Virus metafísico y crisis ontológica
ENVIADO POR EL EDITOR EL Miércoles, 13/11/2024 - 11:46:00 AMArmando Bartra*
No hay dimensión previamente dañada de la vida que no dañe aún más la irrupción del SARS-CoV-2: la pobreza, la desigualdad, la exclusión, el racismo, el sexismo, el adultocentrismo... y en el fondo la torcida relación sociedad-naturaleza que ya nos tenía contra las cuerdas. La modernidad capitalista está en entredicho y de la pandemia surgirán, tal vez, ideas e impulsos para transformarla.
La crisis sistémica que el coronavirus agrava ha sido llamada capitalista porque exhibe la creciente inviabilidad del sistema económico; estructural, porque remite a lo que subyace; epocal, pues marca el fin de una etapa histórica, y civilizatoria, ya que anuncia una nueva formación cultural. Reconociendo todo esto yo la he llamado la “Gran Crisis”, pues comparadas con ésta las otras son pequeñas, y he dicho que es multidimensional porque tiene muchos e indisociables filos.
Por su parte, cuando señalo que también es ontológica no es por apostar más fuerte o por ponerle “más crema a mis tacos”, es porque en su capítulo pandemia se presenta, ineludiblemente, como una experiencia radical de toda la humanidad, como un acontecimiento trascendental que remite a la condición humana y del que nadie escapa.
El virus es un ente físico y a la vez metafísico. Un agente material pero también espiritual que nos amenaza y desafía biológica y ontológicamente enfrentándonos a la muerte. No a la muerte normalizada que a todos nos espera, sino a una muerte desbordada, incontenible, torrencial... un “exceso de muerte” que desnuda nuestra íntima fragilidad a la vez que exhibe nuestra finitud como especie.
Racionalidad histórica y peste disruptiva:
¿de dónde viene la enfermedad?
Escribe Tucídides: “Sobrevino la epidemia que era la cosa menos esperada. Y lo que viene de súbito quebranta nuestros corazones. La epidemia fue más grande de lo que pueda decirse y más dolorosa de lo que las fuerzas humanas puedan sufrir”.
Transcurrieron dos milenios y medio, pero el autor de Historia de la guerra del Peloponeso es todavía nuestro contemporáneo, pues ahora como entonces, sufrimos inopinadas, inesperadas, súbitas explosiones de muerte que “quebranta nuestros corazones”. Corren los tiempos y sin embargo nuestra fragilidad ontológica permanece.
Para Tucídides, la historia que reseña, la de la Hélade, la de Grecia, tiene un sentido: el tránsito del caos al orden, de la dispersión a la unidad, de la barbarie a la civilización, de las aldeas a la ciudad-Estado.
El propósito de los acontecimientos que Tucídides narra es la gestación del sentimiento de comunidad ampliada, de gran comunidad, que sustenta la identidad de Grecia. En la Atenas de Pericles culmina la puesta en común, culmina la integración civilizatoria de lo disperso, y en esta perspectiva teleológica los desencuentros, avenimientos, conflictos y guerras precedentes no son más que los pasos necesarios para llegar a la meta y alcanzar tal fin.
La peste, en cambio, no parece tener un sentido civilizatorio que la haga necesaria y, a diferencia de muchos de los atenienses, Tucídides tampoco ve en ella una conspiración de los espartanos o una intervención punitiva de los dioses.
Entonces cabe preguntarse: ¿de dónde viene la enfermedad?
Las transformaciones sociales, las reformas políticas, y hasta las guerras, son obras humanas y como tales son previsibles, si no es que intencionales, mientras que la irrupción de la epidemia fue súbita, sorpresiva, inesperada... un evento no planeado, singular y contingente que por su misma arbitrariedad “quebranta nuestros corazones”.
Habrá que ahondar en este quebranto de los corazones, y no sólo de los cuerpos, que Tucídides se limita a enunciar. Un sentimiento profundo que a mi parecer se explica por la irrupción en la historia progresiva y necesaria, en la que él cree, de un factor externo y disruptivo: no son los persas, no son los espartanos, no son los bárbaros... sino que se trata de un enemigo invisible que no ataca a nuestros ejércitos ni a nuestra economía, tampoco lo hace a nuestras instituciones, sino que afecta a nuestros cuerpos.
Se puede ganar una guerra, se puede reordenar una sociedad, se puede restaurar la autoridad de un gobierno, pero a la peste no se le gana. Al menos no del todo. Y no se le gana porque la enfermedad nos desafía desde afuera y desde adentro, desde la naturaleza y desde el cuerpo, poniendo en crisis a la ciencia (médicos rebasados), a la sociedad (leyes ignoradas), al gobierno (liderazgos cuestionados), a la moral (valores desechados), a la religión (dioses ausentes). Así sucedió en Atenas, y con variantes menores, así ha venido sucediendo hasta nuestros días.
Enfermedades “injustas”:
el curso social de la enfermedad
En Plagas y pueblos, libro publicado en 1983, William H. McNeill escribió: “Una de las cosas que nos diferencian de nuestros antepasados y hacen que nuestra experiencia contemporánea sea profundamente distinta de las de otras épocas, es la desaparición de las enfermedades epidémicas como factor determinante de la vida humana”. Es claro que el historiador se equivocó.
En cambio, Susan Sontag, en su libro El sida y sus metáforas, escribió: “La llegada del sida ha demostrado que estamos muy lejos de haber vencido a las enfermedades infecciosas. El sida se convirtió rápidamente en un acontecimiento mundial cargado de significado histórico”.
Y, efectivamente, ésta y otras infecciones pandémicas, como la COVID-19, hicieron evidente que la “experiencia contemporánea” no es “profundamente distinta de la de otras épocas”, sino que al contrario es muy semejante. La “peste rosa” o “peste gay” como la llamaron algunos, nos enfrentó una vez más con la guadaña de la Parca.
El sida es una enfermedad “injusta”, que se ha ensañado particularmente con el continente africano donde habitan 70 % de los infectados, unos 40 millones de personas de las que casi 60 % son mujeres. La mayor parte de estas personas morirá por esa causa. Cito a los expertos:
Se calcula que la epidemia de vih ha provocado hasta ahora en el mundo entre 20 y 25 millones de muertes. El 90% de ellas en África. Cada minuto cinco personas contraen el virus del sida. Millones de niños y jóvenes son o se convertirán en huérfanos como consecuencia de la pandemia. Si no se adoptan medidas drásticas para detener la propagación del sida, unos cuarenta millones de niños habrán quedado huérfanos en 2010. La mayoría de estos niños crecerán en África.
De Henning Mankell tomo un testimonio: Christine era una joven madre que vivía en una pequeña comunidad cercana a Kampala, capital de Uganda. Christine tenía sida y sabía que iba a morir: “Las medicinas que controlan el sida [decía] cuestan el doble de lo que yo gano al mes. Siempre he podido mantener a mi familia con mi sueldo, por bajo que sea. Pero ese dinero no es suficiente para protegerme de la muerte”. Y tras de unos minutos de silenciosa reflexión, la joven mujer concluía: “Parece que nosotros, los africanos, sólo nos ocupáramos de morir, no de vivir”.
Mankell, quien pasó la mitad de su vida en África, formula su veredicto sobre una enfermedad que sin duda es “injusta” y sobre los responsables de esta patente injusticia:
Cuando se escriba la historia habrá que dedicar un capítulo a la actividad de los grandes monopolios farmacéuticos en la época en que la pandemia arrasaba la Tierra. La avaricia y falta de humanidad dirán mucho sobre nuestro tiempo, de lo que permitimos que ocurriese, de cuantos millones tuvieron que morir porque los más pobres no tenían acceso a los fármacos [...] Es imposible no sentir ira ante la epidemia de sida [...] La muerte se ha convertido en una cuestión económica.
Confundiendo curso social con origen: ¿quién inventó el sida?
El sida, la COVID-19, las otras pandemias y, en general, las enfermedades son “injustas”, porque son en las sociedades donde se padecen y se propagan. Y reconocer esta injustica y combatirla es una cuestión ética y política.
Pero la necesaria crítica a la manera como la sociedad maneja las enfermedades lleva, con frecuencia, a atribuirle a la propia sociedad el origen de las enfermedades. De esa manera, el problema ontológico que los males del cuerpo ponen de manifiesto se diluye en razonamientos sociológicos y en la búsqueda paranoica de culpables.
Al parecer la zoonosis por la que el virus del sida transitó de un mono a un ser humano ocurrió en África, lo que fue utilizado por el Occidente “blanco” para culpar explícita o implícitamente a los “negros” y su bárbara costumbre de comer monos de haber desatado la pandemia.
La versión opuesta sostiene que el virus es un arma biológica y que mediante ingeniería genética desarrolló un centro de investigación del ejército estadounidense, ubicado en Maryland, cuyo propósito era servir a las operaciones encubiertas de la cia en Angola, Zaire y otros países. En África corre el rumor de que el sida es una enfermedad que Occidente introdujo secretamente en el continente para reducir la población pobre.
En todas estas explicaciones —la intimidad de los africanos con los simios facilitó la zoonosis; el “imperialismo” yanqui fabricó el virus con fines genocidas—, buscan el origen del mal en factores ético-políticos: detrás del sida, se dice, hay culpables; el enfermo, la humanidad entera, tiene que responder por la enfermedad.
Y es que la cohabitación con monos o las conspiraciones de la cia son atribuibles al sujeto, a la propia sociedad, que en esta lectura es quien provoca el mal. En la novela policiaca de la pandemia la víctima es también el culpable.
“Es el enfermo mismo quien crea la enfermedad [escribió Groddeck]. Él es la causa de la enfermedad no hay que buscar otra”. Susan Sontag rechaza tajantemente tal interpretación y sostiene que de esta manera se soslaya, se escamotea la realidad de la enfermedad —que remite al cuerpo— al dar de ella una explicación psicosocial.
Y lo mismo podría decirse de la explicación sociológica, ética o política... “El cáncer es una enfermedad del cuerpo [afirma siempre provocadora Susan Sontag, quien tuvo cáncer]. Lejos de revelar nada espiritual, revela que el cuerpo, desgraciadamente, no es más que el cuerpo”.
Afirmación que no es reduccionismo sino reconocimiento del sustrato natural, externo, otro... de los males del cuerpo. Padecimientos que provienen de que, en última instancia, somos biología. O como dirían los clásicos: el alma habita en el cuerpo, qué le vamos a hacer.
Y esta ontológica verdad se escamotea en el psicologismo, el sociologismo y el moralismo. Enfoques que en el fondo buscan ser tranquilizadores: “No se angustien, en última instancia las enfermedades las causamos nosotros y por tanto son manejables y quizá eliminables si cambiamos nuestros malos comportamientos colectivos e individuales. Portémonos bien, seamos buenos y no habrá enfermedad...”. Pero no.
El cuerpo no es psicología, sociología, ética... estos factores lo cruzan, pero el cuerpo es el gran Otro; el cuerpo es el cuerpo... y hay que reconocerlo así, aun si asumirlo provoca angustia.
La enfermedad, por ejemplo, el sida, no es culpa de la barbarie, como sostiene la derecha, ni es culpa de la civilización, como sostiene la izquierda; la enfermedad trasciende las distintas formas de vida porque incumbe a la vida como quiera que la vida se viva. Aunque, claro, la sociedad no es neutral en lo tocante a los padecimientos del cuerpo; en rigor la enfermedad no es “justa” ni “injusta”, pero la forma en que se padece sí lo es.
La enfermedad como desafío médico:
hacia una ética del cuidado
Las enfermedades, sobre todo las pandemias infecciosas que contagian, enferman y matan a millones en lapsos cortos, ponen en crisis a la sociedad no sólo rebasando su capacidad inmediata de respuesta sino también evidenciando injusticias y contrahechuras. Y la toma de conciencia que propician las pandemias convoca a la acción transformadora de un orden cuyas malformaciones la enfermedad ha puesto en evidencia. Las pandemias deben ser vistas como revulsivos sociales globales.
Pero, no hay que olvidarlo, las enfermedades son ante todo desafíos médicos; lo primero es atender y curar a los enfermos. La dimensión clínica y epidemiológica del manejo de una epidemia va antes de todo y no puede ni debe suplantarla la necesaria crítica social. En primera instancia al enfermo hay que curarlo, no ilustrarlo sobre la injusticia que conlleva su mal.
Cuando se derrumba una casa lo primero es sacar a los atrapados, no buscar al responsable de las fallas estructurales en la construcción. Y de la misma manera en las crisis sanitarias, la prioridad es curar al enfermo. Lo que no es una obviedad sino un asunto de profundas implicaciones éticas.
El reto inmediato, perentorio, impostergable, es el dolor humano, que es algo concreto, no la injusticia general que tras él subyace, que como tal resulta abstracta. Dolor tangible y desafiante que nos convoca a curar. A curar no sólo en el sentido de sanar sino en el más amplio de cuidar. Y en las epidemias el emblema de esta responsabilidad son los trabajadores de la salud y paradigmáticamente el que cura, el médico.
La irritación, el coraje, la indignación y la crítica no siempre fundada son explicables en el contexto de una epidemia, pero, escribe Albert Camus en La peste: “no son sentimientos útiles para oponerse a la enfermedad”. Cabría preguntarse, entonces, ¿cuáles son los sentimientos útiles? La solidaridad, responde sin titubeos el escritor francés. Pero una solidaridad práctica, activa, curativa... una solidaridad que trate de sanar al paciente o cuando menos de reducir su dolor. De modo que la epidemia es, para empezar, un desafío clínico y epidemiológico.
Cuando en medio de una pandemia las voces más escuchadas en las redes sociodigitales y más atendidas por los medios de comunicación masiva son las de quienes —de buena fe, para lucir su presunta sapiencia o para sacar raja política— cuestionan a veces con bases y a veces sin ellas las medidas adoptadas por el gobierno y el trabajo de los equipos de salud. Cuando la iracundia política suplanta el compromiso ético, es bueno escuchar las palabras que Camus pone en boca de un médico: “De lo que se trata es de reducir lo más posible el número de muertes. Y para eso no hay más que un medio: combatir la peste”. No combatir las injusticias, no criticar al mal gobierno, no denunciar al sistema... combatir la peste, combatir la peste, combatir la peste... Los efectos, en este caso la enfermedad y la muerte, tienen causas, sin duda, pero cuando los efectos matan hay que ir de inmediato a los efectos... ya luego se verá.
Ya los estoy oyendo: “Te escudas en la emergencia sanitaria para soslayar la crítica del orden imperante. El manejo de la pandemia es un problema político no puramente médico...”.
Y es verdad, el manejo de la enfermedad es un asunto político... pero la política debe tener un fundamento ético y aprovechar la irritabilidad y el coraje que causa la pandemia para reiterar convocatorias al cambio social y repetir discursos airados pero huecos, es ver en el combate a la enfermedad una oportunidad y no un desafío, un medio y no un fin. Pensar que la emergencia sanitaria es buen momento para desgastar y tumbar gobiernos y hacer la revolución... o, para los de derecha, la contrarrevolución, es quiérase o no, política instrumental; deleznable realpolitik en que la enfermedad y sus secuelas son vistas como una afortunada circunstancia, como una coyuntura favorable...
Partir del dolor y no de una abstracción ideológica o política; ésta es la clave. No que las abstracciones sean prescindibles, sino que son derivadas. El punto de partida es el dolor y el de llegada es el dolor. En el lenguaje clínico la epidemia aparece como concepto y el combate a la enfermedad también juega con abstracciones: mortalidad, letalidad, paciente, recuperación, salud... pero el médico nunca olvida que se trata de personas y mantiene su anclaje ético. Por eso los trabajadores de la salud son emblemáticos.
Albert Camus lo tiene claro. Uno de sus personajes cree que hay que combatir el mal que es la enfermedad, pero también hay que combatir el mal social y el mal que todos llevamos dentro. Para Tarrou, no basta derrotar a la peste, es necesario redimir a la humanidad.
Tarrou, un moralista, hubiera querido ser un santo para salvar a los sufrientes de sus males físicos y metafísicos... por desgracia no hay santos. ¿Y qué hacer si no hay santos? Camus saca su conclusión: “No pudiendo ser santos, los hombres de todos modos se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan por ser médicos”.
Y ser médico, en sentido amplio, es asumir la ética del cuidado, es abocarse a remediar el dolor concreto y no dejarse llevar por la abstracción... abstracción que, sin embargo, es necesaria, de modo que entrar en su terreno forma parte de la lucha contra el mal. La enfermedad y más las epidemias nos lo recuerdan: la abstracción no es, no puede ser el punto de partida.
Santos imposibles o médicos eficaces, éste es el dilema. Y el médico es la figura alegórica que emplea Camus para cuestionar el doctrinarismo y el redentorismo y personificar la ética política que él mismo preconiza; una ética de la cura y del cuidado que vale para los médicos y para todos.
¿Vale esto para otros ámbitos? Claro. Redentoristas, doctrinarios, cultores de la abstracción política son, por ejemplo, aquellos que admiten que por más de tres lustros los “gobiernos progresistas” de América Latina mejoraron sustancialmente la vida de sus pueblos y aliviaron algunos de sus males, pero de todos modos los rechazan porque “no fueron anticapitalistas y no construyeron el socialismo”.
Morirse
En La peste, Camus se abisma en el dolor y la muerte del Otro, sus personajes más entrañables se preocupan por los demás, no por sí mismos. “Simplemente no me acostumbro a ver morir”, dice el médico pensando siempre en la agonía del paciente más que en la propia. Compromiso con el otro sufriente que sustenta una ética del cuidado. Hay en la novela del franco argelino consideraciones éticas sobre lo que significa ser solidario y no una ontología de la enfermedad. Y no la hay porque, como lo observa Heidegger en Ser y tiempo, “nadie puede tomarle al otro su morir”.
La novelista inglesa Virginia Wolf, quien enfermó de influenza española y vivió aquejada por dolencias físicas y mentales, reflexiona sobre el tema de la enfermedad desde el mirador de su propio sufrimiento físico; desde las “grandes batallas del cuerpo”, de su cuerpo. Porque el cuerpo es el territorio de la enfermedad, “ese monstruo, el cuerpo, ese milagro, su dolor”.
“En la enfermedad [escribe] descendemos al abismo de la muerte”. Y más allá del cuidado solidario que encomia Camus, éste es un trance en que estamos solos: “Los seres humanos no vamos de la mano hasta el final del camino”. Dicho de otro modo: la muerte es un asunto solitario.
Para Camus, lo que importa es “luchar contra la muerte”, aun si las “victorias son provisionales”. En cambio, la inglesa, cuyo propio cuerpo es el campo de batalla, asume la derrota final: “Sólo los que yacen saben lo que, después de todo, la naturaleza no se esfuerza en ocultar: que al final ella vencerá”. Y la derrota anunciada no es solamente la de nuestro cuerpo sino también la de nuestro mundo: “El calor abandonará la tierra... el sol se apagará”.
Hablar de la muerte: narrar la agonía
Del cuerpo y la enfermedad no se habla, para ellos no hay palabras, piensa Virginia Wolf. “Se escribe sobre las obras del pensamiento [dice] pero desde la atalaya del filósofo se ignora al cuerpo. Del drama diario del cuerpo no queda registro”. Ausencia que posiblemente —digo yo— se origina en el miedo: el miedo al cuerpo doliente, el miedo a la enfermedad, el miedo a la muerte... no hablar de ella y, sobre todo, no hablar desde ella es una manera de sustraerse, una forma de “esquivarse ante la muerte”, que diría Heidegger.
Hay excepciones. En Pálido caballo, pálido jinete, Katherine Ann Porter, que sobrevivió a la influenza española, habla largamente de su agonía, de lo que se siente al morir. Pero en rigor no habla de la muerte, pues para la muerte no sirven las metáforas. Con la fiebre se le cruzan imágenes del cuarto de hospital, de los tornados, del firmamento... pero, escribe Katherine, “las paredes, los remolinos, las estrellas son cosas; ninguna de ellas es la muerte, ni la imagen de la muerte. La muerte es la muerte”.
Tucídides, Susan Sontag y Virginia Wolf nos hablaron de la enfermedad en general y de las que ellos padecieron, pero sólo Katherine Ann Porter se atreve a sumergirse en la experiencia personal del mal transformando su agonía en un potente relato. Porque la muerte, o cuando menos su inminencia, tiene que ser contada.
Las que he llamado experiencias desnudas son acontecimientos trascendentales que hacen historia porque se cuentan, porque persisten a través de la narración que las rememora. Y la experiencia desnuda por antonomasia, que es la muerte, tiene que encontrar un narrador; un relator que no puede ser el que muere sino el que está cerca de morir y sobrevive. Porque, para que la muerte exista, tienen que haber sobrevivientes; sólo para los vivos la muerte es la muerte. Y Katherine es este sobreviviente, que se sobrepuso para dejarnos su testimonio de lo que es el morir.
La novelista es consciente de la alegoría contenida en su cuento: la muerte necesita de la vida para tener un narrador sin el cual la muerte no existe. El propio título de su relato alude a ello. “Pálido caballo, pálido jinete se ha llevado a mi amada”, es parte de una canción que entonaban los negros en los campos petroleros de Texas. Pero la Parca no sólo se lleva a la amada, en el relato de la estadounidense la pandemia y la guerra se llevan a muchos, se llevan a decenas de millones.
Katherine pone la alegoría en boca de su personaje: “El pálido jinete se ha llevado a mamá, a papá, al hermano, a la hermana, a toda la familia además de a la amada... pero no al cantor, todavía no. La muerte siempre deja un cantor para que se lamente. ‘¡Muerte déjanos un cantor para que se lamente!”. Y Katherine fue el cantor.
Por un tiempo las crisis son enfrentadas con los recursos institucionales y culturales previos. Pero si son profundas, si son ontológicas, terminan por romper esquemas y abrir paso a nuevos pensamientos, nuevos sentimientos, nuevas relaciones y nuevas prácticas sociales... Nuevas actitudes que con el paso del tiempo pueden revertirse permitiendo que regrese la vieja normalidad.
¿Cómo evitar la restauración una vez que se calman las aguas? La respuesta es escribir. Escribir la historia de la crisis; transformar la experiencia en un relato que restituya las vivencias que obligaron a quienes las tuvieron a ver las cosas con ojos distintos a los de antes. La trascendencia de experiencias radicales multitudinarias como las que suscita una epidemia depende de cómo sean narradas, de cómo se trasmitan a quienes no las vivieron, de cómo se vayan volviendo sentido común.
La muerte de un mundo
En los escritos de Virginia y de Katherine la muerte es algo personal. Aunque el contexto sea una pandemia, ellas escriben sobre ellas mismas y sobre individuos que enferman y mueren. Pero cuando en las guerras, las calamidades naturales y las epidemias la muerte se desborda, experimentamos la muerte de otra manera; ya no es sólo el sufrimiento que acompaña a la propia enfermedad, ya no es el dolor de ver morir a alguien cercano, ya no es el obituario que da cuenta de la cuota diaria de defunciones que forman parte del paisaje social.
Cuando es una sociedad la que enferma, la que agoniza, la que puede morir... la experiencia es de otro orden porque lo que fenece no es alguien entrañable sino un mundo, un modo de vida. La muerte de un ser querido es un drama, las epidemias son apocalipsis. Y como lo sabían los profetas, los apocalipsis tienen que ser contados.
Cuando las grandes ciudades colapsan por obra de la enfermedad no sólo se hace patente la fragilidad ontológica de los seres humanos, en tanto que individuos, se evidencia también y dramáticamente la precariedad sustantiva de órdenes sociales multitudinarios y complejos arduamente edificados por sucesivas generaciones y de los que sus constructores se sentían orgullosos.
Lo que en semanas o meses se lleva la Parca no son unas cuantas vidas sino toda una civilización. Ciertamente las ciudades, los países y el mundo se sobreponen a las pandemias, pero quedan “tocados”. Tocados por lo que en su momento se vive como un estruendoso fracaso cultural. Porque las epidemias contagiosas se ensañan con las ciudades y las ciudades son la cúspide, la culminación, la cereza del pastel de los órdenes sociales centralizados. Las epidemias no se van por las ramas, las epidemias apuntan al corazón, tiran a matar.
Experiencias colectivas como éstas que por su intensidad desnudan las conciencias obligando a desechar las mediaciones intelectuales, axiológicas y morales adquiridas, son experiencias puras, cristalinas que traspasando la incierta opacidad de los entes se asoman a la luz cegadora ser... o a la oscuridad total de la nada. Todo ocurriendo en un presente interminable en que el pasado y el futuro dejan de ser referentes y la gente queda desvalida, sin asideros, en vilo...
Al principio, la cercanía de la muerte se traduce en desconcierto y anomia, pero conforme pasa el tiempo se va reconfigurando el imaginario social. Y en toda transición hay momentos en que estamos en medio, en la precisa mitad del salto, un tiempo fuera del tiempo en que lo que era ya no es y lo que será aún no es del todo.
Empleando una metáfora orográfica, se habla de las grandes rupturas y tránsitos sociales como parteaguas. Y en los parteaguas de las serranías hay un momento en que estamos en el filo, entre una y otra vertiente, entre el antes y el después. Un punto en que un mundo se ausentó y el otro todavía no se hace presente del todo.
Es el instante eterno de Kairós, cuyos equivalentes en política serían las coyunturas en que las fuerzas de los contendientes se equilibran —que estudia Antonio Gramsci— y los momentos de dualidad de poderes en el que nadie manda del todo —de los que se ocupa Lenin—; circunstancias liminares y a la vez fractales en que todo y nada puede ocurrir. Tiempos de ahora, instantes eternos de ocasión de experiencias desnudas que alteran las subjetividades y con ellas cambian el mundo. Puede llamárselas también, como lo hago en este ensayo, crisis ontológicas en que el ser de nuestra historicidad se asoma tras los entes de la historiografía.
Los presentes liminares pueden durar un instante o prolongarse por días, semanas o meses que, sin embargo, parecen transcurrir en un perpetuo tiempo de ahora. Limbos de la historia, como lo fueron para los parisinos los menos de tres meses de la Comuna de 1871, como lo fueron para los jóvenes de la Ciudad de México los poco más de dos meses del movimiento de 1968, como lo fue para los londinenses 1665, el terrible año de la Gran Peste.
La reducción sociológica de la enfermedad como táctica de evasión
De la enfermedad escriben no sólo quienes la vivieron sino también los médicos, los epidemiólogos y los científicos sociales. Veamos ahora cuál es por lo general su discurso.
Los médicos atienden a la etiología, la clínica y la epidemiología de la enfermedad, lo que está bien pues es lo suyo. Pero quienes pretenden mirar más allá se quedan casi siempre en los contextos sociales, económicos y tecnocientíficos que propician la patología, volviéndola más grave e injusta. Y esto en el fondo una táctica de evasión.
Me explico. Gran parte de las sociologías de la enfermedad apuntan al objeto y no al sujeto, al entorno del paciente y no al paciente mismo. Y, sobre todo, no al cuerpo del paciente. Paciente corporizado que en el mejor de los casos es visto como víctima de sistemas económicos, tecnológicos y sociales, que lo enferman y lo matan y no como origen de una enfermedad que remite en primer lugar a nuestra óntica fragilidad y sólo en segunda instancia a la injusticia del orden contrahecho que hemos construido.
La pregunta insoslayable es: ¿morimos por culpa del “sistema” o morimos porque somos mortales? Sin duda las dos cosas son ciertas, pero lo primero indigna y lo segundo angustia. Y al parecer preferimos indignarnos.
Algunos culpan del mal al ecocidio. Pero al culpabilizar de ciertas enfermedades a una sociedad que daña al medio ambiente se sugiere también que todo se resolvería viviendo en armonía con el entorno y con el propio cuerpo; esto es, con la naturaleza. Y no es así: un manejo responsable de los ecosistemas y un modo de vida saludable quizá mitigaría los daños, pero no erradicaría las enfermedades. Padecimientos cuyo origen está en la biología, en el cuerpo que habitamos, en el cuerpo que somos.
Otros no culpan de la enfermedad al ecocidio sino al autoritarismo. Veredicto político sustitutivo del diagnóstico médico, epidemiológico y, en última instancia, ontológico que hoy, por ejemplo, los lleva a minimizar la emergencia sanitaria rechazando una declaratoria de pandemia que juzgan totalmente injustificada. Uno de estos “negacionistas” es el filósofo italiano Giorgio Agamben.
Desviar hacia la psicología, la sociología, la economía, la tecnología, la política la reflexión sobre la enfermedad y la muerte, es una forma de evadir el reto ontológico que éstas representan y culpar al enfermo de su propio mal. Veredicto condenatorio que, a veces, va dirigido al individuo y sus malos hábitos y otras a la sociedad y sus prácticas viciosas. Comportamientos individuales imprudentes y estructuras sociales torcidas que ciertamente habrá que corregir, pero que no tocan el núcleo duro del asunto: quizás podamos cambiar individual y colectivamente, pero seguiremos enfermando, seguiremos sufriendo, seguiremos muriendo...
Frente a la evasión, frente al ocultamiento, no propongo despolitizar la enfermedad, sino evitar que se la presente como un mero subproducto del ecocidio o de la injusticia.
“Ser para la muerte”
En perspectiva histórica es evidente que la humanidad se ha defendido y se defiende de manera aguerrida de las enfermedades: intenta evitarlas, las cura si puede, las controla cuando no puede, busca erradicarlas y esta secular rebelión contra la biología ciega y la naturaleza desalmada es nuestra diferencia específica, es lo que nos hace humanos.
Es verdad que lo hacemos mal y con frecuencia provocamos lo que quisiéramos evitar —exceso de antibióticos que provoca resistencia a los antibióticos— pero esto no le quita a la historia —un curso muy diferente de la simple evolución y del que somos responsables— su carácter sobrenatural, artificial, cultural...
Dimensión metafísica de nuestro ser en el tiempo de la que forma parte la inconformidad con la finitud; la rebeldía ante una muerte que llevamos en el cuerpo desde el momento mismo en que nacemos. El día en que doña Borola Tacuche se percató de que traía dentro una calaca (la Peloneta) ya no pudo dormir en paz.
Todos los vivientes nacen y mueren. La vida de animales y plantas es un cruzarse de causalidad y azar del que la muerte es el último eslabón, el efecto postrero de una causa: haber estado vivos. Las vidas de las personas también son cursos causales y azarosos, pero además nosotros estamos abiertos a la posibilidad y nos movemos por proyectos que hacen posible lo imposible. La muerte con la que termina la vida humana no es el efecto de una causa sino la última de nuestras posibilidades. Y en tanto que posibilidad humana y no sólo efecto natural, sabemos de ella, vivimos con ella, dormimos con ella. La muerte no nos aguarda, no nos persigue, no viene... la muerte, que es el tiempo, está todo el tiempo en nosotros como la posibilidad final.
La muerte es próxima, la muerte es inmediata, la muerte es inminente no como algo que se aproxima sino como algo que está ahí desde que nacemos. Vivir con la muerte, ser para la muerte, es nuestra “marca de fábrica”. Y esta condición nos lleva a la angustia, al vértigo perpetuo de ser en la inminencia de la nada.
En nosotros la muerte no es efecto, no es resultado de haber estado vivos sino posibilidad última del ser. Pero, como el resto de los vivientes, la muerte la traemos en la biología. El cuerpo es la residencia de la vida y de la muerte. El cuerpo está en disputa. El cuerpo, ese “monstruo”, ese “milagro”, que dijera Virginia Wolf, el cuerpo cuya fragilidad y finitud nos angustia; el cuerpo es campo de batalla entre la vida y la muerte.
El recordatorio de la presencia en el cuerpo de esta posibilidad final, siempre inminente, es la muerte del otro y la enfermedad propia. Señales de la Parca, que más que asustarnos como nos asusta algo que viene del entorno nos angustian porque vienen de dentro.
Tratamos entonces de mitigar la angustia exorcizando a la muerte. Escribe Heidegger: “El encubridor esquivarse de la muerte domina la cotidianidad, es un tranquilizarse que aparta al ‘ser ahí’ de la muerte, que no deja brotar la angustia ante la muerte”. Y concluye: “En el morir de los otros llega a verse una inconveniencia social”.
La reducción de la muerte a algo socialmente “inconveniente” es en el fondo un subterfugio defensivo para convertir la angustia en temor o en el mejor de los casos en activa indignación: “La muerte puede prevenirse, puede evitarse, ¡luchemos compañeros...!”.
Y sí, la muerte puede y debe erradicarse. Pero la que está en nuestra mano remediar o cuando menos mitigar si nos empleamos en ello, es la mala muerte, la muerte calificable: la muerte prematura, la muerte innecesariamente dolorosa, la muerte injusta, la muerte impuesta por el otro. No es remediable, en cambio, la muerte sin adjetivos, la muerte sustantiva que nos constituye. De modo que, después de la batalla contra el mal social, volverá la angustia... porque la hermana muerte sigue ahí...
Hay dolor y muerte en las guerras, en las revoluciones, en la acción de la delincuencia, en las represiones, en ciertos crímenes. Dolor y muerte que tienen un claro origen social y de los que hay responsables, de los que hay culpables. Alguien hace negocio con las pandemias y las hambrunas, las masacres tienen autores, las balas traen la marca del fabricante. Es entonces posible y necesario ubicar el origen de estos males y luchar por erradicarlos. Podríamos si nos esmeramos pactar la abolición de las arman nucleares, no podemos pactar la abolición de la enfermedad y de la muerte.
Porque la enfermedad como tal es otra cosa; como la violencia económica, política y social la enfermedad mata y a veces de forma masiva, pero ahí no hay culpables; muy posiblemente hay cómplices, pero no culpables. Confundir un virus con una bala es buscar un responsable donde lo que hay es una condición biológica y ontológica con la que habrá que vivir y morir.
Y algunos se empeñan en ver balas en los virus porque, paradójicamente, eso tranquiliza. Ahí están las teorías conspirativas para explicar las pandemias. No niego la posibilidad de las conspiraciones y la necesidad de denunciarlas si las hay, sólo digo que encontrar invariablemente conspiraciones en el origen del mal es una manera de buscar culpables para evadir el hecho de que los virus seguirán mutando y desafiándonos porque así son las cosas. Y que cuando vengan los frenaremos, los controlaremos y si se dejan los erradicaremos porque así son las cosas. Qué le vamos a hacer.
Contener a la naturaleza
Hasta aquí he tratado de explicar que la enfermedad y la muerte representan un desafío médico, ético, social y ontológico. He dicho también que el lugar del desafío ontológico es el cuerpo como residencia de la vida y de la muerte, y si del individuo pasamos el género, el lugar del reto es la tensa relación entre la sociedad y su entorno biofísico; una naturaleza que con el coronavirus muestra su rostro más osco y ominoso.
La debacle general desatada por la emergencia sanitaria ha de verse como una vertiginosa crisis biosocial. Fractura histórica disparada por un virus que es físico, pero también metafísico, pues exhibe dramáticamente la tensión entre nuestra condición natural y nuestra condición sobrenatural, artificial, cultural; entre la muerte como desenlace biológico y la muerte como fisura ontológica.
Entonces habría que empezar a transitar de las muy pertinentes y necesarias consideraciones epidemiológicas, ambientales, económicas, sociológicas, psicológicas, políticas que ponen filtros disciplinarios entre nosotros y lo que nos está ocurriendo, a reconocer también lo que esta crisis biosocial tiene de inédito y desquiciante para las últimas generaciones: su condición de crisis antológica que, como hubieran dicho los clásicos, exhibe el desencuentro entre el alma y el cuerpo.
Y para esto hay que reconocer que en el principio no fue la economía, no fue la pobreza, no fue la batalla por los mercados, no fueron las guerras, no fueron las transnacionales, no fue el cambio climático y el deterioro medioambiental, no fue el racismo, no fue el patriarcado... en el principio fue un virus que ni siquiera está vivo. Como en el caso de los terremotos, las erupciones volcánicas y los tsunamis, el origen de la pandemia está en la naturaleza.
Por eso, además de malestar social hay angustia ontológica. La pandemia nos remite a nuestra finitud biológica; poquedad del ser que en nuestro caso se traduce en fragilidad existencial, en vértigo ante la siempre inminente “posibilidad de la más absoluta imposibilidad” (Heidegger). Y lo hace de manera dramática, pues la muerte —que de por sí a todos nos espera— en las pandemias nos busca, nos persigue, nos acosa. Pero también es selectiva y hasta personalizada: quiere sobre todo a los viejos, a los enfermos, a los varones, a los chilangos... ¡me quiere a mí!
Brigitte Bardot, actriz famosa y hoy defensora de los otros animales, comentó sobre la mortandad causada por el virus: “Somos demasiados en la Tierra. Cuando cinco millones de personas se hayan ido, la naturaleza recuperará sus derechos”. Ya van dos millones y medio, la naturaleza debe estar de plácemes.
Para otros, lo que justifica el gerontocidio es la necesidad de cuidar la salud de los mercados. Hace unos meses el vicegobernador de Texas, Dan Patrick, sostuvo que “los abuelos deberían sacrificarse y dejarse morir para salvar a la economía”.
Es sabido que para los oficiantes del culto al Baal librecambista, las personas son sacrificables; pero los dichos de Brigitte nos muestran que también el ambientalismo puede convertirse en un antihumanismo.
Que debemos dejar trabajar al virus, pues después de todo la enfermedad es un fenómeno natural, es una idea inadmisible porque los humanos no somos pura biología, somos sociedad y no pensamos allanarnos a los crueles designios de la Pachamama; que para eso llevamos milenios llevándole la contraria y tratando de domeñarla.
Por eso nosotros, los humanos, nos desvelamos buscando remedios y diseñando vacunas. Por eso contra toda lógica evolutiva nosotros, los humanos, nos empeñamos en defender a nuestros viejos y nuestros enfermos, fastidiando de esta manera al coronavirus y a su patrocinadora. Y está muy bien que incordiemos a la naturaleza, porque de esta manera nos afirmamos como humanidad, no contra la biología sino más allá de la biología.
La época histórica a la que llamamos Modernidad fue escenario de la más reciente batalla de los seres humanos contra el hambre y la enfermedad... contra la muerte. Batalla que el mercantilismo a ultranza puso al servicio de la codicia y transformó en su contrario: un orden que ocasiona hambre, enfermedad y mala muerte. Sin embargo, el rostro generoso de la Modernidad —sus esfuerzos por ahuyentar el miedo, la impotencia y el dolor— es una vertiente plausible que necesitamos preservar en la lucha contra su faceta egoísta y codiciosa.
Sacar a los pueblos del temor, del sufrimiento y de la desesperanza es contener a la naturaleza, domesticarla, ponerla al servicio de nuestros fines. Entre ellos el deseo de vivir con menos carencias, el deseo de vivir con menos dolor, el deseo vehemente de vivir más. La Modernidad fue ¿es? una lucha contra la muerte y es ésta una dimensión irrenunciable del quehacer humano.
Se nos dice machaconamente que la relación entre la sociedad y la naturaleza debe ser “armónica”, cuando armonía significa “concordancia” entre sonidos, y en general designa a las relaciones “proporcionadas” y “sin tensiones”, mientras que nuestra relación con la naturaleza es de desproporción, de tensión, de discordancia... pues —díscolos que somos— desde hace mucho decidimos salirnos del suave curso de la evolución y emprender el escabroso camino de la historia. Quién nos manda.
También se abusa de la fórmula “equilibrio natural”, que se refiere a ecosistemas cuya biocenosis no cambia, cuando lo nuestro es intervenir los ecosistemas, modificarlos, crear nuevos. Se exalta la “resiliencia”, que es la capacidad que tiene lo alterado de mantener o recuperar el estado previo a la alteración, cuando nuestra vocación es precisamente marchar hacia estados aún inexistentes. Y se insiste en la “sustentabilidad”, que es la propiedad de no caer, de permanecer en el tiempo, cuando para nosotros el tiempo es la posibilidad no de permanecer sino precisamente de cambiar... ciertamente con el riesgo de trastabillar y caer.
Pero nosotros, la humanidad, somos inarmónicos y discordantes porque somos transgresores, porque nos empeñamos en construir a partir de la naturaleza lo que de la naturaleza sola no da, porque soñamos lo imposible y al despertar lo hacemos posible, porque aspiramos a la inmortalidad del espíritu desde la mortalidad del cuerpo.
Y ya que lo suyo es aminorar el dolor y hacer retroceder la muerte, la medicina es emblema de nuestra intrínseca discordancia, de nuestra ontológica desobediencia a los dictados de la naturaleza. Batalla contra la escasez y contra la finitud que no podemos ganar, pero que es insoslayable porque en ella reside nuestra humanidad.
La crisis de la Modernidad y el legítimo rechazo de sus dislates tecnocientíficos, potenciados por la lógica del lucro y por el mercado, nos estaba llevando a un ingenuo neonaturalismo pachamámico. La pandemia nos obliga a reconocer que los heroicos esfuerzos por contener y domesticar a la naturaleza no son lastre sino aporte de la Modernidad.
No más hambrunas devastadoras, no más pestes negras aniquilantes por más que sean biológicamente previsibles y evolutivamente necesarias. Insisto: nuestra historia, de la que somos únicos responsables, ya no es historia natural sino sobrenatural, artificial, cultural, social. Vendrán los virus, vendrán, pero les haremos frente.
Restituir la integralidad
Pobreza, hambre, enfermedad, deterioro ambiental, recesión económica, neofascismo, violencia de género, criminalidad globalizada, guerras... son los diferentes rostros de la bestia; las diversas facetas de una debacle poliédrica pero unitaria que, si pudiéramos verla como un todo, se nos mostraría como lo que en el fondo es: como una crisis ontológica, como un tropiezo del ser.
Pero no podemos verla como un todo. No fácilmente. Y es que la Modernidad escindió en esferas radicalmente separadas una existencia social antes rústica pero unitaria y compartimentó disciplinariamente un saber antes módico pero holista.
En la vida de las personas se separó lo público de lo privado y se autonomizaron los ámbitos económico, social, político, religioso... en lo tocante al conocimiento aparecieron las disciplinas cada vez más autocontenidas y celosas de sus incumbencias. El saldo fue un mundo de cajoneras que tanto en nuestra práctica como en nuestro pensamiento están fragmentados. Empobrecimiento existencial por el que vemos uno u otro de los árboles, pero casi nunca somos penetrados por la enormidad del bosque.
Y la manera fragmentada de diagnosticar y enfrentar la crisis de la Modernidad es parte no menor de la crisis de la ella misma.
Lo preocupante no es la especialización de ciertos enfoques, sino la ausencia de visiones de conjunto; de reflexiones holistas que muestren completo el monstruo y no sólo la bestia económica, la bestia social, la bestia política, la bestia sanitaria, la bestia guerrera. En breve: desde la atalaya de la Gran Crisis hay que asomarse al ser que en ella subyace y no conformarse con desmenuzar los entes que la componen.
Porque no se trata de reagrupar lo que previamente hemos disgregado. Ya lo decía Goethe: el que el médico forense suture juntas las partes del cuerpo que antes diseccionó no lo vuelve a la vida. En cambio, la gracia de los enfoques ontológicos está en que a veces son capaces de restituir la totalidad toda con la pasión, la intensidad y el vértigo de lo vivido. Y hacerlo mediante representaciones, en parte, intuitivas, donde la ciencia tiene que recurrir a la elocuencia del arte.
Y es que los conceptos y razonamientos de que está hecha la ciencia rechazan la ambigüedad. En cambio, las metáforas y alegorías propias del arte son multisémicas; portadoras de una polivalencia constitutiva que les permite aludir mediante una sola imagen a los innumerables significados del todo.
La desfajada plenitud del ser refulge en toda obra de arte verdadera, mientras que por definición la almidonada ciencia define, es decir reduce, acota, delimita. La ciencia requiere conceptos fijos, precisos, categóricos... mientras que las imágenes del arte son abiertas, inestables, indecisas; la ciencia afirma, el arte sugiere; la ciencia evoca al ente, el arte convoca al ser.
La totalidad es inaccesible, inabarcable, inagotable me cuestionarán los positivistas y otros escépticos. Y ciertamente el todo es inagotable, inabarcable, inaccesible... si empezamos por las partes. Pero no lo es si empezamos precisamente por el todo; si empezamos por ese aire de totalidad que en ocasiones adquieren las partes. Presencia del todo que de vez en cuando percibimos y que la ciencia puede restituir si se auxilia de los procedimientos del arte.
El ser es inaccesible si nos quedamos en el método de las ciencias positivas que descomponen y recomponen, o en el fenomenológico hegeliano que encuentra la verdad en el proceso y su conclusión. Pero hay otra vía de acceso al ser de las cosas; una vía no científica ni fenomenológica, sino ontológica: la experiencia directa, inmediata, instantánea de la necesaria universalidad, tal como se presenta en la contingente singularidad; no un procedimiento, no un método, sino una vivencia que sin mediaciones nos abisma en el ser... y, en la de malas, en la nada.
No hablo de algo sólo accesible a mentes o espíritus privilegiados, sino de lo que experimentamos todos cuando de improviso nos “cae el veinte”; cuando tenemos una suerte de iluminación que nos revela de súbito el significado de algo que ya estaba ahí, pero cuya verdad se nos escapaba. Es lo que Benjamin llama la llegada del Mesías, lo que Goethe remite a la visita del genio, lo que en García Lorca es la irrupción del duende en el cante jondo y en la vida, lo que en Julio Cortázar es el paso del ángel.
El Mesías, que de vez en cuando y sin decir “agua va” a todos se nos apersona, el genio, el duende, el ángel... son conceptos y a la vez metáforas que debiéramos tener muy presentes en los tiempos que corren. En los tiempos de la pandemia, una experiencia desnuda planetaria que nos confronta a todos y a cada uno con la muerte, con la otredad radical, con el vértigo del ser y el espanto de la nada. Y si así no nos “cae el veinte”... pues ya estaría de Dios.
Política pura
¿Que por ser trascendental la experiencia de la Gran Crisis será también trascendente? No lo sé. El término trascendental hace referencia a la intensidad que se repliega en el instante eterno, remite a la profundidad con que se vive el ahora y su figura es Kairós. Trascendente en cambio hace referencia a la duración que se despliega en el tiempo sucesivo, remite al transcurrir, a los saldos históricos de acontecimientos más o menos contundentes y su figura es Cronos.
La trascendencia constructiva del momento trascendental que estamos viviendo dependerá de si somos o no capaces de vestir, de arropar narrativamente a la experiencia desnuda. Si haber tocado fondo servirá para tomar impulso dependerá de si sabemos pasar de la vivencia cegadora al discurso articulado y elocuente, del acontecimiento vivido al relato comunicable. Pero también transitar del pasmo a la acción colectiva. Ése es el reto.
Y como siempre, la salida está en la política; esa gran puta de la que todos renegamos, pero a la que siempre volvemos. No me refiero a la política instrumental, que siendo útil para andar por casa se queda corta a la hora de hacerle frente los tropiezos ontológicos. Hablo de otra política: una política instantánea, del aquí y ahora, pues los retos metafísicos no esperan; una política en verdad radical donde el medio mismo sea el fin; una política catártica, apasionada, performativa, carnavalesca; una política pura.
La política de la eficacia y de los resultados es, en verdad, indispensable para mitigar los daños de la pandemia y adoptar las medidas necesarias para que la próxima no sea tan letal. Pero la política instrumental no nos cura del espanto. Estamos presenciando el fin de un mundo que nos vendieron como eterno, vimos el rostro de la muerte y es necesitamos hacer el duelo...
Y para esto hay cosas que no sirven. En este trance no son útiles los cheques posdatados, las promesas de futuro; renovar nuestros proyectos individuales o colectivos está bien pero no nos saca del hoyo. Tampoco sirve aferrarse a las causas particulares y a las militancias temáticas, que cuando se viene abajo el edificio completo no tiene caso afanarse por salvar al perico.
Para hacerle frente al trastabillar del ser, necesitamos una política pura. Una política que restaure aquí y ahora el nosotros fracturado por el encierro, que restablezca la comunidad tal como ésta emerge de la acción colectiva. Necesitamos reabrir los pueblos que se cerraron para protegerse, necesitamos reventar las burbujas de seguridad, necesitamos salir de casa sin temor, sin tenerle miedo al Otro... No hablo de romper las preciosísimas reglas emergentes, sino de vivir otra vez a plenitud con las nuevas reglas.
Hay que recuperar el tiempo de ahora no como el stand by que nos impuso la pandemia sino como tiempo pleno, como un tiempo de nuevo abierto a la historia. Y para esto requerimos de una política pura animada por acciones colectivas que restablezcan el Nosotros. Un Nosotros que puede ser virtual o presencial, de contacto o con la “sana distancia”, pero que se haga presente ya, aquí y ahora.
* Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco.
Los textos aquí reunidos fueron presentados en el seminario “A un año del gran encierro: pensar historias y mundos en el año de la pandemia”, que organizó la revista Con-temporánea, del 2 al 30 de abril, todos los viernes, con la participación de Armando Bartra, Carlos San Juan, Benjamín Berlanga y Julio Moguel.