez profunda de poner la cámara ante los pobladores de mayor edad de los lugares que visitó en este país que hizo suyo. Su forma de verlos es muy diferente a la de sus contemporáneos y coetáneos, y mucho más aún de aquellos seres que los invisibilizaron por décadas, más bien por siglos. Y me refiero justamente a los ancianos y ancianas que están en los pueblos, hombres y mujeres campesinos que labran la tierra, que tienen oficios, que cuidan a sus nietos o aún a sus hijos mayores en estas familias extendidas tan a la mexicana; o aquellos que están junto al fogón cocinando, los que a pesar de sus años aún cargan agua, leña; aquellos que dejan ver el paso del tiempo en sus pies descalzos que se funden en la tierra seca apisonada de tanto andar, o los más con sencillos huaraches de piel y suela de llanta, o incluso las zapatillas de plástico que tanto destacaba la propia Mariana. También observamos las cansadas manos, con los callos que deja el trajín cotidiano de trenzar fibras, del bordado, de la alfarería; que deja la conciencia de amasar la vida desde la experiencia, de enlazar a las familias a partir de los trabajos, los quehaceres, los dolores, las alegrías, todo ello que contienen esas manos curtidas por el tiempo, con esas líneas del tiempo que se observan en la palma y que muestran la salud, los hijos, la casa, los amores, la suerte misma del estar vivos.
Ésa es la manera de Mariana Yampolsky de comprender y captar en sus fotografías aquellas labranzas, con sus días y sus noches de sobresfuerzo para madrugar al alba y ver caer la noche con el canto del gallo, como fin del día. De intentar mostrar el lado grato, pero sin disimular ni esconder la gran escasez y la falta de recursos que existen en esos pueblos que ella visitó, que se han perpetuado por años en un aparente desconocimiento, negación o en la pretensión de ignorarlos a pesar de sus problemas más elementales de salud, educación, vivienda, alimentación, que por décadas han desdeñado las autoridades. Son siglos en que esos pueblos han cargado la misma piedra de la pobreza y del olvido y que parecieran detenidos en el tiempo con sus mínimas necesidades cotidianas, todo en el abandono más elemental y doloroso.
Son los pueblos, que ahora lucen vacíos —muchas veces por la migración de los jóvenes en busca de mejores condiciones de vida—, pero ahí están los viejos, ellos son los que habitan sus lugares y a ellos dirigió su cámara Mariana Yampolsky, con esa sed de brindarles un abrazo fotográfico, un guiño de comprensión y simpatía, de construir una imagen de ellos sin lástima, sin compasión, sino que los dignificara en su forma, figura y tradiciones.
Seguramente en gran medida influyó que Mariana Yampolsky se crio con sus abuelos paternos en una granja en Illinois, Estados Unidos,[1] en donde pasó largas temporadas al lado de la tierra, de la siembra, de los granos y la cría de animales. Por ello, conocía a fondo el campo, que en México estaba representado en las haciendas, las estancias, los pueblos comunales, ejidales y más. Ahí su sensibilidad encontró la posibilidad de dejar las huellas gráficas de esa vivencia, que mostraba su aprecio al trabajo duro, continuo, de grandes satisfacciones y duros padeceres del campo.
Ahí están esos viejos plasmados en las imágenes, que traen los surcos de la tierra grabados en el rostro. A veces no son tan mayores, pero las condiciones de vida a las que están sometidos les dejan huellas imborrables, los índices en el cuerpo que se permean desde el alma. Viejos, ancianos, mujeres añosas, maduras, todos ellos pasan por el rasero de la vida que traza sus sueños, que muchas veces arrasa con la esperanza de una vida mejor, pero siguen viendo en sus descendientes la continuación del sueño de una tierra próspera en la inmediatez del tiempo. Lo que vemos en estas imágenes es que esos ancianos y mujeres maduras aman su tierra, no se van, no la abandonan y a pesar de las condiciones en las que viven siguen trabajando en el día a día.
Y ahora en este libro, Sabiduría. El legado de Mariana Yampolsky en la Universidad Iberoamericana, podemos apreciar ese aspecto sobresaliente en la obra de Yampolsky, en donde estos hombres y mujeres ya mayores logran ser el centro de la visualidad. Aquí están los ancianos mostrándose sin temor, al contrario, con aprecio, con tranquilidad, con el gusto de estar ante la lente de la fotógrafa que, antes que invadirlos, los invita a compartir sus apreciados rostros, pues estoy segura de que pocas veces vieron a un fotógrafo llegar hasta su casa para pedirles un retrato. Ahí está la mirada empática que hemos visto en sus fotografías que conocemos gracias a la larga trayectoria de la fotógrafa y su extensa obra, además de sus más recientes libros, Alegría... (2018) y Facetas... (2019),[2] publicados también por la Universidad Iberoamericana, la casa que acogió la gran obra de la fotoartista y en donde reside actualmente.
Este libro viene a complementar esas otras múltiples formas de ver de Mariana Yampolsky en los pueblos a mujeres, hombres y niños. En este nuevo homenaje se rescata a esos hombres y mujeres maduros de gran sabiduría ancestral. Ahí es donde la lente de Mariana los capturaba en la vida cotidiana, en sus quehaceres en sus fiestas, reuniones, en sus ferias, en la iglesia conservando acerca de los ritos religiosos en plena sintonía con sus herencias indígenas. Tradiciones que, a pesar de haberlos querido mutar, quitar o trastocar, conservaron con gran garbo y estilo, sabiendo que son suyas, porque son producto de una sabiduría milenaria que se conecta a la tierra, que emerge de las plantas medicinales, de las tradiciones que han permanecido silentes, a veces sólo para los iniciados, otras para los aprendices. Esos ancianos tienen la sabiduría a flor de piel, y con verlos podemos inferir sus grandes conocimientos y sus capacidades para llevarlos a cabo.
La bebida de sangre de drago que cura al pequeño enfermo; las parteras que saben las yerbas para apresurar o no un parto, para voltear un niño y evitar una cesárea o que no llegue a término, todo lo necesario para que nazca sano y fuerte; también para los recién nacidos y los cuidados del puerperio, el uso de los temazcales para mejorar la lactancia y recoger los tejidos maternos; y para todas las edades saben qué mezclar, qué dar: el té de orégano para los cólicos, las cataplasmas para los esguinces, en fin, sabiduría de cientos de años que se perpetúa gracias a la historia oral, ahora visual.
Lo que se observa en las fotografías de los varones y las mujeres son los roles bien adjudicados, que la tradición de los pueblos marca y señala con gran fuerza aún. Pocos cambios se perciben en las imágenes y en esos roles predeterminados, que persisten de un pueblo a otro, como observamos en esta rica selección que va desde el norte del país, pasando por Zacatecas, Colima, Guanajuato, Hidalgo, Querétaro, Tlaxcala, Puebla, Estado de México, Morelos, Guerrero, Michoacán, Oaxaca, Veracruz, Yucatán, entre otros.
Como reza el dicho: “Más sabe el diablo por viejo que por diablo”. Al parecer Mariana compartía con esos hombres y mujeres de edad sus días y sus noches, sus ritos y festejos, para llevarse un pedazo de su alma convertida en plata sobre gelatina, pero para eternizar su recuerdo en imágenes. Los vemos compartiendo el gusto del acto fotográfico, pues jamás Mariana disparó su cámara sin la anuencia y el beneplácito de su modelo, de su personaje, porque ella los ha convertido en verdaderos personajes al dejarlos plasmados en un retrato en su lugar de origen, sin falsas intenciones o poses absurdas. Porque documentar esa alma de los pueblos, desde diferentes ángulos, encuadres, estilos, composiciones, ésa era la tarea que se impuso por años la propia fotógrafa.
En algunos de los textos que contiene este volumen se señala precisamente cómo fueron siendo olvidados estos viejos sabios con los años, con desdén e insensibilidad que los dejó en la condición paupérrima de la escala social, una cadena cuyos últimos eslabones son los pueblos, los indígenas, los campesinos, y más aún si son viejos, y peor aún si son mujeres. Y es por ello que Mariana los dejó plasmados en la plata gelatina de sus negativos, dejó impresas ahí sus huellas imborrables, fragmentos de la realidad, para que los viéramos después con estos ojos del presente continuo que parece nunca acabar. Ahí está una madre-abuela canosa, imposible saber su edad, porque los rostros están endurecidos por arar la tierra, por la confección de artesanías, por el diario andar para proveerse de agua y alimentos.
Los materiales de la colección elegidos por la maestra Teresa Matabuena, directora de la biblioteca Francisco Xavier Clavijero, constituyen una delicada y puntual selección de entre los más de 60 000 negativos de este archivo. Se clasificaron en los temas “Familia”, “Comunidad”, “Trabajo” y “Retratos”, cada uno de ellos con una carga estética y emotiva muy fuerte, pues condensan el trabajo de años de la autora.
En esas imágenes podemos observar que aparecen muchas más veces las mujeres, casi siempre en las faenas de la casa, del comercio, de la familia, del campo. Aparentemente los hombres figuran menos, aunque los podemos ver en las labores de siembra, cosecha, en lugares públicos o en sus pequeños locales, donde practican, entre otros oficios, el de zapatero, carnicero, comerciante. En todos ellos podemos ver sus variadas vestimentas confeccionadas con tela de manta o de algodón. Las mujeres suelen portar atuendos muy diferenciados, acordes con la etnia y la región: bordados de ricos colores, con figuras muy distintas entre, por ejemplo, los mazahuas, huicholes, otomíes o mayas, pero de una gran riqueza y factura manual. Trasmutados al blanco y negro podemos ver su riqueza tonal, que tanto disfrutaba Mariana en sus fotografías y que Alicia Ahumada lograba con gran maestría al revelar e imprimir sus negativos. Aparecen los rebozos como prenda fundamental en sus vidas, para abrazar, para cargar, para tapar el sol, para cubrir, para sentarse; es la herramienta de las mujeres para todos los usos. Rebozos de bolita, de punto, con la preciosa orilla trabajada a mano.
Ahora bien, la mirada yampolskiana de cada apartado se abre con una foto simbólica. En el caso de la familia es el delicioso pan de pueblo, que señala: “Para mi familia”; “Para mis hermanos”, porque se sabe el poder de los lazos construidos en los pueblos, que se evidencian en las bodas, en las fiestas, en el encuentro de madre e hija, en la realización de la trenza, en mostrar el gran cuadro familiar. Los nietos, que rodean a los abuelos de manera magnética, también aparecen brincando por doquier con el perro como parte de la estructura familiar, o bien, sentados en el suelo, en la tierra que los vio nacer. Algunos de esos adultos mayores están trasmitiendo sus conocimientos, mostrando cómo se realizan ciertas tareas, pues su sabiduría emana del valor que tiene para el hombre o mujer mayor la trasmisión de ciertas tareas y oficios que desarrollan con maestría. Hay abuelas y abuelos encargados también de cuidar a los pequeños mientras las madres trabajan o salen a concretar otras tareas. Tres hermanas indistinguibles en el tiempo, las largas trenzas canas, que juntas todas deben sumar varios centenares de años. Maravillosos atuendos con bordados en punto de cruz, de lanas calientes, de fresca manta o algodón. Son los tránsitos de los más jóvenes a la ropa modernizada de rayas y líneas en telas sintéticas, junto a la tradición inamovible de sus abuelos, lo que remarca Mariana en las imágenes con un aire de cierta contemporaneidad que penetra en lo rural, de apariencia inamovible.
Retratos colectivos con una excelente modulación entre lo posado afuera de las casas o lo fresco e instantáneo que tanto gozaba Mariana. Una foto resalta en particular, la de Molango de Escamilla en Hidalgo. Ahí vemos a una pareja mayor en la penumbra, con la luz rasante que penetra por la puerta y que baña sólo una parte de sus ropas, dejando en las sombras el resto del hogar. Una imagen muy difícil de lograr por los altos contrastes y las bajas luces, que recuerdan las escenas del cine nacional con el majestuoso gato en la silla, el calendario al fondo, los cuadros religiosos, un enorme arreglo floral que enmarca al varón, ella con su mandil y el rebozo portado con garbo. Ambos con la mirada perdida en lontananza, recordándonos que muchas veces la realidad sin estar dirigida rebasa a la ficción.
Risas y sonrisas, el grupo entre tradición y modernidad con los trajes sastres de los jóvenes y las prendas mazahuas de las que parecen ser sus abuelas. El abrazo de dos oaxaqueñas, todo ello envuelve al grupo familiar para dar paso a la “Comunidad”, que se inaugura con una imagen profundamente detonadora: las planchas de fierro calentándose en el comal para ser usadas. Un momento en la vida de esos pueblos que registró una actividad poco usual, dejando un gran documento visual.
La comunidad es la salida y la presencia de esos viejos más allá del comal y del fogón del fuego familiar, en el pueblo, con los otros, en las faenas cotidianas, con sus relatos, diálogos y silencios en el mercado, mientras esperan... Ahí las mujeres relatan mucho más, su presencia es magnificada por la cámara cuando se encuentran en el mercado, mientras hacen la costura, en las fiestas patronales; también mientras esperan la espera, algo que pasa mucho en los pueblos y que los ritmos urbanos nos han robado. Ahí están las mujeres de Hidalgo, con sus grandes ollas de ofrendas de flores y comida, tranquilas a la espera... y lo más notable es que la cámara de Mariana no invadió ese momento de espera perpetua, no alteró la escena; porque ella era sencilla, tranquila, se filtraba sin desarmonizar entre la gente, aunque muchas otras veces fuese observada o vista por sus modelos, como las chiquillas que muerden su rebozo y sólo la miran. Extraordinaria aquella imagen en la que una mujer de Tlaxcala toma en sus manos el micrófono con gran acopio de confianza, aunado al gesto duro, atrevido y tajante que captó la fotógrafa. O la otra, en donde vemos la sonrisa franca y sencilla de una mujer mayor, también de la región, que atrapa al espectador.
“Trabajo” inicia con una imagen emblemática, pues es un zapato viejo abandonado en el suelo entre piedras y pedazos de madera, una imagen que anuncia la presencia en ausencia de quien lo usó y desechó. Y veremos cómo se asoman por ahí las mujeres en su diario andar: en el trajín de la venta de vestidos, de la alfarería, el peluquero, el pescador, el zapatero, el albañil, el campesino con sus jícamas. O la labor del telar, el bordado, el hilar la lana con el huso, el deshilado, el fogón para la comida, desgranar el elote, hacer las tortillas. Y sobre todo la venta de aquello que se produce en la región, en su parcela, y de manera individual llevar al mercado las habas, los higos, las telas, los granos, el tejido de palma; ahí aparece la alfarera con sus hermosos comales de barro, o aquella otra mujer ya mayor, encorvada por el pesado cargamento de leña en la espalda. Destaca entre todas de nuevo una fotografía emblemáticamente musical: la tuba, recostada en el piso rodeada de otros instrumentos de aliento como un clarinete y algunos saxofones, con una enorme cacerola para el mole a su lado. Juego de roles, juego de espejos envejecidos, sin retrato físico aparecen sus dueños detrás de cada uno: intangibles casi los vemos.
Cierran este apartado los “Retratos”, que tanto gozaba Mariana Yampolsky al capturarlos. Ahí aparecerán los rostros en grandes acercamientos, en medios planos y planos generales con retratos de cuerpo entero. Mariana lo que buscaba era contextualizar a sus personajes, darles fondo y figura, en el campo, en la iglesia, en el hogar, en cualquier lugar que pudiese mostrar su condición de vida, pero desde una perspectiva de dignidad, afuera o adentro de las casas hechas de hojas, de madera, de palma, de barro. Por ello su libro La casa que canta[3] fue fundamental para recoger y documentar un mundo de arquitectura vernácula. Las casas están habitadas y permeadas por la presencia de sus dueños según la geografía del lugar.
Son retratos sencillos, sin pretensiones, y en ellos se revela la magia del rostro que le sonríe o la mira sin recelo. Cuando se arrugan al reírse muestran los surcos del tiempo y el espacio que denotan la edad; también las largas trenzas con el pelo entrecano o blanco testimonian ese paso del tiempo, muchas veces no tan notable. Y ésa era en gran medida su búsqueda: que la imagen fuese natural, que no se inhibiesen ante la cámara, que no los invadiera ni los hiciera cambiar su semblante, el gesto, el momento oportuno para disparar el obturador. Y los retratos en su mayoría los dirige en suaves contrapicadas y con poca profundidad de campo, de tal suerte que el foco se concentra en el rostro principalmente, con lo que se enaltecen los personajes al agrandarlos y hacerlos casi heroicos. Esa era su elocuente mirada, que los dignificaba y los dotaba de un lugar en el universo visual; era la forma de mostrar sus virtudes, la sabiduría de esos ancianos con la familia, la comunidad, en los quehaceres y el trabajo cotidiano. Así procuró Mariana Yampolsky acercarse y dejar una huella imborrable de los pueblos del México, que amó profundamente en todas sus facetas y que rescató con gran fuerza iconográfica del pozo del olvido y del desdén.
Sean estas páginas para referir algunos de los miles de retratos que contiene su archivo, con la noticia de que la mayor parte de los que se presentan ahora son inéditos. Por ello, la Universidad Iberoamericana nos regala la posibilidad de ver las múltiples facetas de la fotoartista, pero aún más: la posibilidad de conocer la diversidad de este país que tanto quiso y tanto honró al trabajarlo y rescatar la mirada firme, segura y amorosa de su gente, de los que son capaces de resistir y levantarse todos los días para recuperar su presente, en espera de un futuro mejor.
Y en ello queda de manera manifiesta y explícita la intensa y profunda sabiduría que Mariana Yampolsky supo recabar, mantener y expresar entre propios y ajenos, pues constantemente mostró su profesionalismo, lo compartió y animó a los más diversos personajes a seguir las huellas de la máquina del tiempo con la cámara fotográfica, al enseñarnos sus virtudes documentales como lo podemos constatar en su magnífica obra.
Ciudad de México, agosto de 2020.
* Dirección de Estudios Históricos, INAH.
[1] Foro Judío, “Mariana Yampolsky. Fotógrafa de una profunda mexicanidad”, Foro Judío, 29 de enero de 2014, recuperado de: https://diariojudio.com/comunidad-judia-mexico/mariana-yampolsky-fotografa-con-una-profunda-mexicanidad/13855/, consultada el 8 de agosto de 2020.
[2] María Teresa Matabuena Peláez (coord.), Alegría. El legado de Mariana Yampolsky en la Universidad Iberoamericana, México, Universidad Iberoamericana, 2018, 239 pp.; María Teresa Matabuena Peláez (coord.), Facetas. El legado de Mariana Yampolsky en la Universidad Iberoamericana II, México, Universidad Iberoamericana, 2019, 296 pp.
[3] Mariana Yampolsky, La casa que canta. Arquitectura popular mexicana, México, SEP, 1982, 198 pp.